174676.fb2 Nadie llora al muerto - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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9

– ¿Tiene la lista? -preguntó Kincaid mientras dejaban el coche en el aparcamiento vacío del pub. Deveney le había pedido que trajera un Rover de la flota de Scotland Yard, ya que esos coches eran muchísimo mejores que su Vauxhall carente de calefacción.

Deveney golpeó su bolsillo.

– Hasta la última baratija. Cuando lo juntas todo resulta un surtido bastante extraño. -Apagó el motor y miró alrededor mientras se desabrochaba el cinturón-. Parece que no está la camioneta de Brian. Espero que haya alguien.

Al salir del coche, Deveney echó un vistazo a la ventana trasera del pub y dijo:

– Estamos de suerte. Al menos en lo que concierne a Brian.

Mientras marchaban en fila india por el camino que iba del aparcamiento a la puerta delantera, añadió:

– ¿Te importa si me ocupo yo?

– No faltaba más -dijo Kincaid.

La puerta y las ventanas del pub estaban abiertas, aprovechando la brisa de la tarde. Encontraron a Brian silbando mientras pasaba un trapo por la barra, preparándola para los clientes de la noche. El local olía a cera con aroma de limón.

– ¿Ya ha vuelto para pasar la noche, comisario? ¿Y su sargento también? -Se puso el trapo en el hombro y empezó a colocar los vasos limpios en los estantes-. Mi hijo estará contento. Su compañera parece haberlo impresionado.

– Es justamente de Geoff de quien queremos hablar, Brian -dijo Deveney-. ¿Por qué no nos sentamos?

A pesar de lo suaves que habían sido las palabras de Deveney, parecían haberle sentado a Brian Genovase como una patada en el estómago. El color desapareció de su cara y se quedó con una mano en la estantería y el cuerpo paralizado por el terror.

– ¿Qué ha pasado? Acabo de enviarlo a la tienda a por limones…

– No le ha pasado nada, Bri. Siéntate y deja que te explique.

Brian lo siguió despacio al rincón que había junto al bar. La toalla seguía olvidada en su hombro. Cuando Kincaid hubo apartado una silla y se hubo sentado, Deveney dijo:

– Tenemos razones para creer que Geoff puede tener algo que ver con la cadena de robos en el pueblo. Necesitamos…

– ¿Qué quieres decir con que tenemos razones para creer? Lo habéis investigado, habéis descubierto lo de la tienda y ahora lo perseguís. Pues no es justo y maldita sea si voy a permitirlo. -Brian empujó la mesa, tratando de levantarse, pero lo habían encajonado.

– Me temo que no es tan sencillo, Brian -dijo Deveney-. Nunca lo habríamos investigado si no hubiéramos descubierto que Geoff trabajó para cada uno de los que denunciaron los robos. Él es el único factor en común. Hemos de seguir la investigación, ni que sea para limpiar su nombre.

Lentamente Brian empezó a darse cuenta. Sus ojos se ensancharon por el shock y sus labios palidecieron.

– Creéis que Geoff asesinó al hijo de puta -dijo con voz quebrada.

– Cuanto antes acabemos con esto mejor, Brian. Tenemos una orden y hemos de registrar su habitación. Si resulta que es una coincidencia lo tachamos de la lista y nadie se va a dar cuenta. Si nos indicas…

– No lo entiendes. Geoff ha tenido este problema desde pequeño. Coge cosas, pero no por malicia. Ni siquiera lo hace por dinero. Se las queda. -Brian se inclinó hacia ellos, suplicante. -Lo que pasó en Wimbledon fue que dos gamberros que trabajaban en la tienda le hicieron chantaje para que los ayudase. Lo vieron coger una cinta que pertenecía al dueño, le dijeron que lo denunciarían si no se les unía.

– ¿Estás diciendo que Geoff es un cleptómano? -Deveney sonó sorprendido, pero Kincaid se limitó a asentir cuando Brian confirmó su sospecha. Se había encontrado con un caso similar una vez que trabajó en un caso de robo. Esa vez se trató de una mujer mayor de un vecindario pijo que visitaba a sus vecinos a la hora del té.

– Durante un tiempo lo vio un médico, mientras cumplía condena y parecía que había mejorado mucho desde que volvió a casa. -Brian se hundió en su silla, como si su combatividad lo hubiera abandonado.

– Estoy seguro de que le explicaron que esta afección es muy difícil de tratar -dijo Kincaid-. Usted debió de preguntarse cuándo empezaron a desaparecer cosas. -Brian no respondió, y al cabo de un rato Deveney le dijo en voz baja a Kincaid-: Acabemos con esto. Encontraremos la habitación nosotros mismos. -Dejaron a Brian inmóvil, sentado a la mesa y con la cabeza hundida entre sus manos.

* * *

– Parece como si hubiera estado en el ejército -dijo Deveney-. Demasiado ordenado.

– O la cárcel. -Kincaid pasó la mano por la esquina perfectamente metida de la cama. Las paredes estaban cubiertas de pósters de fantasía, pero en lugar de estar sujetos con las típicas chinchetas, tenían marcos de madera sencilla sin barnizar-. Bricolaje, diría yo -se dijo Kincaid.

– ¿Qué? -Deveney levantó la mirada de la pantalla del ordenador. Había estado mirando, fascinado, la mandala cambiante del salvapantallas-. No creo que tenga intención de estar fuera por mucho tiempo si ha dejado todo en marcha. Será mejor que empecemos.

– De acuerdo. -Kincaid se sentó en el escritorio y abrió el primer cajón. Encontraba desagradable y a la vez raramente fascinante el fisgonear las minucias de las vidas de las personas. El placer, no obstante, siempre iba acompañado de un leve sentimiento de culpa.

En el cajón superior había objetos de escritorio cuidadosamente ordenados, un par de cartas en papel floreado y manuales de juegos de ordenador. En el cajón inferior encontró una fotografía descolorida de una mujer joven, que llevaba pantalones de campana al estilo de finales de los sesenta. Llevaba la cintura al aire, una larga melena color castaño con la raya en medio, pendientes de aro enormes y su expresión era de seriedad y leve aburrimiento. Kincaid se preguntó quién era y por qué guardaba la foto.

