174591.fb2 Muerte En Invierno - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 14

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Stevie no pudo poner en marcha el primer coche con el que probó. Hacía casi cincuenta años desde la última vez que había robado un coche. A veces, es posible olvidar cómo se monta en bicicleta.

El coche era un Ford Escort verde aparcado a media manzana de distancia de donde había dejado a los dos hombres de la panadería, uno doblado por la mitad a causa del dolor, el otro intentando cortar la hemorragia de su nariz. Se aseguró de hacerles el daño suficiente para que no le siguiesen. Se planteó la posibilidad de matarlos a los dos, pero eso habría supuesto dos cadáveres más. Lo mejor era dejarlos hechos polvo.

El problema era que Stevie también estaba bastante hecho polvo. Sangraba de forma abundante mientras intentaba pensar adónde podía ir.

Una de las puertas traseras del Escort estaba abierta, con la cerradura reventada. Debería de haber sido fácil. Pero Stevie no tenía a mano un destornillador ni tampoco un cuchillo. Nada que pudiese usar para robar un coche.

Salió del vehículo y miró hacia el portal en el que había dejado a los dos hombres. Esperaba que se hubiesen recuperado lo suficiente para ir tras él en lugar de largarse cojeando. Stevie se había quedado con la pistola de uno de ellos, al que había golpeado en primer lugar. Limpió sus huellas dactilares del arma y la tiró por encima de un muro de ladrillo de un metro y medio de alto. Sabía cómo emplear sus manos. Sabía que se le daba mucho mejor que emplear el cerebro.

El segundo coche con el que probó, un Oldsmobile Cutlass Calais blanco de 1992, casi renovó su fe en Dios. La ventanilla cedió con la presión hasta que pudo meter el brazo, a duras penas, y abrir la portezuela. Se sentó al volante e intentó imaginar qué tenía que hacer.

Abrió la guantera en busca de alguna herramienta que le sirviera. No encontró nada, pero había un monedero de cuero oscuro. Lo abrió. Una llave, una llave de plástico del Oldsmobile.

El coche arrancó casi de inmediato y Stevie se puso en marcha. Pero, ¿adónde iba a ir? El Jockey. No estaba convencido de si podía o no confiar en Jake Laudano. Lo que habían compartido les convertía tan sólo en compañeros ocasionales de trabajo, no en amigos: el tipo fuerte y lento y el hombre pequeño y nervioso. Ninguno de los dos era rápido o brillante o ambicioso.

Pero no tenía mucho donde elegir, se dijo Stevie. O El Jockey o el hospital, y eso si podía llegar hasta El Jockey.

No, no tiraría la toalla, pensó mientras conducía. Llegaría.

No recordaba lo ocurrido durante los siguientes cuarenta minutos. Cuando se despertó, la mortecina luz del sol atravesaba una ventana y él estaba tumbado en un magullado sofá demasiado pequeño para su tamaño.

Se puso en pie despacio. Tenía la pierna vendada. El dolor resultaba tolerable. Su determinación era fuerte. Se encontraba en un pequeño apartamento, el sofá estaba apoyado contra una pared y había una cama Murphy al otro lado de la habitación con el cabezal apoyado en otra pared.

La puerta del apartamento se abrió de repente. Stevie intentó mantenerse en pie, pero las piernas le obligaron a sentarse.

Entró El Jockey con una bolsa de papel en una mano.

– He comprado café -dijo-. Y unos donuts.

– Gracias -dijo Stevie, mirando lo que había dentro de la bolsa que Jake le entregó y sacando de ésta el café.

Estaba mareado. El café y los donuts tal vez le sirviesen de ayuda. No lo sabía y no le importaba. Tenía hambre. Sacó un donut y se puso a reír.

– ¿Qué te hace tanta gracia? -preguntó Jake.

– Ayer fue mi cumpleaños -dijo Stevie.

– No jodas -dijo El Jockey-. Feliz cumpleaños.

