174676.fb2
Kincaid paró el coche enfrente del apartamento de Gemma a las siete en punto. Con los ojos enrojecidos y barba de tres días, salió del coche odiando lo que había de hacer.
Golpeó levemente la puerta y Gemma apareció al poco, adormilada y confundida.
– ¿Qué estás haciendo aquí? Pensaba que estabas en Surrey. -Después de mirarlo un poco más detenidamente añadió-: No te ofendas, pero tienes un aspecto horrible, jefe. -Bostezó y se apartó para dejarlo entrar. Llevaba un camisón raído de toalla en un color granate poco favorecedor que le daba a su cabello color cobre una tonalidad naranja-. Toby está dormido -dijo en voz baja y mirando en dirección a su dormitorio-. Prepararé café y me explicas todo.
– Gemma. -Kincaid alargó los brazos y la cogió por los hombros en el momento en que ella se daba la vuelta para ir a la cocina-. Tengo muy malas noticias. Jackie Temple ha muerto.
Nunca pensó que vería esa mirada perpleja y atónita en la cara de Gemma, como si le hubieran dado una bofetada.
– ¿Qué…? No puede ser. La vi ayer…
– Debió de ocurrir cuando estaba acabando su ronda. Llamó por radio hacia las diez y cuarto. Cuando vieron que no se había registrado tras finalizar su turno y no la localizaron por radio, enviaron una patrulla a buscarla.
– ¿Qué…? -Sus pupilas se dilataron hasta que sus ojos parecieron agujeros negros sobre su piel blanca como la tiza. Kincaid notó a través de la tela gruesa del camisón como empezó a temblar.
– Le dispararon. En la nuca. Dudo que se diera cuenta.
– Oh, no. -Gemma hizo un gesto de dolor y se tapó la cara con las manos.
Kincaid la atrajo hacia él y la abrazó, le acarició el pelo y le murmuró palabras de consuelo. Olía levemente a sueño y polvos de talco.
– Gemma, lo siento tanto.
– ¿Pero por qué? -gimió en su hombro-. ¿Por qué iba nadie a hacerle daño a Jackie?
– No lo sé, corazón. Susan May, su compañera de piso, pidió que te lo notificaran, pero cuando la llamada llegó a Scotland Yard el viejo George estaba en la recepción y me llamó a mí.
– ¿Susan? -Gemma se apartó de él y dio un paso atrás-. ¿No creerás…? Seguro que fueron unos ladrones… Oh, Dios mío… -Buscó a tientas una silla y se desplomó sobre ella-. No fueron ladrones, ¿no es eso? No creerás que tiene algo que ver con…
Toby salió de su dormitorio con un pijama que lo hacía parecer un conejito gordo.
– Mamá, ¿qué pasa? -dijo embistiéndola medio dormido.
Gemma se lo sentó en su regazo y restregó su cara en el pelo del niño.
– Nada, mi vida. Mamá tendrá que ir a trabajar temprano. -Levantó la mirada hacia Kincaid-. Vendrás conmigo a ver a Susan, ¿no?
– Por supuesto.
Ella asintió y luego dijo:
– Te hablaré de… ayer… por el camino. -Estudió a su jefe un instante y añadió-: ¿Te llamaron a Surrey? ¿Esta madrugada?
– Hacia las cuatro y media.
– ¿Quién es Susan, mamá? -preguntó Toby. Se retorció encima de ella hasta que pudo montar sobre sus rodillas. Luego hizo como que tenía alas-. Mira Duncan, soy un avión.
– Una amiga de una amiga, cielo. Nadie que tú conozcas. -Los ojos de Gemma se llenaron de lágrimas. Se las secó y se sorbió la nariz.
– Esperaré afuera hasta que estés lista -dijo Kincaid, que de repente sintió que se había inmiscuido en su vida privada.
– No. -Gemma dejó a Toby en el suelo y le dio un cachete en el trasero-. Me cambiaré en el cuarto de Toby. Mientras tanto puedes jugar al avión con él. Luego os prepararé a los dos un desayuno. -Le lanzó una mirada crítica y luego intentó sonreír-. Tienes aspecto de estar en las últimas.
