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La tormenta de nieve había remitido, pero no así el cortante frío. Mac se puso en pie, con las manos en los bolsillos, con los pies separados para que el viento no le apartase de la lápida de Claire. La parte superior de la lápida de piedra sobresalía de la nieve y Mac recordó que algunas tumbas sólo tenían simples placas de metal, ahora enterradas bajo sesenta centímetros de nieve.
La máquina quitanieves se acercó cuidadosamente, y el señor Greenberg, que lo había preparado todo para que limpiasen el lugar, estaba allí supervisando, señalando hacia dónde tenía que dirigirse la máquina y cómo había que abrir un sendero a través de la nieve hasta el aparcamiento.
Mac tenía un ramo de flores en la mano, y sentía cómo el viento tiraba de las rosas de varios colores -rojas, rosas, blancas y amarillas- que tanto le había costado encontrar tras la tormenta.
El triste silbido del viento cortaba el pacífico silencio de la mañana. Greenberg, un hombre delgado y bajo que debía de tener unos sesenta años, con las mejillas rosadas y ataviado con un pesado abrigo, permanecía a una discreta distancia, con las manos cruzadas. Mac dio unos cuantos pasos hacia la tumba.
A su espalda oyó el sonido de un vehículo que acababa de atravesar las puertas del cementerio y llegaba hasta donde Mac había aparcado.
No se volvió. Ahora estaba junto a la lápida, leyendo las palabras grabadas en la piedra. Oyó pasos por el sendero y ahora sí se dio la vuelta. Eran Don Flack, Aiden, Stella y Danny. Stella iba ligeramente apoyada en el brazo de Danny.
– No deberías haber salido del hospital -dijo Mac cuando se aproximaron.
– Es tu aniversario -respondió Stella-. No quería perdérmelo.
Se reunieron alrededor de la tumba y Mac se agachó para dejar las flores apoyadas en la piedra y protegerlas así un poco del viento.
Greenberg se acercó con presteza y aseguró las flores con una piedra redonda. Entonces se puso en pie y le entregó a cada uno de los presentes una pequeña piedra.
– Si les parece bien -dijo Greenberg-. Es una tradición. Dejamos una piedra a modo de recuerdo cada año en las tumbas de los seres queridos.
Mac observó la pequeña piedra marrón que tenía en la mano y la dejó encima de la lápida de granito. Stella, Aiden, Danny y Flack hicieron lo mismo. Entonces todos, excepto Mac, dieron un paso atrás.
No había nada que decir. No era necesario decir nada. Permaneció allí durante lo que pareció un buen rato antes de darse la vuelta y reunirse con los otros para bajar el sendero.