174591.fb2 Muerte En Invierno - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

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El hombre muerto estaba sentado con la espalda apoyada contra la pared del fondo del pequeño ascensor con paneles de madera. Tenía la cabeza apoyada en el hombro izquierdo, las manos cruzadas sobre el pecho. Justo por encima de su mano derecha había una mancha de sangre. La pierna izquierda salía por la puerta del ascensor.

El pie calzado con una zapatilla deportiva fue lo primero que vio el detective Mac Taylor, mientras recorría a toda prisa el suelo de mármol del vestíbulo del bloque de apartamentos de la avenida York, cerca de la Calle 72.

Mac dejó atrás a dos agentes de policía uniformados y se colocó frente a la puerta abierta, cerca de Aiden Burn, que estaba fotografiando con su cámara el cadáver y el ascensor. El muerto vestía un traje gris que presentaba dos agujeros en el pecho teñidos de sangre oscura.

– ¿Sigue nevando? -preguntó Burn cuando Mac comprobó la hora. Pasaban unos pocos minutos de las diez. Se puso un par de guantes de látex.

– Se espera que el grosor aumente unos diez centímetros más -dijo Taylor acuclillándose junto al cuerpo. Apenas había espacio para los dos CSI y el cadáver dentro de aquel pequeño ascensor.

– ¿Quién es? -preguntó Mac.

– Su nombre es Charles Lutnikov -respondió Burn-. Apartamento seis, tercera planta.

Lutnikov debía de rondar los cincuenta años de edad, tenía el pelo oscuro y tupido y una barriga prominente.

– El traje no tiene bolsillos -indicó Mac haciendo rodar suavemente el cuerpo, primero a la derecha y luego a la izquierda-. ¿Quién le ha identificado?

– El portero -dijo Burn echándole una miradita al agente de policía que, sin ningún reparo, admiraba en esos momentos su trasero.

– ¿Está casado? -le preguntó Burn al agente sosteniendo la cámara con la mano enfundada en un guante de látex.

– ¿Yo? -preguntó el policía con una sonrisa señalando hacia su propio pecho.

– Usted -dijo ella.

– Sí.

– Aquí hay un hombre muerto -aclaró-. Probablemente se trata de un homicidio. Mírele a él, piense en él y no en mi culo. ¿Podrá hacerlo?

– Sí -respondió el agente dejando de sonreír al instante.

– Bien. Ahí, junto a la puerta, hay un maletín con instrumental. Acérquelo para que pueda acceder a él.

– ¿Una mala noche? -preguntó Mac.

– Las he tenido mejores -dijo Aiden sin dejar de hacer fotos al tiempo que el policía le acercaba su maletín.

Mac tenía fija la mirada en el pecho del hombre muerto.

– Parecen dos agujeros de bala. No hay quemaduras.

Mac observó las paredes, el suelo y el techo del pequeño ascensor forrado con paneles de madera y después se inclinó y tiró ligeramente del cadáver hacia delante.

– No hay orificios de salida -dijo, dejando de nuevo que el cuerpo se apoyase en la pared.

– Entonces las balas siguen dentro -replicó Burn.

– No -aclaró Mac, sacando de una pequeña caja de cuero que tenía en el bolsillo una fina sonda de acero parecida al instrumental de los dentistas.

Con mucho cuidado desabrochó y abrió la camisa del muerto para ver con más claridad las heridas.

– Un disparo -dijo como para sí mismo tocando ambos agujeros con la sonda-. Esta es la herida de entrada. Un calibre pequeño. Está casi cerrada. Esta es la herida de salida, más ancha y de peor aspecto, la piel ha salido hacia fuera.

– Entonces tendría que haber sangre esparcida frente al cuerpo -dijo ella.

– Y la hay -añadió Mac, bajando la vista hasta unas manchitas oscuras en forma de lágrima desperdigadas por el suelo.

Se puso en pie. Apartó la sonda y se quitó los guantes de látex, los metió en una bolsa en su bolsillo, y se colocó otros limpios.

Cuando hay restos de sangre, es necesario cambiarse los guantes cada vez que se toca algo. Hay que evitar contaminar el escenario del crimen. Es algo que saben los criminalistas de todo el mundo. Fue necesario que en el caso de O. J. Simpson se cometiesen varios errores tontos para convertirlo en una norma universal.

– ¿No hay arma? -preguntó él.

– No hay arma -respondió Aiden-. Ni bala.

– ¿Temperatura corporal?

– Lleva muerto menos de dos horas, probablemente menos de una. El portero encontró el cuerpo y llamó a urgencias.

