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Noah Pease, el nuevo y competente abogado de Louisa Cormier, le recordaba a Mac a uno de los personajes de la antología de Spoon River de Edgar Lee Masters, bien afeitado e impresionantemente delgado.
Pease tenía unos cincuenta años, era bien parecido, aunque con un toque rudo, y tenía una voz profunda, que se añadía a su impresionante lista de representados: grandes empresarios, deportistas, actores involucrados en casos criminales… Todo lo cual le convertía en el perfecto abogado para un juicio retransmitido por televisión.
Junto a Pease, elegantemente vestida con un traje a medida, sentada en el sofá, dándole la espalda a la ventana que ofrecía una visión panorámica de la ciudad, estaba Louisa Cormier. Frente a ella se hallaban Mac Taylor y Joelle Fineberg, una mujer menuda ataviada con un traje verde, que trabajaba en la oficina del Fiscal del Distrito desde hacía poco más de un año. Parecía lo bastante joven para no desentonar en una fiesta de adolescentes.
El total de la práctica legal que se acumulaba en el salón de Louisa Cormier ascendía a veintisiete años. Tan sólo uno de ésos pertenecía a Joelle Fineberg.
– Se habrá dado cuenta, señorita Fineberg -dijo Pease muy despacio-, que la señorita Cormier está cooperando en todo. Llegados a este punto, nada la obliga a hablar con usted a menos que esté preparada para levantar cargos.
– Lo entiendo -dijo Fineberg, dando a entender con su tono de voz y su sonrisa que apreciaba la cooperación.
– Nadie está al corriente de su investigación o la de la policía y… -dijo Pease mirando a Mac- su unidad CSI. La acusación del detective Taylor respecto a que mi clienta no es autora de sus propios libros no puede hacerse pública. De ser así, en cualquier caso, demandaremos a la ciudad de Nueva York y al detective Taylor por dieciocho millones de dólares. Y confío en que podría obtener esa cifra. ¿Entiende lo que le estoy diciendo?
– A la perfección -dijo Fineberg con las manos cruzadas sobre el maletín que tenía en el regazo-. Su clienta está más interesada en su reputación que en los cargos de asesinato que estamos preparando en su contra.
– Mi clienta no ha asesinado a nadie -dijo Pease.
Louisa, obviamente por orden de su abogado, no dijo nada, no reaccionó a la acusación de Fineberg.
– Nosotros creemos que sí -dijo Fineberg.
– De acuerdo -dijo Pease-. Veamos sus pruebas. Un vecino de esta finca fue asesinado por un disparo de un arma de fuego calibre 22. No se ha encontrado el arma. No hay testigos. No hay huellas dactilares. No hay pruebas de ADN.
– La víctima ejercía de «negro» literario para su clienta, le escribía sus novelas -dijo Fineberg-. Su cuerpo tenía dos agujeros que coinciden con los agujeros del manuscrito que llevaba encima y que el detective Taylor y su equipo encontraron en este apartamento.
Pease asintió.
– Valoremos -dijo Pease-, y es una mera suposición, lo primero que me viene a la mente. El arma pertenece al señor Lutnikov o a alguien que está con él en el ascensor. Las dos personas pelean. La otra persona dispara al señor Lutnikov y desaparece. El señor Lutnikov, ahora muerto, llega hasta esta planta. Él o su asesino apretaron el botón. Mi clienta ha estado esperándole para que le entregue el manuscrito. La puerta del ascensor se abre y ella ve a Lutnikov muerto, con el manuscrito sobre su pecho. Horrorizada pero también desesperada, toma el manuscrito tras asegurarse de que el pobre hombre está muerto y envía el ascensor a la planta baja, donde sabe que lo encontrarán. Mala elección, quizá, pero un jurado no la encontraría tan mal y, déjeme recordárselo, no tienen arma homicida.
– Soy inocente -dijo Louisa Cormier de repente.
No había signo alguno de indignación ni de búsqueda de empatía en sus palabras. Fue una simple afirmación.
Pease le tocó el hombro a su clienta y miró a Joelle Fineberg.
– Y recuerde, eso no es más que lo primero que se me ha ocurrido -dijo Pease.
Tanto Fineberg como Mac lo dudaron.
– Disponemos de pruebas suficientes para llevarla ante el gran jurado -dijo Fineberg.
Pease se encogió de hombros.
– Publicidad, juicio, una derrota para la oficina del Fiscal del Distrito y una demanda a favor de mi clienta -dijo-. Mi clienta no mató a Charles Lutnikov ni encargaba la redacción de sus libros. El manuscrito que llevaba Charles Lutnikov era una copia del original de la más reciente novela de mi clienta. Fue un favor a un admirador que había estado atosigando a la señorita Cormier durante años.