Anders Kindem, profesor adjunto de lingüística en la Universidad de Columbia, conservaba tan sólo un leve rastro de su acento noruego.

Mac había leído sobre su persona en un artículo del New York Times. Kindem había confirmado, al parecer de manera definitiva, que fuera quien fuese William Shakespeare no fue ni Christopher Marlowe ni sir Walter Raleigh ni John Grisham.

Kindem, de cabello rubio claro, con cierta tendencia al despiste y sonrisa incansable, rondaba los cuarenta años. Era adicto al café, que bebía en una taza gigantesca con la palabra «palabras» en varios colores. Una taza tibia de avellana, que había elaborado a partir de una jarra con granos de café que tenía cerca del molinillo y de la cafetera en su oficina, estaba junto a una de las cuatro pantallas de ordenador.

Tenía dos de los ordenadores encima de su mesa. Los otros dos estaban sobre un escritorio, frente a su mesa. El profesor se hallaba sentado en una silla giratoria entre los cuatro ordenadores.

Mac se sentó observando cómo hacía girar su silla, se volvía e iba de un ordenador a otro; parecía más un músico ante un complejo teclado que un científico.

Para ahondar en esa opuesta imagen del científico clásico, Kindem lucía unos vaqueros recién estrenados y una sudadera verde con las mangas arremangadas. En la sudadera podía leerse la siguiente frase: «Sólo hay que saber dónde mirar».

Sonaba música cuando Mac entró en el laboratorio de Kindem, cargando con su maletín en el que llevaba las novelas de Louisa Cormier.

Kindem bajó el volumen y dijo:

– Detective Taylor, supongo.

Mac le tendió la mano.

– ¿Le molesta la música? Me ayuda a moverme, a pensar -dijo Kindem.

– Bach -dijo Mac-. En sintetizador.

– Bach enchufado -confirmó Kindem.

Mac le echó un vistazo a la habitación. Los equipos informáticos ocupaban la mitad del espacio. La otra mitad la conformaba una mesa con un quinto ordenador y tres sillas encaradas hacia la pantalla. Sus títulos y sus premios colgaban enmarcados de las paredes.

Kindem siguió la mirada del detective y dijo:

– Dirijo pequeños seminarios, grupos de discusión realmente, con los estudiantes licenciados a los que asesoro.

Señaló con el mentón hacia las tres sillas.

– Seminarios muy pequeños. Y respecto a los adornos de las paredes… ¿Qué puedo decir? Soy ambicioso y mi vanidad académica resulta bastante patente. ¿Los disquetes?

Mac encontró un hueco en el extremo de una de las mesas, entre dos ordenadores. Abrió su maletín, sacó los disquetes, cada uno de ellos con una etiqueta, y se los entregó a Kindem.

– Querrá leerlos -dijo Mac-. Puede llamarme cuando sepa algo.

Mac le entregó a Kindem una tarjeta. Kindem dejó los disquetes junto al teclado de uno de los ordenadores.

– No necesito leerlos -dijo Kindem-. No quiero leerlos, y sin duda no voy a hacerlo en el ordenador. Ya paso bastante tiempo leyendo cosas en las pantallas. Cuando leo un libro, quiero sujetarlo con las manos, ir pasando las páginas.

Mac estuvo de acuerdo, pero no dijo nada.

Kindem sonreía.

– Puedo decirle varias cosas a primera vista -dijo-. Si sus preguntas son sencillas, si desea un análisis completo, tendrá que darme un día. Uno de mis alumnos de posgrado podrá imprimirle una copia o enviarle el informe por correo electrónico.

– Suena bien -dijo Mac.

– De acuerdo -dijo Kindem cargando cada uno de los disquetes en una torre entre dos ordenadores.

Los seis disquetes se pusieron en marcha con un zumbido y un clic.

– Bueno -dijo-. ¿Qué buscamos?

– Quiero saber si estos seis libros los escribió la misma persona -dijo Mac.

