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Ed Taxx ajustó el termostato de la habitación 614 del hotel Brevard. El termómetro indicaba 18 ºC, pero el Brevard era un hotel viejo, y no había modo de fiarse del sistema de calefacción, y en el exterior hacía un tiempo de mil demonios.
Taxx llevaba veinticinco años en la división de seguridad del fiscal del distrito; era todo un veterano. Un año más y su hija se iría a estudiar a la universidad de Boston. Entonces, Ed y su esposa se irían a Florida y dejarían atrás para siempre los inviernos de Nueva York.
Ed se había criado en Long Island, había esperado las tormentas de nieve, había hecho guerras de bolas, se había tirado en trineo por Maryknoll Hill, se había hecho el machito como los demás muchachos jugando a hoquey sobre hielo con los dedos y las orejas helados en el parque Stanton. Cuando cumplió cuarenta años, dejó de esperar la llegada del invierno, el coche amenazaba con no ponerse en marcha, la nieve le obligaba a estar durante horas dentro del coche con la calefacción encendida, y siempre tenía que estar concentrado para no resbalar. Y lo peor de todo era lo largos, grises y depresivos que se hacían los días. No iba a echar de menos la ciudad cuando se jubilase.
Miró a Cliff Collier, que en absoluto parecía tener frío. Collier tenía treinta y dos años y era fuerte como un toro. Había sido agente de uniforme del Departamento de Policía de Nueva York durante seis años, y también detective durante dos años más.
Dentro de un par de horas los relevaría otro equipo en la vigilancia de Alberta Spanio, que en ese momento dormía en la habitación cerrada con llave. Cliff y Ed se habían conocido hacía dos noches, cuando relevaron a otros dos colegas de sus respectivas oficinas. Cada noche hacían entrar a Alberta en la habitación antes de medianoche, la oían cerrar con llave. Collier se había pasado la noche viendo programas en la televisión que interrumpían cada dos por tres para pasar informes meteorológicos a medida que la nieve se acumulaba y la temperatura descendía. Taxx había mirado a ratos la televisión, cuando dejaba de leer su novela de misterio ambientada en Florida.
Aquellos dos hombres ni se caían bien ni se caían mal. Tenían muy poco en común aparte de su trabajo. Tras diez minutos de charla después de meter a Alberta en su habitación, dejaron de hablar y la voz del presentador Jay Leno pasó a convertirse en el ruido de fondo.
El hotel Brevard no solía ser el lugar elegido por el Departamento de Policía o la fiscalía del distrito como puesto de seguridad. Pero no habían querido dejar nada al azar con Alberta Spanio. No querían que hubiese ni una pequeña fisura en el departamento. Eso mismo les habían dicho también a los hombres de los otros dos turnos de vigilancia. Todos eran lo bastante inteligentes y experimentados para haber sido seleccionados para ese trabajo, lo que significaba que todos sabían que siempre existía la posibilidad de que quienes deseaban acabar con Alberta Spanio descubriesen dónde estaba.
Si la bajita, pechugona, rubia poco natural y muy asustada Alberta hubiese pedido hacer una llamada por teléfono, Ed y Cliff le habrían respondido con toda amabilidad que «no», con la misma amabilidad que le habrían dicho «no» si hubiese pedido un bocadillo de jamón. No había servicio de habitaciones. No podían traerles nada del exterior. La comida llegaba únicamente cuando había un cambio de turno.
Los agentes que llegarían en cuestión de una hora traerían algo para desayunar, probablemente unos bocadillos de Egg McMuffin y café, que era lo que ella había pedido para desayunar el día anterior.
– Son las ocho -dijo Taxx mirando su reloj-. Será mejor que la despertemos.
– Vamos allá -dijo Collier levantándose del sofá y asintiendo camino de la puerta del dormitorio. Llamó con fuerza y dijo-: Hora de despertarse, Alberta.
No hubo respuesta. Collier volvió a llamar.
– Alberta. -Primero afirmó y luego preguntó-: ¿Alberta?
Taxx se colocó a su lado. Llamó también y gritó.
– Levántate.
Nada. Los dos hombres se miraron. Taxx asintió y Collier entendió su sugerencia.
– Abre o echaremos la puerta abajo -dijo Taxx en voz alta pero con calma.
Taxx miró de nuevo su reloj, contó quince segundos y se apartó de la trayectoria de su joven compañero, para que éste pudiese hacer uso de su mayor corpulencia. Collier golpeó con el hombro contra la puerta tal como le habían enseñado en la Academia. Usando los músculos, no el hueso. No hay que emplear toda la fuerza en el primer intento si no se tiene prisa. Golpear fuerte y retirarse. Hay que luchar contra la madera, no contra la cerradura. Cuando Collier golpeó, la puerta crujió pero no se abrió. El cerrojo se mantuvo. Collier retrocedió unos pasos y se lanzó de nuevo contra la puerta. En esta ocasión se abrió con el ruido de la madera astillándose, Collier siguió hacia delante y estuvo a punto de caer al suelo.