Mac echó un último vistazo al muerto y dijo:

– Toma fotografías de sus tobillos. En ése tiene un hematoma. -Mac señaló con el dedo hacia la pierna que salía del ascensor-. Y después…

– Pasamos a las paredes, el suelo, el traje… ¿No?

Mac asintió y añadió:

– Repaso completo.

El repaso completo incluía un examen con luz ALS, que iluminaría fluidos corporales como semen, saliva, orina, huellas dactilares e incluso restos de drogas. Aiden disponía de su propio equipo ALS compacto, que cabía en una caja del tamaño de una funda de gafas. Llegaba a cualquier rincón, y lo usaba para asegurarse del grado de limpieza de las habitaciones de los hoteles de carretera en los que tenía que alojarse cuando salía de la ciudad.

Mac salió del ascensor, pasó entre los dos agentes y se acercó al portero, ataviado con un uniforme de color púrpura con ribetes dorados, que miraba por encima del hombro a los policías. Era un hombre bajo, negro y muy nervioso. No sabía qué hacer con sus manos, así que se las retorció, luego se las metió en los bolsillos y después volvió a sacarlas cuando Mac se colocó frente a él.

– Está muerto -dijo el portero-. Lo sé. Parecía evidente.

– ¿A qué hora entró a trabajar, señor…?

– McGee, Aaron McGee. Todo el mundo me llama señor Aaron. Me refiero a los inquilinos. No sé por qué.

– ¿A qué hora entró a trabajar, señor McGee?

– A las cinco de la madrugada -miró su reloj-. Hace cinco horas. Cinco horas y diez minutos. Tardé dos horas en llegar hasta aquí debido a toda la nieve que ha caído.

Mac sacó su cuaderno y tomó nota cuidadosamente.

– ¿Quién cubre el turno anterior al suyo?

– Ernesto, Ernesto… Déjeme pensar. Lo sé. Lleva aquí cinco o seis años. Sé su apellido. Pero es que ahora, ya sabe…

Mac asintió.

– ¿Tienen un libro de registros? -preguntó Mac.

McGee asintió.

– Apuntamos todas las visitas. Lo compruebo con los inquilinos antes de dejar entrar a nadie. A los inquilinos siempre les digo «Buenos días» o «Buenas noches» o cosas por el estilo. Durante el mes de vacaciones, les digo «Feliz Navidad» a los que sé que son cristianos y «Feliz Hanukkah» a los judíos. A los Melvoy no les digo nada. Son ateos, pero igualmente me regalan algo en Navidad.

– ¿El señor Lutnikov ha tenido visitas esta mañana?

– Ni una -dijo el portero negando con la cabeza enfáticamente-. Para él no. De hecho, nadie en el edificio ha tenido visitas. Se suponía que los técnicos informáticos tenían que venir a reparar el ordenador de los Ravinowitz esta mañana.

– ¿Algún inquilino ha salido esta mañana?

– Los Shelby, a las diez -dijo el portero acercándose a Mac para seguirle hasta la puerta principal del Belvedere Towers-. Sacan a pasear al perro unos minutos y luego vuelven. Hace demasiado frío para ese animalillo, pero hace lo que tiene que hacer. La señora Shelby llevaba una de esas bolsitas para caca de perro, ya sabe. Regresaron rápido.

Mac asintió.

– Y la señorita Cormier -prosiguió McGee-. Sale todas las mañanas, llueva, haga sol o nieve; nunca falla. Da un paseo. A las ocho de la mañana. Siempre dice: «Buenos días, Aaron». Está fuera una media hora, incluso los días como hoy.

– ¿Lleva algo consigo? -preguntó Mac.

– Siempre lo mismo -respondió McGee-. Una bolsa grande de esa librería…, la que tiene la imagen de un tipo con barba. ¿Cómo se llama esa librería?

– ¿Barnes & Noble? -preguntó Mac.

– Eso es -dijo McGee-. Siempre la misma bolsa.

McGee arrastró los pies con un ligero balanceo. Debía de tener unos setenta años, tal vez más.

– A veces, los Glick salían temprano los sábados -añadió-. Pero como ahora él está recibiendo quimioterapia, últimamente se quedan en casa.

Se detuvieron frente al mostrador de la portería a la derecha de la puerta de entrada. Parte del frío de febrero se colaba por el marco de la puerta. La nieve, de por lo menos unos sesenta centímetros de grosor, había dejado de caer hacía dos horas, pero la temperatura seguía descendiendo y se esperaba que nevase más. Mac estaba convencido de que la temperatura debía rondar los 18 ºC bajo cero.

