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Gemma hizo que Will la dejara en Holmbury St. Mary de camino a la comisaría. Kincaid le había dicho que se encontrara con él en el pueblo. Eran casi las dos de la tarde y finalmente el cálido sol había penetrado a través de la bruma matinal. Permaneció un rato junto al prado comunal después de que Will se marchara y giró la cara hacia la luz hasta que empezó a ver lucecitas a través de los párpados cerrados. Casi nunca era la segunda quincena de noviembre tan generosa y Gemma esperaba que el buen tiempo durase. Hoy era un día para hacer navegar los barquitos de vela en el lago Serpentine, un día que debería guardar en la memoria para poder aguantar los largos días de invierno que todavía habían de llegar.
Oyó el ruido de neumáticos en el pavimento y al abrir los ojos se encontró que el coche que había parado delante de ella era un pequeño y alegre Vauxhall rojo. La mujer al volante bajó la ventanilla y se asomó.
– Parece algo perdida. ¿Puedo ayudarla? -Tenía una voz levemente ronca aunque melodiosa, llevaba una melena color platino y tenía la nariz más grande que Gemma jamás había visto.
Se sintió avergonzada por haber sido pillada soñando despierta como una idiota y tartamudeó:
– Yo no… Es decir, estoy bien. Gracias. Sólo espero a alguien.
La mujer la estudió hasta que Gemma apartó los ojos de su penetrante mirada.
– Usted debe de ser la escurridiza sargento James. He oído hablar de usted a Geoff, entre otros. Soy Madeleine Wade. -Sacó la mano por la ventana y Gemma notó unos dedos tan fuertes como los suyos propios-. Si busca a su comisario, no lo he visto últimamente. ¡Hasta luego! -Con un saludo puso la primera y arrancó dejando a Gemma boquiabierta.
Cerró la boca con un chasquido y se preguntó por qué se sentía como si la hubieran abierto y vuelto a cerrar. ¿Y había notado el énfasis puesto en el su delante de comisario o estaba imaginando cosas? Atónita, cruzó la calle y rodeó el aparcamiento del pub, pero no vio el Rover.
Despacio se dirigió al camino y miró la casa de los Gilbert. ¿Le estaría ganando una mano a Kincaid si aprovechaba la oportunidad para charlar con Claire Gilbert? Sintió que ella y Claire habían establecido una relación y quizás ella sola tendría más posibilidades de ganar la confianza de Claire.
Abrió la puerta de la verja y pasó de largo ante la austera puerta principal que le parecía que simbolizaba la presencia de Alastair Gilbert en la casa. Tomó el sendero que llevaba al jardín trasero.
Lo que vio entonces podría haber adornado la tela de un pintor. Alguien había colocado una silla blanca de hierro forjado en un rincón soleado del césped. En ella estaba sentada Claire, que llevaba una blusa victoriana de cuello alto y una falda que parecía un montón de flores silvestres. Lucy estaba sentada en el suelo junto a ella, con la cabeza apoyada en la rodilla de su madre. Lewis retozaba con una pelota de tenis en la boca y que soltó rápidamente para poder saludar a Gemma con entusiasmo.
– Sargento -dijo Claire mientras Gemma cruzaba el césped-, coja una silla y venga. Este tiempo es indecente para noviembre, ¿no cree? -Volvió la palma de la mano hacia el perfecto cielo azul-. Tome limonada. Está recién exprimida, no es de la que venden embotellada. Lucy la ha preparado.
– Iré a buscarle un vaso -dijo Lucy con una sonrisa y se levantó con elegante facilidad-. No, Lewis -lo reprendió mientras traía una silla para Gemma-. No quiere jugar contigo ahora, bobo. -El perro ladeó la cabeza y jadeó. La rosada lengua contrastaba con su oscuro hocico.
– Me siento una holgazana total -dijo Gemma un poco avergonzada, aunque se sentó agradecida en la silla.
Claire cerró los ojos.
– A veces es la mejor opción y no la aprovechamos a menudo.
– Todo el mundo me dice hoy lo mismo. ¿Acaso hay una conspiración?
Claire se rió.
– ¿También la educaron machacándole lo de «las manos ociosas son instrumento del diablo»? Es gracioso lo difícil que es deshacerse de estos lastres.
