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Lo primero que hizo Brunetti al llegar a su despacho a la mañana siguiente fue marcar el número particular de Barbara Zorzi. Después de la señal del contestador, dijo:
– Dottoressa, aquí Guido Brunetti. Si está en casa, le agradeceré que conteste. Tengo que hablar con usted otra vez sobre Trevisan. He descubierto que…
– ¿Sí? -dijo ella, interrumpiéndole, pero sin sorprenderle por la falta de saludo o de cordialidad.
– Me gustaría saber si la visita a su consultorio de la signora Trevisan estaba relacionada con un embarazo. Antes de que ella pudiera responder, aclaró-: No de su hija sino de ella.
– ¿Por qué desea saberlo?
– El informe de la autopsia indica que su marido había sido sometido a una vasectomía.
– ¿Cuándo?
– No lo sé. ¿Supondría eso una diferencia?
Después de una larga pausa, ella dijo:
– No, supongo que no. Sí; cuando vino a visitarse hace dos años creía estar embarazada. Entonces tenía cuarenta y un años, de modo que era posible.
– ¿Lo estaba?
– No.
– ¿Parecía muy preocupada por ello?
– En aquel momento no me lo pareció, en fin, no más preocupada de lo que lo estaría cualquier mujer de su edad, que creyera haber dejado atrás todo eso. Pero ahora supongo que sí que lo estaba.
– Gracias -dijo Brunetti.
– ¿Eso es todo? -La sorpresa era audible.
– Sí.
– ¿No va a preguntarme si sabía yo quién era el padre?
– No; creo que si usted hubiera pensado que el padre no era Trevisan me lo hubiera dicho ya el otro día.
Ella tardó un momento en responder y al hacerlo arrastró la primera palabra.
– Sí, probablemente.
– Bien.
– Quizá.
– Gracias -dijo Brunetti, y colgó.
Llamó entonces al despacho de Trevisan para pedir una entrevista al avvocato Salvatore Martucci, pero le dijeron que el signor Martucci había tenido que ir a Milán y que llamaría al comisario Brunetti tan pronto como regresara. No habían llegado a su mesa más papeles, por lo que se dedicó a repasar la lista que había hecho la víspera y a reflexionar sobre su conversación con el juez.
Brunetti no perdió el tiempo en cuestionar ni en tratar de confirmar la veracidad de las revelaciones que le había hecho el juez Beniamin. Así pues, dada la probable relación de Trevisan con la Mafia, su muerte parecía ahora más que nunca una ejecución, tan fulminante y anónima como la provocada por el rayo. A juzgar por el apellido, probablemente Martucci sería un hombre del sur, y Brunetti se puso en guardia contra los prejuicios que ello pudiera inspirarle, especialmente si resultaba ser siciliano.
Quedaban Francesca y sus comentarios acerca del miedo de sus padres a un secuestro. Aquella mañana, antes de salir de casa, Brunetti había dicho a Chiara que la policía había esclarecido el asunto de la amenaza de secuestro, por lo que no necesitaba más ayuda. Hasta la más remota posibilidad de que alguien pudiera enterarse del interés de Chiara por un asunto relacionado con la Mafia causaba a Brunetti viva inquietud, y sabía que una aparente falta de interés sería el mejor medio para disuadirla de seguir haciendo preguntas.
Lo sacó de su ensimismamiento un golpe que sonó en la puerta del despacho.
– Avanti -gritó y al levantar la mirada vio que la signorina Elettra hacía entrar a un hombre.
– Comisario -dijo ella acercándose-, le presento al signor Giorgio Rondini, que desea hablar con usted unos momentos.
El hombre que venía con ella le sacaba por lo menos toda la cabeza, aunque no pesaría mucho más. El signor Rondini parecía salido de un cuadro del Greco, impresión que acentuaban la barbita negra y puntiaguda y los ojos oscuros, protegidos por unas cejas muy pobladas.
– Siéntese, signor Rondini, tenga la bondad -dijo Brunetti levantándose-. ¿En qué puedo servirle?