Una estantería junto a la ventana contenía sobre todo libros en rústica, de literatura fantástica, de caballeros y magia, y un par de novelas históricas. Kincaid las hojeó y luego se quedó en la ventana mirando el tejado de St. Mary levantándose incorpóreo por encima del seto de la vicaría. Trató de analizar la diferencia entre el orden de esta habitación y el del estudio de Alastair Gilbert. Al cabo de un rato decidió que el de Gilbert indicaba un control ejercido porque sí, mientras que esta habitación evocaba una serenidad intencionada y cuidadosamente reservada.

– ¡Bingo! -exclamó Deveney en un tono que no era de júbilo. Arrodillado sobre la alfombra, el sargento sacó una caja de madera tallada del cajón inferior de una cómoda de pino y luego la llevó al escritorio. Soltó un taco en voz baja mientras la abría.- Maldita sea. Pobre Bri.

Las piezas de joyería estaban perfectamente ordenadas sobre el forro de terciopelo.

Encontraron la plata de Madeleine Wade y las fotos de Percy Bainbridge detrás de una caja de zapatos que había en un estante del armario.

– No se esforzó mucho por esconder las cosas -dijo Deveney mientras sacaba la lista de su bolsillo.

– No creo que tratase de esconderlas. -Kincaid toqueteó un antiguo broche tallado y luego un par de delicados pendientes de perlas y filigrana de oro-. ¿Coinciden estos pendientes con la descripción de los de la vicaria?

Deveney miró la lista.

– Creo que sí.

– Pero no hay otros. A menos que los hayamos pasado por alto, los de Claire Gilbert no están aquí.

– Quizás los tirara en el seto. Le entraría pánico después de lo que había hecho -dijo Deveney. Luego añadió, cuando oyeron voces en el piso inferior-: Parece que el hijo pródigo ha regresado. Llamaremos a la comisaría para que vengan los chicos a dejarlo todo patas arriba. Es hora de que hablemos con el pequeño Geoff.

* * *

Brian Genovase tenía a su hijo abrazado y en un primer momento Kincaid pensó que lo tenía sujeto para que no se fuera. Pero al acercarse y cuando Brian se apartó al fin, vio que el joven temblaba tanto que apenas se podía tener en pie.

– Geoff. -El tono neutro de Deveney lo dijo todo, y las rodillas de Geoff se doblaron justo cuando Kincaid lo estaba mirando.

– Por Dios, se va a desmayar. -Kincaid saltó hacia él, pero Brian ya había agarrado a su hijo por la cintura y lo llevó hasta un banco.

– Cabeza entre las piernas -ordenó Brian y Geoff obedeció. Sus rizos casi rozaban el suelo, el silbido de su respiración era muy sonoro.

Deveney salió un momento por la puerta y cuando volvió al poco rato dijo:

– Lo siento, Bri. Hemos de llevárnoslo a la comisaría. -Y en voz baja dijo a Kincaid-: He llamado al coche patrulla.

Brian estaba junto a su hijo, con la mano en su hombro.

– No puedes. No te lo puedes llevar. No lo entiendes.

– Tendremos que presentar cargos, Brian -dijo Deveney con delicadeza-. Pero te prometo que no le pasará nada en la comisaría.

Geoff levantó la cabeza y habló por primera vez, entrecerrando los dientes para evitar el castañeteo.

– Está bien, papá. -Se apartó el pelo de la cara y respiró hondo-. Tengo que decir la verdad. No hay más remedio.

* * *

Brian Genovase insistió en acompañar a su hijo a la comisaría de Guildford. Cuando subieron a la parte de atrás del coche y Deveney se metió en el lado del conductor, un puñado de vecinos había salido y miraba desde la distancia. La doctora Wilson, que pasaba a toda velocidad con su pequeño Mini junto al prado, frenó de golpe cuando vio el coche de policía.

Kincaid deseó ahora no haber enviado a Gemma a entrevistar a Malcolm Reid, pero no hubieran podido adivinar que Geoff iba a tener un ataque de pánico. Miró su reloj y deseó que al menos estuviera de vuelta en la comisaría cuando tuvieran todo listo para empezar el interrogatorio.

Recuperó el Rover y estaba dando marcha atrás cuando vio una imagen borrosa por el retrovisor y oyó un golpe en el maletero. Al cabo de un momento tenía a Lucy Penmaric golpeando en la ventanilla y gritándole. Sus palabras no fueron comprensibles hasta que apagó el motor y bajó el cristal.

Entre sollozos Lucy gimió:

– ¿Por qué se lo llevan? No los deje. No deje que se lo lleven de aquí. No podría soportarlo. -Cuando salió del coche y se puso a su lado, Lucy se le enganchó y tiró de su manga con suficiente fuerza como para arrancarla.

– Lucy. -Estrechó las manos de la joven, cerradas en un puño, entre las suyas-. No te podré ayudar si no te calmas. -Tragó saliva y asintió. Kincaid notó como relajaba las manos un poco-. Bien. Despacio. Dime qué pasa.

Seguía hipando aunque pudo decir:

– La doctora Wilson pasó por casa y dijo que se estaban llevando a Geoff en… -Su rostro se volvió a contraer.

Kincaid apretó sus manos.

– Cálmate. Tienes que ayudarme a aclarar esto. -Parecía una niña asustada, muy lejos de aquella joven desenvuelta que había visto la noche del asesinato de Alastair Gilbert-. Sólo tenemos que hacerle unas preguntas, eso es todo. No hay nada que…

– No me trate como a un bebé. Usted cree que Geoff lo mató. A Alastair. No lo comprende. -Se soltó las manos y se apretó los nudillos contra la boca, luchando por controlarse.

– ¿Qué es lo que no entiendo?

– Geoff es incapaz de hacerle daño a nadie. No mataría ni a una araña. Dice que tienen tanto derecho a existir como él. -Tal era su deseo de explicarse que tropezaba con las palabras-. Siempre dice que no es lícito el uso de la fuerza y que el fin no justifica los medios. Es de su libro favorito. Opina que siempre se puede encontrar una solución pacífica.

Kincaid suspiró al reconocer el origen de las ideas de Geoff. También había sido uno de sus libros favoritos y se preguntó qué partes de la visión del Rey Arturo había sido capaz de mantener intactas en medio de sus obligaciones cotidianas como policía.

– Quizás Geoff no hiciera daño a nadie -dijo-, pero, ¿cogería cosas que no le pertenecen?

Lucy apartó la mirada.

– Eso fue hace tiempo. Y él no odiaba a Alastair por lo que…

– ¿Odiar a Alastair por qué, Lucy?