– ¿Y?

– Cualquier otra cosa que pueda decirme del autor -dijo Mac.

Kindem se puso a trabajar evidenciando su virtuosidad con el teclado. Subió el volumen del CD que estaba sonando, y de nuevo pareció un músico que tocaba al compás de la música.

– Palabras, fácil -dijo Kindem mientras introducía comandos en varios ordenadores-. Pero no se lo diga a mi jefe de departamento. Cree que es difícil. Finge entenderlo. Nunca le he dado a entender que tiene infinitas lagunas. Palabras, fácil. Con la música es más difícil. Déme dos piezas de música y podré programarlas, introducirlas en el ordenador y decirle si las compuso la misma persona. ¿Sabía que Mozart le robó composiciones a Bach?

– No -dijo Mac.

– Porque no lo hizo -dijo Kindem-. Se lo demostré a un supuesto estudioso que había trabajado en una estafa académica tramada por un profesor de Leipzig.

Siguió hablando durante unos diez minutos, sin descanso, mientras bebía café, y entonces se volvió de un ordenador a otro.

– Signos de exclamación -dijo-. Buen punto para empezar. No me gustan, no los uso en mis artículos. En los textos académicos y científicos no suele haber signos de exclamación. Demuestran una falta de confianza en las propias palabras. Lo mismo puede decirse en los textos de ficción. El autor teme que las palabras no sean suficiente para crear un impacto y les da un empujoncito. La puntuación, el vocabulario, la repetición de palabras, a menudo algunos adverbios, adjetivos… Son como las huellas dactilares.

Mac asintió.

– Los primeros tres libros -dijo Kindem- están repletos de signos de exclamación. Más de doscientos cincuenta en cada libro. En los libros posteriores, los signos de exclamación desaparecen. El autor vio la luz o…

– O tenemos un autor diferente -dijo Mac.

– Así es -dijo Kindem-. Pero hay muchas más cosas. En los tres primeros libros, la palabra «dijo» aparece una media de treinta veces por libro. Lo comprobaré, pero el escritor parece haber intentado evitar esta palabra, sin duda buscando otros modos de indicar el diálogo. Así pues, en lugar de «dijo ella», el autor escribe «exclamó» o «replicó». En los siguientes libros, en cambio, la palabra «dijo» aparece una media de doscientas ochenta y seis veces. ¿Mayor confianza? No hasta ese extremo, no tan pronto. ¿Quiere saber más?

Mac asintió.

– Hay muchas más frases largas y compuestas en los tres primeros libros -dijo Kindem observando la pantalla-. Un lector cualquiera es posible que no se dé cuenta de estas cosas, pero de manera subconsciente… Tendría que ir a ver a alguien del departamento de psicología.

– ¿Algo más?

– Hay muchas cosas más -dijo Kindem-. El vocabulario. Por ejemplo, la palabra «reciprocidad» aparece una media de once veces en las tres primeras novelas. No vuelve a aparecer en ninguna de las otras.

– ¿No podría deberse ese cambio tras los tres primeros libros a una decisión de cambiar de estilo o a una mejora en las habilidades del autor?

– No, tratándose de un cambio tan grande -dijo Kindem-. Y creo que podría conseguir muchos más detalles si me da un par de horas.

– La fórmula en todos los libros es más o menos la misma -dijo Mac-. La mujer es una viuda, o alguien que todavía no se ha casado, y tiene treinta y tantos años. Tiene, o es responsable, de un niño que estará en peligro debido a algún pariente vengativo, la mafia o un asesino en serie. La policía no le es de gran ayuda. La mujer tiene que protegerse a sí misma y al niño. Y en algún punto de las últimas treinta páginas, la mujer se enfrenta a un tipo o varios tipos malos y al final inicia una nueva vida con un hombre que ha conocido en algún momento de la trama.

– Lo que significa que quienquiera que escriba esos libros sigue una fórmula -dijo Kindem-. No que se trate de la misma persona.