Media hora más tarde Gemma ya se había duchado y vestido. A continuación le dejó a Kincaid usar el pequeño cuarto de baño para afeitarse y ponerse una camisa limpia. Se sentía mucho más cómodo cuando se sentó en una mesa en forma de media luna. Toby, ya vestido con unos pantalones de peto y unas zapatillas de deporte, jugaba a sus pies. Kincaid deseó poder estar aquí en diferentes circunstancias.
Acompañó a Gemma por el jardín y ella le presentó a Hazel. Gemma se despidió de Toby con un beso y se dirigieron a Notting Hill.
Mientras avanzaban por el tráfico de hora punta, Gemma le explicó a Kincaid con voz entrecortada la revelación que Jackie le hizo el día anterior.
Kincaid dio un silbido cuando Gemma terminó su relato.
– ¿Ogilvie corrupto? ¿Crees que Gilbert descubrió algo y Ogilvie decidió hacerlo callar?
– Y a Jackie. -La boca de Gemma era como una fina e inflexible línea recta.
– Gemma, la muerte de Jackie probablemente no tiene nada que ver con esto. Estas cosas pasan y normalmente no tienen ningún sentido. Ambos lo sabemos.
– No me gustan las coincidencias y esto es demasiada coincidencia. Esto también lo sabemos los dos.
– Yo no sé nada más que lo que te he dicho. ¿Crees que debemos pasar primero por Notting Hill y obtener los detalles antes de hablar con Susan May?
Por un momento Gemma no respondió, luego dijo:
– No. Prefiero ver a Susan primero. Es lo mínimo que le debo.
Kincaid observó su perfil mientras estaban parados en un semáforo y deseó poder consolarla. A pesar de sus palabras tranquilizadoras, a él tampoco le gustaba esta coincidencia.
Encontró un sitio para aparcar cerca del apartamento y mientras se dirigían a la puerta vio como Gemma hacía una pausa y respiraba hondo antes de llamar al timbre. La puerta se abrió tan rápido que Kincaid pensó que la mujer que respondió debía de haber estado al otro lado esperando.
– ¿En qué puedo ayudarlos? -dijo bruscamente.
– Soy amiga de Jackie, Gemma James. Susan me ha llamado. -Gemma alargó la mano y la mujer la estrechó mientras su rostro se transformaba y sonreía.
– Por supuesto. Soy Cecily Johnson, la hermana de Susan. Justo salía a hacer unos recados para ella. Le voy a decir que están aquí.
La palabra que le vino a la cabeza a Kincaid mientras seguían a Cecily Johnson por las escaleras era «hermosa». Era una mujer alta, de huesos grandes, piel café con leche, finos ojos negros y una gran sonrisa. Esperaron en el rellano un momento mientras Cecily entraba. Luego volvió y les dijo:
– Pasen. Los dejaré trabajar.
Susan May, de espalda a ellos, estaba mirando por la ventana del salón que daba a la pequeña terraza con las brillantes macetas de pensamientos y geranios. Su silueta era más esbelta que la de su hermana y cuando se dio la vuelta Kincaid vio que tenía el mismo cutis cremoso y los mismos ojos oscuros. Sin embargo, ella no era capaz de sonreír.
– Gemma, gracias por venir tan rápido.
Gemma cogió las manos extendidas de Susan y las apretó.
– Susan, lo…
– Lo sé. No lo digas, por favor. Todavía no he llegado al punto de ser capaz de enfrentarme a los pésames. Siéntate y déjame que os traiga café. -Gemma empezó a protestar, pero ella añadió-: Me ayuda tener las manos ocupadas.
Gemma le presentó a Kincaid, luego Susan se fue a la cocina y volvió al cabo de un momento con una bandeja. Mientras servía conversó sobre trivialidades y luego se sentó y se quedó mirando su tazón.