– Por ser un policía -dijo, recuperándose con rapidez. Se limpió las lágrimas y se sorbió la nariz-. Aunque probablemente debería haberlo odiado, por la manera en que lo trataron.

Kincaid la miró socarronamente y luego decidió dejar pasar esa alegación.

– No estoy hablando de lo que pasó cuando Geoff fue enviado a prisión, Lucy. Te estoy preguntando si ahora, aquí, ha estado cogiendo cosas de gente para la cual ha hecho trabajos.

Con una voz pequeña y desconcertada dijo:

– ¿Geoff?

– Nada de mucho valor. La mayoría son recuerdos. ¿Sabes que quizás es algo que no puede evitar? -Tocó su mejilla. Sus ojos eran enormes y oscuros, incluso con tan poca luz, y sus pupilas se habían dilatado por la angustia.

Negó con la cabeza.

– No. No me lo creo. Eso son sólo cosas usadas que ha recogido para el juego.

– ¿Qué juego? -Vio que se retraía en el medio paso atrás que dio y en la boca apretada-. Lucy, si no me lo dices no lo puedo ayudar. He de saber de qué va todo esto.

– Tan sólo es un juego de ordenador y una búsqueda. En el juego has de encontrar ciertos objetos, talismanes que te ayudarán por el camino, y Geoff dijo que si teníamos representaciones podríamos visualizar mejor el juego.

– ¿Y estas cosas que coleccionaba Geoff eran las representaciones? -Cuando Lucy asintió, Kincaid dijo-: ¿Crees que podría haber cogido cosas de tu casa?

– ¡Nunca! -Su cabello se meció con fuerza cuando sacudió la cabeza.

Una lealtad así era admirable, pensó Kincaid, pero se preguntó si estaba justificada.

– No hubiera funcionado -explicó con seriedad, tratando de convencerlo-. No pueden ser tus propias cosas. Eso invalidaría cualquier ayuda que pudieran proporcionar durante la búsqueda.

Decidió aceptar por el momento la explicación de Lucy de la lógica del juego. Pero volvió a retomar un tema que lo había estado fastidiando.

– Lucy, ¿a qué te referías con lo de que Geoff no podría soportar que se lo llevaran de aquí?

Ella dudó un instante y luego dijo despacio:

– Tiene miedo. No sé por qué. Brian dice que tiene que ver con su estancia en prisión, pero nunca abandona el pueblo si lo puede evitar. Y a veces, cuando tiene días malos, no sale del pub. Y no le gusta estar detrás de la barra. Dice que el ruido le hace sentirse mal. Y eso le fastidia a Brian cuando anda corto de personal -añadió con un amago de sonrisa-. Desearía poder…

Una pequeña camioneta blanca entró en el aparcamiento y frenó junto a ellos con una sacudida. Los cristales eran ahumados de modo que Kincaid no reconoció a Claire Gilbert hasta que ésta salió fuera del vehículo y rodeó el capó en dirección a ellos. La ropa informal la hacía parecer casi tan joven como su hija, pero su expresión era tanto de miedo como de furia.

– ¡Lucy! ¿Qué estás haciendo fuera de casa? Te he dicho…

– ¡Se han llevado a Geoff! Piensan que ha robado cosas y que mató a Alastair. -Se acercó hasta su madre de modo que sus narices casi se tocaron-. Y es por tu culpa.

Claire retrocedió, pero cuando habló su voz seguía siendo desapasionada y contenida.

– Lucy, es suficiente. No tienes ni idea de lo que dices. Lo siento por Geoff y haré lo que sea para ayudarle, pero ahora quiero que vuelvas a casa.

Durante unos segundos madre e hija permanecieron cara a cara. El aire que las envolvía era denso debido a la tensión. De repente Lucy se dio la vuelta y se marchó.

Claire la miró hasta que Lucy desapareció por el sendero, luego suspiró y se restregó la cara como para relajar la tensión de los músculos.

– ¿Qué es culpa suya? -preguntó Kincaid antes de que ella pudiera recuperar la calma.

– No tengo ni idea. -Se apoyó contra el coche y cerró los ojos-. A menos… ¿Ha dicho que ustedes creen que Geoff ha robado algo?

– Hemos descubierto que Geoff ha trabajado para todos los que han denunciado la desaparición de joyas u otros objetos pequeños durante el último año.

– ¡Vaya por Dios! -Claire reflexionó un momento-. Quizás esté enfadada conmigo porque mencioné que echaba en falta mis joyas. Pero nunca se me ocurrió que Geoff pudiera ser responsable. Y sigo sin creerlo. Y ni siquiera voy a contemplar la posibilidad de que Geoff matara a Alastair.

– ¿Lucy y Geoff han sido amigos durante mucho tiempo?

Claire sonrió.

– Lucy y Geoff formaron una extraña alianza desde el momento en que llegamos al pueblo. Lucy debía de tener ocho o nueve años y Geoff estaba llegando al fin de la adolescencia. Pero siempre ha habido algo de ingenuidad en él, que no de puerilidad -aclaró con el ceño fruncido-. Tiene un algo de inocencia, no sé si sabe a lo que me refiero.

– Incluso cuidó de Lucy cuando yo no estaba hasta que ella tuvo edad para quedarse sola en casa. Obviamente cuando Geoff dejó la escuela y se fue a trabajar a Wimbledon se distanciaron un poco. Pero desde que ha vuelto han estado más unidos que nunca.

Kincaid se preguntó si se acostaban juntos. Aunque Lucy tenía la edad legal, su instinto le decía que no. Había algo casi monacal en la habitación de Geoff.

– Debe de haber sido duro para Lucy el tiempo que él estuvo en prisión.

– Se escribían. Fue una época difícil, pero ella nunca ha hablado de ello. Lucy siempre ha sido una solitaria. Se lleva bien con los chicos de la escuela y del pueblo. Pero nunca mantiene relaciones estrechas. Geoff es como su sostén. -Miró hacia el pub. Había oscurecido y la luz de la ventana posterior los alumbraba-. Mire, tengo que ver si puedo hacer algo por Brian. Estará desesperado. -Dio un paso adelante pero Kincaid le tocó el brazo.

– No hay nada que pueda usted hacer aquí. Brian se ha ido a la comisaría con Geoff. Estará plantado en la recepción, pero ha insistido.