Lucy volvió con un vaso de limonada para Gemma y regresó a su sitio junto a la silla de su madre.
– ¿Deshacerse de qué lastres? -preguntó mirándolas.
– Las cosas que aprendemos en las rodillas de nuestras madres -respondió Claire con delicadeza, pasando su mano por el cabello de Lucy-. Cómo escuchar, cómo agradar, cómo hacer lo que se espera de nosotras. ¿No es así, sargento? -Miró a Gemma inquisitivamente-. No puedo evitar llamarla sargento. Su nombre es Gemma, ¿no?
Gemma asintió, pensando en la franca independencia de su madre (que su padre solía llamar empecinamiento). Sin embargo, a pesar de su influencia, Gemma satisfizo cada capricho de Rob como si hubiera sido un rey. El recuerdo la hizo estremecerse. ¿De dónde venía ese comportamiento? ¿Y cómo se protegía una contra él?
– Será mejor que me prepare -dijo Lucy interrumpiendo el momento de ensueño de Gemma-. Las babas de perro no son apropiadas para la ocasión. -Se levantó y se limpió la camisa.
– ¿Ocasión? -preguntó Gemma.
– Vamos a llevar a Gwen a tomar el té y mamá dice que he de llevar algo apropiado. ¿No odia esa palabra?
– Es terrible -estuvo de acuerdo Gemma y sonrió-. ¿Cómo lo sobrelleva la madre de Alastair, por cierto?
– Iré enseguida, cielo -le dijo Claire a Lucy, luego se volvió de nuevo hacia Gemma-. Todo lo bien que se pueda esperar. El shock la ha dejado un poco confusa. A veces parece que olvida lo que ha pasado, pero cuando lo recuerda se preocupa por el funeral. -Claire miró los árboles que se subían por la pendiente de detrás del jardín. Cuando oyó el golpe de la puerta de la cocina dijo-: Dado que no sabemos cuándo van a entregamos el cuerpo, Becca opina que sería mejor hacer una ceremonia discreta sin que se convierta en un festín para la prensa. -Casi sonriendo añadió-: Creo que Alastair se habría sentido decepcionado de que no se le mostrase el debido respeto. Ya sabe… brazaletes negros, portadores y todos los valientes oficiales de uniforme.
Claire se acabó su vaso de limonada y miró su reloj.
– Supongo que será mejor que también me ponga algo más apropiado para ir a buscar a Gwen a Dorking.
– Sólo quiero hablar un momento con usted -dijo Gemma-, si pudiera quedarse un rato más.
Claire se volvió a sentar en la silla y miró a Gemma con atención.
– Se trata de su cuenta bancaria, señora Gilbert. La que abrió en Dorking. ¿Por qué solicitó que enviaran la correspondencia a su trabajo?
– ¿Cuenta bancaria? -dijo Claire sin comprender, mirando fijamente a Gemma-. ¿Pero cómo…? -Apartó la mirada con un parpadeo. Luego se alisó la falda por donde la había arrugado con su puño-. Fui una hija única muy supervisada y me casé con Stephen a los diecinueve años. Fui directa de los brazos de mis padres a los suyos. Exceptuando el corto período tras la muerte de Stephen, nunca he vivido sola. -Se enfrentó de nuevo a la mirada de Gemma y sus ojos eran feroces-. ¿Entiende lo que es querer algo para usted sola? ¿Lo ha sentido alguna vez? Eso era todo lo que quería, algo que nadie más pudiera tocar. No tenía que pedir permiso para gastarlo, no tenía que justificarme. Era maravilloso y era mi secreto. -Se miró las manos y las cerró fuerte de nuevo, formando puños, mientras respiraba hondo-. ¿Cómo lo han descubierto? Malcolm no puede habérselo dicho.
– No lo hizo -dijo Gemma en voz baja-. Encontramos su número de cuenta en el bolsillo de su esposo.
Gemma estaba sentada en la mesa de picnic del jardín delantero del pub, observando cómo se desarrollaba la vida del pueblo a su alrededor. Brian pasó en su pequeña camioneta blanca, Claire y Lucy se fueron en su Volvo, Geoff paró a hablar con ella de camino a la vicaría para ayudar en el jardín.
