174591.fb2
El doctor Sheldon Hawkes, de piel oscura y vestido con unos vaqueros azules y una camiseta negra con las letras CSI en la espalda, se hallaba entre las dos mesas en las que estaban tumbados los cadáveres. A su lado estaba Stella Bonasera.
La espartana estancia era amplia, tenía luces de un tono azulado y ligeras sombras en las esquinas. Las únicas luces brillantes eran las que pendían del techo, tubos fluorescentes blancos sobre las dos estrellas del día: Alberta Spanio, con el cuchillo en el cuello, y Charles Lutnikov, con los dos agujeros en su pecho bien visibles. Ambos cuerpos estaban desnudos sobre las mesas de acero, sin joyas ni abalorios, se iban del mundo tal como habían venido, a excepción de la autopsia, con los ojos cerrados y las cabezas colocadas sobre bloques estabilizadores.
Hawkes les había tomado la temperatura a ambos en cuanto llegaron y las comparó con las temperaturas rectales tomadas por Stella y Aiden. La hora de la muerte nunca podía ser cien por cien segura, a menos que ocurriese delante de testigos, testigos plenamente fiables con relojes igualmente fiables. Ninguno de los dos había alcanzado el rigor mortis, lo cual sugería que las muertes se habían producido hacía menos de ocho horas. «Sugería» era el término operativo, dado que el cuerpo de Alberta Spanio había sido examinado en un principio en una habitación donde la temperatura era de 5 ºC bajo cero.
El rigor mortis, sin embargo, es un factor muy poco fiable al pronosticar la hora de la muerte. Es la tensión y la contracción de los músculos que se produce como resultado de reacciones químicas de las células musculares. Por lo general, el rigor empieza en la cara y el cuello y va extendiéndose por todos los músculos del cuerpo hasta llegar a los dedos de los pies. Suele empezar entre dieciocho y treinta y seis horas después de la muerte y dura dos días, hasta que los músculos se relajan y empiezan a descomponerse. El calor acelera ese proceso. Hawkes recordaba casos en los que el rigor mortis no se había producido durante una semana. En las personas delgadas puede producirse muy rápidamente a pesar de la temperatura ambiente. En las personas obesas, el proceso puede ir mucho más despacio de lo normal. Y, por otra parte, tampoco era inusual que un cuerpo no mostrase signo alguno de rigor mortis.
Hawkes concluyó, antes de empezar las autopsias, que las horas de las muertes calculadas por los detectives del CSI en el lugar de los hechos debían de ser razonablemente acertadas. La temperatura normal de un cuerpo es de 37 ºC. A una media de 0,5 ºC por hora, el cuerpo se equipara a la temperatura ambiente del entorno en el que se ha encontrado, a menos que ésta sea muy elevada o extremadamente baja. Dados los 22 ºC del ascensor y la temperatura del cadáver, resultaba más o menos sencillo determinar la hora de la muerte de Charles Lutnikov. Con Alberta Spanio la cosa resultaba más difícil, mucho más difícil, debido a que la congelación parcial podría haber acelerado el descenso de la temperatura corporal. Hawkes podría llevar a cabo una estimación más precisa de la hora de la muerte si empezaba a examinar sus sistemas y órganos con su propio instrumental.
Empezó por el cuchillo del cuello.
– Golpe hacia abajo -dijo con cuidado sacando el cuchillo-. Profundo. Propinado por alguien fuerte. También alguien con suerte o que sabía dónde encontrar la arteria carótida. Estaba dormida. No hay señales de lucha ni de movimiento, ni siquiera después de ser apuñalada. El cuchillo es una navaja automática sacada de Semilla de maldad o de West Side Story, lo cual demuestra lo poco al día que estoy en materia de cine. Un arma barata, afilada.
Depositó la sanguinolenta navaja sobre una bandeja de acero inoxidable y se la entregó a Stella. Ella la añadiría al resto de objetos recogidos, que incluía el bote de pastillas y su tapa, así como el vaso con alcohol de la habitación del hotel. Cuando Hawkes acabase, la ventana del lavabo seguramente también estaría ya en el laboratorio esperándola.