Mientras Rondini descendía a la silla, la signorina Elettra volvió sobre sus pasos hasta la puerta que había dejado abierta. En el umbral se quedó quieta hasta que Brunetti la miró, y entonces ella, señalando al visitante, silabeó silenciosamente, como si se dirigiera a un sordo:
– Gi-or-gio.
Brunetti movió la cabeza de arriba abajo casi imperceptiblemente y dijo, mientras ella ya cerraba la puerta:
– Grazie, signorina.
Durante un rato, ninguno de los dos hombres habló. Rondini examinaba el despacho y Brunetti miraba la lista que tenía encima de la mesa. Finamente, el recién llegado dijo:
– Comisario, he venido a pedirle consejo.
– ¿Sí, signor Rondini? -le instó Brunetti levantando la cabeza.
– Se trata de la condena -dijo el hombre, y se interrumpió.
– ¿La condena, signor Rondini? -preguntó Brunetti.
– Sí, por lo de aquel día, en la playa. -Rondini le dedicó una sonrisa de aliento, invitándolo a recordar algo que él debía de saber ya.
– Perdone, signor Rondini, pero no estoy al corriente de la condena. ¿Podría usted informarme?
La sonrisa de Rondini desapareció dando paso a la turbación.
– ¿Elettra no se lo ha contado?
– No; lamento decirle que no. -Viendo que, al oír esto, su interlocutor se azoraba más todavía, Brunetti agregó, sonriendo-: Aunque me ha explicado, desde luego, la gran ayuda que nos ha prestado usted. Gracias a ella hemos podido avanzar como hemos avanzado. -La circunstancia de que el avance fuera prácticamente nulo no restaba veracidad a la afirmación, aunque tampoco en el caso contrario se hubiera abstenido de hacerla.
En vista de que Rondini no hablaba, Brunetti le azuzó:
– Quizá, si me pone en antecedentes, veremos qué puede hacerse.
Rondini juntó las manos en el regazo, frotando los dedos de la izquierda con los de la derecha.
– Como le decía, se trata de una condena. -El hombre levantó la cabeza y Brunetti asintió, animándole-. Por exhibicionismo -agregó Rondini. La sonrisa de Brunetti no varió, y pareció que ello infundía valor a su visitante.
– Verá, comisario, hace dos veranos fui a la playa, a Alberoni. -Brunetti siguió sonriendo al oír el nombre de la playa situada al extremo del Lido, que era la favorita de los gays, por lo que se la conocía con el nombre de playa del Pecado. Su sonrisa no varió, pero sus ojos contemplaban ahora con más atención a Rondini y sus manos.
– No, no, comisario -dijo Rondini sacudiendo la cabeza-. No se trata de mí sino de mi hermano. -Se interrumpió y volvió a mover la cabeza, cortado y confuso-. Cada vez lo lío más. -Sonrió de nuevo, más nervioso todavía, y suspiró-: Volveré a empezar. -Brunetti asintió saludando la idea-. Mi hermano es periodista. Aquel verano hacía un reportaje sobre la playa y me pidió que lo acompañara. Pensaba que así pareceríamos una pareja y la gente nos dejaría en paz. Es decir, por un lado, nos dejaría en paz y, por el otro, no tendría reparo en hablar con él. -Nuevamente, Rondini se interrumpió y se miró las manos, que no dejaban de moverse en su regazo.
En vista de que Rondini no daba señales de querer seguir hablando, Brunetti preguntó:
– ¿Sucedió allí, en la playa? -Como Rondini ni contestaba ni le miraba, puntualizó-: El incidente.
Rondini aspiró profundamente y siguió explicando.
– Me bañé, pero hacía frío y decidí vestirme. Mi hermano estaba a cierta distancia, hablando con unas personas, y me pareció que cerca de mí no había nadie. Desde luego, no había nadie a menos de veinte metros de mi toalla, de modo que me senté, me quité el bañador y, cuando estaba vistiéndome, se acercaron dos policías y me dijeron que me levantara. Yo traté de ponerme los pantalones, pero uno de los policías los pisó, y no pude. -La voz de Rondini se hizo más tensa, y Brunetti no supo si de bochorno o de indignación.
