174676.fb2 Nadie llora al muerto - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 12

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11

Kincaid vio a Gemma en el coche con Will Darling y los miró como se alejaban rodeando el prado. Ella se dio la vuelta una vez, pero cuando él levantó la mano para saludarla, ella ya había apartado la mirada. Al poco rato perdió de vista el coche.

Cruzó la carretera y se quedó un rato parado al final del camino que llevaba al pub, preparándose interiormente para el cometido. A Deveney lo habían llamado por un robo en una tienda de Guildford, lo que dejó a Kincaid solo para interrogar a Brian Genovase. Pero quizás podía hacer de eso una ventaja si hacía la entrevista lo más informal posible.

El viento, que se había levantado por el oeste, hacía temblar las hojas del viejo roble y el cartel del pub chirriaba en sus goznes. Miró a los amantes recortados sobre la luna y pensó que la imagen era quizás más acertada de lo que habían pensado.

Encontró a Brian solo, preparándose para el almuerzo del domingo.

– Roast-beef y pudding de York -dijo Brian a modo de saludo. Terminó de escribir en la pizarra con una floritura-. Los domingos han de ser como Dios manda. Será mejor que coja mesa pronto. -Sus palabras era amables, pero mientras hablaba miró a Kincaid con recelo.

– Lo tendré en cuenta, pero primero me gustaría hablar con usted antes de que esto se llene. -Kincaid se sentó en un taburete.

Brian dejó de colocar los vasos limpios en el estante.

– Mire, señor Kincaid, agradezco lo que hizo por mi hijo ayer noche. Usted fue decente. No se puede decir lo mismo de los polis de la última vez. Pero no sé qué más decirle. Geoff ya ha ido a visitar a todos los del pueblo. Les ha dicho que trabajará gratis para reparar lo hecho. Y lo primero que haremos mañana es empezar la terapia de nuevo. Será un proceso largo. Debería…

– Brian -le interrumpió Kincaid-. No se trata de Geoff.

Brian lo miró sin comprender.

– No se trata…

– Me temo que no hemos terminado con nuestra investigación oficial. ¿Puede decirme qué estaba haciendo el miércoles por la tarde, entre las seis y las siete y media?

– ¿Yo? -Brian se quedó boquiabierto-. Pero… supongo que han de preguntar a todo el mundo.

– Hasta ahora ha tenido suerte -dijo Kincaid con una sonrisa-. ¿Estaba aquí?

– Claro que estaba aquí. ¿Dónde podría estar?

– ¿Solo?

Brian negó con la cabeza y dijo:

– John estaba en la barra y Meghan estaba aquí, la chica que ayuda en la cocina. Había mucho movimiento para ser un miércoles.

– ¿Salió en algún momento, aunque fuera sólo por unos minutos? -preguntó Kincaid-. Piense detenidamente. Es importante ser exacto.

Brian frunció el ceño y se frotó la barbilla.

– Sólo recuerdo una cosa -dijo al cabo de un momento-. En algún momento entre las seis y media y las siete fui al almacén a buscar una caja de limonada. No puedo haber estado allí más de cinco minutos.

– ¿Se puede llegar al almacén desde dentro del pub?

– No. Hay que dar toda la vuelta y pasar por el aparcamiento. -Luego, con aire de hacerle una confidencia, añadió-: Es un asco cuando llueve, se lo aseguro.

– ¿Vio u oyó algo fuera de lo corriente, por insignificante que fuera?

– Sólo los ratones. Hace unos meses que murió el gato. Es hora de que nos agenciemos uno nuevo. Normalmente vienen solos, pero hasta ahora no ha venido ninguno. Quizás no saben que hay una vacante. -Brian sonrió, obviamente más calmado.

Bien, pensó Kincaid. Ahora que lo tenía relajado y satisfecho de sí mismo, era el momento de golpear bajo.

– Brian. Tengo la impresión de que usted y Claire Gilbert son buenos amigos.

Brian cogió un vaso de la bandeja y lo colocó en el estante, casi ocultando su vacilación momentánea.