– Todavía no me lo puedo creer -dijo-. Continúo esperando que entre por la puerta y diga algo tonto como «Ha sido un mal chiste, Suz, ja ja». Le gustaba hacer bromas. -Dejó su tazón en la mesa y se levantó. Empezó a dar vueltas por la habitación retorciéndose las manos-. Dejó su camisón en el suelo junto a la cama. Yo siempre iba detrás de ella para que recogiera sus cosas y ahora ya nada importa. ¿Por qué pensaba que tenía importancia? ¿Me lo puedes decir? -Paró y se quedó en la misma posición que tenía cuando entraron, dándoles la espalda y mirando a la terraza-. Me han dado una baja indefinida por motivos familiares. ¿Para qué? Llegar cada noche a un piso vacío será suficientemente malo. La idea de pasar aquí los días a solas es insoportable.
– ¿Qué hay de tu hermana? -preguntó Gemma-. ¿Puede quedarse contigo durante un tiempo?
Susan asintió.
– Ha dejado a sus niños con la abuela durante unos días. Me ayudará a recoger… las cosas de Jackie. Ella… me refiero a Jackie… no tenía familia, así que no hay nadie más para ocuparse. -Susan calló y por un momento Kincaid pensó que iba a perder el control, pero fue capaz de proseguir-. No quería que la incinerasen. La verdad es que era algo que la inquietaba y yo me reía de ella. ¿Crees que ella sabía…? Tengo que encontrar un cementerio. Luego volveré al trabajo. No me importa que la gente piense que soy insensible.
Se dio la vuelta y los miró a la cara.
– Jackie habló bastante sobre ti durante estos últimos días, Gemma. Significaba mucho para ella que os volvierais a ver. Sé que había algo que ella deseaba decirte pero no sé lo que era, solo sé que la oí murmurar algo sobre una manzana podrida donde menos lo esperas.
– La vi ayer. Antes de empezar su turno. Me lo dijo…
– ¿La viste? ¿Cómo…? ¿Qué…? -Susan tragó saliva y volvió a intentar hablar-. ¿No te dijo nada sobre mí?
Kincaid vio como Gemma vacilaba y luego se serenaba.
– Habló sobre tu ascenso. Estaba muy orgullosa de ti.
Se abrió la puerta de la entrada y Cecily entró con una bolsa llena de comida. Susan, retorciendo de nuevo las manos, sonrió a su hermana y le dijo a Gemma:
– ¿Me avisarás si averiguas algo?
– Estaremos en contacto. -Gemma se levantó y le dio un abrazo. Cecily los acompañó a la puerta y bajaron las escaleras en silencio.
Cuando llegaron a la calle las lágrimas cubrían la cara de Gemma.
– Es tan injusto -dijo con furia al entrar el coche-. Susan debería haber sido la última en verla, no yo. -Cerró de un golpe tan fuerte la puerta que el coche tembló-. No es justo. Jackie no debería estar muerta y es todo por mi culpa. Nunca me lo perdonaré.
– Estamos pisando un terreno muy delicado -dijo Kincaid mientras aparcaba en la comisaría de Notting Hill-. No tenemos ningún motivo para hacer preguntas sobre un oficial superior, excepto un rumor no corroborado. Sugiero que empecemos con discreción. -Dejó el coche en una plaza vacía y luego, golpeando con los dedos el volante, pensó-. Creo que hemos de revelar el interés de Jackie por el caso Gilbert para poder justificar que metamos las narices en su asesinato. Pero ahora mismo no creo que debamos ir más allá.
Gemma asintió, luego sacó un pañuelo de su bolso y se sonó.
– Podemos decir que Jackie te dijo que había oído algo extraño sobre Gilbert, pero que tú no sabías de qué se trataba. Mientras tanto veamos si podemos averiguar los movimientos de Ogilvie ayer noche y la noche del asesinato de Gilbert, pero de manera indirecta. Eso será suficiente para meterle miedo si no está limpio.
– Habla con su secretaria, ¿no? -sugirió Gemma-. Le gustan los hombres guapos.
Kincaid la miró preguntándose si el comentario era una indirecta o un intento de broma, pero ella estaba examinando sus uñas con gran concentración.
– ¿Quién era el sargento que contestó a Jackie con evasivas? -preguntó.