Siguió el proceso rutinario de la autopsia, que siempre parecía nuevo y casi sagrado, no por la profanación de los cadáveres sino por realizar un acto de justicia que tanto el muerto como sus familiares merecían.
Llevó a cabo la incisión en forma de Y, un corte de hombro a hombro que se junta en el esternón y después desciende por el abdomen hasta la pelvis.
Los órganos interiores quedaban ahora a la vista. Hawkes utilizó una cuchilla en forma de rama de árbol para cortar las costillas y la clavícula. Abrió la caja torácica para dejar a la vista el corazón y otros órganos blandos que sacó y pesó. El siguiente paso era tomar muestras de los fluidos de todos los órganos, hacer una hendidura en el estómago y los intestinos y examinar su contenido.
Cuando completó el examen del torso, Hawkes movió la cabeza de Alberta Spanio, primero para comprobar si había hemorragia ocular, en caso de que la víctima hubiese sido estrangulada antes de acuchillada. Después realizó una cuidadosa incisión en el cuero cabelludo, en la parte posterior de la cabeza, y tiró de la piel hacia la cara para dejar a la vista el cráneo. Con una sierra mecánica de oscilación rápida, cortó el hueso y abrió el cráneo con un escoplo para poder sacar el cerebro con el fin de pesarlo y examinarlo sin producirle daño alguno.
A medida que iba cumpliendo cada uno de los pasos, describía lo que hacía y lo que veía. Sus palabras quedaban registradas, y la cinta se consideraba una prueba.
– Hecho -dijo finalmente-. Llevaré las muestras al laboratorio.
– Diles que tienen que trabajar rápido -dijo Stella-. Les presionaré. -No era extraño en Nueva York que un informe de laboratorio en un caso de homicidio se eternizase.
Hawkes asintió y se desplazó hasta el fregadero que había en el rincón, donde se quitó los guantes y el delantal manchados de sangre, se lavó y se colocó unos guantes limpios.
Stella se sintió un poco mareada, y debió de resultar evidente, porque Hawkes le preguntó:
– ¿Te encuentras bien?
– Sí.
No se sintió indispuesta por la autopsia o por haber visto el cuerpo despellejado. Se debía a la maldita gripe. Culpó a su propia debilidad, le agradeció su interés a Hawkes y se encaminó hacia la puerta.
– Y ahora -dijo Hawkes a su espalda-, tengamos una charla con el señor Lutnikov.
Por suerte para Stella, Lutnikov era el caso de Aiden y Mac. Ella se preguntó por qué ninguno de los dos estaba allí.
El detective Don Flack había hablado con los empleados de recepción para saber quién había ocupado las habitaciones superior e inferior a la de Alberta Spanio. Para asegurarse, también comprobó quién se alojaba dos por encima y dos por debajo.
La única habitación potencialmente peligrosa resultó ser la que estaba justo encima de la ventana abierta del lavabo. Había estado ocupada por un tal Wendell Lang, que había pedido específicamente esa habitación hacía dos días pero le habían dicho que estaba ocupada. Se había registrado en otra habitación, pagó en efectivo y se trasladó a la que estaba encima de la de Alberta Spanio en cuanto quedó libre. El señor Lang se había marchado a las seis de esa misma madrugada.
Por desgracia, el empleado que le facilitó la información a Flack no era el que estaba de turno cuando Wendell Lang se marchó.
Flack tomó la tarjeta original de registro con la firma, la agarró cuidadosamente por la punta y la introdujo en una pequeña bolsa de plástico que se guardó en el bolsillo. Entonces, con una llave que le proporcionó el director del hotel, fue a la habitación que Wendell Lang había ocupado.
Era una habitación pequeña. La mujer de la limpieza ya la había arreglado. Flack la encontró empujando su carrito por el pasillo, le mostró la placa y le preguntó si había pasado la aspiradora por la habitación y si todavía conservaba la basura que había sacado de ella.
