174591.fb2 Muerte En Invierno - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

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14

– Stevie Guista -le dijo Don Flack a Jacob Laudano, El Jockey.

Desde el punto en el que se encontraba, junto a la puerta del apartamento, Don podía ver toda la habitación y el lavabo y la taza más allá de la puerta abierta del baño.

Don cerró la puerta en cuanto entró.

– No he visto a Stevie Guista desde hace meses -dijo Jacob.

– Estaba en el hotel Brevard anteanoche -dijo Flack-. Y usted también.

– Yo no -dijo El Jockey.

– Entonces no le importará pasar una ronda de reconocimiento -dijo Flack.

– ¿Una ronda de reconocimiento? ¿Para qué?

– Para ver si alguno de los empleados del hotel le reconoce -dijo Don-. Si lo hacen, subirá varios puestos en la lista de sospechosos de asesinato.

– Espere un minuto -dijo Jake sentándose frente a la mesa-. Yo no he matado a nadie. Ni anteanoche ni nunca. Estoy fichado, eso es obvio, pero nunca he matado a nadie.

– Nunca que haya podido probarse -dijo Flack.

– Tal vez estuve en el Brevard -dijo Jake-. A veces me dejo caer por allí. Entre usted, el farol y yo, hay una partida de cartas itinerante que a veces se juega en una de las habitaciones de ese hotel.

– ¿Anteanoche? -preguntó Don.

– No hubo movimiento. Me fui a otro sitio.

– ¿Quién lleva esa partida de cartas? -preguntó Flack acercándose a Jake, quien reculó.

– ¿Quién la lleva? Un tipo llamado Paulie. No sé su apellido. Nunca me lo ha dicho. Sólo «Paulie».

– Quiero a Stevie Guista -dijo Don-. Si tengo que pasar por encima de usted para atraparle, me limitaré a dejar una pequeña mancha en la alfombra.

– No sé dónde está. Lo juro.

– De acuerdo -dijo Don-. ¿Por qué tendría que mentir?

– Exacto -convino Jake.

Don se encontraba frente al hombre que muy bien podía haber descendido hacía dos noches hasta la ventana de Alberta Spanio para colarse en su habitación y clavarle un cuchillo en el cuello.

No había pruebas contundentes. Ninguna huella dactilar. Ni testigos. Sólo tenían seguro la relación de El Jockey y Guista, que era el que había alquilado la habitación, y la estatura de El Jockey y su violento historial, que le presentaban como un buen candidato para cometer un crimen.

Don sacó una tarjeta y se la entregó a El Jockey, quien la observó.

– Llámeme si Guista se pone en contacto con usted.

– ¿Por qué tendría que hacerlo?

– Son amigos.

– Ya se lo he dicho. Apenas nos conocemos.

– Guárdese la tarjeta -dijo Don saliendo del apartamento, cuya puerta cerró tras de sí.

Cuando se sintió lo bastante seguro de que el detective se había ido, Jake alzó la vista y vio salir a Stevie Guista del lavabo.

– Ha sido demasiado fácil -dijo Big Stevie.

– No tiene nada -dijo Jake.

Stevie leyó la tarjeta que Don le había dado a El Jockey.

– Podría haberte presionado mucho más -dijo Big Stevie-. Le rompí las costillas. Debería estar más cabreado que una mona.

Stevie se guardó la tarjeta de Don Flack y prosiguió:

– Tengo que salir de aquí. Comprueba que no haya nadie en el pasillo. Mira a ver si está ahí fuera.

– ¿Dónde vas a ir? -preguntó Jake caminando hacia la puerta.

– Tengo algo que hacer antes de que me pillen -dijo Stevie.

El Jockey abrió la puerta, echó un vistazo al rellano y se volvió hacia Stevie.

– No le veo.

Stevie había subido al apartamento de Jake por la escalera trasera, y hacia allí se dirigió tras detenerse para darle las gracias a El Jockey.

– De nada, ojalá hubiese podido hacer algo más -dijo Jake.

Stevie echó a andar cojeando hacia la escalera trasera.

– Feliz cumpleaños -dijo Jake.