Su coche estaba aparcado a una manzana de distancia en una zona de carga y descarga frente a un restaurante. Había bajado la visera para que quedase bien a la vista el distintivo del CSI. El trayecto desde el coche al edificio de apartamentos le había llevado unos cinco minutos. Algo que, en circunstancias normales, no le habría tomado más de un minuto o dos. Mac se acordó de una terrible tormenta de nieve en Chicago, seis años atrás. Tras la tormenta, se formaron pequeñas colinas de nieve que había que escalar con extremo cuidado, pues resultaban muy resbaladizas. El distrito en el que vivían Mac y su esposa estaba representado por un concejal que no pertenecía al partido Demócrata, lo que implicaba que eran los últimos en recibir la ayuda de las máquinas quitanieves. Pasaron días antes de que pudiesen sacar el coche del garaje. Pero convirtieron aquella especie de desastre en un reto nocturno, con escaladas, patinaje y caídas para recorrer las cuatro manzanas de la calle principal hasta llegar a un lugar limpio de nieve y comprar en el único supermercado abierto del barrio.

Cuando Mac resbaló en una de las colinas y cayó de culo en la nieve camino de casa, Claire rió con ganas. La comida se desparramó a su alrededor, y se incrustó en la nieve iluminada por la brumosa luz de las farolas.

Mac no tuvo ganas de reír. Alzó la vista frunciendo exageradamente el ceño, pero el gesto acabó convirtiéndose en una sonrisa. A Claire le llegaba la nieve por encima de los tobillos, tenía las orejas, el gorro de lana rojo calado hasta la frente y las bolsas de la compra en las manos enguantadas. Estaba riendo. Ahora podía rememorarlo todo, la calle a oscuras, la nieve blanca, la luz de las farolas, la risa de su esposa.

– Veamos -dijo McGee-. Es sábado, así que la gente que tiene que trabajar se lo piensa tres veces antes de salir con este tiempecito, y todavía es temprano…

Observó el libro.

– Nada -dijo-. No ha entrado nadie. Y tampoco ha salido nadie.

– ¿Cuál es el turno de Ernesto? -preguntó Mac regresando de golpe al presente.

– Desde medianoche hasta que llego yo, a las cinco.

McGee observó de nuevo el libro, entrecerrando los ojos.

– Tampoco hay entradas en el turno de Ernesto. Ni una sola. Ni una entrada. Ni una salida.

Una ambulancia se detuvo frente a la puerta con las sirenas apagadas. Salieron dos enfermeros vestidos de blanco bajo sus abrigos azules, abrieron la puerta trasera del vehículo y sacaron una camilla y una bolsa para cadáveres.

El portero se detuvo a mirar cómo entraban.

– Nunca me quedo con los nombres de ustedes, los policías -dijo-. Tal vez debería…

– Está bien -dijo Mac-. Hábleme del señor Lutnikov.

– Siento que hayamos llegado tarde, Taylor -se disculpó el primer enfermero al cruzar la puerta, un culturista con cara de niño-. El tiempo.

Mac asintió y dijo:

– Llevadlo al laboratorio lo antes posible, pero tened cuidado ahí fuera.

– De acuerdo -dijo el culturista pasando junto a su compañero frente a Mac.

– El señor Lutnikov -le recordó Mac al portero.

– Era una persona bastante reservada -dijo McGee-. Bastante amable. Me daba un billete de cincuenta dólares, recién sacado del banco, siempre recién sacado, en navidad, todas las navidades.

– ¿Tenía mucho dinero?

– No lo sé -respondió McGee con una sonrisa-. Suele ser la costumbre en Navidad. Todos los inquilinos del edificio me dan dinero en efectivo en vacaciones. ¿Quiere saber cuánto saqué esta última vez? Tres mil cuatrocientos cincuenta dólares. Los ingresé en el banco.

Hubo un cierto revuelo al final del pasillo, junto a los ascensores. Mac echó un vistazo. La pierna del muerto aún salía por la puerta.

– Usted encontró el cuerpo -señaló Mac.

– Claro -respondió McGee señalando hacia el fondo del pasillo-. Oí que el ascensor se detenía, esperé a que saliese alguien. Pero no salió nadie. La campanilla no dejaba de sonar, así que fui a ver qué sucedía. ¿Sabe lo que vi?

– Una pierna que salía del ascensor y las puertas de éste que intentaban cerrarse una y otra vez golpeándola.