La habitación estaba prácticamente helada.
Taxx miró hacia la cama, una pila de sábanas y mantas. La ventana de la habitación estaba cerrada, pero a través de la puerta abierta del lavabo entraba un aire extremadamente frío.
– La ventana del lavabo -dijo Taxx corriendo hacia la cama.
Collier se incorporó y recorrió a toda prisa los tres metros de la habitación hacia el lavabo. La ventaba estaba abierta de par en par. Se metió en la bañera para mirar por la ventana sobre el montón de nieve que se había acumulado. Quiso cerrar la ventana, pero se detuvo, salió de la bañera y volvió hasta la puerta abierta del lavabo.
Taxx estaba junto a la cama. Había retirado las mantas. Collier pudo ver el cadáver de Alberta Spanio vuelto de costado, con los ojos cerrados, la cara blanca y un largo cuchillo clavado hasta el fondo en su cuello.
Ed Taxx y Cliff Collier no conocían a Alberta Spanio y lo poco que sabían de ella no les gustaba en absoluto. No tenía antecedentes, no la habían arrestado. No había roto ningún pacto. Había sido la amante de Anthony Marco durante tres años y le tenía miedo. Quería dejarle, así que cuando a Marco le arrestaron acusado de asesinato y chantaje, Alberta telefoneó a la oficina del fiscal del distrito.
Si había sentido remordimientos después de contar todo lo que sabía sobre Anthony, que fue mucho, los había transformado en una irritabilidad hosca y malhablada.
Ni Taxx ni Collier sintieron la más mínima pena, pero entendieron al instante que haber fallado en la protección de una testigo clave en el juicio por cargos de asesinato de una de las figuras destacadas del crimen organizado, iba a repercutir en sus respectivas carreras profesionales.
No había teléfono en el dormitorio. Lo habían quitado para que Alberta Spanio no hiciese llamadas. Collier pasó a la otra habitación sin perder tiempo y se dirigió al teléfono.
El detective de homicidios Don Flack conocía a Cliff Collier, no muy bien, pero lo suficiente para llamarse por el nombre y tomar juntos un café junto a la máquina expendedora en el vestíbulo de la comisaría, cuando se cruzaban el uno con el otro algunas veces. Habían estado juntos en la Academia.
Ahora Collier trabajaba para el fiscal, le llamaban para toda clase de casos, desde prostitución a tumultos de bandas. Debido a su corpulencia, Collier resultaba intimidante. Y por su carácter, realmente lo era. Mientras le interrogaba, Flack era consciente de que Collier era ambicioso -su padre y su tío habían sido policías- y de que le preocupaba su carrera.
Taxx parecía tomarse lo sucedido con mayor estoicismo. Habían perdido a una importante testigo que habría tenido que declarar dos días más tarde en un juicio. Pero ésa no era la clase de cosa que te hacía perder la pensión, y Taxx no tenía ninguna ambición con respecto al departamento. De lo ocurrido quedaría constancia en su expediente. ¿Y qué? No andaba buscando un ascenso o un aumento de sueldo. Aun así, estaba de guardia cuando la persona de la que estaba a cargo murió, no exactamente pegado a sus talones, pero sí lo bastante cerca.
Flack tenía su libreta en la mano y se había levantado el cuello de la chaqueta de cuero para evitar el frío. Dado que la puerta del lavabo estaba abierta, así como la ventana, la habitación iba enfriándose por segundos a pesar del calor que salía por la rejilla de la calefacción.
En el dormitorio, la detective Stella Bonasera estaba junto a la cama observando el cadáver y tomando fotografías. En el lavabo, Danny Messer, con los guantes de látex puestos, dijo:
– No hay signos de que hayan forzado la ventana.
Stella tosió y sintió un ligero cosquilleo en la garganta. Cabía la posibilidad de que se hubiese resfriado. Si tenía oportunidad, se tomaría un par de aspirinas.
Sostuvo la cámara a un lado, miró hacia el cadáver y resistió el impulso de retirar de la cara de la mujer un mechón de pelo rubio de raíz oscura. Alberta Spanio se había esforzado por mantener el buen aspecto típico de Brooklyn que había lucido diez o doce años antes, pero había perdido la batalla del tiempo. La sangre corría por su cuello hacia la almohada sobre la que descansaba su cabeza. No había mucha sangre, al menos no tanta como Stella había esperado encontrar. Se metió la cámara en el bolsillo, alargó la mano hacia su maletín de CSI, tomó la cajita de polvo magnético, la abrió, sacó el cepillo y con mucho cuidado buscó huellas dactilares en el mango del cuchillo que la mujer tenía clavado en el cuello. Estaba limpio. No había huellas.