La mujer, Estrella Gómez, era regordeta, de piel clara y debía de rondar la treintena. Apenas tenía acento al hablar cuando dijo:
– Habitación 704. Nada en la papelera. Ni periódicos, nada en la habitación. No usaron las toallas. Ni siquiera durmieron en la cama. Pasé la aspiradora. Eso es todo.
Flack le pidió a la mujer que fuese a recepción y que dijera que no permitiesen a nadie entrar en la habitación, que se trataba de un potencial escenario de crimen. Entró de nuevo en la habitación que había ocupado Wendell Lang, se acercó a la ventana, la abrió y sacó la cabeza. Caída en vertical y dos problemas. La ventana quedaba totalmente a la vista de cualquiera que alzase la vista desde la Calle 510 mirase desde el alto edificio de oficinas que había justo enfrente. Las posibilidades de que alguien descendiese desde la ventana sin que nadie le viese eran escasas incluso de noche, aunque Don Flack había visto cosas más raras.
Flack quería conocer el informe de Hawkes para saber a qué hora había sido asesinada Alberta Spanio. Si ya había salido el sol, aumentarían las posibilidades de que hubiesen visto a alguien colgando del sexto piso del hotel.
Al volver a meter la cabeza dentro, Flack vio una marca en el centro del alféizar, una pequeña hendidura, un estrecho corte en el centro del marco de madera blanco. La hendidura parecía reciente, pues podía verse la madera. Lo tocó y confirmó que era reciente. Sacó su teléfono móvil y llamó a Stella.
Justo cuando estaba a punto de llamar a la puerta de Louisa Cormier, el teléfono de Mac empezó a sonar. No reconoció el número que vio en la pantallita.
– Sí -dijo mientras observaba la puerta de madera oscura y pulida tallada formando cenefas y hojas de parra.
– ¿Señor Taylor? -dijo una suave voz de mujer.
Aiden se puso de pie al lado de Mac, con una caja de aluminio en la mano, esperando.
– Sí -repitió Mac.
– Soy Wanda Frederichson. Nos gustaría posponer la finalización del trabajo hasta que aclare y podamos sacar la nieve suficiente.
Mac no dijo nada.
– Por supuesto, si quiere podemos seguir el lunes igualmente, haremos todo lo que esté en nuestras manos, pero le recomendamos…
– El lunes -dijo Mac-. Tiene que ser el lunes. Hagan todo lo posible.
– Y sigue queriendo todo aquello de lo que hablamos.
– Sí -dijo Mac-. Los informes meteorológicos dicen que a partir de pasado mañana dejará de nevar al menos durante una semana.
– Pero está previsto -inquirió Wanda Frederichson- que la temperatura siga por debajo de 15 ºC bajo cero al menos durante siete días más.
Mac estaba convencido de que la mujer quería decir algo más, quería convencerle de que esperase, pero no tenía ninguna posibilidad. Tenía que ser el lunes.
– ¿Y dijo que no habría invitados? -preguntó Wanda Frederichson para asegurarse.
– Ni uno -dijo Mac-. Sólo yo.
– Entonces, el lunes, a las diez de la mañana -dijo Wanda Frederichson resignada.
Mac colgó. Miró a Aiden a los ojos. Si alguna pregunta se ocultaba tras aquellos ojos marrones, realmente estaba bien oculta. Ella sabía de sobra que en tales circunstancias era mejor no preguntar.
Mac utilizó el brillante llamador. En el interior del apartamento sonó el repiqueteo de cinco notas.
– El fantasma de la ópera -dijo Mac.
– No la he visto -dijo Aiden.
La puerta se abrió. Una mujer bajita, de unos cincuenta años, con una blusa blanca y una falda azul apareció ante ellos. Tenía el pelo corto, rizado, de un rubio color de miel, y ojos azules. Tanto el color del pelo como el de los ojos era artificial, pero casi perfecto. No era guapa, pero hacía gala de una estudiada y delicada elegancia y de una sonrisa más bien triste que dejaba a la vista su perfecta dentadura blanca.