Al cabo de un rato cerró los ojos, esforzándose por no pensar ni en Jackie, ni en Alastair Gilbert, ni en nada. Disfrutó del sol que calentaba su piel y fue el fresco que notó al caer una sombra sobre su cara lo que le hizo abrir los ojos sobresaltada.
– ¿En qué piensas? -preguntó Kincaid.
– ¿Dónde…? No te he visto pasar.
– Es obvio. -Arqueó las cejas mientras se sentaba en el banco frente a Gemma.
Irritada por sus bromas, Gemma empezó a hablar de su viaje a Dorking con Will y luego, algo vacilante, habló de su visita a Claire.
El único comentario de Kincaid fue arquear las cejas un poco más. Luego, con voz inexpresiva, le explicó a Gemma la entrevista con la doctora.
Después de acabar el relato ella lo miró fijamente un momento y luego dijo:
– No lo dices en serio.
– Ojalá.
– ¿Pero cómo podía hacerle daño? Ella parece tan… frágil. -Gemma oyó en su imaginación el ruido seco de los huesos rotos y vio de nuevo la nuca de Claire, tan delicada como el tallo de un lirio.
Kincaid bajó la mirada a sus manos, con los dedos abiertos sobre la áspera madera de la mesa.
– No puedo estar seguro, pero tengo la sensación de que la apariencia de fragilidad de Claire la hacía más atractiva como víctima.
La idea le provocó náuseas a Gemma y cruzó los brazos por encima de su estómago a modo de escudo.
– No tienes pruebas.
– Es lo que dijo Nick. -Se encogió de hombros-. Ya me he equivocado en otras ocasiones. Pero tendré que enfrentarme a ella y decírselo. Tampoco creo que haya dicho toda la verdad sobre la cuenta bancaria. ¿Crees que el director de la sucursal describió a Ogilvie?
Esta vez fue Gemma quien se encogió de hombros.
– ¿Quién más podría ser? Nadie describiría a Gilbert como rapaz. Quizás nos hemos equivocado con Brian y Claire. Ella y Ogilvie se conocen desde hace mucho. Quizás han retomado su idilio donde lo dejaron años atrás.
– Pero si Ogilvie era el amante de Claire, ¿por qué tendría que ir a husmear su cuenta?
– En todo caso, ¿cómo averiguó Gilbert el número de cuenta? A menos que las dos cosas no estén relacionadas y Claire cometiera un descuido. Quizás dejó olvidado su talonario de cheques en el bolso. Las personas acaban siendo descuidadas cuando llevan tiempo engañando. Y quizás Gilbert lo encontró.
– O quizás Claire y Ogilvie planeaban deshacerse de Gilbert y Ogilvie pensó que ella lo estaba engañando y la investigó. -Kincaid se sintió bastante satisfecho con esta fantasía.
– No creo que Claire Gilbert planeara deliberadamente matar a su esposo, a pesar de lo que él le hiciera -dijo Gemma injustificadamente irritada.
Kincaid suspiró.
– Tampoco quiero creerlo, pero hemos de contemplar todas las opciones. Si ella lo mató, no creo que pudiera haberlo hecho sola. Esto es lo que nos hizo descartarla desde el principio. Puedes decir lo que quieras sobre Gilbert, pero no era un blandengue, y no creo que ella hubiera podido acercarse sigilosamente y golpearlo en la cabeza sin que él hubiera reaccionado a tiempo para salvarse.
Miró su reloj de muñeca y dijo:
– Mira, Gemma, tengo una idea. No podemos hablar con Claire hasta que vuelva de Dorking. Justo he hablado con Scotland Yard mientras dejaba a Nick en Guildford y no se sabe nada de Ogilvie, así que por el momento estamos en un punto muerto. -Entrecerró los ojos al levantar la mirada al sol-. Ven a pasear conmigo.
– ¿Pasear?
– Ya sabes. -Imitó el acto de caminar con los dedos encima de la mesa de picnic-. Locomoción con dos piernas. Tenemos tiempo antes de que se haga oscuro. Podríamos subir a la colina de Leith. Es el punto más alto del sur de Inglaterra.
– No tengo botas -protestó Gemma-. No voy vestida para…
– Vive peligrosamente. Seguro que tienes unas deportivas en tu bolsa de viaje y te prestaré mi anorak. Hace buen tiempo y no lo necesitaré. ¿Qué puedes perder?