– Eso es. Eso es. La puerta es automática. Si pones algo en medio, no puede cerrarse y la campanilla suena una y otra vez.

Lo cual explicaba el moretón en el tobillo del hombre. También daba a entender que la pierna del muerto había sido colocada contra la puerta del ascensor y que cayó cuando ésta se abrió.

– ¿El ascensor baja automáticamente hasta la planta inferior?

– No, señor. Hay que apretar el botón P o permanece donde se haya detenido.

– ¿Los otros dos ascensores son igual de pequeños?

– No, señor -repitió el portero-. Son bastante grandes. El ascensor tres es el más pequeño porque sólo sube desde la planta quince hasta el ático y luego baja hasta aquí.

Un remolino de viento al otro lado de la traqueteante puerta de cristal de la entrada hizo que el portero volviese la cabeza.

– Parece que ahí fuera el tiempo se está poniendo realmente feo. Aquí también hace frío. Estamos muy por debajo de cero grados, seguro.

– El señor Lutnikov vivía en el tercero -dijo Mac-. ¿Se le ocurre qué podía hacer en un ascensor que no paraba en su planta?

McGee negó con la cabeza.

– Desde la planta quince hacia arriba, sólo hay apartamentos únicos. Ocupan toda la planta. Tienen cuatro o cinco dormitorios, terrazas. La señorita Louise Cormier, la del ático, tiene su propia sala de proyección, con asientos auténticos y una pantalla muy grande. Los que viven ahí arriba tienen dinero de verdad.

– Y para que Lutnikov pudiese montar en el ascensor tres… -interrumpió Mac.

– Tuvo que bajar al vestíbulo, montar en el ascensor tres y volver a subir -dijo el portero.

– ¿El señor Lutnikov conocía a alguien por encima de la planta quince? -preguntó Mac.

McGee encogió sus huesudos hombros.

– No puedo saberlo -dijo-. Los vecinos son amables unos con otros, pero no son amigos. La gente en el vestíbulo se saluda, sonríe, pero…

Los enfermeros recorrieron el pasillo empujando la camilla cargada con la bolsa negra; en su interior iba el hombre muerto. Mac vio a Aiden Burn colocando cinta adhesiva de escenario de crimen de un lado a otro de la puerta del ascensor.

– Yo les aguanto la puerta -dijo McGee acelerando el paso delante de los enfermeros, y abrió la puerta, permitiendo que entrase una oleada de viento, una ráfaga de nieve invasora y un cortante aire helado que acarició los omoplatos de Mac.

Aiden se reunió con Mac. Se quitó los guantes y los metió en el bolsillo. El persistente frío proveniente del exterior la golpeó. Se subió la cremallera de su chaqueta azul, idéntica a la de Mac y con las palabras Unidad de Investigación Forense escritas en letras blancas en la espalda.

– No creo que tuviera intención de salir a correr, a pesar de llevar las zapatillas de deporte -dijo Mac al tiempo que observaba cómo cargaban el cuerpo en la ambulancia.

– ¿Adónde iba? -preguntó Aiden.

– ¿O de dónde venía? -replicó Mac.

– De algún lugar entre la planta quince y la veintidós, que es el ático. Los botones indican que el ascensor no para entre la planta primera y la catorce, pero sí baja al vestíbulo y al sótano. Hay un botón con la letra S. No hay garaje.

– Tú encárgate del sótano. Yo empezaré por la planta quince.

– Quienquiera que le disparase lo hizo desde fuera del ascensor -indicó Aiden-. No hay marcas de pólvora en la camisa. El ascensor es demasiado pequeño para pegar un tiro y no dejar rastros de pólvora.

Mac asintió.

– Y él o ella es un buen tirador. La herida de entrada está en línea con el corazón.

– ¿Puedo volver a poner en funcionamiento el ascensor tres? -preguntó el portero.

– No -dijo Mac-. Es el escenario de un crimen. ¿Hay escalera?

McGee asintió y dijo:

– Es lo que marca la ley.

– Los inquilinos tendrán que usar la escalera hasta la planta quince y tomar los otros ascensores. O bien bajar andando -dijo Mac.

– No les va a gustar -se quejó McGee sacudiendo la cabeza-. En absoluto. ¿Puedo llamarles y decírselo?

– En cuanto me proporcione los nombres de todos los inquilinos que viven desde la planta quince hacia arriba.

– Se los apuntaré -dijo McGee tomando un portaminas de plástico del escritorio marrón oscuro y apretando el botón con el pulgar.