Fue una estupidez decirlo. Lo sabía, pero tenía que decir algo. Vio cómo Stevie abría la puerta que daba a las escaleras y desaparecía. Entonces Jake fue hacia el teléfono y marcó un número.

Cuando respondieron, dijo:

– Acaba de irse. Creo que va a por ti.

– Dejemos clara una cosa. ¿Quiere que traicione a mi propio hermano? -preguntó Anthony Marco.

La sala de vistas de Riker’s Island, cubierta por una telaraña de cables, estaba abarrotada. Marco se había puesto un modesto traje oscuro y corbata azul claro, tenía las manos cruzadas y se hallaba sentado tras la mesa. Su abogado, Donald Overby, un prestigioso miembro del bufete Overby, Woodruff y Cole, estaba sentado al lado de su cliente. Overby era alto, delgado, tenía cincuenta años y llevaba el pelo cortado a estilo militar. Sus colegas le llamaban El Coronel porque ése había sido su rango cuando trabajó en la oficina del JAG en Washington durante la primera Guerra del Golfo. Su cliente, por el contrario, era conocido como El Chungo, aunque sólo a sus espaldas, porque de otro modo se corría peligro. Recordaba vagamente a Humphrey Bogart y disponía del mismo instinto para conservar en secreto su humana vulnerabilidad. Pero Anthony era irritable y peligroso, hacía gala de una energía impaciente y nerviosa, lo que le había llevado al segundo día de su juicio por asesinato.

El ayudante del fiscal del distrito que llevaba el caso era Carter Ward, un afroamericano con pinta de estadista, que estaba cerca de cumplir setenta años, corpulento y de voz profunda. Le hablaba al jurado muy despacio, con precisión y sencillez, y trataba a los testigos como si se sintiese decepcionado cuando parecían mentir.

Ward y Stella estaban sentados frente a Marco y Overby. Stella se sentía un poco mareada. Se había tomado dos aspirinas y una taza de té tibio antes de entrar. Tratándose de uno de los tres días más fríos del año, la temperatura en la sala le resultó opresivamente elevada.

– Ella es la CSI Stella Bonasera -dijo Ward con mucha calma-. Le he pedido personalmente que asistiese a esta reunión.

Lo cual era literalmente cierto. Ward le había pedido que fuese a Riker’s, pero Stella le había sugerido el plan y había hecho algunos ajustes que se aprobaron después de que ella y Ward los comentasen con el fiscal del distrito, quien deseaba que a Anthony Marco le pusiesen un mono anaranjado y lo encerrasen en la prisión del Estado. Una sentencia de muerte habría estado bien, pero dados los caprichos del sistema, los de narcóticos preferían una sentencia larga, muy larga, que la ciudadanía aceptase.

Marco asintió hacia Stella. Ella no le correspondió. Ward abrió su maletín y sacó una libreta de hojas amarillas.

– Todos sabemos -dijo Ward- que las noticias sobre el asesinato de Alberta Spanio han recibido una cobertura preeminente en los medios de comunicación. También sabemos que el jurado, ahora retirado, está expuesto a las noticias del asesinato de nuestra principal testigo contra usted.

Ni Marco ni su abogado respondieron, así que Ward prosiguió:

– Sería absurdo suponer que el jurado no ha llegado a la conclusión de que su cliente está detrás de ese asesinato, y aunque el juez y usted se esforzarán para que el jurado sólo tenga en cuenta los actos que se les presenten en este caso, todos los miembros creerán que Anthony Marco tuvo algo que ver con lo acontecido el 6 de septiembre del año pasado, el asesinato de Joyce Frimkus y Larry Frimkus. Matar a Alberta Spanio ha sido el primer clavo de su ataúd.

Ward miró a Anthony Marco, quien le sostuvo la mirada.

– Enfoquémoslo así -continuó Ward-. Quienquiera que la matase sabía perfectamente el daño que le estaba haciendo a usted. Viva y pudiendo testificar, Alberta Spanio no era más que un parásito en la periferia del crimen organizado. Con bien poco habrían podido atacar su credibilidad. Pero ahora uno de los dos hombres que custodiaban a la señorita Spanio, un agente de policía, ha sido asesinado, precisamente en el interior de la panadería perteneciente a su hermano, señor Marco…

– Ese asesinato es irrelevante -dijo Overby.

