174591.fb2 Muerte En Invierno - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

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Prólogo

Fue una noche de pesadilla.

Era principios de febrero, la época más fría en Nueva York, siempre la más fría. Poco importa lo que digan de las tormentas de enero o de las súbitas bajadas de temperatura y de las ventiscas procedentes de Canadá que se presentan en ocasiones muy pronto, recién entrado noviembre, o muy tarde, a finales de marzo.

No, siempre puede contarse con que febrero será el mes inolvidable del año. Y en esta ocasión se trataba de un mes particularmente malo.

La temperatura descendió hasta 17 ºC bajo cero. El viento soplaba con rabia, ululando por las calles vacías de los cinco distritos municipales. La nieve caía, no dejaba de caer, implacablemente, sin descanso. Mal asunto preparar las maletas o hacer bolas de nieve faltando pocas horas para el sábado por la mañana.

Las máquinas quitanieves recorrían las calles una y otra vez, en convoy o solas, intentando mantener transitable la ciudad. Nadie recogía la basura. Las máquinas amontonaban la nieve sobre las bolsas oscuras de plástico, enterrándolas hasta que llegase algo parecido al deshielo y los camiones pudiesen abrirse paso entre miles de calles resbaladizas.

Las cuatro de la madrugada.

Mac Taylor se volvió hacia la izquierda en la cama. Tenía un reloj despertador, pero nunca lo programaba. Siempre se despertaba pocos minutos después de las cuatro, en medio de la oscuridad de la noche. Durante una hora más colocaría las manos tras la cabeza y miraría hacia el techo, observando las luces de los coches que pasan, las estrellas y el resplandor de la luna a través del cielo nevoso. Alzó la vista hacia la oscuridad y logró mantener con relativo éxito la mente en blanco, consciente de que tendría que levantarse en cuestión de una hora y esperando que dicha hora pasase pronto.

Stella Bonasera estaba sumida en un sueño febril. Acababa de volver a dormirse después de levantarse para ingerir dos cápsulas de Tylenol, acompañadas por una taza de té calentado en el microondas. En su sueño, el enorme cuerpo hinchado de una mujer planeaba sobre una cama como uno de los globos del día de Acción de Gracias. Stella sentía que debía evitar que el cuerpo saliese flotando por una ventana abierta cercana, pero no podía moverse. Esperaba que el cuerpo fuese demasiado grande para pasar por el marco de la ventana. Sobre el cuerpo de la mujer había un gato de color gris que la miraba con extrema seriedad. Entonces el sueño se esfumó y Stella pudo dormir tranquila.

Aiden Burn se quedó dormida alrededor de las dos de la madrugada, intentando recordar el nombre de su profesora de matemáticas de segundo de bachillerato. ¿Era la señora Farley, Farrell o Furlong? Podía rememorar el rostro de la mujer, su voz… En lo que pudo ser un sueño, o tal vez un ensueño, Aiden escuchó la voz de esa profesora recordándole a la clase por enésima vez que eran los pequeños errores los que conducían a las respuestas equivocadas. «Tal vez os hagáis una idea del cuadro al completo, pero tan sólo un pequeño error, un momento de descuido, hará que todo lo que sigue sea un error para siempre.» De sus años en el instituto, Aiden recordaba esa frase por encima de cualquier otra cosa relacionada con las clases. Había intentado vivir de acuerdo con esa enseñanza, pero todavía seguía inquietándole, especialmente cuando el viento golpeaba contra las ventanas y un penetrante frío vencía la resistencia de los siseantes radiadores.

Danny Messer estiró el brazo en busca de sus gafas y observó los brillantes números rojos del reloj que se hallaba sobre la mesita de noche. Pasaban unos pocos minutos de las cuatro. Se tocó la cara. Tendría que afeitarse cuando se levantara. Tendría que hacerlo mientras se daba una ducha. Pensaría en ello más tarde. Rodó hacia su izquierda buscando una posición cómoda, que encontró al instante, y volvió a sumirse en un sueño sin sueños.