– No más que la mayoría de los vecinos. Nos ayudamos mutuamente cuando es necesario. -Mantenía los ojos fijos en su trabajo.

– ¿Qué opinaba su esposo?

– No veo por qué le tendría que haber molestado. -La voz de Brian denotaba fastidio pero sus ojos todavía no se habían encontrado con los de Kincaid-. Ahora, si me permite…

– Pienso que en realidad estaba muy molesto -interrumpió Kincaid-. Parece ser que Alastair Gilbert estaba irracionalmente celoso de su esposa. Podría haber interpretado mal el más inocente de los gestos.

– Apenas conocía a ese hombre. -Brian frunció de nuevo el ceño y los vasos entrechocaron peligrosamente cuando los colocó-. No solía frecuentar el pub y desde luego él no me consideraba su igual, ni social ni profesionalmente hablando. Una vez me llamó maldito tendero, y eso que él es hijo de un granjero de Dorking.

Kincaid apoyó los codos en la barra del bar y se inclinó hacia Brian:

– Lo conocía lo suficientemente bien como para pedirle ayuda cuando Geoff tuvo problemas y él se la negó. Lo odiaba, ¿no es así, Brian? Nadie podía negar que tuviera una buena razón.

La copa de vino que Brian sostenía se rompió en su mano por el fuste y el depósito cayó indemne en la barra. El pulgar empezó a sangrar y lo sostuvo un momento dentro de su boca mientras miraba a Kincaid.

– Está bien. Lo odiaba. ¿Qué quiere que le diga? Era un bastardo que no merecía respirar el mismo aire que Claire y Lucy. Pero no lo maté si es a lo que quiere llegar. Se rió de mí cuando le pedí ayuda para Geoff. Me trató como si fuera escoria. Quizás estuviera tentado entonces, pero no lo toqué. ¿Por qué iba a hacerlo ahora?

– Le puedo dar dos buenas razones -dijo Kincaid-. Descubrió lo que estaba haciendo Geoff y le dijo que iba a tomar medidas. Opino que primero habría querido regodearse un poco, disfrutar haciéndolo sufrir. A Gilbert le gustaba jugar a ser un tirano de mala muerte, ¿no es así, Brian? Y usted podría haberle hecho callar de una vez por todas.

– Pero no lo hice.

– ¿Y si hubiera sospechado que estaba coqueteando con su esposa? Él no era la clase de hombre que se retiraba noblemente, ¿no? Creo que hubiera tomado la determinación de amargarle la vida al máximo, sin importar a qué precio.

– Pero no lo hizo.

La puerta de la cocina se abrió. Una chica delgada envuelta en un delantal de chef varias tallas más grande salió al bar.

– ¿Podrías ayudarme con las verduras, Bri? -preguntó mirando a Kincaid y notando la tensión en el aire-. Vaya, lo siento. -El aroma del roast-beef le llegó a Kincaid y tragó involuntariamente.

– Ahora voy, Meghan. -Brian le respondió con una sonrisa y se volvió hacia Kincaid cuando la chica desapareció por la puerta-. Mire, comisario, esto no tiene sentido. No puede creer seriamente…

La puerta principal se abrió y entró un grupo de clientes vestidos de domingo riendo y saludando a Brian. Kincaid lo miró a los ojos y sonrió.

– Será mejor que coja esa mesa, ¿no? -Sabía cuándo retirarse con dignidad.

* * *

Kincaid volvía a encontrarse afuera del pub Moon, pero esta vez estaba lleno a reventar de roast-beef y pudding de York. A pesar de que el estado de su estómago le pedía una siesta, se sentía inquieto y agitado ante la perspectiva de la tarde que tenía por delante.

Había llegado a un punto en la investigación en que ya no sabía por dónde continuar, pero sabía que esta frustración creciente era contraproducente.

Lo que necesitaba era un paseo. Le permitiría aclarar su mente así como disminuir el efecto de la comida. Algunos de los clientes habituales del pub le habían informado sobre diversas rutas prometedoras y se había puesto calzado apropiado y un anorak ligero que guardaba siempre en su bolsa de viaje.