– Por supuesto. -Bajo la luz que salía del pub, el color blanco de su camisa destacaba entre las solapas de la chaqueta. Kincaid vio como su pecho subía y bajaba al soltar un suspiro-. Y tiene usted razón. He de ocuparme de mi propia hija.

* * *

Kincaid permaneció sentado en el coche, llave en mano. Puso el Rover en marcha y luego apagó el motor. Cogió su teléfono móvil y cuando logró tener a Deveney al otro lado de la línea le dijo:

– No empiecen sin mí, Nick. Llegaré en un momento.

Cuando salía del aparcamiento entraba el primer cliente del pub. Las casas que rodeaban el prado comunal estaban a oscuras y en silencio, al igual que la tienda cuando la vio al pasar por delante. Sólo pudo ver el cartel de CERRADO, pero por las rendijas de las cortinas de la ventana del apartamento se filtraba una luz amarilla.

Las escaleras estaban a oscuras. No se veía nada excepto la barandilla blanca. Llegó al final de la escalera y llamó con fuerza a la puerta de Madeleine Wade.

– Realmente debería poner una bombilla -dijo cuando ella abrió.

– Lo siento -respondió mirando hacia el farol con el ceño fruncido-. Se debe de haber fundido justo hoy. -Le indicó que pasara adentro y cerró la puerta-. ¿Debo entender que ésta es una visita social, ya que no viene acompañado por su adlátere, comisario?

Kincaid soltó una carcajada mientras la seguía a la cocina.

– ¿Adlátere?

– Bonita palabra, ¿verdad? Me gustan las palabras con capacidad de descripción. -Mientras hablaba rebuscó en los armarios-. El vocabulario de la mayoría de las personas es deprimentemente simple, ¿no cree? ¡Ah, por fin! -añadió triunfalmente al encontrar un sacacorchos en un cajón-. ¿Tomará una copa de vino conmigo, señor Kincaid? Sainsbury’s se ha vuelto sofisticado últimamente. La verdad es que se puede encontrar un vino bastante decente.

Madeleine llenó dos copas largas con un chardonnay oro pálido y luego caminó por delante de Kincaid hacia el salón. Unas velas añadían una luz titilante a la de dos lámparas de mesa. La música que había admirado en su anterior visita sonaba suavemente en el fondo.

– ¿Espera un cliente, señora Wade? -preguntó mientras aceptaba la copa ofrecida y se sentaba.

– Todo esto es para mí. -Se descalzó, subió los pies al sofá y el gato color naranja saltó junto a ella-. Intento practicar lo que predico -dijo riendo entre dientes mientras acariciaba la barbilla al gato-. Reducción de estrés.

– A mí también me convendría. -Kincaid sorbió el vino y lo saboreó un instante en su boca. Las aromas explotaron en su lengua: cremoso como la mantequilla, con un toque del roble que se encuentra en el buen whisky y por debajo un ligero rastro de flores. La sensación fue tan intensa que se preguntó si estaba siendo sometido a algún tipo de mejora de la percepción.

– Riquísimas y volátiles moléculas. -Madeleine cerró los ojos mientras sorbía. Luego miró a Kincaid directamente. A la luz de las velas sus ojos parecían verdes como el musgo junto al río-. ¿En qué puedo ayudarlo, señor Kincaid?

Kincaid pensó que en los pocos minutos que había estado en el apartamento había dejado de verla fea. No era que sus rasgos hubieran cambiado, sino que los parámetros normales para juzgar la belleza física habían dejado de tener sentido. Se sintió aturdido, aunque apenas había tocado el vino.

– ¿Es usted una bruja, señora Wade? -preguntó sorprendido de sí mismo. Sonrió.

Ella le devolvió la sonrisa con su característica ironía.

– No, aunque lo he contemplado seriamente. Conozco unas cuantas y he incorporado algunos aspectos de sus rituales en mi método.

– ¿Cómo cuáles?

– Bendiciones, hechizos de protección, ese tipo de cosas. Todo muy inofensivo, se lo aseguro.

– La gente se empeña en asegurarme un montón de cosas, señora Wade y, francamente, me estoy hartando. -Dejó su copa en la mesa y se inclinó hacia delante-. En este pueblo hay como una conspiración de silencio. Incluso una conspiración de protección. Todos deben de haber conocido la historia de Geoff Genovase, todos deben de haber contemplado la posibilidad de que él hubiera sido responsable de los robos. Y, sin embargo, nadie dijo nada. De hecho, usted se mostró reacia a hablar de los robos. ¿Hubo otros que no fueron denunciados cuando ya había corrido la voz?

Se arrellano en el sillón y recuperó su copa. Prosiguió más despacio:

– Alguien ha asesinado a Alastair Gilbert. Si la verdad no se descubre, esta situación se comerá el pueblo como un cáncer. Cada persona se preguntará si su amigo o su vecino merece su lealtad, luego se preguntará si el amigo o vecino sospecha de él. La serpiente está en el jardín, señora Wade, e ignorarla no hará que se marche. Ayúdeme.

La música tintineó en el silencio que siguió a las palabras de Kincaid. Por primera vez, Madeleine no lo miró a los ojos sino que clavó los suyos en su copa mientras removía el líquido lentamente. Finalmente levantó la vista y dijo:

– Supongo que tiene razón. Pero ninguno de nosotros quería ser responsable de hacer daño a un inocente.

– Las cosas nunca son tan sencillas y usted es suficientemente perspicaz como para darse cuenta.

Ella asintió con conformidad.

– Todavía no estoy segura de lo que quiere que haga.

– Hábleme de Geoff Genovase. Claire Gilbert lo tachó de ingenuo. ¿Es corto de alcances, poco despierto?

– Justo lo contrario, diría yo. Muy inteligente, pero sí es cierto que hay algo de ingenuidad en él.

– ¿Cómo? Descríbamelo.

Madeleine tomó un sorbo de su vino y se quedó un momento pensativa. Luego dijo:

– Por el lado positivo diría que tiene una imaginación muy desarrollada y que sigue siendo capaz de disfrutar de las pequeñas cosas de la vida. Por el lado negativo pienso que no hace frente a las cosas de una manera emocionalmente adulta… Elige retirarse a su vida de fantasía en lugar de enfrentarse a una situación desagradable. Pero la mayoría de nosotros ha hecho lo mismo en un momento u otro.

Últimamente mucho, pensó Kincaid. Luego se preguntó si ella sería capaz de percibir su breve chispa de vergüenza.