Sheldon Hawkes estaba tumbado en un catre en su laboratorio, leyendo un libro sobre descubrimientos arqueológicos en Israel. Había una fotografía de un cráneo. El texto, firmado por alguien cuyo nombre no reconoció, decía que el cráneo tenía unos tres mil años de antigüedad y había resultado dañado por algún desastre natural. Hawkes negó con la cabeza. El agujero de la calavera era el resultado de un golpe propinado con una piedra roma. Era el único daño sufrido por aquel espécimen. No presentaba arañazos ni magulladuras. El cráneo se hallaba en un estado de casi completa preservación. Si el agujero lo hubiese causado un desastre natural, mostraría otros signos traumáticos. Hawkes necesitaba el cráneo original o un buen número de fotografías. No tenía ninguna duda de que aquel hombre muerto había sido asesinado, golpeado con una piedra, hacía miles de años. Y dado que se dio por sentado, debido a la parafernalia encontrada cerca del cuerpo, que aquel hombre había pertenecido a la realeza, Hawkes sintió curiosidad por saber quién pudo ser su asesino y cuáles fueron los motivos. Cuando acabó el libro, quiso enviarle un correo electrónico al arqueólogo. Hawkes siguió leyendo. Ya había dormido las cuatro horas de sueño que necesitaba. Se encontraba cerca del depósito de cadáveres. El viento soplaba con fuerza en las calles. Estaba leyendo un buen libro. Se sentía contento.

Es posible que Don Flack soñase, pero no recordaba sus sueños, lo cual no era del todo malo, porque había visto tantas cosas desagradables que probablemente tendría pesadillas. La alarma del reloj sonaría a las siete y él se despertaría al instante. Había sido así desde que era un niño. Y esperaba que fuese así durante el resto de su vida.

Los hermanos Marco dormían en cada punta de la ciudad. Anthony, que cumplía condena en Riker’s Island, sólo bordeaba los límites del sueño. La cárcel no es el lugar más adecuado para dormir a pierna suelta. Durante la noche se oye una desagradable antisinfonía de tosidos, ronquidos, gente que habla en sueños, guardias que patrullan… Sólo puede dormirse a medias para que nada ni nadie te pille desprevenido. No es que Anthony creyese que alguien fuese tras él, pero uno nunca sabía a quién podía haber ofendido o insultado sin darse cuenta. Fuera de prisión, el nombre de Anthony Marco significaba algo. Dentro, no era más que otro viejo blanco y tonto. A la mañana siguiente regresaría al juzgado. Si todo iba bien, el curso del juicio cambiaría de rumbo y las cosas se pondrían a su favor.

El hermano de Anthony, Dario, estaba despierto. Insomnio. Su mujer roncaba. Le dolía el estómago. Se levantó y fue al lavabo, allí se sentó y empezó a leer Entertainment Weekly. Estaba nervioso. Esa noche, justo en esos momentos, se estaría llevando a cabo. Cinco horas antes había llamado para cambiar el plan. Su hija le había convencido de que era lo mejor, y dado que llevaba días pensando en algo similar, llamó por teléfono. Las cosas podían ir mal. Cuando uno se relaciona con gente de pocas luces, hay que tener en cuenta esa posibilidad, incluso aunque esa gente sea leal. Marco tenía una teoría. Estaba convencido de que sólo los tontos eran leales. La gente inteligente piensa en exceso, buscan sus propios intereses. Marco lo sabía. Él era de los inteligentes. Al demonio con todo ello. Volvió a la cama y le dio un codazo a su esposa, confiando en que se diese la vuelta y dejase de roncar. Ella gruñó y se dio la vuelta, pero empezó a roncar más fuerte. Entonces Marco se colocó una almohada sobre la cabeza y se dijo que si no conseguía dormirse en cuatro o cinco minutos se levantaría.

Stevie Guista soñó con agua, sólo agua, una vasta extensión de agua. Sabía que estaba fría y no quería ir hacia ella, pero resultaba hermosa y lo único que deseaba era seguir mirando. Entonces le invadió una sensación. Algo se le estaba acercando por detrás. Quiso darse la vuelta y mirar. No quiso darse la vuelta y mirar. Quiso zambullirse en el agua. Temía zambullirse en el agua. Permaneció inmóvil en la orilla del lago o lo que fuese y deseó con todas sus fuerzas despertar.

Jacob Laudano, maldición, volvía a montar a caballo. Sabía que estaba soñando, pero no podía despertar y tampoco conseguía que el caballo se detuviese o ralentizase el paso. Se agachó y esperó, sabiendo por la posición de los otros caballos que iba a perder, o peor aún, que iba a caerse. Había sido jockey durante ocho años y odiaba todos y cada uno de los días que había tenido que hacer dieta, todos y cada uno de los momentos que había estado subido en lo alto de aquellos estúpidos animales a los que apenas toleraba. No le gustaban. Había sido un jockey pésimo. Como ladrón era mediocre. Si pudiese despertar se tomaría algo, un vaso de agua, algo. Entonces podría volver a dormirse. Había llegado a su apartamento hacía menos de una hora. Había hecho lo que tenía que hacer. Había sido fácil. Ahora tenía su dinero. Entonces, ¿por qué tenía pesadillas? Ese sueño en particular, que volvía a situarlo sobre un caballo, sabiendo que iba a perder. Se esforzó, gritó en el sueño, luchó y apareció en la oscura vigilia. El rugido de la multitud no era más que el ulular del viento. La brisa que llegaba hasta sus piernas procedía de las ventanas, que no encajaban bien. El sudor que perlaba su frente no se debía al agotamiento por la carrera sino a una creciente sensación de terror. Jacob el jockey tenía miedo de volver a dormirse.