El viento del oeste había traído nubes pero Kincaid juzgó que el tiempo no constituía una seria amenaza. Eligió el camino que cruzaba el pueblo y subía hacia la colina pasando al lado de la tienda, ahora cerrada, de Madeleine Wade. Pronto el camino se apartó de la carretera asfaltada y empezó a subir abruptamente. Kincaid pasó junto al campo de cricket y siguió las señales que indicaban Greensand Way, tal como le habían informado. Llegó sin aliento a un gran claro llano que era el cruce de muchos senderos que pasaban por el bosque de Hurtwood. Una buena metáfora, pensó, de las muchas avenidas que este caso parece estar tomando, aunque maldita sea mi suerte si soy capaz de ver cómo ligan.

Tomó Greensand Way. Al principio caminó con facilidad por el sendero arenoso y estudió los alrededores. Hurtwood era un nombre evocador que le traía imágenes de árboles dañados, pero uno de sus amigos parlanchines del almuerzo le informó que el nombre venía de la antigua palabra usada para los arándanos. Se preguntó si los matorrales espinosos que podía observar eran en realidad arándanos.

La idea general era que en otoño todo estaba más bien seco, y sin embargo este bosque era una suave sinfonía de verdes y marrones. El brezo que bordeaba el camino se había secado y tenía una consistencia marrón quebradiza. Bajo sus pies había una alfombra de hojas amarillas y marrones. Los helechos habían adoptado el color de los nuevos peniques. Rehuyó las comparaciones con el cabello de Gemma que le vinieron a la mente y aceleró un poco el paso.

Pronto el sendero se estrechó y el suelo a su izquierda empezó a descender. A través de los árboles podía ver toda la zona de Surrey Weald hasta South Downs. Hizo un esfuerzo intencionado por no dejar que su mente diera vueltas y durante la media hora siguiente se limitó a caminar y subir más y más la cuesta.

Se detuvo bruscamente al llegar a una curva y ver cambiado el ritmo de su paso tan repentinamente. Una pared de raíces de árboles salían de la ladera impidiendo el paso. Seguro que esto no era Greensand Way. Había debido pasar por alto una señal en algún sitio. De repente se dio cuenta de que no tenía ni mapa ni brújula y decidió que volver sobre sus pasos era la mejor opción. Pero primero escogió un lugar seco sobre las raíces para sentarse y descansar un momento.

A medida que su respiración cobraba normalidad el silencio era cada vez mayor, interrumpido únicamente por el canto de algún pájaro y el ruido sordo ocasional de un avión despegando en Gatwick. No le llegaba sonido alguno de las oscilantes copas de los árboles, pero cuando vio caer una hoja de una rama situada por encima de su cabeza le pareció oír el susurro que hizo al tocar el suelo.

Kincaid pasó los dedos por encima de los líquenes que cubrían una ramita nudosa y se preguntó si Alastair Gilbert se había tomado alguna vez un momento para sentir la textura del corcho o escuchar el caer de las hojas. Una agenda profesional y social demasiado estricta no dejaba espacio para la contemplación.

Había intentado no dejar que sus sentimientos por el hombre nublaran su visión del caso, pero quizás hubiera hecho mejor empezando por lo que le pedía su sentido común. Después de todo, esa era la clave: la clase de hombre que había sido Gilbert y las consecuencias que habían tenido sus actos. Porque no le cabía la menor duda de que el asesinato de Gilbert había sido cometido por alguien que lo conocía. De hecho, no había contemplado más que superficialmente la teoría del intruso.

¿Qué había estado a punto de decirle Brian Genovase cuando Meghan abrió la puerta? ¿Gilbert no había sospechado de Brian y su esposa? Pensándolo bien, Kincaid estaba seguro de que Valerie Reid los había conducido en la dirección correcta, fueran cuales fueran sus motivos. Brian no le había preguntado lo que todo hombre inocente pregunta cuando es juzgado injustamente: ¿Quién se lo ha dicho?