Rondini empezó a rascarse la barba distraídamente.
– Entonces fui a ponerme otra vez el bañador, pero el otro me lo quitó. -Rondini calló.
– ¿Qué pasó entonces?
– Me levanté.
– ¿Y?
– Entonces ellos extendieron una denuncia por exhibicionismo.
– ¿Y usted no se lo explicó?
– Sí.
– ¿Y?
– No me creyeron.
– ¿Y su hermano?
– Todo ocurrió en menos de cinco minutos. Cuando él volvió, los policías ya habían extendido la denuncia y se habían marchado.
– ¿Qué hicieron ustedes?
– Nada -dijo Rondini mirándole a los ojos-. Mi hermano me dijo que no me preocupara, que si el asunto seguía adelante me lo notificarían.
– ¿Y no le notificaron?
– No. Por lo menos, yo no me enteré. Dos meses después, un amigo me llamó para decirme que había visto mi nombre en el Gazzettino de aquel día. Había habido una especie de proceso legal, pero yo no recibí ninguna notificación. Ni multa, ni nada. No supe nada de nada hasta que me comunicaron que había sido declarado culpable.
A Brunetti no le parecía extraño. Una falta como ésta podía muy bien haberse escabullido por las rendijas del sistema judicial, y un hombre podía verse condenado sin haber sido acusado formalmente. Lo que no comprendía era por qué Rondini le hablaba de ello ahora.
– ¿Ha solicitado que fuera revocada la decisión?
– Sí, pero me dijeron que ya era tarde, que hubiera tenido que solicitarlo antes del proceso. No fue un juicio propiamente dicho. -Brunetti asintió. Estaba familiarizado con aquel sistema de tratar las faltas leves-. Y eso hace que ahora tenga antecedentes penales. Estoy convicto de un delito.
– De una falta -rectificó Brunetti.
– Pero convicto -insistió Rondini.
Brunetti ladeó la cabeza y alzó las cejas en una expresión que quería ser a la vez escéptica y displicente.
– No creo que tenga usted razones para preocuparse, signor Rondini.
– Es que voy a casarme -dijo Rondini dejando completamente desconcertado a Brunetti con su respuesta.
– Perdone, pero no entiendo.
Con voz átona, Rondini explicó:
– Mi novia. No quiero que su familia se entere de que fui acusado de exhibicionismo en una playa frecuentada por homosexuales.
– ¿Lo sabe ella? -preguntó Brunetti.
Vio que Rondini iba a decir algo y rectificaba.
– No; cuando aquello ocurrió, yo no la conocía, y no he encontrado el momento de decírselo. Ni la manera. Para mi hermano y sus amigos es una especie de chiste, pero no creo que a ella le hiciera gracia. -Rondini se encogió de hombros, aceptando con resignación la mentalidad de su futura-. Y, a su familia, menos todavía.
– ¿Y usted viene a verme por si yo pudiera hacer algo?
– Sí. Elettra me ha hablado mucho de usted, dice que aquí, en la questura, tiene mucha influencia. -La voz de Rondini denotaba profunda deferencia y, lo que era peor, también esperanza.
Brunetti se encogió de hombros rechazando el cumplido.
– ¿Qué ha pensado usted?
– Necesito dos cosas -empezó Rondini-. Primera, que cambie usted mi ficha -y añadió atajando la objeción de Brunetti-: Estoy seguro de que podrá hacer algo tan simple como eso.
– Eso significa alterar un documento oficial -dijo Brunetti con una voz que pretendía ser severa.
– Dice Elettra que eso es… -empezó de nuevo Rondini, pero se interrumpió inmediatamente.
Brunetti temía pensar cómo hubiera podido terminar la frase.