– ¿Louisa Cormier? -preguntó Mac.
La mujer miró a Mac y a Aiden y dijo:
– La policía, sí. Les estaba esperando. El señor McGee me avisó. Pasen, por favor.
– Soy el detective Taylor -dijo Mac-. Ella es la detective Burn. Esperará fuera.
Louisa Cormier miró a Aiden.
– Sería más que bienvenida… -empezó a decir Louisa y después miró la chaqueta de Aiden y dijo-: CSI. La joven está repasando mi rellano.
Mac asintió.
– Me parece bien -dijo Louisa con una sonrisa-. Aunque quisiera, no podría hacer nada al respecto. Ha habido un asesinato, y dado que soy la vecina más aislada del edificio, me gustaría que encontrasen quien lo ha hecho lo antes posible. Entre, por favor.
Se hizo a un lado para que Mac entrara. Después, ella cerró la puerta.
El recibidor era algo más que un recibidor. El suelo era oscuro, de mármol, y daba a un comedor más grande que todo el apartamento de Mac, presidido por una gigantesca mesa de madera y dieciséis sillas alrededor, además de un salón que parecía lo bastante grande para albergar una pista de tenis, decorado con muebles antiguos muy bien tapizados. Unas puertas correderas de cristal daban acceso a la terraza, que ofrecía una vista panorámica del norte de la ciudad.
– Es grande, ¿verdad? -dijo Louisa siguiendo la mirada de Mac-. Ésta es la parte que les dejé ver a los de Architectural Digest, esto y la cocina, y mi despacho/biblioteca. Mi dormitorio, sin embargo… -dijo señalando hacia una puerta en la zona del salón- quedaba fuera de sus límites, pero no de los de usted.
– Me encantaría poder ver todas las habitaciones -dijo Mac.
– Lo entiendo -dijo la mujer con una sonrisa-. Haga su trabajo. ¿Una taza de café?
– No, gracias. Me gustaría hacerle unas preguntas.
– Acerca de Charles Lutnikov -respondió llevándole hacia la zona del salón e invitándole, con un delicado movimiento de la mano derecha, a que se sentase si lo deseaba.
Mac se sentó en una silla de respaldo alto. Louisa Cormier se sentó frente a él en un sofá con las patas en forma de garra.
– ¿Conocía al señor Lutnikov?
– Un poco. Pobre hombre. Le conocí cuando se estaba instalando aquí. Llevaba uno de mis libros, pero no tenía ni idea de que yo vivía aquí. Todo el mundo sabe que no me gusta hablar de mi trabajo, pero cuando vi a Charles en el vestíbulo varias semanas después, vi que llevaba otro de mis libros. Vanidad.
– ¿Era una persona vanidosa? -preguntó Mac.
– No -respondió ella con un suspiro-. Es el título del libro, y el nombre de la protagonista. Yo sí sucumbí, sin embargo, a la vanidad cuando vi a Charles con uno de mis libros. Le pregunté si le gustaba y dijo que era un gran admirador de la autora. Entonces le dije quién era yo. Durante un momento, no me creyó, pero entonces abrió el libro y observó la fotografía de la solapa. Sé lo que está pensando, que él sabía quién era yo desde el principio, pero no es cierto. Se lo aseguro. Lo único que me preocupaba es que se convirtiese en uno de esos admiradores demasiado efusivos. No podría vivir con uno de ellos en el mismo edificio. Ya sabe, temía tener que charlar con él cuando nos cruzásemos. La gente de este edificio ha respetado mi privacidad tanto como yo he respetado la suya.
– ¿Y cómo fue?
– Senté las bases -dijo-. Le firmaría los libros. Él no me haría preguntas ni comentarios si nos encontrábamos. Nos sonreiríamos y nos saludaríamos escuetamente.
– ¿Y funcionó?
– A la perfección.
– ¿Alguna vez subió aquí? -preguntó Mac.