Pero si Brian y Claire eran amantes, y Brian había matado a Gilbert durante una discusión ¿por qué había estado tan preocupado por Lucy y Claire? Nada convencido, Kincaid desmenuzó unos trozos de corcho de la rama con sus dedos. ¿Podría Brian haber matado a Gilbert y haberse deshecho del arma en los pocos minutos que había estado fuera del pub? Los chicos habían registrado el lugar a conciencia buscando los pendientes de Claire y no habían encontrado nada que coincidiera con la descripción del arma que había hecho Kate Ling.

A Kincaid le parecía que este escenario era exactamente el mismo que habían elaborado para Geoff. Sólo que si el crimen había sido premeditado y planeado cuidadosamente, tanto Geoff como Brian lo podían haber cometido. Y Kincaid estaba seguro de que el asesinato de Gilbert había sido cometido en un momento de ira. Había sido un crimen apasionado. Más bien, un crimen pasional.

Esto dejaba afuera a Malcolm Reid. Si uno asumía que Valerie lo estaba encubriendo, entonces Reid hubiera tenido tiempo de cometer el asesinato y deshacerse del arma y cualquier otra prueba incriminatoria. Pero como Reid parecía haberse sincerado con su esposa sobre las acusaciones de Gilbert, ¿qué ganaba él con su muerte? Además Kincaid, como Gemma, tenía dificultades para imaginar a ninguno de los Reid como mentirosos consumados.

Había pelado la ramita hasta dejar a la vista la suave madera. En cambio no se sentía nada cercano a descubrir la verdad. Se metió la rama en el bolsillo de su anorak y se puso en pie. Mientras se ponía en marcha se limpió los pantalones por donde había estado sentado. Lo único que podía hacer era intensificar la búsqueda de pistas en los informes, repasando otra vez cada pedazo de información.

Entonces, tras haber examinado todas las opciones posibles, se le ocurrió. Y por poco que le gustara, sabía que tenía que continuar por ese camino.

* * *

Cuando llegó de nuevo al cruce de caminos eligió la bifurcación de la derecha, que esperaba que le llevara al otro lado del pueblo. Al cabo de unos pocos minutos vio que había acertado porque la suave bajada lo llevó al claro que había al final del camino de los Gilbert. Ante él se encontraba la sala comunal, todavía con los adornos de la Noche de Guy Fawkes. * También continuaba instalada la plataforma de madera del presentador, pero las cenizas de la hoguera hacía tiempo que se habían enfriado. El viento le trajo su olor frío y húmedo. Dio un amplio rodeo para evitar la hierba quemada.

Resignado regresó a la cocina del pub e interrogó a John y Meghan sobre los movimientos de Brian el miércoles por la noche. No esperaba que contradijeran a Brian, pero debía respetar los procedimientos.

Meghan, mientras se secaba la cara sudorosa con el delantal, declaró que Brian pudo haber estado fuera del bar durante poco más de tres o cuatro minutos y que volvió silbando con una caja de limonadas. John dijo que, francamente, había sido una noche de locura y ni se había percatado de la ausencia de Brian.

Kincaid les dio las gracias y, como ya era hora de tomarse un refrigerio, fue al bar y pidió una pinta de bitter Flowers. Se llevó su bebida al rincón junto al fuego y se sentó en silencio a observar la llegada de los clientes vespertinos. Brian lo ignoró con éxito, mientras que John, un hombre larguirucho y entrado en canas que llevaba chaleco con tejanos y botas, le echaba de vez en cuando miradas de curiosidad.

La calidez de las ascuas era muy agradable y Kincaid estiró las piernas por debajo de la mesa, disfrutando del placentero cansancio que viene con el ejercicio físico. Miró a su alrededor deseando de repente estar aquí de vacaciones, poder disfrutar del pueblo y sus habitantes sin segundas intenciones, y ser aceptado simplemente por como era.

Sonrió ante lo inútil de su deseo y pensó que también podría desear un caso en que la víctima fuera un santo y que todos los sospechosos fueran igualmente desagradables. Las cosas serían mucho más sencillas, pero, según propia experiencia, los santos apenas se dejaban asesinar.

Por entre la masa de personas que había en la barra acertó a ver a Lucy. Debía de haber entrado por la parte de atrás o bien había bajado de arriba, ya que era imposible que no la viera entrar por la puerta principal. Estaba hablando con alguien y cuando la gente se movió pudo ver que se trataba de Geoff.