– Probablemente, probablemente -dijo Ward-. Pero encontraré el modo de hacer que el jurado se entere antes de que el juez lo entienda como inadmisible.

– ¿Qué quiere usted, Ward? -preguntó El Coronel.

– Deje que la investigadora Bonasera le explique lo que tiene -respondió Ward.

Stella le contó los detalles de su investigación, acerca del asesinato de Spanio, las pistas que llevaban a Guista, la confirmación de la muerte de Collier en la panadería.

Cuando acabó, Stella quiso encontrar un lavabo, sentarse con los ojos cerrados y esperar que le sobreviniese la náusea.

– Disponemos de pruebas suficientes para apretarle las tuercas a su hermano por un delito grave -dijo Ward-. Y sacaremos a relucir la pena de muerte.

El reo y su abogado intercambiaron más palabras en voz baja y después El Coronel dijo:

– El asesinato número dos pedirá la sentencia mínima. Al señor Marco le caerán entre veintidós años y cadena perpetua, pero en diez años estará fuera, tal vez menos si deja la puerta abierta.

– De acuerdo -dijo Ward-. Si la información que nos proporciona su cliente es verdadera e incriminatoria.

– Lo es -dijo El Coronel.

Anthony sonrió a Stella, quien intentó mantenerle la mirada a pesar de la pesadez que sentía en la cabeza debido a la fiebre.

– Qué demonios -dijo Anthony-. Dario la cagó, intencionadamente o no. Eso importa bien poco. El hijo de puta de mi hermano quiere quedarse con mi negocio.

– ¿Qué negocio? -preguntó Ward.

– Eso es privado -respondió Marco-. Es parte del trato si seguimos en esta línea.

Ward asintió.

– Mi hermano Dario es un maldito idiota -dijo Marco sacudiendo la cabeza-. Un duende o un jockey a través de la ventana. ¿Qué clase de estupidez es ésa?

Stella no perdió la calma, y no porque estuviese enferma o porque quisiera salir de allí, sino porque estaba segura de que ni un duende ni Jacob El Jockey habían asesinado a Alberta Spanio. La verdad resultaba esquiva en la superficie, pero era fácil imaginarla cuando se tenían en cuenta las pruebas del escenario del crimen.

Ward colocó su grabadora de bolsillo sobre la mesa y se sentó con la espalda recta y las manos cruzadas.

Anthony Marco empezó a hablar.

Sheldon Hawkes había recibido una llamada de Mac pidiéndole que sacase el cuerpo de Charles Lutnikov de la cámara.

Cuando Aiden y Mac llegaron, el cuerpo blanco y desnudo de Lutnikov, con la piel vuelta hacia atrás para dejar a la vista sus órganos en descomposición, estaba tumbado sobre la mesa de metal, que destellaba debido a la intensidad de la luz blanca.

– Vuelve a poner la piel en su sitio -dijo Mac.

Hawkes colocó la piel en su lugar y Aiden sacó el manuscrito con los dos agujeros que se habían traído del apartamento de Louisa Cormier.

Mantuvo el libro abierto para que Hawkes lo viese. Este examinó el libro y asintió. Sabía qué era lo que Mac y Aiden querían. Había dos maneras de proceder, al menos dos maneras. Eligió sacar un bote con varillas de sesenta centímetros para trazar trayectorias del armario, tomó dos y apartó las demás.

Entonces insertó las varillas en los agujeros del cuerpo, que estaba flácido. Tuvo que introducirlas con cuidado para asegurarse de que seguían la trayectoria de la bala. Le llevó unos tres minutos, tras los cuales se hizo a un lado y dejó que Aiden se aproximase al cadáver.

– ¿Puedes cortar lo que sobra de las varillas sin moverlas? -preguntó Aiden.

Él asintió, fue hasta el armario, sacó unas tijeras especiales y cortó las dos varillas hasta dejar que sobresalieran tan sólo un par de centímetros. Entonces, con la ayuda de Hawkes, alineó las varillas con los dos agujeros del manuscrito. Coincidieron. Podría haber pegado el libro al cadáver sin gran esfuerzo, pero no fue necesario.