Mac ahora estaba convencido. Louisa Cormier había escrito los tres primeros libros. Charles Lutnikov había escrito el resto.

Pero, ¿por qué le disparó?, se preguntó Mac. ¿Cuál era el motivo? ¿Discutieron? ¿Sobre qué? ¿Dinero?

– ¿Quiere una copia impresa? -preguntó Kindem.

– Envíemelo por correo electrónico -dijo Mac-. En mi tarjeta encontrará la dirección.

– ¿Me necesitará para testificar en un juicio?

– Es posible.

– Bien -dijo Kindem-. Siempre he querido hacerlo. Ahora volvamos al trabajo de la nueva Louisa Cormier.

Stella estaba sentada en el asiento del copiloto, somnolienta y dolorida, mientras Danny conducía. Por octava vez, Stella abrió la carpeta de Alberta Spanio que tenía sobre el regazo.

Estudió las fotografías del escenario del crimen: el cuerpo, la cama, las paredes, las mesitas de noche. Observó las fotografías del lavabo: la taza del váter, el suelo, la bañera, la ventana abierta sobre la bañera.

Algo se encendió en su cerebro. Algo equivocado. Se sintió como si estuviese intentando recordar el nombre de un actor o de un escritor o de la chica que se sentaba a su lado en la clase de matemáticas en el instituto. Debería saberlo, porque sin duda residía en algún lugar de su interior. Uno puede recorrer el alfabeto diez, quince veces y no encontrar el nombre y entonces, de repente, allí está.

Se centró en el testimonio de los dos hombres que habían custodiado a Alberta Spanio: Taxx y el difunto Collier.

A medida que iba leyendo, se sentía más inquieta. Volvió a examinar las fotografías del lavabo, las que ella misma había tomado.

Collier le había dicho a Flack que se había metido en la bañera para sacar la cabeza por la ventana. Si el asesino hubiese entrado por la ventana, él o ella habría tirado la nieve amontonada en el alféizar dentro de la bañera. Collier tendría que haber encontrado algo de nieve deshecha en la bañera cuando se metió dentro. Pero en las fotografías de Stella no se veía señal alguna de humedad en la bañera ni tampoco huellas de los zapatos de Collier, a pesar de que las suelas de sus zapatos tendrían que haber estado húmedas al pisar la nieve.

¿Por qué había mentido Collier?, pensó Stella.

Sheldon Hawkes estaba sentado en su escritorio muy cerca de Mac, mirando una cinta de vídeo en el monitor que tenían en frente.

– Una vez más -dijo Hawkes inclinándose hacia la pantalla.

Mac rebobinó la cinta y le dio un sorbo despacio a su café mientras Hawkes volvía a ver la grabación de veinte minutos, adelantando en ocasiones a cámara rápida y deteniéndose de golpe.

– Escuchemos de nuevo la grabación del interrogatorio.

Mac rebobinó la cinta del interrogatorio de Jordan Breeze y la puso en marcha.

– ¿Quieres ir a verlo a su celda? -preguntó Mac-. Mi opinión es que confirmará lo que ya sabemos.

Hawkes se puso en pie y dijo:

– Tienes razón.

Mac escuchó mientras Hawkes le explicaba lo que él había observado.

– Claro -dijo Mathew Drietch.

Era enjuto y fuerte, de unos cuarenta años, con escaso cabello rubio y rostro de boxeador. Había respondido a la pregunta de Aiden de si podía ver la pistola del calibre 22 que Louisa Cormier había utilizado para practicar en el club de tiro, que estaba justo tras la puerta de la oficina donde estaban sentados en ese momento.

– ¿Le gusta el ruido de las armas de fuego? -preguntó Drietch.

– No especialmente -dijo ella.

– A mí sí -dijo él mirando a través del ventanal desde el que se veían las cabinas de disparo-. El estallido, la fuerza. ¿Sabe a qué me refiero?