– Puede tratarse de una de esas cosas que parecen mucho más fáciles de lo que son.
Rondini lo miró entonces con audacia, su objeción era implícita pero evidente.
– ¿Puedo decirle cuál es la otra cosa?
– Adelante.
– Necesito una carta en la que se haga constar que la denuncia obedeció a un error y el caso fue sobreseído. No estaría de más que en la carta se me pidieran disculpas por los perjuicios.
Brunetti, tentado de rechazar la petición, preguntó:
– ¿Para qué, esa carta?
– Para enseñarla a mi novia. Y a su familia, si llegaran a enterarse.
– Pero, si se modifica la ficha, ¿qué falta hace la carta? -preguntó Brunetti e inmediatamente rectificó-: Es decir, suponiendo que pueda modificarse.
– No se preocupe por la ficha, dottore -Rondini habló con tanta autoridad que Brunetti no pudo menos que recordar que trabajaba en la central informática de la SIP, y pensó también en la cajita rectangular que la signorina Elettra tenía en la mesa.
– ¿Y quién tendría que firmar la carta?
– Me gustaría que la firmara el questore -empezó Rondini, pero agregó rápidamente-: Aunque me hago cargo de que eso va a ser imposible. -Brunetti observó que, a la primera señal de que habían llegado a un acuerdo y no quedaba sino resolver los detalles, las manos de Rondini habían dejado de moverse. Ahora estaban quietas en su regazo y todo él parecía más relajado.
– ¿Bastaría la carta de un comisario?
– Sí, creo que sí.
– ¿Y lo de borrar el expediente de nuestros archivos?
Rondini agitó una mano.
– Un día. Dos.
Brunetti prefería no saber cuál de los dos, Rondini o Elettra, lo haría, y no preguntó.
– Dentro de unos días, comprobaré si hay algún expediente a su nombre.
– No lo habrá -le aseguró Rondini, pero no había arrogancia en su voz, nada más que certeza objetiva.
– Cuando me cerciore escribiré la carta.
Rondini se puso en pie. Extendió la mano por encima de la mesa de Brunetti y dijo:
– Si en algo puedo serle útil, comisario, lo que sea, no tiene más que recordar dónde trabajo. -Brunetti lo acompañó hasta la puerta y, cuando su visitante se hubo marchado, bajó a hablar con la signorina Elettra.
– ¿Todo arreglado? -preguntó ella al ver acercarse al comisario.
Brunetti no sabía si ofenderse por la naturalidad con que ella daba por descontado que él tenía que acceder con tanta facilidad a modificar los archivos oficiales y escribir cartas absolutamente fraudulentas.
Optó por la ironía.
– Me sorprende que se haya molestado usted en hacerle hablar conmigo. Que no resolviera el asunto directamente usted misma.
Ella le obsequió con una sonrisa rutilante.
– Lo pensé, desde luego, pero me pareció que sería preferible que hablaran ustedes.
– ¿De alterar los archivos? -preguntó él.
– Oh, no, eso podíamos hacerlo Giorgio o yo en un minuto -dijo ella en tono desdeñoso.
– Pero, ¿no existe un código secreto que impide el acceso no autorizado a nuestros ordenadores?
Ella vaciló un momento antes de contestar.
– Hay un código, sí, pero no muy secreto.
– ¿Quién lo conoce?
– Ni idea, pero sería muy fácil descubrirlo.
– ¿Y utilizarlo?
– Probablemente.
Brunetti prefirió no ahondar en esto.
– ¿De la carta entonces? -preguntó, suponiendo que ella estaba al corriente de la petición de Rondini.
– Tampoco, dottore. También hubiera podido escribirla yo. Me ha parecido que sería preferible que se conocieran, para que él comprenda que usted está dispuesto a ayudarle.
– ¿Por si necesitamos más información de la SIP? -preguntó él, ya sin ironía.
– Exactamente -dijo ella, sonriendo con verdadera satisfacción al ver que el comisario empezaba a comprender el intríngulis de las cosas.