– Conclusión -dijo Hawkes, inclinándose hacia delante para sacar las varillas-. La pistola que se usó para disparar a Charles Lutnikov es la que hizo los dos agujeros en vuestro manuscrito.

– Él tenía agarrado el manuscrito cuando ella le disparó -dijo Mac-. La bala atravesó el papel, rebotó y, al salir, cayó por el hueco del ascensor.

– Me parece correcto -dijo Hawkes.

– Pero -dijo Aiden-, ¿será suficiente para arrestarla?

– Necesitará una buena historia -dijo Hawkes.

– Es autora de novelas de misterio -dijo Aiden.

– No, no lo es -dijo Mac-. Lutnikov era el novelista.

– Volvamos al principio -dijo Aiden-. ¿Por qué querría ella matar al hombre que le proporcionaba sus mejores novelas?

– Volvamos con la dama -dijo Mac.

– ¿Necesitáis el cuerpo para algo más? -preguntó Hawkes.

Mac negó con la cabeza y Hawkes hizo rodar la mesa hasta la hilera de cajones de la cámara.

– Todavía necesitamos el arma y la tenaza de cortar hierro -le recordó Aiden a Mac mientras salían del laboratorio de Hawkes-. Y probablemente se libró de las dos cosas.

– Probablemente -convino Mac-. Pero no es seguro. Tenemos tres cosas importantes de nuestro lado. Primero, ella sabe dónde están. Y segundo, no sabe cuánto sabemos o cuántas cosas descubrimos en el escenario del crimen.

– ¿Y la tercera? -preguntó Aiden.

– La tenaza para cortar hierro -dijo-. Habló de ella en una de sus tres primeras novelas, una de las que escribió. Todos los trofeos de su biblioteca tienen alguna relación con las tres primeras novelas. Probablemente, quiera conservar las tenazas.

– Probablemente -repitió Aiden.

– Posiblemente -replicó Mac-. Pero ella no sabe que podemos comprobar si unas tenazas determinadas cortaron algo en concreto.

– Esperemos que no -dijo ella-. Pero aunque las encontremos, aun así necesitaremos el arma.

– Vayamos paso por paso -dijo Mac.

Huir no era una opción. Big Stevie lo sabía. No disponía ni del dinero ni de la inteligencia para hacerlo, y tanto la policía como la gente de Dario le andaban buscando.

El taxista no le quitó el ojo de encima a través del retrovisor. A Stevie no le importó.

Stevie había subido al taxi en una parada cercana a la estación de Pensilvania. El conductor estaba sentado tras el volante leyendo una novela de bolsillo. Miró por encima del hombro cuando Stevie cerró la puerta y vio más de lo que le habría gustado ver.

Si Stevie hubiese querido detener el taxi en medio de la calle, el conductor, Omar Zumbadie, no lo habría recogido.

Aquel viejo blanco y grandullón necesitaba un afeitado. Necesitaba ropa limpia. Y apestaba a vómito. Omar rezó para que el viejo no vomitase en el taxi. No parecía borracho sino más bien cansado y como en trance.

El taxi enfiló Riverside Drive hacia el norte por el puente George Washington, hacia la autopista Cross Bronx. Big Stevie contó su dinero. Tenía cuarenta y tres dólares y sangraba de nuevo a través del vendaje que le había hecho El Jockey alrededor de la pierna.

Si Stevie hubiese sido un hombre vengativo, podría haber matado al detective que había ido al apartamento de El Jockey. Habría sido fácil. El detective, cuyo nombre era Don Flack, según la tarjeta que le había entregado a El Jockey, era el que le había disparado. Regalo de cumpleaños de lo mejorcito de Nueva York, una bala en la pierna. La bala ya no estaba allí, pero dolía, y el dolor iba extendiéndose. Big Stevie lo ignoró. Pronto acabaría y, si tenía un poco de suerte, lo cual era probable que no sucediese, se haría con algo de dinero y se libraría de Dario Marco.