– O sea -dijo Fineberg-, que ella le entregó una copia impresa completa del libro para que él pudiese copiarla.
– No -dijo Pease-. Para que pudiese leerla antes que nadie. No tenía ni idea de que la estaba copiando hasta que la llamó para decírselo. Ella insistió en que le devolviese el manuscrito, cosa que él hizo. Lo llevaba abrazado contra el pecho cuando alguien le disparó.
– Eso fue lo que ocurrió -dijo Louisa.
– Ayer nos dijo que todavía no había acabado de escribirlo -dijo Mac.
– De reescribirlo -aclaró Louisa-. No me entendió bien. Estaba trabajando en un segundo borrador.
– ¿Puedo hacerle una pregunta? -dijo Mac.
Louisa miró a Pease, quien dijo:
– Usted puede preguntar, pero yo puedo decirle a mi clienta que se niegue a responder. Queremos cooperar con la policía, para ayudar a encontrar al asesino del señor Lutnikov.
A Fineberg no le sorprendió la pregunta de Mac. Se lo había propuesto cuando iban de camino al apartamento.
– ¿Puede definir algunas de las siguientes palabras?
Mac sacó una libretita de su bolsillo.
– Ágape, obsequioso, tendencioso.
Louisa Cormier parpadeó.
– Yo no… -empezó a decir.
– Estas palabras aparecen en sus libros -dijo Mac-. Tengo otras dieciséis palabras sobre las que me gustaría preguntarle.
– ¿Utiliza el diccionario para escribir, Louisa? -le preguntó Pease.
– A veces -respondió.
Pease alzó las manos y sonrió.
– Tenemos un experto que testificará que Charles Lutnikov escribió las novelas de Louisa Cormier -dijo Fineberg.
– Yo tengo cinco expertos que dirán que ella ha escrito todos sus libros -dijo Pease-. Todos ellos doctores en la materia. ¿Qué tenemos más allá de este punto?
– Encontraremos el arma homicida -dijo Mac-. Y las tenazas para cortar hierro que su clienta usó para abrir el candado en el club de tiro Drietch.
– Buena suerte -dijo Pease-. Según su propio informe, el arma que estaba en la caja en el club de tiro no fue la que se usó para matar a Lutnikov.
– Cierto -dijo Mac mirando a Louisa a los ojos-, pero creo que sé dónde está la que mató a Lutnikov.
– ¿Y las huidizas tenazas para cortar hierro? -preguntó Pease.
Mac asintió.
– Es un farol -dijo Pease-. ¿Dónde están?
– Ahí afuera, a campo abierto -dijo Mac-. ¿Le resulta familiar, señorita Cormier?
Louisa se movió ligeramente y apartó la mirada.
– Creo que hemos acabado -dijo Pease-. A menos que vayan a detener a mi clienta.
Joelle Fineberg se puso en pie. También lo hicieron Mac y Pease. Louisa permaneció sentada, con los ojos clavados en Mac.
En el ascensor, de bajada, Joelle Fineberg dijo:
– ¿«Ahí afuera, a campo abierto»? ¿De dónde ha sacado eso, de Poe o Conan Doyle?
– De una de las novelas de Louisa Cormier -dijo Mac-. No sé de dónde lo sacó ella.
El ascensor llegó a la planta baja y las puertas se abrieron.
– Llámeme cuando tenga algo -dijo ella.
Mac asintió.
Pasaron junto a McGee, el portero, quien asintió con una sonrisa. Volvía a nevar, no mucho, pero nevaba. La temperatura descendió hasta 15 ºC bajo cero.
– La pistola está en el edificio -dijo Mac-. No pudo librarse de ella.
– ¿Por qué?
– Porque sabemos que la tiene -dijo.
– Usted examinó el arma -dijo Fineberg-. No había sido disparada.
– La pistola que nos enseñó no había sido disparada -le corrigió.
Fue la abogada la que asintió entonces.
– ¿Y las tenazas? -preguntó Joelle Fineberg-. ¿Qué pasa si se libró de ellas?
– Cree que es lo bastante lista para salirse con la suya.
– ¿Qué?
Mac sonrió y caminó hacia las escaleras. Joelle le observó durante unos segundos y después se abotonó el abrigo, rodeó su cuello con una bufanda y se colocó unas orejeras que acababa de sacar del bolsillo.
Cuando volvió a mirar por encima del hombro, Mac ya no estaba a la vista. McGee le abrió la puerta y ella salió al frío inclemente de la calle.