– Madeleine -dijo, omitiendo deliberadamente el formalismo «señora Wade»-, ¿puede notar en él el potencial para actuar con violencia?

– No lo sé. Nunca he sido expuesta a un ejemplo claro de antes y después. Puedo sentir la ira crónica, como ya le dije ayer, pero no tengo manera de saber cuándo va a explotar o si va a hacerlo.

Haciendo girar el líquido de su copa, tal como Madeleine había hecho, y mirando como se dibujaban lazos en el interior, Kincaid dijo como con indiferencia:

– ¿Está enfadado Geoff?

Madeleine negó con la cabeza.

– Geoff está asustado. Siempre. Venir aquí parece que lo tranquiliza. A veces simplemente viene, se sienta y durante una hora o así se queda en silencio.

– ¿Pero no sabe por qué?

– No. Sólo que ha sido así desde que lo conozco. Ellos llegaron al pueblo unos años antes que yo. Brian dejó su trabajo de ventas y compró el Moon. -Cambió de postura y el gato se levantó, mirándola ofendido antes de saltar al suelo-. Mire -dijo Madeleine con brusquedad-, si no se lo digo yo, ese asqueroso de Percy Bainbridge lo hará, y prefiero que lo sepa por mí.

– Se puede decir que Geoff tenía motivos para odiar a Alastair Gilbert. Cuando Geoff tuvo problemas, Brian le rogó a Alastair que lo ayudara. Le explicó lo del chantaje y la enfermedad de Geoff. Le explicó también que él nunca hubiera participado voluntariamente. Simplemente una palabra al magistrado podría haber aligerado la condena. Hasta podría haber conseguido la condicional. Pero Alastair se negó. Lo sermoneó sobre la santidad de la ley, pero todos sabíamos que era una excusa. -Hizo una mueca-. Alastair Gilbert era un mojigato con pretensiones de superioridad moral que disfrutaba jugando a ser Dios y el problema de Geoff le dio la oportunidad de ejercer su poder.

* * *

Kincaid, Gemma y Nick entraron en la sala de interrogatorios juntos. Kincaid había pedido a Deveney que dejara a Gemma dirigir el interrogatorio y había puesto al día a Gemma sobre los resultados de su registro.

– Estaré preparado para hacer de poli malo si es necesario -le dijo-, pero ya está muy aterrorizado y no creo que esa estrategia sea eficaz.

Geoff Genovase estaba acurrucado en la rígida silla de madera, con aspecto indefenso e incómodo en sus tejanos y camiseta de algodón. La intensa iluminación de la habitación le proporcionó a Kincaid la oportunidad de estudiarlo de cerca. Los pómulos altos le daban a la cara del chico un aire casi eslavo, y sus ojos recelosos eran de un color gris claro y de largas pestañas. Era una cara honesta, cándida, sin sombra de malicia. Kincaid se preguntó, como hacía a menudo, cuán fácilmente se veía afectada su percepción del otro por la simple combinación de genes que forman una cara humana.

– Hola, Geoff. -Gemma se sentó justo enfrente de él, con los codos en la mesa-. Siento todo esto.

Él asintió y sonrió tembloroso.

– Me gustaría resolver este asunto rápidamente para que puedas irte a casa.

Kincaid y Deveney se habían sentado a ambos lados de Gemma, pero un poco más atrás, lo que le permitía a Geoff concentrarse en ella.

– Estoy segura de que esto ha de ser muy difícil para ti -prosiguió Gemma-, pero necesito que me hables de las cosas que encontramos en tu habitación.

– Nunca he pretendido… -Geoff carraspeó y empezó de nuevo-. Nunca he pretendido quedarme con ellas. Era sólo un juego, algo para… -Se detuvo y movió negativamente la cabeza-. No lo entendería.

– ¿Era un juego al que jugabas con Lucy?

Asintió.

– Sí, ¿pero cómo…? -En su labio superior aparecieron perlas de sudor-. Lucy no lo sabía -dijo levantando la voz-. En serio. N… nunca le he dicho la verdad sobre la procedencia de los talismanes. S… se hubiera enfadado de verdad conmigo.

– Lucy nos ha hablado un poco del juego. También nos ha dicho que conseguías estos objetos en los mercadillos de beneficencia. -En la voz de Gemma había un toque de desaprobación-. Ella confiaba en ti.

– ¿Lucy sabe… esto? -susurró Geoff, lívido. Cuando Gemma asintió, el chico cerró los ojos un instante y apretó los puños en un gesto de desesperación.

Gemma se acercó a él, hasta que su cara estuvo a apenas treinta centímetros de la del chico.

– Escucha, Geoff. Comprendo que quieres ayudar a Lucy. Pero, ¿cómo podías jugar con objetos que estaban mancillados, que habían sido robados?

En el hueco de la garganta de Geoff se notaba su pulso. Por debajo del dragón blanco y negro que había dibujado en su camiseta se veía claramente como subían y bajaban sus clavículas. Gemma, pálida y cansada, pero decididamente receptiva, mantenía la mirada fija en él.

Tenía un talento raro e instintivo para establecer una conexión con la persona y para llegar exactamente al centro emocional de las cosas. Cuando los ojos de Geoff se llenaron de lágrimas y el chico se tapó los ojos con las manos, Kincaid supo que lo había logrado otra vez.

– Tiene razón -dijo con la voz apagada-. No me gustaba coger cosas de mis amigos, pero no lo podía evitar. Y el juego no avanzaba. Trataba de convencerme a mí mismo de que no sabía por qué, pero sencillamente estaba demasiado avergonzado para admitirlo. Siempre le decía a Lucy que no se esforzaba lo suficiente.

– ¿Lo suficiente en qué?

Geoff levantó la cabeza.

– En convertirse en su personaje. En trascender el juego.

– ¿Y qué pasaría entonces? -preguntó Gemma con razonable curiosidad.

Él respondió encogiéndose de hombros.

– Viviríamos esta vida a un nivel distinto. Estaríamos más comprometidos, más dedicados… No lo puedo explicar. Pero eso es sólo mi idea, y seguramente son todo gilipolleces. -Se apoyó en el respaldo con aspecto cansado y vencido.

– Quizás -dijo Gemma bajito-, o quizás no. -Se metió un mechón de pelo en la trenza y respiró hondo-. Geoff, ¿cogiste algo de casa de Lucy para el juego?

Negó con la cabeza.