– A decir verdad, no -dijo Aiden-. Y ahora, ¿podría enseñarme la pistola?

Él se puso en pie lentamente, alisándose sus pantalones negros.

– ¿Cuándo estuvo aquí Louisa Cormier por última vez? -preguntó Aiden.

– Hace unos cuantos días. El día antes de la tormenta, si no recuerdo mal. Lo comprobaré.

Fue hasta la puerta de la oficina, la abrió y dejó entrar el sonido de las armas de fuego. La mantuvo abierta para ella y después echó a andar delante de Aiden, pasando por detrás de las cinco personas que disparaban sus pequeñas pistolas.

– El frío les hace salir -dijo Drietch-. Se ponen como locos y quieren dispararle a algo. Esto les ayuda a desahogarse.

Aiden no dijo nada. Drietch se aproximó a una puerta junto al mostrador de entrada. Un hombre achaparrado y calvo deslizó la mano bajo el mostrador, apretó un botón y la puerta se abrió.

– Tengo llave -dijo Drietch-, pero Dave casi siempre está aquí.

La habitación era pequeña, estaba bien iluminada, con pequeñas cajas de madera colocadas en estanterías que llegaban hasta el techo. También había una pequeña mesa sin sillas en medio.

– Tenemos casi cuatrocientas pistolas aquí -dijo Drietch desplazándose hacia uno de los estantes al tiempo que se sacaba un aro repleto de llaves del bolsillo-. La llave maestra las abre todas.

Bajó una caja y la dejó sobre la mesa frente a Aiden. Esta le echó un vistazo y después miró hacia los estantes.

– Algunas de las cajas tienen candados. Otras no -dijo Aiden.

– Si no contiene armas, no tiene candado -le explicó él.

– Esta caja no tiene candado -dijo ella mirando la caja sobre la mesa.

– Habrán olvidado volver a ponerlo -respondió-. Seguramente esté dentro de la caja.

Aiden se dijo que Drietch regentaba su negocio con cierta laxitud.

– La munición está a buen recaudo -dijo Drietch atento a su mirada de reprobación.

Aiden no dijo nada. Estiró el brazo y levantó la tapa de la caja metálica. Había una pistola dentro, una Walther calibre 12, exactamente igual a la que Louisa tenía en el cajón de su escritorio.

– Una pistola para tiro al blanco -aclaró Drietch.

– Aun así puede matar -dijo Aiden insertando un lápiz en el cañón y sacando el arma de la caja.

Le llevó sólo unos segundos determinar que la habían limpiado recientemente.

– ¿El arma la limpió Louisa Cormier?

– No, lo hizo Dave.

Aiden metió la pistola en una bolsa de plástico y se volvió hacia Drietch.

– Necesitaré un justificante para eso -le dijo a Aiden.

Ella sacó su libreta, extendió un recibo, lo firmó y se lo entregó.

– ¿Fue la señora Cormier la que abrió la caja y dejó el arma dentro?

– No -le aclaró Drietch-. Se queda ahí y espera. Yo tengo la llave. La saco, compruebo que no esté cargada y se la doy. Le entrego la munición una vez se halla en el cajón de tiro. Cuando acaba de disparar, me devuelve la pistola y yo la guardo.

– ¿Ella nunca toca ni el candado ni la caja? -preguntó Aiden.

– No dispone de llave -respondió con paciencia.

Aiden asintió y buscó huellas dactilares en la caja. Extrajo cuatro muy claras.

Aiden guardó sus guantes en el maletín. Tendría que escudriñar en el lavabo, en los cubos de basura y en los contenedores de la calle en busca del candado perdido. No iba a ser divertido, pero sin duda sería mucho mejor que intentar desenterrar una bala en el hueco de un ascensor.

La búsqueda le llevó veinte minutos, durante los cuales comprobó dos veces el aparcamiento de pago de la parcela contigua.

Cuando volvió dentro, Drietch estaba junto a un cajón de tiro, y tenía un arma sobre la plataforma en la que estaba inclinado. Señaló el arma.