– ¿De dónde has sacado esto? -preguntó Hawkes.
– De un pañuelo de papel en la basura -respondió Danny. Estaban sentados en un banco de la habitación del sótano del cuartel de CSI donde se encontraban las máquinas de café, bocadillos y chocolatinas, alineadas como máquinas tragaperras en los lavabos de Las Vegas. Sobre ellos, uno de los fluorescentes parpadeaba.
Sheldon Hawkes dejó el bocadillo de atún con excesiva mayonesa en su plato de papel y tomó el portaobjetos de Danny.
– Subamos y echémosle un vistazo por el microscopio -dijo Danny.
– ¿Lo has identificado? -preguntó Hawkes devolviéndole el portaobjetos y tomando de nuevo su bocadillo.
– Es raro, pero no tanto -dijo Danny.
– ¿Se lo has dicho a alguien?
– A nadie de por aquí -dijo Danny-. Llamó Stella. Me dijo que estaba de camino y me pidió que sacase todas las fotografías del escenario del crimen de Spanio.
– ¿Y su tono de voz?
– Parecía enferma -dijo Danny.
Hawkes acabó su bocadillo, le dio un último trago a su Dr. Pepper light, tiró la lata a la papelera y se puso en pie.
– Echémosle un vistazo -dijo.
En la mesa frente a Stella estaban desplegadas de forma muy ordenada las fotografías del dormitorio en el que Alberta Spanio había sido asesinada y también las del lavabo adyacente. Le interesaba, en especial, el lavabo.
Seleccionó cuatro fotografías y las examinó lentamente acercando la cara a cada una de ellas. Lo que recordaba era cierto. Inclinarse aumentó su dolor de cabeza y el malestar de su estómago.
Stella alargó el brazo en busca de la taza de té que se estaba tomando con la esperanza de que le calmase el estómago. Pero no le sirvió de nada. Cambió de idea.
Estaba convencida de tener razón. Estaba razonablemente segura de saber qué había pasado y quién había matado a Alberta Spanio, y quizás incluso de descubrir por qué había muerto Collier. De no ser por la gripe, que ahora reconocía, habría llegado mucho antes a esa conclusión.
Alguien entró por la puerta del laboratorio, a su espalda. Stella se puso en pie y se volvió. Estaba mareada, pero muy decidida.
Entraron Hawkes y Danny.
– Debería de haberlo supuesto -dijo preguntándose qué hacía allí Hawkes. Rara vez abandonaba a sus cadáveres, a no ser que fuera para comer o para marcharse a casa.
– ¿Qué? -preguntó Danny aproximándose con Hawkes a su lado.
– El asesinato de Spanio -dijo ella.
– Genial -dijo Danny.
– Tengo que telefonear a Mac -dijo Stella.
– Tengo unas muestras y quiero que les eches un vistazo ahora mismo -dijo Danny.
Hawkes le pasó los dos portaobjetos.
– ¿No podría…?
Hawkes negó con la cabeza.
– ¿Qué hay aquí? -preguntó ella.
– Échales un vistazo -dijo Danny.
Stella suspiró y caminó hasta el microscopio, encendió la luz y tomó los portaobjetos de Danny. Se sentó, con los dos hombres situados a su espalda. Enfocó la primera muestra. El microscopio era multifuncional y potente. Gracias a varios ajustes pudo colocar las dos muestras alineadas para compararlas.
– Un virus -dijo-. El mismo en las dos muestras.
– ¿Sabes qué es? -preguntó Hawkes.
– No lo reconozco -dijo Stella.
– Es leptospirosis -dijo Hawkes.
Stella parpadeó y después rebuscó mentalmente en su catálogo de enfermedades.
– Es raro -dijo Stella.
– Entre uno y doscientos casos al año en Estados Unidos -dijo Danny-. La mitad de ellos en Hawai. Normalmente se trata de una enfermedad asociada al clima tropical.
– Tenemos una excepción -dijo Hawkes-. ¿Qué sabes de esa enfermedad?
– Es una infección bacteriana que se transmite con la orina animal -dijo-. ¿Uno de nuestros casos? ¿Lutnikov, Spanio, Collier, los hombres de Dario?
– No -dijo Hawkes-. Tú. Danny tomó una muestra de tus mocos de uno de tus pañuelitos de papel. No tienen fiebre. ¿Qué sabes de la leptospirosis?
– Casi nada -dijo Stella inclinándose hacia delante y cerrando los ojos.
Hawkes le puso la mano en la frente.
– Fiebre -dijo-. ¿Dolor de cabeza?
– Sí.
– ¿Escalofríos, dolor muscular, vómitos?