Llevaba tejanos y una camisa de franela varias tallas más grande, lo que le daba un aspecto inocentemente ingenuo. Pero Kincaid observó con atención y la vio dar un paso hacia Geoff y poner su mano en el talle del joven de manera a la vez provocadora y posesiva. Geoff sonrió, pero no le correspondió. Luego los llamó Brian y ambos desaparecieron en la cocina.

Kincaid se terminó su bebida en solitario, sin ser molestado, y salió por la puerta sin que nadie en apariencia se diera cuenta. Dejó su coche aparcado junto al prado y cruzó el pueblo a oscuras, siguiendo la misma ruta que había tomado por la tarde.

Las escaleras de Madeleine Wade seguían sin estar iluminadas, pero esta vez las subió con cierta familiaridad. Cuando la mujer respondió a su llamada y abrió la puerta, él sonrió y dijo:

– Me ve hasta en la sopa, ¿no?

– Ya he abierto una botella de vino y he añadido un cubierto para usted. -Se apartó para dejarlo pasar y Kincaid pudo ver que había abierto las hojas de una pequeña mesa situada junto al sofá y que había colocado dos sillas de junco. En efecto, en la mesa había platos, cubiertos y copas de vino para dos.

Dio un paso adelante y notó como se le erizaba el vello de la nuca.

– A veces me asusta, Madeleine. ¿Está teniendo escarceos con la adivinación del futuro?

Se encogió de hombros.

– En realidad no. Sencillamente he tenido una sensación rara y he decidido arriesgarme a hacer el ridículo. Después de todo, si me equivocaba, nadie más que yo lo sabría. Y ha de admitir que es un buen truco. -Su voz estaba cargada de deleite-: Podría decir lo mismo de usted, ¿sabe?

– ¿La asusto? -preguntó sorprendido.

– A veces me siento como un pequeño ratón fascinado por una serpiente. Es muy divertido, pero nunca sé cuándo va a lanzarse sobre mí. Siéntese y le serviré el vino. Ya ha respirado bastante.

– Le prometo que no he venido con la idea de lanzarme sobre usted -dijo Kincaid mirando al sitio que ella le indicaba en la mesa-. Y ahora que somos sinceros, debo decirle que no me he acostumbrado a la sensación de ser un libro abierto para usted y que no estoy muy seguro de que me guste. -Esta vez la música de fondo era clásica. Mozart, pensó, un concierto de violín. Y las velas ardían en la repisa de la ventana y sobre la mesa.

– Lo sobrelleva de forma admirable -respondió ella mientras traía una bandeja de la cocina. Colocó una fuente sobre la mesa y luego llenó su copa antes de sentarse.

Kincaid silbó al leer la etiqueta de la botella.

– Esto no lo ha encontrado en Sainsbury’s. -La fuente contenía un festín igual de delicioso: quesos, salmón ahumado, fruta fresca y galletas saladas-. Me va a acostumbrar mal -dijo, mientras olía el vino antes de tomar el primer sorbo.

– No creo que haya muchas oportunidades para eso. -Madeleine miró el torrente de vino morado oscuro que vertía en su copa-. No estará aquí el tiempo suficiente para malcriarse. Va a cerrar este caso, no albergo la menor duda. -Sus ojos se encontraron-. Entonces regresará al tipo de vida que lleva cuando no trabaja y se olvidará de Holmbury St. Mary.

Por un momento Kincaid creyó notar un rastro de pesar en la voz de Madeleine.

– No estoy seguro de tener una vida cuando no trabajo -dijo mientras ponía un pedazo de salmón sobre una galleta salada-. Ése es el problema.

– Me parece a mí que ésa es su elección.

Kincaid respondió con resignación.

– Es lo que solía pensar. Durante un tiempo me pareció suficiente. De hecho, cuando mi esposa y yo nos separamos, cualquier cosa era preferible a volver a pasar por esa clase de caos emocional.

– ¿Qué ha pasado para que cambien las cosas? -preguntó Madeleine mientras untaba queso blanco encima de una galleta-. Ha de probar éste. Es Stilton blanco con jengibre.