Ella tenía tres nombres: el que le pusieron al nacer, el que adoptó al casarse con el capullo que se largó de casa una noche mientras ella dormía, y el que usaba en el trabajo, su nombre profesional, su nombre respetable.

Helen Grandfield nació a la edad de treinta años, habiendo dejado atrás su identidad como bailarina de strip-tease que no logra hacerse popular y cuya maltrecha reputación ni siquiera logra enfurecer a su padre. El viejo simplemente la ignoró. Mientras no usara el apellido de la familia, poco le importaba. Tenía otros hijos que no intentaban sacarlo de sus casillas y demasiadas cosas en las que pensar, como mantenerse con vida y lejos del alcance de la ley, para preocuparse de una hija. Entonces, ella cambió. Así de sencillo. De repente. Aprendió contabilidad y después fue a clases de economía en el Fordham. Desde entonces tuvo un valor práctico para su padre, que no solo la apreciaba sino que escuchaba sus consejos. Estaba contenta. Dormía bien. Las cosas estaban saliendo bien esa noche. Cosas importantes, que podían significar un buen negocio para su padre, y también para ella. En lo más profundo de su ser pensaba que si todo iba tan bien como tenía previsto, encontraría al capullo de su marido y haría que le cortasen el cuello…, probablemente con ella como testigo. Helen Grandfield dormía muy a gusto.

Ed Taxx y Cliff Collier no dormían. Ni siquiera lo intentaron. Se suponía que no tenían que dormir. Estaban sentados en una habitación de hotel, Ed leyendo una novela de misterio de Jonathan Kellerman, Cliff viendo un partido de hoquey sobre hielo en diferido jugado horas antes. Había evitado ver las noticias de la cadena ESPN para no conocer el resultado. En ese momento, los Rangers iban por delante, 3 a 1, al inicio del tercer período. Cliff se estaba tomando una Coca Cola light. Ed una Dr. Pepper. Ninguno de los dos estaba realmente cansado. Tenían muchas cosas en la cabeza. Sin embargo, una sacudida de cafeína o de una Mountain Dew no les iba a ir mal. Taxx le echó un vistazo a su reloj de muñeca. Faltaban más o menos dos horas hasta el alba. Tenía problemas para mantenerse concentrado en el libro. Cliff se había ofrecido a escuchar el partido con el volumen a cero, pero Ed le había dicho que no le importaba. No le gustaba el hoquey sobre hielo, pero sabía que no podía apagar el televisor. Ed se ajustó la pistolera y se tumbó de espaldas con el libro sobre el pecho.

La chica se llamaba Lilly. Tenía once años, era un poco baja para su edad pero no demasiado. Algo la despertó. Miró a su madre desde la cama y vio que respiraba como solía hacerlo cuando dormía. Lilly estaba casi completamente segura de que la había despertado el viento.

Salió de la cama y fue hasta el salón, donde encendió la lámpara de la mesa que había en el rincón. Allí estaba el perro. No era un perro feo, pero tampoco podía decirse que fuese bonito. Se preguntó si tendría que haberlo pintado en tonos marrones y dorados en lugar de hacerlo en blanco y negro. Aún no era demasiado tarde, pero sabía que no lo iba a rectificar. Estaba cansada. Podría cometer un error, empeorarlo. Tendría que quedarse en blanco y negro. Esperaba que a él le gustase, aunque se tambalease cuando se ponía de pie. Había dibujado una de las patas traseras demasiado corta. Lilly cogió un vaso de un estante de la cocina y la leche chocolatada de la nevera. Se sentó con el vaso de leche y una galleta con trocitos de chocolate y siguió examinando al perro. Decidió llamarlo Spark. O tal vez de otro modo.

Acabó la galleta y la leche, dejó el vaso sobre la mesa y se reclinó hacia atrás. Podía ver la nieve golpeando contra la ventana, no es que quisiese entrar dentro sino que simplemente caía despacio. Se quedó dormida.