– No voy a su casa si lo puedo evitar. No le gusto… gustaba a Alastair.

Kincaid no tuvo problemas para imaginar lo que había sentido Alastair Gilbert por Geoff, o lo que hubiera dicho de él.

– Quizás la noche del miércoles fue una excepción -insistió Gemma-. Quizás había algo que necesitabas y Lucy no estaba en casa. Has entrado con facilidad en las casas de otros, tenemos pruebas de ello. Quizás pensaste que podías colarte un minuto y nadie se habría enterado. Excepto que Alastair llegó a casa inesperadamente y te cogió. ¿Te amenazó con enviarte de nuevo a la cárcel?

Geoff negó con la cabeza, esta vez con más ímpetu.

– ¡No! No me acerqué por allá, lo juro, Gemma. No sabía lo que había pasado hasta que Brian vio los coches de policía. Luego me desesperé porque pensaba que le había pasado algo a Lucy o a Claire.

– ¿Por qué? -preguntó Gemma-. ¿Por qué no pensaste que le había pasado algo al comandante, un hombre de edad mediana con un trabajo muy estresante? ¿Por qué no podía haber caído muerto de un ataque al corazón?

– No lo sé. -Geoff enroscó un dedo en su cabello y tiró de él, un gesto curiosamente femenino-. Simplemente no pensé en él. Supongo que es porque no solía estar en casa a esa hora.

– ¿En serio? -la voz de Gemma sonó extrañada-. Eran casi las siete y media cuando se recibió la llamada en el 999.

– ¿Sí? -Se movió en su silla y con un dedo se frotó una muñeca desnuda-. No me di cuenta. No he llevado reloj desde que me despedí de la hospitalidad de su Majestad la Reina -dijo con un inesperado toque de humor.

– Sabes que te he de preguntar esto. -Gemma le respondió con una sonrisa-. ¿Dónde estuviste entre las seis y las siete y media de ese miércoles?

Geoff dejó caer sus manos entrelazadas sobre su regazo. -Acabé con el jardín de Becca alrededor de las cinco, diría yo. Luego fui a casa y me bañé para limpiarme la porquería.

Ahora se siente seguro, pensó Kincaid, observando su postura relajada.

– ¿Y después? -preguntó Gemma, sentándose cómodamente en su silla.

– Me conecté en Internet. Estuve buscando un operador de Internet que rindiera un poco mejor que el que estoy usando. Brian entró un momento a decir algo, pero no estoy seguro de la hora.

La mirada de Kincaid se cruzó con la de Deveney. La conexión no sería difícil de comprobar, pero, ¿cómo podían estar seguros de que Geoff no dejó que el ordenador bajara el software mientras él cruzaba la carretera y mataba al comandante?

– Justo había acabado cuando oí las sirenas. Luego Brian subió arriba para decirme que había pasado algo en casa de los Gilbert.

Eso le pareció raro a Kincaid. Con el bar lleno de clientes, ¿por qué fue necesario que Brian informara a su hijo antes de cruzar la calle para investigar?

– ¿Te vio alguien? -preguntó Gemma esperanzada, pero Geoff negó con la cabeza.

– ¿Puedo irme a casa ahora? -preguntó el joven, aunque su voz delataba muy poco optimismo.

Gemma miró a Kincaid, luego estudió a Geoff antes de decir:

– Quiero ayudarte, Geoff, pero me temo que hemos de retenerte un poco más. ¿Entiendes que si tus vecinos identifican positivamente los objetos que encontramos en tu dormitorio tendremos que acusarte del delito de robo?

* * *

Will Darling estaba en el pasillo, fuera de la sala de interrogatorios, y parecía relajado como si hubiera estado haciendo una siesta de pie.

– Brian Genovase ha pedido hablar con usted en privado, señor -le dijo a Kincaid cuando éste salió y cerró la puerta-. Lo he dejado en la cantina con una taza de té. He pensado que estaría más cómodo allá.

– Gracias, Will. -Kincaid había dejado a Gemma y Deveney para tomarle declaración a Geoff y así poder él ponerse al día con su papeleo. Debería haber sabido que eso no iba a suceder.

El olor a grasa caliente hizo que su garganta se contrajera convulsivamente. También hizo que se diera cuenta, con unas náuseas que le revolvían el estómago, de que estaba muerto de hambre. Recordaba vagamente el almuerzo. El reloj le mostró que eran las ocho.

La sala estaba casi vacía y rápidamente divisó a Brian sentado mirando fijamente su taza. Kincaid pidió un té tan negro que podía haber sido café y se sentó junto a Brian en la pequeña mesa naranja.

– Que color tan repugnante, ¿no? -preguntó Kincaid, golpeando la mesa con los nudillos al sentarse-. Me recuerda a papilla de bebés. Siempre me pregunto quién se encarga de la decoración.

Brian lo miraba sin comprender, como tratando de descifrar una lengua extranjera, luego dijo:

– ¿Está bien? He llamado a nuestro abogado, pero no está en su oficina.

– Geoff está prestando declaración justo ahora y parece que lo lleva razonablemente bien…

– No. Usted no lo entiende -dijo Brian mientras apartaba la taza. La cucharilla cayó del platito con estrépito-. Ya sé que piensa que mi reacción es exagerada, siendo mi hijo un adulto. Pero es que ustedes no entienden lo de Geoff.

»Verá, su madre nos abandonó cuando Geoff tenía seis años. El pobre niño pensó que fue por su culpa y sentía pánico a que yo lo abandonara también. Entonces tenía un buen trabajo como representante y me podía permitir el pagar a alguien para que se quedara con él cuando estaba fuera. Pero cada vez que me iba le entraba pavor. Al principio pensé que lo superaría, pero en vez de eso empeoró. Finalmente dejé mi trabajo e invertí mis ahorros en el pub.

– ¿Y fue la solución? -preguntó Kincaid revolviendo su té sucio con desgana.

– Al cabo de un tiempo -dijo Brian mientras se apoyaba contra el respaldo. Miró a Kincaid de igual a igual-. Pero fue entonces cuando empecé a descubrir lo que ella le había hecho. Ella le dijo que era culpa suya que nos fuera a dejar, que no era lo suficientemente bueno, que no estaba a la altura. Y antes que eso, le hizo… -Sacudió la cabeza de una forma que le hizo pensar a Kincaid en un toro frustrado-. Hizo cosas viles a un niño pequeño. Se lo digo, comisario, si alguna vez me encuentro a esa puta la mataré. Y entonces seré yo quien esté en una celda. -Miró a Kincaid con agresividad, sacando la barbilla. Luego, al ver que Kincaid no respondía, se relajó y suspiró-. Me sentí responsable. ¿Lo entiende? Debía haber visto lo que estaba pasando, la debí haber parado. Pero estaba demasiado absorto en mi propio suplicio.