– No lo sé. -Kincaid se liquidó el salmón mientras contemplaba una respuesta-. La primavera pasada perdí a una amiga y vecina. Supongo que fue entonces, cuando no pude llenar el vacío que ella había dejado, cuando me di cuenta de lo solo que estaba. -Hablaba y mientras lo hacía se sentía asombrado. Éstas eran cosas que ni siquiera había expresado para sí mismo ni compartido con otra persona.

– A veces el dolor nos coge por sorpresa. -Madeleine levantó la copa y la sostuvo con ambas manos, inclinándola levemente. Esta noche llevaba un caftán y pantalones de seda en verde oliva y el vino parecía color sangre sobre el fondo terroso. A Kincaid le pareció notar experiencia en su voz, pero no quiso preguntar qué tipo de pérdida había sufrido.

Después de probar el Stilton dijo:

– ¿Cree que Claire Gilbert llorará por su esposo?

Madeleine pensó un momento.

– Creo que Claire Gilbert lloró la muerte de Alastair Gilbert hace mucho tiempo, cuando descubrió que no era lo que ella había creído. -Detrás de ella, los animales de la granja parecían retozar por las cortinas bajo la luz titilante-. Y no creo que nunca dejara de llorar la muerte de Stephen. No tuvo tiempo de hacerlo cuando se casó con Alastair. Pero a menudo tomamos decisiones debido a la necesidad de las que más tarde nos arrepentimos.

– ¿Las ha tomado usted?

– Más de las que soy capaz de contar. -Madeleine sonrió-. Pero nunca porque el lobo estuviera a mi puerta, como en el caso de Claire. En lo financiero he sido afortunada. Mi familia vivía holgadamente y luego pasé de la universidad directamente a un trabajo bien pagado. -Separó una uva de su racimo con un delicado giro del pedúnculo-. ¿Y qué hay de usted, señor Kincaid? ¿Ha tomado decisiones de las cuales se ha arrepentido?

– Por la necesidad del momento -dijo en voz baja, haciéndose eco de las palabras de Madeleine. ¿Habría notado lo que lo preocupaba y lo había dirigido a esto, totalmente desprevenido?- Todo esto es rarísimo… Excepto que estoy empezando a pensar que nada que la concierna a usted es realmente… normal. Sí. Una vez tomé ese tipo de decisión y concernía a Alastair Gilbert.

– ¿Gilbert? -masculló Madeleine, atragantándose con el vino.

– Hace años, probablemente por la época en que Gilbert conoció a Claire. Estaba asistiendo a un curso de perfeccionamiento, justo después de haber sido ascendido a comisario, y él era el instructor. -Kincaid se detuvo y bebió un sorbo de su vino, preguntándose por qué había empezado esta historia y por qué se sentía obligado a continuar-. Teníamos un fin de semana libre en medio de un curso de dos semanas. La noche de domingo, justo cuando estaba a punto de irme a Hampshire de nuevo, mi esposa me dijo que necesitaba hablarme desesperadamente. -Hizo una pausa y se rascó la mejilla-. Tiene que comprender que eso era algo extraordinario en el caso de Vic. No era en absoluto el tipo de persona que hace una montaña de un grano de arena. Llamé a Gilbert para decirle que tenía una emergencia familiar y le pedí un poco de margen para volver. Él respondió que me echaría del curso. -Volvió a beber, tragándose la amargura que le subió por su garganta -. Creo que yo ya no le gustaba porque no le había hecho la pelota y yo no tenía suficiente experiencia entonces para saber que la amenaza era pura palabrería.

– ¿Y fue? -lo animó a seguir Madeleine.

Kincaid asintió.

– Y cuando volví a casa Vic se había ido. Por supuesto, ahora tengo suficiente experiencia como para saber que a largo plazo no hubiera influido. Ella quería que la eligiese a ella en lugar de mi trabajo. Y si me hubiese quedado aquel domingo, habría elegido otra ocasión para hacerme la misma prueba. Quizás cuando hubiera tenido un caso importante.