La vida era injusta, pensó Stevie cuando el taxi tomó la salida de Castle Hill. Stevie lo aceptaba, pero la traición de Dario al enviar a dos de los tipejos de la panadería para matarle iba más allá de la injusticia. Stevie había sido un buen soldado, un buen repartidor. A los clientes de su ruta les caía bien. Se portaba bien con los niños, incluso con los nietos de Dario, quienes a la edad de nueve y catorce años se parecían a su padre y no confiaban en nadie.

A la porra las injusticias. Ahora se trataba de igualar la balanza y también de mantenerse con vida. La otra opción era llamar al policía de la tarjeta e imaginar horas, días entre rejas, días de traiciones, ponerse un traje y acudir al juicio contra Dario, que uno de los abogados de Dario le hiciese parecer idiota. Y después la cárcel. Poco importaba la duración de la condena. Sería lo bastante larga, y él ya era un hombre mayor.

No, el modo en que él había pensado hacer las cosas era el único posible.

– Señor -dijo Omar.

Stevie siguió mirando por la ventanilla. Había vuelto a meterse la tarjeta del detective en el bolsillo y ahora apretaba en la mano el pequeño animal pintado que le había regalado Lilly.

– Señor -repitió Omar cuidándose de no parecer irritado.

Stevie alzó la mirada.

– Ya hemos llegado -dijo Omar.

Stevie volvió a centrar la vista y reconoció la esquina donde se habían detenido. Gruñó y rebuscó dentro del bolsillo.

– ¿Cuánto es?

– Veinte dólares con seis centavos -dijo Omar.

Stevie alargó el brazo a través del plástico algo empañado y supuestamente a prueba de balas que Omar había entreabierto y le entregó al conductor un billete de veinte y otro de cinco.

– Quédate con el cambio -dijo Stevie.

Omar observó los billetes mientras Stevie salía del coche. No le resultó fácil. Su pierna buena tenía que hacer todo el trabajo, y tuvo que ayudarse con las manos. Pero las manos de Stevie eran fuertes.

– Gracias -dijo Omar.

Los dos billetes tenían huellas dactilares teñidas de sangre, sangre que parecía fresca.

Omar esperó hasta que Stevie salió del taxi y cerró la puerta antes de marcharse. Dejó los dos billetes encima de la novela de bolsillo que descansaba en el asiento del copiloto.

Lo más sensato sería, pensó Omar, limpiar los billetes lo mejor posible y olvidarse de aquel hombre. Estaba convencido de que era lo que habrían hecho la mayoría de taxistas, pero Omar había visto sangre en las manos de hombres en Somalia, y en Somalia apenas nadie se había atrevido a ponerse en pie y a denunciar las matanzas de mujeres y niños, y de hecho, no dejaron con vida a nadie que pudiese denunciarles. Buscando justicia, pensó mientras conducía, uno allí podía poner en peligro su propia vida y la de su familia.

Pero ahora estaba en Estados Unidos. Su situación era legal. Las cosas no eran perfectas, no siempre eran todo lo seguras que le habría gustado a un taxista.

Omar era un buen musulmán. Hizo lo que creía que debía hacer un buen musulmán. Tomó el comunicador de su radio y llamó a la centralita.

– ¿Llevabais puestos los zapatos? -preguntó Stella sentada con los ojos cerrados tras su escritorio. Sobre el mismo había dejado una taza de café solo. Se llevó el teléfono a la oreja izquierda y con la mano derecha agarró la taza. Estaba resfriada.

– No -dijo Ed Taxx desde el teléfono del salón de su casa-. Acabábamos de levantarnos, llevábamos puestos los pantalones, la camisa y los calcetines.

– ¿Estás seguro? -preguntó Stella.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Taxx.

Todo el mundo le preguntaba lo mismo.

– Estoy bien -dijo-. Gracias.

– ¿Eso es todo? -preguntó Taxx-. ¿Eso era todo lo que querías saber?

– Por ahora, sí -dijo Stella.

– Bien. Tómate quince aspirinas y llámame por la mañana.

– Lo haré -dijo Stella con rotundidad.

– Era una broma -dijo Taxx.

– Lo sé -dijo Stella-, pero en cualquier caso era un buen consejo.

Colgó el teléfono.