– Se sigue sintiendo responsable -afirmó Kincaid.

Brian asintió.

– Con los años mejoró. Las pesadillas desaparecieron. Era buen estudiante aunque no hacía amigos con facilidad. Luego, cuando estuvo en prisión empezó todo de nuevo. El médico de la cárcel lo llamó «ansiedad por separación».

– Comisario, si envían a Geoff de nuevo a prisión, no creo que se recupere jamás.

Kincaid notó un movimiento por el rabillo del ojo y levantó la mirada. Will Darling estaba dirigiéndose hacia ellos por entre las mesas como una barcaza navegando por el Támesis.

– Señor -dijo al llegar a la mesa-, hay una… especie de delegación… Han venido a verlo.

* * *

Abarrotaban la diminuta recepción. Eran la doctora Wilson, Rebecca Fielding y detrás de ellas, una cabeza más alta, Madeleine Wade. La doctora se había autodesignado la vocal, porque tan pronto como llegó Kincaid a la sala ella se dirigió a él y lo acorraló.

– Comisario, queremos hablar con usted. Se trata de Geoff Genovase.

– No podrían haber elegido un mejor momento -dijo Kincaid sonriendo-. Nos han ahorrado que las llamásemos para que vinieran a identificar sus objetos. -Miró por encima de su hombro-. Will, hay algún sitio más cómodo…

– No lo entiende, señor Kincaid. -La doctora parecía exasperada, como si Kincaid fuera un paciente obstinado. La vicaria estaba preocupada y Madeleine parecía como si estuviera disfrutando con todo, pero tratando de no mostrarlo.

Rebecca dio un paso adelante y le puso una mano en el hombro a la doctora.

– Señor Kincaid, lo que estamos tratando de decirle es que no deseamos presentar cargos. Será un placer identificar los objetos, pero eso no cambiará las cosas.

– ¿Pero…? -Kincaid meneó la cabeza-. No me lo puedo creer. ¿Madeleine?

– Estoy con ellas. Si es necesario diremos que le prestamos las cosas y que nos olvidamos. -Su sonrisa era de complicidad.

– ¿Y qué pasa con Percy Bainbridge?

– Es cierto que Percy tiene tendencia a ser difícil -dijo la doctora-, pero Paul está hablando con él ahora. Estoy segura de que lo convencerá.

– ¿Y si no lo logra? -Kincaid las miró con escepticismo.

La doctora sonrió y Kincaid reconoció en sus ojos una luz batalladora.

– Haremos que su vida sea un infierno.

Kincaid se frotó la barba de su mentón.

– ¿Qué pasa si están equivocadas respecto a Geoff? ¿Qué pasa si fue a casa de los Gilbert aquella noche y mató al comandante?

Madeleine dio un paso adelante.

– No estamos equivocadas. Le prometo que Geoff no es capaz de matar a nadie.

– No tiene pruebas -añadió la doctora-. Y si intenta cargarle el muerto, le garantizo que habrá al menos media docena de personas que de repente recordarán haberlo visto en otra parte.

– Todo esto es un poco feudal, ¿no les parece? -Al ver que nadie respondía Kincaid sintió que lo invadía un sentimiento de ira y dijo-: ¿Se dan cuenta de lo que están haciendo? Están tomándose la ley en sus propias manos y ni tienen el conocimiento ni la imparcialidad para hacerlo. Nuestro sistema de justicia está diseñado para prevenir justo esto…

– No estamos dispuestas a sacrificar a Geoff Genovase para comprobar la imparcialidad de la justicia, comisario. -Las cejas de la doctora formaban una línea recta y las caras de las otras eran implacables.

Kincaid las miró por un momento y luego dio un suspiro.

– Will, ocúpese de las formalidades, ¿quiere? Le voy a decir a Brian que puede llevarse a su hijo a casa.

* * *

Kincaid se dio prisa para sentarse en el banco junto a Gemma antes de que Deveney o Will se le adelantaran. Sonrió al ver la cara de decepción de Deveney. Se habían trasladado a trabajar al pub de cerca de la estación con la esperanza de organizar su estrategia y llenar sus estómagos.

– El jefe ha llamado -dijo Deveney tratando de entablar una conversación después de que todos pidieran algo de comer y empezaran a tomar sorbos de sus bebidas.

Ninguno de ellos parecía encantado ante la perspectiva de oír lo que esa exaltada figura tenía que decir, pero Kincaid dejó su pinta y dio el paso.

– Está bien, Nick, no nos torture más.

– No lo adivinarán jamás. -Deveney se aflojó el nudo de la corbata y se desabrochó el cuello de la camisa-. Está impaciente por que lleguemos a una resolución y se sentiría muy complacido si encontráramos una razón para formular cargos contra Geoff Genovase por el asesinato de Gilbert. Ya sabéis, quiere disipar cualquier sospecha por parte del público de que no estemos moviendo el culo.

Gemma masculló en su bebida.

– ¿Está chiflado? No tenemos ni una prueba. Ya es suficientemente embarazoso pasarles a los de la fiscalía el expediente de los robos. Intentar cargarle con el asesinato a estas alturas nos convertiría en el hazmerreír.

– Chiflado no, inclinado a la política -gruñó Deveney.

– Gemma tiene razón -dijo Kincaid-. Todo es completamente circunstancial y se basa en la suposición de que Geoff podría haber robado los pendientes de Claire Gilbert que no hallamos en su posesión. En lo que a nosotros respecta, podría haberlos perdido o haberlos tirado accidentalmente por el desagüe del lavabo.

– Hemos contrastado sus huellas con las desconocidas encontradas en la cocina de los Gilbert y no hay ni un parecido remoto. Los forenses tampoco nos han proporcionado ni una fibra o pelo que pudiera conectarlo.

Deveney se rió.