– Talley. Lo recuerdo de mi época en esta comisaría.
– Creo que también hemos de hablar con él. -La miró y de nuevo deseó poder decirle algo, ofrecerle consuelo sin sonar condescendiente. Pero ninguna palabra parecía adecuada. Se resistió al impulso de tocarle el hombro, la mejilla-. ¿Estás preparada?
Asintió.
– Como nunca.
– Esto es un golpe de suerte -le susurró Kincaid a Gemma mientras entraban en la oficina del comisario Marc Lamb. Él y Lamb se habían conocido durante su primer curso de perfeccionamiento, pero habían pasado varios años desde la última vez que se habían visto.
– Duncan, viejo amigo. -Lamb lo fue a recibir sonriendo abiertamente y le dio un fuerte apretón de manos-. El chico de oro de Scotland Yard en persona. Siéntate.
Kincaid presentó a Gemma con una leve aunque inmerecida chispa de orgullo, ya que a pesar de que él y Lamb tenían la misma edad, Lamb estaba perdiendo pelo y ganando peso.
Pasaron unos momentos charlando sobre conocidos mutuos y luego Kincaid explicó su interés en el caso de Jackie Temple.
Lamb se puso serio de inmediato.
– Uno nunca piensa que algo así pueda pasar en su comisaría. En Brixton quizás, pero no aquí. Jackie Temple era una de mis mejores agentes, sensata y querida tanto por la gente de la calle como por sus compañeros. Ya sabes como son las cosas. A veces, los policías que comienzan están cargados de buenas intenciones, pero carecen del más mínimo sentido común. Jackie tuvo las dos cosas desde el primer día.
Ahora Kincaid se dio cuenta de las ojeras de su viejo amigo y observó su chaqueta arrugada, como si hubiera dormido con ella puesta. Probablemente había estado trabajando toda la noche.
– ¿Había algún indicio de que estuvieran robando en alguna parte?
Lamb negó con la cabeza.
– Nada de nada. Ni los forenses han encontrado nada útil hasta ahora. -Miró la hora en su reloj de pulsera y añadió-: En cualquier momento nos llegará la autopsia, pero ya te digo ahora que por los restos de pólvora en el cuero cabelludo y el tamaño del orificio de entrada sabemos que le dispararon a bocajarro. No tuvo ninguna oportunidad.
Kincaid observó como Gemma apretaba los puños sobre su regazo.
– Entonces, ¿qué conclusión sacas Marc? -preguntó.
Lamb enderezó el marco que había en su escritorio atestado. Esposa e hijos, pensó Kincaid, pero sólo pudo ver la parte posterior.
– Se trata de un territorio difícil -dijo despacio Lamb-, con sus vecindarios aburguesados, su población étnica, aunque intentamos mantenerlo limpio. -Levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los de Kincaid-: Por mucho que me cueste admitirlo sobre mi propio territorio, esto apesta a ejecución al estilo de las bandas callejeras.
Con permiso de Lamb, Kincaid y Gemma fueron a hablar con el sargento Randall Talley en la cantina, donde estaba tomándose su descanso.
– Es él -dijo Gemma, apuntando en dirección a un hombre pequeño, entrecano, de mediana edad que estaba sentado solo en una mesa.
Cuando llegaron frente a él Gemma alargó la mano y se presentó, luego añadió:
– ¿Se acuerda de mí, sargento Talley?
Se guardó muy bien de darle la mano a Gemma. La miró y luego apartó los ojos, que eran de un azul claro, apagado.
– Sí. ¿Y qué?
Viendo la sorpresa y confusión de Gemma, Kincaid apartó una silla para ella y otra para él. Resultaba obvio que Talley no era la clase de hombre que se dejara interrogar por una antigua subordinada, pero quizás el rango le instara a ser un poco más cooperativo.
– ¿Le importa que nos sentemos, sargento?
– Pueden hacer lo que les plazca. -Se terminó el té con un trago deliberadamente largo y empujó su silla hacia atrás-. He terminado mi descanso.