– ¿Aquí arriba? No. ¿Ha leído usted alguno de mis libros?
– No. Lo siento.
– No tiene por qué lamentarlo. Ya tengo millones de lectores.
Sonrió ampliamente.
– Uno de mis compañeros de la unidad la admira. Le he visto con sus libros. ¿Oyó usted un disparo esta mañana?
– ¿A qué hora?
– A eso de las ocho, probablemente.
– A las ocho había salido -dijo con seriedad-. Salgo todas las mañanas.
– ¿Adónde fue esta mañana?
– Bueno, cuando hace buen tiempo camino hasta Central Park, pero hoy el tiempo no lo permitía. Compré el periódico, tomé un café en Starbucks y volví a casa.
Se puso en pie y se encaminó hacia la habitación que había señalado como el despacho/biblioteca.
– Venga -dijo-. Le firmaré un ejemplar para ese agente de policía amigo suyo. El nuevo, Cortejando a la muerte. Saldrá dentro de un mes.
Mac se puso en pie para seguirla y dijo:
– ¿Oyó algún ruido esta mañana?
– No -respondió al tiempo que abría la puerta del despacho/biblioteca-. No, pero probablemente no oiría nada aunque alguien disparase frente a mi puerta. Estoy en el despacho desde las seis hasta las ocho, trabajando en un nuevo libro, y después salgo.
– ¿Monta en el ascensor? -preguntó Mac.
– ¿Quiere decir si vi a un hombre muerto en el ascensor? -preguntó-. No. No uso el ascensor. Bajo andando.
– Veintiún pisos -dijo Mac sin cambiar el tono de voz.
– Veinte -corrigió ella-. No tenemos planta trece. Bajo andando por las escaleras cada mañana y, después del paseo, vuelvo a subirlas. Las escaleras y el paseo es el único ejercicio físico real que practico.
El despacho/biblioteca era grande, no tan lujoso como el resto del apartamento, pero lo bastante grande para un escritorio de ébano tallado con las patas curvadas e incrustaciones de marfil, con una silla a juego y dos paredes cubiertas con estanterías repletas de libros, no tantos como los que Lutnikov tenía en su pequeño apartamento, pero en número considerable. Contra otra de las paredes había una vitrina que llegaba hasta el techo, con las puertas de cristal y los estantes de madera. Cuidadosamente ordenados en los estantes había una extraña colección de objetos.
– Mi colección -dijo Louisa Cormier con una sonrisa-. Cosas que he utilizado a modo de investigación para mis libros. Intento usar, o al menos manejar, objetos cruciales para saber de qué estoy hablando.
Mac le echó un vistazo a la colección, que incluía una vieja radio Harbin de los años cuarenta, un hacha de boy scout, un gran cenicero de cristal, un gran libro encuadernado en tela de color rojo, una estatua art decó de Erté que representaba a una mujer elegantemente vestida y muy bien peinada de unos treinta centímetros de altura, un martillo con un extremo para sacar clavos y un mango de madera oscura, una almohada decorativa de color azul con borlas amarillas y las palabras exposición universal de nueva york escritas en el frente, dos cimitarras de unos setenta centímetros con empuñadura dorada, una botella de Coca-Cola de los años cuarenta y otra docena de piezas extrañas.
– Me dijeron -señaló Louisa- que si firmaba las piezas y subastaba la colección en eBay alcanzarían un precio total cercano a un millón de dólares entre los admiradores más leales.
– No hay pistolas.
– Tengo que recurrir a las armerías y a los catálogos de armas cuando escribo sobre pistolas -dijo-. No las colecciono.
Había un mueble con seis cajones en línea, también de ébano, contra la pared que había tras el escritorio. En la pared, encima de los archivadores, había catorce premios enmarcados y una fotografía en blanco y negro de treinta y cinco por veintiocho centímetros en la que se veía a una joven muy bonita delante de una tienda de productos de limpieza.