A medida que se aproximaba, él se echó atrás para dejarle espacio.

Aiden disparó. La diana, los conocidos círculos negros sobre fondo blanco, estaba a unos seis metros de distancia. Disparó cinco veces y le entregó el arma a Drietch. Algo en el suelo del cajón de tiro le llamó la atención.

Drietch miró hacia la diana. Los disparos habían dado todos justo en el centro. Aiden lo habría hecho igual de bien si la diana hubiese estado al doble de distancia.

– Es usted buena -dijo él con respeto.

– Gracias. Haga que todo el mundo deje de disparar y dígales que dejen sus armas.

– ¿Por qué demonios…? -empezó a decir.

– Porque ahí hay un candado -dijo-. Y voy a meterlo en una bolsa de plástico y guardarlo como prueba.

– Todo está arreglado -dijo Arthur Greenberg.

Mac le había llamado para volver a comprobar.

– La nieve, la lluvia, ni siquiera la temible ira de Dios podría detenernos -prosiguió Greenberg-. ¿Hay alguien a quien quiera que se lo notifiquemos?

– No -dijo Mac.

Estaba en el juzgado esperando a que un detective de homicidios llamado Martin Witz y una ayudante de narcóticos llamada Ellen Carasco saliesen del despacho del juez Meriman con una orden de registro para el apartamento de Louisa Cormier.

– Entonces -dijo Greenberg-, ¿nos veremos mañana por la mañana a las diez?

– Sí -dijo Mac con la vista clavada en la sólida puerta de madera con el nombre del juez Meriman gravado de manera impresionante en la pulida placa metálica.

Greenberg colgó. Y también lo hizo Mac en cuanto se abrió la puerta del juez Meriman y Ellen salió.

– Quiere hablar contigo -le dijo a Mac.

Carasco aparentaba estar delgada, pero Mac sabía que debajo de aquellas ropas más bien holgadas se escondía la impresionante musculatura de una culturista. Era una de las treinta mejores culturistas del mundo en su categoría. Su rostro era claro, hermoso y su cabello largo y oscuro. Stella le había dado a entender en más de una ocasión que Carasco no le diría que no a una invitación a cenar. Mac nunca había seguido sus sugerencias. Y no tenía pensado hacerlo.

Mac la siguió al interior de la oficina del juez, donde el detective Martin Witz estaba sentado en un sillón de cuero rojizo frente a Meriman, al otro lado de su mesa.

Meriman, cercano a la jubilación, orgulloso de su mata de pelo canoso y su bien perfilado bigote, asintió hacia Mac y éste hizo lo mismo.

– Hemos estado hablando de las pruebas -dijo Meriman con una modulada voz de barítono-. Quiero volver a repasarlas con usted antes de tomar una decisión.

Mac volvió a asentir. Meriman movió la mano indicándole que se sentase. Éste se sentó con la espalda recta en un sillón idéntico al de Witz. Carasco permaneció de pie entre los dos hombres sentados.

– La víctima es Charles Lutnikov -dijo Mac-. Vivía en el mismo edificio que Louisa Cormier. Se conocían.

– ¿Hasta qué punto? -preguntó el juez.

– Por lo que hemos podido comprobar, bastante bien -dijo Mac.

Mac le habló al juez del candado de la caja del club de tiro que Aiden Burn había encontrado, de la recuperación de la bala en el hueco del ascensor, de la cinta de máquina de escribir y de lo que transcribieron de ella, del informe elaborado por Kindem, que decía que alguna otra persona podía haber escrito la mayoría de las novelas de Cormier.

– ¿Se ha comprobado si el arma y la bala coinciden? -preguntó Meriman.

– Estamos en ello -dijo Mac.

– Poca cosa -dijo Meriman cruzando las manos y mirando a sus tres visitantes.

– Se han firmado órdenes judiciales con menos que eso -dijo Carasco.