Y así fue como Gemma se encontró caminando por la carretera junto a Kincaid, con el nylon de su anorak haciendo un frufrú debido al vaivén de sus brazos. Dejaron la carretera justo después de un bonito lugar llamado Bulmer Farm y al poco rato ya estaban subiendo por un sendero señalizado. Primero, el terreno caía en declive a su derecha. El gradiente estaba cubierto de hojas color rojizo y salpicado de esqueletos de árboles de corteza clara. Sin embargo, pronto empezaron a subir los taludes a ambos lados y el sendero se convirtió en una especie de surco enlodado.
Gemma saltaba como un conejo buscando los lugares secos y utilizaba las plantas para agarrarse. Al mismo tiempo maldecía a Kincaid por tener unas piernas largas.
– ¿Es ésta tu idea de diversión? -jadeó. Pero antes de que él pudiera responder oyeron un zumbido detrás de ellos. Eran un ciclista con casco y gafas, pedaleando a toda velocidad hacia ellos por el sendero. Gemma saltó a un lado y escaló el talud agarrándose a una raíz cuando el ciclista los pasó rozando y los salpicó de barro.
– ¡Desgraciado! -soltó Gemma furiosa-. Deberíamos denunciarlo.
– ¿A quién? -preguntó Kincaid mirando el barro que cubría sus pantalones-. ¿A la policía de tráfico?
– No tenía ningún derecho… -dijo Gemma mientras soltaba la raíz y empezaba a descender cautelosamente al camino. De repente los pies le salieron disparados hacia delante. Se retorció violentamente en el aire y aterrizó con dureza sobre una cadera y la palma de la mano. De repente notó el escozor y levantó la mano como si se estuviera quemando. Empezó a maldecir con ferocidad.
Kincaid se acercó y se arrodilló junto a ella.
– ¿Estás bien? -Por la expresión de su cara se veía que se estaba aguantando la risa y eso hizo que Gemma se pusiera aún más furiosa.- ¿No sabes que no es bueno tocar una ortiga? -le preguntó mientras le cogía la mano y examinaba la palma. Con el pulgar le restregó algo de barro que Gemma tenía en los dedos y el roce le quemó en la piel tanto como la ortiga.
Apartó su mano y se levantó con cuidado. Luego buscó un lugar donde el suelo estuviera seco.
– Busca una hoja de acedera -dijo Kincaid por detrás. En su voz todavía había indicios de sorna.
– ¿Para qué? -preguntó Gemma enojada.
– Para que deje de escocerte, por supuesto. ¿Nunca pasaste las vacaciones en el campo cuando eras niña?
– Mis padres trabajaban los siete días de la semana -dijo con la dignidad herida. Al cabo de un momento transigió-. A veces íbamos a la playa.
El recuerdo le sobrevino junto con el olor a sal del aire y el algodón de azúcar, el agua fría, siempre demasiado fría para que nadie con dos dedos de frente se bañase, la sensación del bañador húmedo y la arena sobre su piel, y las peleas con su hermana en el tren de vuelta a casa. Pero después venían los baños calientes y la sopa y el quedarse adormilada delante del fuego. Por un momento sintió nostalgia por la incuestionable sencillez de todo eso.
Cuando alcanzaron la cima media hora más tarde, Gemma se sentó agradecida en un banco que había en la base de la torre de observación y dejó que Kincaid le fuera a buscar un té en el puesto de refrescos. Los muslos le dolían por el ascenso y la cadera por la caída, pero al mirar las colinas que había frente a ella se sintió tonificada, como si hubiera llegado a la cima del mundo. Cuando Kincaid volvió con los vasos de plástico humeantes, ella ya había recuperado el aliento. Levantó la mirada hacia él y dijo:
– Ahora me alegro de haber venido. Gracias.
Se sentó junto a ella en el banco y le pasó el vaso.
– Dicen que en un día claro se puede ver Holanda desde lo alto de la torre. ¿Te animas?
Ella negó con la cabeza.
– No soy muy buena con las alturas. Esto ya es suficiente para mí.
Se quedaron un rato sentados en silencio, sorbiendo el té caliente y mirando la brumosa mancha que era Londres expandiéndose por la planicie hacia el norte. Luego Gemma subió las piernas al banco y se giró para encarar el sol.