– Pero durante un tiempo necesité darle las culpas a alguien y Alastair Gilbert fue el perfecto chivo expiatorio. -Sonrió torciendo la boca y empezó a untar queso sobre una galleta.

Madeleine volvió a llenar su copa.

– No hace falta ser una luminaria para deducir que hay otros además de usted y los Genovase que tienen cuentas pendientes con Gilbert. ¿Cómo saben por dónde empezar?

– No lo sabemos. El tipo era como un maldito virus, infectaba todo aquello que tocaba. ¿Cómo vamos a rastrear cada contacto que hizo?

– Siento que aumenta su frustración -dijo Madeleine sonriendo-. Y ésa no era mi intención.

– Lo siento. -La miró con detenimiento mientras se concentraba disponiendo trozos de salmón sobre una galleta. Sentía curiosidad por esta mujer, pero no estaba seguro de cómo poner a prueba sus límites. Al cabo de un rato dijo, con prudencia-: Madeleine, ¿está alguna vez realmente cómoda con alguien?

– Ha habido muy pocas excepciones. -Suspiró-. Los necesitados son los peores, pienso, aquellos que constantemente te exigen atención para afirmar su derecho a existir. Son incluso más inquietantes que los enfadados.

– ¿Es así como ve a Geoff?

Negó con la cabeza y dijo:

– No. Geoff no es un embaucador -eso es lo que pienso de ellos- o si lo es, sólo obtiene seguridad de unos pocos. Su padre y quizás Lucy.

Kincaid pensó en la escena que había observado en el bar.

– Madeleine, ¿cómo cree que afectarían a un joven los abusos emocionales y quizás sexuales en sus respuestas al sexo?

– No soy psicóloga. -Mordió un pedazo de manzana verde.

– Pero es quizás más perspicaz que la mayoría. -La animó con una sonrisa.

– Si está hablando de Geoff, y teniendo en cuenta su historia, diría que sí, pienso que hay dos posibles caminos. O se convierte en abusador. O… -Mientras pensaba miró al vacío con el ceño fruncido-. Puede asociar el sexo con fracaso y abandono.

– De modo que nunca se arriesgaría con alguien que le importase.

– Yo no me fiaría demasiado. Esto es pura especulación de una amateur. -Apartó su plato, se acomodó en la silla y meció su copa de vino.

– Entonces hábleme con más detalle de lo que hace como profesional -dijo Kincaid y continuó picando-. ¿Trata lesiones mediante terapia de masajes?

– A veces. No es únicamente una técnica de relajación. Estimula el sistema linfático del cuerpo para que funciones de manera más eficaz y acelera el desecho de toxinas y la curación. -Madeleine habló con franqueza, casi con seriedad, y sin lo que Kincaid estaba empezando a reconocer como su capa auto-protectora de regocijo.

– Me fío de usted. Espero tenerla cerca si alguna vez necesito sus cuidados. Usted debe de haber sido una bendición para Claire cuando se lesionó. -Lo dijo de manera informal, esperando que Madeleine no notara la punzada de culpa que sintió por este abuso de su confianza.

– La clavícula le dolió mucho. Es sorprendente lo problemático que puede ser una rotura de clavícula. -Le sonrió con naturalidad.

A pesar de que iba en contra de sus inclinaciones, dejó pasar esta línea de investigación. Había otras fuentes de información y buscarla ahora no valía la pérdida de confianza de Madeleine.

– Yo me la rompí cuando era niño. Me caí de una silla, ¡a quién se le ocurre! Pero no lo recuerdo. Mi madre dice que me puse insoportable, que no quería llevar el brazo en cabestrillo.

Continuaron hablando y llenando sus copas con la segunda botella que abrió Madeleine. Él le explicó cosas de su niñez en Cheshire en las que no había pensado en años.

– Tuve suerte -dijo finalmente-. Mis padres eran cariñosos y crecí en un entorno seguro y estable donde se amaba el aprender por aprender. Veo tanto… tantos niños que nunca tienen la oportunidad. Y no sé si yo podría darle a un hijo mío lo que mis padres me dieron a mí. Este trabajo mío no es muy propicio para la vida familiar… pregúnteselo a mi ex esposa. -Trató de sonreír y miró la hora-. ¡Vaya! Cómo pasa el tiempo.