– Náuseas, vómitos no.
Hawkes la hizo volverse sobre la silla y la miró a la cara.
– Leve ictericia, ojos rojos -dijo.
– Parece como si estuvieses haciendo una autopsia -dijo Stella.
– Por lo general, mis pacientes no me responden -dijo-. ¿Dolor abdominal, diarrea?
– Un poco de ambas cosas -dijo Stella.
– Al hospital -dijo Hawkes.
– ¿Y una consulta externa? -preguntó-. Estoy muy cerca del asesino de Spanio.
– Danny puede seguir con tu trabajo. ¿Sabes lo poco tratada o lo inapropiado de algunos tratamientos contra la leptospirosis? Problemas de riñones, meningitis, fallos hepáticos. He visto una muerte por esa enfermedad. ¿Cuándo empezaron los síntomas?
– Ayer -dijo Stella resignada-. Tal vez anteayer.
– ¿Recuerdas haber estado en contacto con animales…? -empezó a decir Hawkes.
– Gatos -dijo Danny.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Hawkes.
– Una anciana murió en su casa del East Side -dijo Stella-. Tenía muchos gatos: cuarenta y siete en total. Fuimos porque había indicios de que alguien podía haber entrado en la casa, pero la muerte se debió a un ataque al corazón. Tenía sobrepeso, setenta y ocho años y no se cuidaba.
– O quizá fue por los gatos -dijo Hawkes-. ¿Dónde están ahora?
– En la protectora de animales -dijo Danny.
Hawkes sacudió la cabeza.
– Intenta localizarlos -le dijo Stella a Danny.
– Si alguno de ellos ha muerto recientemente -dijo Hawkes-, me gustaría que lo trajeses aquí.
– Me temo -dijo Stella- que, a excepción de unos pocos que tal vez hayan tenido suerte, los demás habrán sido sacrificados e incinerados. ¿Cuál es el tratamiento?
– Pasar la noche en el hospital -dijo Hawkes-. Antibióticos, probablemente doxiciclina. Llamaré a Kirkbaum y le diré que te reserve una habitación.
– ¿Por cuánto tiempo? -preguntó Stella.
– Si lo hemos pillado en la fase inicial, dos o tres días. De no ser así, es posible que tengas que permanecer allí una o dos semanas. A juzgar por la carga viral, puede que Danny te haya salvado la vida.
Danny hizo una mueca y se ajustó las gafas.
– Soy una cabezota -dijo-. Gracias.
– Bienvenida al club -dijo Danny-. Y sí, eres una jodida cabezota.
Stella se puso en pie y dijo:
– Danny, recoge todas estas fotografías de Spanio y dile a Mac que vaya al hospital en cuanto pueda.
– Estarás bien -dijo Hawkes-. Todavía no se me ha quejado ningún paciente.
– Eso es porque todos están muertos -dijo Stella.
Había un agente de uniforme en la entrada de la panadería Marco’s y otro en la salida trasera del muelle de carga. Eso no sorprendió a Big Stevie.
La única pregunta era: ¿los policías estaban allí para evitar que Marco se escapase, o para lograr atrapar a Stevie o a algún otro?
No importaba. Stevie conocía al menos dos maneras más de entrar. Sabía que la ventana del lavabo de caballeros era fácil de abrir. Incluso estando bloqueada, el cierre era un pequeño candando que no tendría problema para arrancar. Ni siquiera haría mucho ruido.
El problema de entrar por la ventana del lavabo era que tendría que encontrar algo en lo que subirse, poder hacer palanca y después colarse. Por lo general, eso no suponía ningún problema. Pero con una pierna cada vez más entumecida, aquella misión tal vez requiriese más de lo que él podía dar de sí. Una vez dentro del lavabo, tendría que salir por la puerta que daba al horno, donde estaban los panaderos y sus ayudantes. En circunstancias normales, nadie le habría prestado mucha atención, pero hoy todo podía ser diferente. Dudaba que incluso en su débil estado, sangrando y caminando como una momia de las películas en blanco y negro, fuesen capaces de detenerlo, por lo que era posible que fingiesen no haberlo visto. Lo hacían constantemente. Sordos y mudos. Era la filosofía de la supervivencia que se aprendía en la cárcel.
No, tendría que entrar por el almacén del sótano. No sabía si podría abrir alguna de las ventanas opacas sin hacer mucho ruido, algo que sin duda llamaría la atención. Sabía que el policía que estaba en el muelle de carga no le vería. La ventana número uno estaba firmemente cerrada, no cedió; probablemente, no la habían abierto en los últimos veinte años. La ventana número dos tenía cuatro secciones. El sucio cristal de la parte superior derecha estaba un poco flojo y la ventana en sí no podía ofrecer mucha resistencia.