– Dos detalles informativos -dijo Meriman-. Primero, hablamos de una escritora mundialmente famosa, una persona con recursos suficientes para contratar al mejor abogado. Segundo, vuestras pruebas son circunstanciales y sin sustancia. Muy sugerentes, lo reconozco, pero…

El teléfono de Mac vibró con insistencia en su bolsillo. Metió la mano para sacarlo.

– Lo siento, señoría, pero puede ser pertinente.

– Que sea breve -dijo el juez mirando hacia el reloj que colgaba de la pared-, y cuelgue si no se trata de nada relacionado con esta petición de orden judicial.

Mac respondió a la llamada.

– Sí.

Escuchó. La llamada no duró más de diez segundos. Colgó el teléfono y lo guardó en su bolsillo de nuevo.

– Era la CSI Burn. El candado que faltaba de la caja tiene dos claras huellas de Louisa Cormier.

– Era su arma -dijo el juez.

– No -replicó Mac-. Pertenecía al club de tiro. Ella no tenía llave, pero, según el propietario, sabía dónde estaba la caja.

Aiden le había dicho algo más, algo que Mac no iba a compartir con el juez, a menos que se sintiera presionado. La bala encontrada en el hueco de la escalera y la pistola del club de tiro no casaban.

¿Por qué -pensó Mac- había entrado Louisa Cormier en el negocio de Drietch para coger un arma que no era precisamente el arma homicida? El problema, se dijo, era que su principal sospechosa escribía novelas de misterio y sabía cómo hacer que una sencilla investigación pareciese propia de la Tierra de Oz.

El juez Meriman giró sobre su silla y miró por la ventana hacia el amenazador cielo gris. Se volvió hacia ellos y dijo:

– Firmaré una orden relativa a Louisa Cormier con el propósito de buscar una pistola del calibre 22 para compararla con la bala que encontró su investigadora.

No había modo de que la bala coincidiese con el arma que Louisa Cormier les había enseñado. Mac estaba seguro de que no había sido disparada en los últimos dos o tres días, probablemente desde hacía mucho más tiempo. Las posibilidades de que existiese una tercera pistola calibre 22 eran mínimas. Si existía una tercera pistola, el arma del crimen, y él no lo descartaba, Louisa Cormier sin lugar a dudas se habría deshecho de la misma a esas alturas. Por el momento, sin embargo, Mac estaba dispuesto a aceptar lo que le proponía el juez.

– Gracias -dijo Mac.

– Y necesitaré pruebas forenses de que el arma en cuestión, si la encuentran, fue disparada. Si la pistola calibre 22 del club de tiro no es el arma del crimen, podrá hacer pruebas de tiro de todas las 22 que encuentre en el apartamento de Louisa Cormier para determinar si la bala que mató a Charles Lutnikov salió de dicha arma.

Mac y el juez compartieron una mirada de secreto entendimiento.

– Si durante la búsqueda del objeto indicado encuentra pruebas ulteriores de la implicación de Louisa Cormier en el asesinato que se está investigando, esas pruebas tendrán que ser descubiertas durante la búsqueda de la pistola. ¿Queda claro?

– Sí -dijeron Carasco, Witz y Taylor a coro.

– Entonces, ya está -dijo Meriman.

Meriman tomó el teléfono y apretó un botón. Le dijo a alguien que pasase a su oficina.

– Hay una cosa más que tiene que saber, señoría -dijo Carasco-. Tenemos una confesión de un tercero.

El juez apoyó la espalda en el respaldo del asiento dando un suspiro de irritación.

– El detective Taylor cree que la confesión es falsa -añadió Carasco.

– Cuando tengan pruebas de que la confesión es falsa, entonces les firmaré la orden de registro para el apartamento de Louisa Cormier -dijo Meriman-. Y ahora váyanse. Ya me han hecho perder bastante tiempo.

Los tres visitantes salieron de la oficina, y al instante escucharon cómo el juez encendía la radio.