– Nos gustaría hacerle unas preguntas, sargento. Le hemos pedido permiso a su jefe. Usted fue una de las últimas personas en hablar con Jackie Temple y hemos pensado que quizás ella dijera algo que nos diera una pista sobre su asesino.
– ¡Le disparó en la calle un puñado de malditos matones! ¿Cómo demonios voy a saber nada sobre eso? -Los miró con la agresividad de un bulldog, pero en sus ojos había lágrimas-. Y ustedes no tienen jurisdicción sobre el asesinato de Jackie Temple.
– Pero la tenemos sobre el asesinato de Alastair Gilbert -dijo Kincaid-. Y Jackie había estado haciendo preguntas sobre Alastair Gilbert. De hecho, le dijo a la sargento aquí presente que usted casi llega a las manos con ella por este asunto.
– ¿Por qué no iba a hacerlo? No tenía por qué buscar los trapos sucios de un oficial superior ni deshonrar su memoria. Gilbert era un buen hombre.
Kincaid arqueó las cejas.
– Vaya, un seguidor entre una legión de detractores… ¡Ésta sí que es una buena sorpresa! ¿Y qué opina del inspector jefe David Ogilvie, sargento?
Talley puso los ojos en blanco.
– Nunca he oído una sola palabra contra Ogilvie, y no la repetiría si la oyera. -Volvió a empujar la silla atrás y se levantó-. Y ahora, tengo mejores cosas que hacer con mi tiempo que propagar chismes difamatorios, aunque en su caso no sea así. Buenos días. -Se dio la vuelta y se alejó con rapidez, abriéndose paso entre las mesas dispersas hasta que llegó a la puerta. Kincaid miró su caminar bamboleante y se preguntó si Talley había pasado sus años de formación en el mar.
– Bueno, bueno -dijo Kincaid a Gemma y se miraron con ojos como platos-. Yo no sé lo que tú piensas, pero yo creo que este hombre está aterrorizado.
– No creerás… -dijo Gemma despacio-. La manzana podrida que mencionó Jackie… ¿no creerás que se refería al sargento Talley?
El letrero en el escritorio de la secretaria de Ogilvie decía Helene Vandemeer. Gemma había tenido razón, porque una sonrisa enorme iluminó la cara apocada de la señora Vandemeer, una mujer de mediana edad, cuando Kincaid se presentó.
Sonó sinceramente apenada cuando, después de que Kincaid solicitara ver a Ogilvie, dijo:
– Vaya, lo siento mucho, pero el inspector jefe ha salido. Se fue el viernes para dar un seminario en los Midlands y no volverá hasta… -pasó una página de su agenda, luego otra-, el miércoles. Sentirá mucho no haberlo visto.
Totalmente desconsolado, pensó Kincaid mientras le devolvía la sonrisa. Gemma se sentó en la única silla del pequeño cubículo y Kincaid se apoyó en la esquina del inmaculado escritorio de la señora Vandemeer. Había sido también la secretaria de Gilbert, recordó, y se preguntó si había sido contratada por sus hábitos o bien los había adquirido por asociación.
– ¿Tiene un número dónde poder localizarlo? -preguntó. Luego añadió confidencialmente-: Es sobre el comandante Gilbert. Verá, todavía no hemos comprobado los movimientos del comandante entre el momento en que abandonó la oficina ese día y el momento en que llegó a casa. Hemos pensado que quizás el inspector jefe Ogilvie pueda arrojar cierta luz sobre el asunto.
– Vaya, entonces me temo que no los podrá ayudar mucho. Ese día tenía una reunión con un grupo de ciudadanos después del almuerzo y se debió alargar un poco porque no regresó a la oficina. Y el comandante… -Helene Vandemeer se sacó las gafas y se pellizcó la nariz como si de repente le doliera-. El comandante dejó la oficina a las cinco en punto, como siempre. Sacó la cabeza por mi puerta y dijo «Adiós, Helene. Hasta mañana». -Miró a Kincaid y vio que sus ojos no maquillados eran de un asombroso color violeta-. ¿Cree que yo puedo haber sido la última persona con quien habló?