– ¿Volvería a hacer la misma elección, entre una relación y su trabajo?

Kincaid, con la copa a mitad de camino hacia su boca, la miró.

– Hay alguien, ¿no es así? -preguntó Madeleine y sus ojos sostuvieron la mirada de él.

Dejó la copa sin probar el vino.

– La había. Creía que la había. Pero ella ha cambiado de opinión.

– ¿Cómo se siente?

– Ya lo sabe -dijo con certeza.

– Dígalo de todas formas.

Apartó la mirada.

– Enfadadísimo. Traicionado. -Se le había secado la boca debido al vino y se pasó la mano por ella-. Teníamos algo tan bueno. Nos iba tan bien juntos. ¿Cómo ha podido darme con la puerta en las narices? -Hizo un gesto de incredulidad y se levantó vacilante-. Creo que será mejor que me vaya antes de que me ponga llorón. He bebido más de la cuenta. El pub aún no ha cerrado y espero que Brian tenga piedad y aloje a un pobre poli por esta noche.

Levantó su copa con restos de vino.

– Es usted una bruja, Madeleine. Me ha embrujado para que llorara en su hombro. Ni tan siquiera recuerdo cuándo fue la última vez que alguien me tuvo que aguantar así… Y sigue usted siendo tan enigmática como el maldito gato de Cheshire.

Madeleine lo acompañó a la puerta y justo antes de cerrarla ella alargó el brazo y le tocó la mejilla. Usó su nombre de pila por primera vez para decirle:

– Duncan. Todo se arreglará. Sea paciente.

La luz se fue estrechando hasta desaparecer cuando Madeleine cerró la puerta. Entonces Kincaid se encontró a solas en la oscuridad.

* * *

Brian le dio una cama de buen talante. Cuando Kincaid subió su maleta y se dispuso a desnudarse se acordó de que no había respondido a la pregunta de Madeleine. ¿Qué ocurriría si Gemma cambiara de opinión? ¿Tomaría la misma decisión que tomó con Vic? ¿Era capaz de anteponerlo todo a su trabajo? ¿Estaba dispuesto a hacerle daño, a hacérselo a sí mismo?

Cayó rápidamente en ese sopor agitado producto del consumo de mucho alcohol. Sus sueños fueron extraños e inconexos y cuando su buscapersonas empezó a pitar con estridencia de madrugada, se despertó con el corazón latiendo desbocadamente y la boca como papel de lija.

Buscó a tientas el interruptor del busca y leyó entrecerrando los ojos la pantalla led. Maldijo entre dientes, se sentó y encendió la luz. ¿Qué diablos querían de él en Scotland Yard a estas horas? Cualquier llamada sobre un avance decisivo en la investigación hubiera venido de Guildford. ¿Y qué lo había animado a beber tanto? Normalmente no era dado a estos excesos. Madeleine tenía un buen saque, pensó con una sonrisa lánguida. Recuperó su chaqueta del respaldo de la silla y tocó los bolsillos en busca de su teléfono. Luego se dio cuenta de que lo debía de haber dejado en el coche. Maldita sea.

Bajó las escaleras en pijama y zapatillas y se dirigió al teléfono que había junto al reservado. Cuando la centralita lo conectó con el sargento de turno, escuchó consternado. Cuando terminó de hablar el sargento, Kincaid dijo:

– No. No lo haga. Lo haré yo mismo. Está bien.

Colgó y se quedó de pie, atontado por el shock, y luego hizo el esfuerzo de recobrar la compostura. Miró la hora en su reloj. Si condujera a toda prisa, quizás llegara a Londres al amanecer.


  1. <a l:href="#_ftnref5">*</a> Se celebra la noche del 5 de noviembre para conmemorar la derrota del llamado Gunpowder Plot, en el que conspiradores católicos, con Guy Fawkes entre ellos, intentaron volar el Parlamento británico en 1605 cuando el rey protestante Jaime I se encontraba dentro. (N. del E.)