– Ésa era yo -dijo-. Mi padre trabajaba en esa tienda. Yo trabajaba allí al salir del colegio y también los sábados. En Buffalo. No andábamos muy desahogados por aquel entonces, lo que fue toda una bendición, porque yo sé lo que significa tener dinero y disfruto gastándolo. Aquí está.
Estaba frente a un estante que le llegaba a la altura de la cara en la esquina derecha de la estancia. Sacó un libro, lo abrió por la página del título, y le preguntó:
– ¿A quién se lo dedico?
– Sheldon Hawkes -dijo Mac.
Su escritura era un tanto floreada, después cerró el libro y se lo entregó a Mac.
– Gracias -dijo tomando el libro.
Había un ordenador, un Macintosh, encima del escritorio, y también una impresora. No había escáner ni otra clase de accesorios.
– ¿Algo más? -preguntó ella cruzando las manos. Su sonrisa era amplia, cálida.
– Nada más, por ahora -dijo Mac-. Gracias por dedicarme su tiempo.
Le acompañó hasta la puerta y la abrió. Aiden estaba en el rellano, con la caja de metal en la mano.
– Si puedo ayudarles en algo más… -recalcó Louisa Cormier.
– ¿Tiene a alguien contratado a su servicio?
– No -dijo ella-. Viene una brigada de limpieza cada tres días.
– ¿Tiene secretaria?
Louisa ladeó ligeramente la cabeza hacia la izquierda, como un pájaro curioso y delicado, y dijo:
– Ann Chen. Se encarga de mi agenda de actos sociales y de mis negocios, me protege de periodistas, admiradores y ociosos entrometidos. También se ocupa de mi correspondencia y de mi página web.
– ¿Trabaja aquí?
– Habitualmente, no. Suele trabajar en su apartamento del Village. Mi número no aparece en el listín telefónico, pero aun así hay gente que lo consigue. Las llamadas las desvían a Ann, quien tocando un botoncito me las reenvía después de comprobarlas.
Aiden y Mac captaron que Louisa se estaba planteando formularles una pregunta, pero finalmente decidió no hacerlo.
– ¿Eso es todo? -preguntó en su lugar.
Aiden abrió la puerta que daba a las escaleras. El ascensor donde habían encontrado al muerto seguía estacionado en la planta baja.
– Por ahora -dijo Mac con una sonrisa-. Estoy seguro de que a Sheldon le encantará el libro.
Mac alzó el libro. Siguió a Aiden y salieron por la puerta, dejando a sus espaldas a la sonriente Louisa.
Cuando la puerta se cerró, Aiden dijo:
– ¿Hawkes lee novelas de misterio?
– No lo sé -dijo Mac empezando a bajar las escaleras-. Dame una bolsa grande. Quería tener las huellas de nuestra famosa escritora. ¿Sacaste las muestras de sangre de la moqueta?
Aiden asintió.
– Y ahora -dijo Mac-, veamos si encajan con las de Charles Lutnikov.
– ¿Ella sabía algo? -preguntó Aiden. Su voz hizo eco mientras descendían lentamente.
Mac se encogió de hombros y dijo:
– Sabe algo. Es muy parlanchina, habla demasiado, y cambia de tema todo el rato. Se esforzó demasiado por mostrarse como una anfitriona entregada que no tiene nada que ocultar.
– Pero mintió -dijo Aiden. Mac tenía un sexto sentido para el engaño y la falsedad. Aquellos que trabajaban con él habían llegado a entenderlo, a veces por las malas: era mejor no mentir a Mac.
«Todo el mundo miente cuando le habla a la policía», le había dicho Mac en una ocasión.
– ¿Encontraste algo? -le preguntó a Aiden.
Cuando llegaron al vestíbulo, Aiden sacó un pequeño contenedor de plástico de su chaqueta y se lo entregó a Mac. Él lo alzó hacia la luz para ver el contenido.
– ¿De qué se trata? -preguntó.
– Seis pequeños pedacitos de papel, blancos, como confeti. Los encontré en la moqueta frente a la puerta de Louisa Cormier.