– Es difícil de decir -dijo Kincaid tratando de ganar tiempo-. ¿Está segura de que el comandante no dijo nada sobre lo que tenía intención de hacer aquella tarde? ¿Dijo o hizo algo fuera de lo común?
Helene, como si no pudiera soportar el tener que decepcionarlo, sacudió la cabeza.
– Me gustaría poder ayudarlo, pero no se me ocurre nada.
– Ha estado estupenda -le dijo afectuosamente y evitando la mirada burlona de Gemma-. Si nos pudiera dar ese número de teléfono… -Mientras lo escribía, Kincaid añadió con indiferencia-: Esa reunión con los ciudadanos que tuvo el inspector jefe Ogilvie aquella tarde… ¿no recuerda por casualidad el nombre del grupo?
– Déjeme pensar. -Se había vuelto a colocar las gafas y sonrió al recordar-. Ya lo tengo. La Asociación para la reducción del ruido en Notting Hill. Solicitan una reducción del tráfico en ciertas calles.
Kincaid le agradeció su ayuda y cogió el número de teléfono que había apuntado. Salió del cubículo pisándole los talones a Gemma.
Apenas habían alcanzado la puerta cuando Gemma susurró:
– Casi podrías darle galletitas ya que estás en ello.
La aparición de los hoyuelos le hizo sospechar que le estaba tomando el pelo, de modo que respondió de broma:
– Eh, que ha sido idea tuya. Y hemos obtenido resultados, ¿no?
Sacó su teléfono móvil en cuanto salieron del edificio y empezó a marcar. Sólo cuando llegó a la acera se dio cuenta de que Gemma ya no estaba a su lado. Se dio la vuelta y la vio en lo alto de las escaleras, acongojada.
– Gemma -dijo, pero justo entonces respondieron de Scotland Yard y cuando terminó la conversación ella ya lo había alcanzado.
– ¿Qué es lo siguiente, jefe? -preguntó obstinadamente formal.
Tras un momento de vacilación, Kincaid dijo:
– Vayamos a comer algo. Luego me gustaría ir a ver algo, sólo por satisfacer mi curiosidad.
Estaban al final de una pequeña calle adoquinada, no lejos de la comisaría de Notting Hill. Kincaid se las había arreglado para conseguir de un compañero de Scotland Yard la dirección de Ogilvie. A cada lado las casas se prolongaban como cajas de bombones: melocotón y amarillo, terracota y verde pálido. Algunas tenían verjas de hierro forjado, otras jardineras con brillantes flores y, como en Elgin Crescent, cada casa disponía de alarma y antena parabólica.
Kincaid silbó.
– Casi se puede oler el dinero. ¿Cuál es el número diez?
Caminaron un poco y Gemma dijo:
– Aquí. -Era de color amarillo más oscuro con molduras en negro brillante.
Kincaid escudriñó por entre las cortinas de la planta baja y alcanzó a ver una sala de estar de elegante estilo contemporáneo y más allá el jardín. Se apartó y dejó que Gemma diera una ojeada.
– Seguro que yo no me podría permitir esto con el sueldo de inspector jefe. De alguna manera dudo que David invite a sus compañeros a tomar cerveza después del trabajo. ¿Tú qué opinas?
Gemma lo miró.
– Creo que es hora de que llamemos al comité de disciplina.
– Exactamente lo que yo pienso.
De nuevo en Scotland Yard, se instalaron en la oficina de Kincaid a pasar una tediosa tarde llamando por teléfono. Primero, Kincaid llamó a Guildford y se encontró que Deveney seguía con el caso de robo, de modo que habló con Will Darling.
– Repáselo todo de nuevo con lupa, Will. Hay algo que no estamos viendo, lo noto, y probablemente lo tengamos delante de nuestras narices. El chico a cargo de los efectos personales se equivocó con lo de la agenda del comandante. Asegúrese de que fue la única vez.
Una llamada al gerente de la Asociación para la reducción del ruido en Notting Hill confirmó que David Ogilvie había tenido una cita con el grupo después del almuerzo el día de la muerte del comandante. Pero aparentemente Ogilvie se quedó sólo durante media hora.