En un extremo de la mesita junto a la cama había dos cosas interesantes. Una era un bote de pastillas abierto con dos píldoras en su interior. En la etiqueta se leía ALEPPO, y Stella sabía que era un medicamento genérico comparable a Sonata. Sheldon Hawkes le diría qué cantidad de droga había en la sangre de la víctima. Stella empolvó el bote en busca de huellas. Apareció una huella nítida. Cogió el bote metiendo dos dedos enguantados dentro del mismo, y después introdujo éste y la tapa que había al lado en una bolsa de plástico con cierre y la guardó en el maletín que había en el suelo.
La otra cosa interesante que había sobre la mesita era un vaso grande con una pequeña cantidad de líquido color ámbar en el fondo. Stella se inclinó para oler el vaso. Alcohol. Hawkes también le diría qué cantidad de alcohol había consumido la mujer. Tomar pastillas para dormir y alcohol era una combinación letal, pero el cuchillo que Alberta Spanio tenía clavado en el cuello probablemente echaba por tierra esta hipótesis.
Stella empolvó también el vaso y encontró tres buenas huellas. Vertió el líquido en un receptáculo de plástico con tapa enroscable que había sacado del maletín y guardó el bote en el mismo lugar del que saliera; luego introdujo con mucho cuidado el vaso en un sobre de plástico y lo selló.
– ¿Quieres echar un vistazo? -dijo Danny desde la puerta abierta del lavabo.
Había cepillado el pomo de la puerta en busca de huellas; encontró algunas, y las retiró con sumo cuidado.
– Ya voy -dijo Stella apartándose de la cama.
Entró en el lavabo y miró hacia la ventana abierta.
– ¿Cuándo murió? -preguntó Danny.
Stella se encogió de hombros.
– El cuerpo está frío, no puedo saberlo con seguridad. Tal vez Hawkes pueda calcularlo, pero no está helada. Creo que no puede hacer más de tres horas.
– ¿Cuándo dejó de nevar? -preguntó Danny.
– No lo sé -dijo Stella-. Hará unas cuatro o cinco horas. Lo comprobaremos.
– El asesino tiene que ser menudo -dijo Danny estudiando la pequeña ventana abierta-. Debió de descolgarse desde arriba con una escalera o una cuerda. No hay escalera de incendios. Menudo número circense con el viento y la nieve.
Stella se acercó a la ventana, sacó un par de guantes de látex nuevos de su bolsillo y se los puso, estiró el brazo y pasó los dedos por la parte inferior del marco de madera. El frío le cortó las mejillas y se echó hacia atrás.
– Lleva la ventana al laboratorio -dijo.
– Bien.
– Comprueba la taza del váter también -dijo ella evitando sorberse la nariz.
– Ya lo he hecho -respondió él-. Nada.
– Entonces vayamos los dos a la habitación. Yo estudiaré el cuerpo, la cama y la mesita de noche. Tú el suelo y las paredes.
– ¿Primero saco la ventana? -preguntó.
– La ventana puede esperar hasta que hayamos acabado.
En la habitación de al lado, Taxx estaba diciendo:
– Míralo tú mismo.
Se acercó a la ventana y miró hacia el exterior. Flack estaba a su lado. Collier permaneció en medio de la habitación, mirando hacia la puerta abierta del dormitorio, sin dejar de mover los dedos nerviosamente.
– Seis plantas hacia arriba -le dijo Taxx a Flack-. Sin escalera de incendio.
– ¿No hay nada junto a la ventana del lavabo? -preguntó Flack.
Taxx negó con la cabeza.
– Un muro de ladrillo. Míralo tú mismo.
– Lo haré -dijo Flack-. ¿Y no oísteis ningún ruido en el dormitorio en toda la noche?
– Nada -dijo Taxx.
– Nada -añadió Collier.
– Cuando se fue a la cama… Decidme qué pasó.
Los dos policías coincidieron, había sido igual que las dos noches anteriores. Alberta Spanio se llevó una copa al dormitorio, tomó dos píldoras para dormir, dijo «buenas noches» con la copa en la mano, cerró el pestillo y, probablemente, se metió en la cama. Había un televisor en el dormitorio, pero los dos hombres que la custodiaban aseguraron que no oyeron que lo pusiese en marcha y no estaba encendido cuando forzaron la puerta. Tampoco habían oído ningún ruido en el baño ni en la ducha, y sabían que Alberta ya había hecho todo lo que tenía que hacer en ese sentido. Se había duchado hacía dos noches. Además, la habían visto tomar las pastillas para dormir y dar un largo trago de whisky. Debió de dormirse un minuto después de cerrar la puerta.
– ¿Qué demonios ha pasado? -preguntó Collier mirando hacia el dormitorio, suponiendo que, probablemente, no iba a conseguir un ascenso en toda su vida.
Flack no respondió. Sabía que Collier no esperaba ninguna explicación. Cerró su libreta.