Stevie encontró un pedazo de cemento y se arrodilló junto a la ventana, que estaba a nivel del suelo. Arrancó un pedazo de su camisa, lo colocó contra el cristal flojo y golpeó, con bastante suavidad, con el trozo de cemento contra la tela. No hizo mucho ruido, pero el cristal no saltó. Volvió a intentarlo, golpeando con algo más de fuerza. Algo se rompió. Ahora había un hueco en el cristal del tamaño de su puño. Dejó el pedazo de cemento y recogió el trozo de su camisa de la ventana.
Introdujo sus gruesos dedos a través del agujero en el cristal. Sintió cómo éste le cortaba, pero ignoró el dolor y, poco a poco, pudo arrancar los trozos de cristal y los dejó en el suelo.
Se secó los sanguinolentos dedos en el pantalón, ya bastante húmedo debido a la sangre de la pierna, y pasó el brazo por el espacio vacío que quedaba en la ventana. Había espacio suficiente para pasar la mano y el brazo y llegar hasta la cerradura. Estaba oxidada, pero Stevie lo tenía muy claro. Empujó. La cerradura de metal oxidado saltó. Usando su brazo derecho, torpemente sentado, empujó la ventana. Resistió. Poco a poco, Stevie empezó a sentir que la ventana perdía la batalla. De repente, la ventana al completo se abrió sobre sus chirriantes bisagras.
Stevie se arrodilló jadeando, esperando, escuchando por si acaso oía pasos acelerados, pero no apareció nadie.
Había acabado con la parte fácil del trabajo. Ahora venía la parte dura, pasar el cuerpo por la ventana abierta. Sabía que podía cerrarse. Se sacó el abrigo y lo dejó en el suelo.
Notó el frío viento y se percató de que había empezado a nevar otra vez. Se sentía más débil a cada minuto que pasaba y tendría que moverse con celeridad mientras todavía era capaz de hacerlo.
Pasó la pierna herida, después la pierna buena y empezó a arrastrarse hacia atrás a través de la ventana. Cuando ya había entrado hasta la altura del estómago, se percató de la estrechez, pero no era imposible. Siguió arrastrándose. Su vientre rozó contra el marco de metal de la ventana, y no supo decirse si lograría o no pasar. De lo que sí estaba seguro era de que, llegado a ese punto, no podría volver atrás. Se esforzó, gruñó, vio la sangre de sus dedos manchar la nieve y, entonces, de repente, acabó de pasar el cuerpo por la ventana y cayó de espaldas en la polvorienta oscuridad.
Estaba tumbado de espaldas, sin aliento, con los ojos cerrados. Big Stevie estaba molido. Tenía frío. Y sangraba. Pero tenía una misión que cumplir, y estaba dentro de la panadería Marco’s.
El perímetro de búsqueda alrededor del club de tiro Drietch se había doblado. Dos oficiales de uniforme estaban ayudando a Aiden a buscar las tenazas de cortar hierro perdidas.
Aiden estaba convencida de que Louisa Cormier se había limitado a cortar el candado, limpiar las huellas y lanzarlo en las casetas de tiro. ¿Por qué no podría haber hecho lo mismo con las tenazas de cortar hierro?
De hecho, tendrían que haberlas encontrado ya.
Su teléfono móvil vibró en el bolsillo y ella contestó.
– Ven al laboratorio -dijo Mac-. He encontrado las tenazas.
– ¿Dónde?
– En el sótano del edificio de Louisa Cormier -dijo-. Las había colocado alineadas junto con las otras herramientas. El encargado de mantenimiento del edificio ha dicho que tiene unas tenazas de cortar hierro, pero que éstas no son las suyas.
– Las dejó a plena vista -dijo Aiden.
– Como en su cuarta novela -dijo Mac-. Aunque más bien debería decir en la primera de las novelas de Charles Lutnikov firmada por Louisa Cormier, si bien en ese caso se trataba de una pala.
– ¿Huellas?
– Una -dijo Mac-. Parcial. Lo bastante buena para una identificación positiva. Es de Louisa Cormier.
– Ahora voy para allí -dijo Aiden cerrando su teléfono móvil. Fue en busca de los dos agentes que peinaban la zona.
– Me voy al hospital -dijo él.
– De acuerdo -dijo Aiden, que no estaba segura de cómo enfrentarse de nuevo a Louisa Cormier. No tenía claro si aquella mujer era astuta y manipuladora o si se había visto envuelta en una pesadilla. Aiden no sabía por cuál de las dos opciones apostar.