Kincaid arqueó las cejas y colgó el auricular.
– ¿Entonces qué hizo el resto de la tarde? Dímelo -se preguntó a sí mismo y a Gemma.
Luego Gemma llamó al centro de formación de Midlands y consiguió averiguar que Ogilvie finalizó su charla casi a las diez menos cuarto la noche anterior. Gemma movió negativamente la cabeza mientras colgaba y transmitió la información a Kincaid.
– Tendría que haber volado para poder llegar a Londres a tiempo para matar a Jackie -dijo Kincaid-, y a pesar de que vive por encima de sus posibilidades, no he visto pruebas de que tenga superpoderes. -Suspiró-. No obstante, esto no excluye la posibilidad de que hubiera contratado a alguien para hacerlo. Si es corrupto tendrá conexiones. -Miró a Gemma, sentada al otro lado del escritorio. La calidad acuosa de la luz de la tarde que se colaba por entre las persianas iluminaba su cara-. ¿Estamos dando vueltas en vano, Gemma? Si Gilbert descubrió a Ogilvie y lo amenazó con desenmascararlo, ¿por qué iba Ogilvie a reventarle la cabeza en su propia cocina si podía optar por algo menos arriesgado?
»¿Deberíamos estar de vuelta en Surrey interrogando a Brian Genovase como si fuéramos la Santa Inquisición? No hemos encontrado pruebas y me cuesta ver a Brian como asesino.
– Está lo de Jackie -dijo ella rotundamente.
Kincaid se restregó los pómulos con los dedos, estirando los músculos cansados de alrededor de los ojos.
– No he olvidado a Jackie, cielo. Llevemos todo este lío de Ogilvie al jefe y que se encargue él de contactar con el comité de disciplina. Y no creo que nos equivoquemos si mencionamos también al sargento Talley, ya que estamos en ello.
El comisario jefe Denis Childs estuvo de acuerdo con pasar el asunto Ogilvie al comité de disciplina. Después de la reunión, Kincaid siguió a Gemma hasta su despacho con sensación de alivio.
– Que sean ellos los que aprieten a Ogilvie. Eso nos libera un poco de la presión. Luego le preguntaremos dónde estaba la tarde en que murió Gilbert. -Se abrió el botón del cuello de la camisa-. Pero será mejor que lo dejemos por hoy.
Gemma había colgado su bolso en el perchero y a Kincaid le pareció que estaba un poco desorientada, como si no quisiera marcharse.
– Si quieres podemos ir al pub a tomar algo -le dijo tratando de eliminar cualquier tono de súplica en su voz.
Ella vaciló y las esperanzas de Kincaid aumentaron, pero al cabo de un momento Gemma dijo:
– Mejor que no. Últimamente he pasado muy poco tiempo con Toby. Es que no estoy segura de querer…
El teléfono sonó con tal fuerza que los sobresaltó a los dos. Kincaid arrancó el auricular de la horquilla y se lo puso a la oreja.
– Kincaid.
Al otro lado de la línea oyó la voz de Will Darling.
– Tenía razón, jefe. Pero no sé lo que significa. En el bolsillo de Gilbert había un papel arrugado de la tintorería con un número apuntado. Lo he estado estudiando, pensándome que era un número de teléfono. Entonces, ¡bingo!, se me ha encendido la bombilla y me he dicho: «Es una maldita cuenta bancaria.» Lo he comparado con la cuenta conjunta de los Gilbert en Lloyd’s y no coincidía. Me ha costado toda la tarde, pero he encontrado la sucursal que usa esa secuencia numérica y está en Dorking. Me he inventado un farol y les he dicho que llamaba de la joyería Darling de Guildford y que tenía un cheque en mis manos por mil libras y que quería verificar si había suficientes fondos en la cuenta. Nombre, Gilbert, número de cuenta tal…
– ¿Y…? -lo apremió Kincaid.
– Dijeron que no había problema, que la cuenta de la señora Gilbert contenía suficientes fondos para cubrir el cheque.