– De modo que asumimos que en los pocos minutos que le llevó a Geoff bajarse un archivo, el chico se puso gorro, guantes y ropa de protección, se escabulló al otro lado de la calle, mató al comandante, luego se deshizo de los pendientes de Claire, del arma y la previamente mencionada ropa de protección de camino hacia el pub. Aunque, por supuesto, hemos registrado cada centímetro cuadrado de la zona y no hemos encontrado nada. -Esto provocó un coro de quejidos y ojos en blanco-. ¿Es éste todo el reconocimiento que recibo por realizar una proeza de tamaña audacia intelectual? -Deveney le guiñó el ojo a Gemma y Kincaid vio como ella apartaba la mirada.

Antes de que nadie replicara adecuadamente, la camarera les trajo sus cenas. Atacaron sus platos como marineros hambrientos y durante un rato el ruido de los cubiertos fue el único sonido que se oyó en la mesa.

Kincaid miró a Gemma comer concentrada sus patatas y su platija. Se sentía reconfortado simplemente por su presencia. Ella no se dio por aludida cuando ocasionalmente la pierna de Kincaid rozaba la de Gemma por debajo de la mesa, y Kincaid se preguntó si ello presagiaba un deshielo. Ella lo miró y le sonrió en un momento de descuido, lo que le provocó una oleada de deseo tan fuerte que lo dejó tembloroso.

– Saben -dijo Deveney mientras apartaba su plato-, si ésta es la postura del jefe en este asunto, quizás nuestro comité del pueblo tenía razón al negarse a echar a Geoff a los lobos.

– ¿Ahora somos los lobos? -preguntó Kincaid un poco irritado-. ¿Dejaríamos que alguien que creyéramos inocente sirviera de chivo expiatorio?

– Por supuesto que no -dijo Deveney-, pero estas agendas políticas se descontrolan con facilidad. Todos lo hemos visto alguna vez. -Miró a los demás inquisitivamente y todos asintieron a regañadientes.

Will limpió su plato de pastel de carne con su última patata. Apartó el plato y los miró a todos con gravedad. -Me parece que estamos andando de puntillas alrededor de la verdadera cuestión, como si fuéramos bailarinas. Independientemente de las pruebas, ¿de verdad creemos que Geoff lo ha hecho?

Mirando a sus compañeros de mesa, Kincaid se preguntó fugazmente si los cuatro eran tan de culpables de conducirse de manera arbitraria como los habitantes del pueblo. Pero todos eran policías buenos y honestos, y ninguno de ellos podría hacer su trabajo sin tener criterio. La indecisión los paralizaría.

– No -dijo rompiendo el silencio-. Diría que, como mínimo, es altamente improbable y no voy a quedarme con los brazos cruzados y ver como le cae una condena por algo que no ha hecho. -Notó que a su lado Gemma se relajaba y asentía. Deveney hizo lo propio-. ¿Will? -preguntó Kincaid, incapaz de leer la expresión del rostro del agente.

– Sí, estoy de acuerdo. Es demasiado obvio. Pero me pregunto si no desearemos haber encontrado una solución así de sencilla cuando haya pasado todo. -Acabó su pinta y añadió-: ¿Y qué hay de la sombra misteriosa de Percy Bainbridge?

Kincaid se encogió de hombros.

– Podría haber sido cualquiera.

– Probablemente producto de la imaginación de Percy, sacado a relucir como recurso dramático -dijo Deveney.

– No les va a gustar lo que voy a decir -dijo despacio Gemma-, y a mí tampoco me gusta. ¿Pero qué pasa si Gilbert empezó a husmear porque no le gustaba que su hijastra mantuviera una relación con Geoff? ¿Y si descubrió que Geoff era responsable de los robos? ¿Y si luego Gilbert le dijo a Brian que tenía intención de denunciar a Geoff? Brian ya tenía una buena razón para odiarlo. ¿Qué haría para proteger a su hijo?

– Tienes razón -dijo Deveney al cabo de un rato-. No me gusta nada. Pero es lo más cercano a un motivo que tenemos.

Kincaid bostezó.

– Entonces sugiero que lo primero que hagamos mañana sea descubrir si Brian puede dar cuenta de toda la noche del miércoles. También seguiremos investigando a Malcolm Reid. Hay algo en esa situación que me fastidia. Y no sé lo que es.

– Dejémoslo por esta noche entonces -dijo Deveney-. Estoy hecho polvo. Les he reservado un par de habitaciones en el hotel de la calle principal. -Se puso la mano en el corazón y sonrió a Gemma-. Y dormiré mejor sabiendo que están cerca.

* * *

El hotel era decente aunque un poco trasnochado. Después de haberle deseado definitivamente las buenas noches al persistente Deveney, Kincaid subió las escaleras detrás de Gemma a distancia respetable. Sus habitaciones estaban una enfrente de la otra. Él esperó en el pasillo hasta que ella giró la llave de su puerta.

– Gemma… -empezó apurado.

La sonrisa de ella era frágil. Si había mostrado un punto débil en el pub, ahora volvía a llevar la armadura.

– Buenas noches, jefe. Que duermas bien. -Su puerta chasqueó al cerrarse.

Se desnudó despacio, colgó su camisa y colocó sus pantalones encima de la única silla de la habitación, como si su salvación dependiera de una raya perfecta. La mezcla de alcohol y cansancio lo había dejado atontado y sintió como si estuviera observando sus movimientos a distancia, sabiendo que eran absurdos. Pero continuó, siendo el orden su única defensa, y mientras colgaba su abrigo en una percha dentro del armario una arrugada amapola de papel cayó al suelo.

Había llevado la amapola el domingo anterior, una semana atrás, cuando había ido a St. John’s, en Hampstead, a escuchar a su vecino cantar el réquiem de Fauré en el servicio del Día de los Caídos. Las voces que se elevaban le habían levantado el ánimo, acallando sus preocupaciones y deseos por un breve momento, y mientras se metía en la estrecha cama del hotel trató de retener ese recuerdo.

* * *

Se le ocurrió cuando estaba dejándose llevar por la inmaterialidad previa al sueño. Se levantó de la cama y con las prisas volcó la lámpara de la mesita de noche. Cuando puso derecha la lámpara la encendió y empezó a rebuscar en su billetero.

Encontró la tarjeta y se quedó sentado mirándola bajo la luz rosada que se filtraba a través de la pantalla de flecos. No se había equivocado. El número en la tarjeta de visita que había cogido en la tienda de Malcolm Reid era el mismo que recordaba haber visto escrito a lápiz en la agenda de Alastair Gilbert. Era una cita a las 6:00, la noche anterior a la muerte de Gilbert.