Kincaid hizo lo mismo y se tapó los ojos con la mano.
– ¿Crees que eso de allá es el Canal, justo en el horizonte? -preguntó.
Gemma notó las lágrimas tras los párpados y al poco empezaron brotar por los rabillos. No podía hablar.
Kincaid la miró y dijo con preocupación:
– Gemma, ¿qué te pasa? No quería…
– Jackie… -Es todo lo que pudo decir. Luego tragó saliva y volvió a intentarlo-. Me acabo de acordar de que Jackie me dijo que quería ir allí de vacaciones. Siempre había querido ver París. Ella y Susan iban a coger el tren y pasar por el Eurotúnel para cruzar a Francia. Si no hubiera…
Kincaid le cogió el vaso de las manos temblorosas y lo puso en el banco. Luego colocó la palma de su mano sobre la espalda de Gemma y empezó a masajear en círculos.
– Gemma, tienes derecho a llorarla, pero no puedes seguir culpándote por su muerte. En primer lugar, seguimos sin saber si hay alguna relación. Y si la hubiera, Jackie era adulta y responsable de sus propios actos. Ella te ayudó porque quería, no porque tú la obligaras y fue más allá de lo que tú le pediste porque tenía curiosidad. ¿Lo entiendes?
Sacudió la cabeza sin decir nada, con los ojos apretados, pero al cabo de unos minutos se relajó y la presión en su pecho empezó a disminuir. Abrió los ojos y miró a Kincaid a la cara. La arruga entre las cejas evidenciaba que estaba preocupado por ella y le pareció que habían aparecido nuevas arrugas alrededor de sus ojos. Pensó en que había conducido desde Surrey para que no recibiera la noticia de la muerte de Jackie a través de una llamada impersonal. Tal consideración merecía un trato mejor que el que ella le había dispensado últimamente.
– El sol ya empieza a bajar -dijo Kincaid-. Pronto se pondrá oscuro. Será mejor que empecemos a descender mientras podamos ver por donde pisamos.
Lograron hacer los últimos metros del camino en la creciente penumbra y cuando llegaron al pueblo las luces de algunas casas ya empezaban a encenderse.
Kincaid vio como Gemma se abrazaba a su anorak cuando encararon el viento. No había dicho nada en todo el camino de vuelta, pero no notó hostilidad en su silencio, sólo cierto retraimiento. Ella le había sonreído y había cogido su mano de buen grado en los sitios difíciles.
– Claire ya debe de estar de vuelta -dijo Kincaid-. Probemos primero la casa.
– ¿Así? -dijo Gemma apuntando a sus pantalones y zapatos llenos de barro.
– ¿Por qué no? Nos dará un aire de autenticidad rural.
La cancela chirrió cuando entraron en el jardín de los Gilbert. Los arbustos cobraron formas inesperadamente amenazadoras en la oscuridad. Cuando rodearon la esquina que daba al jardín posterior, Kincaid se detuvo sin estar seguro de qué era lo que resultaba extraño. Levantó una mano para parar a Gemma y escudriñó la perrera. ¿Era eso una sombra o un bulto oscuro y quieto?
– ¿Lewis? -dijo en voz baja. Pero el bulto no se movió. El corazón de Kincaid daba sacudidas en su pecho-. Quédate aquí -dijo entre dientes a Gemma, pero la notó en sus talones cuando corría hacia el recinto.
Al acercarse, la sombra oscura se fundió y se convirtió en un elegante perro negro despatarrado. Kincaid se arrodilló y metió una mano por el espacio octogonal de alambre arañándose la piel de los nudillos. Tocó el perro con los dedos doloridos. El pelaje estaba caliente y notó la respiración en el costado.
– Está… -Gemma no pudo terminar la frase.
– Respira. -Vio una mancha sobre el cemento, cerca de la cabeza del perro-. Algo está pasando, Gemma. Quédate…
– No voy a dejar que entres tú solo -susurró-. Ni se te ocurra.
Cruzaron el césped juntos. Cuando llegaron a la puerta de la cocina Kincaid la abrió y pasaron por el vestíbulo tan silenciosamente como espectros. En la cocina permanecieron a oscuras, limitándose a tocar. Kincaid dio un giro completo, forzando los ojos para que se adaptasen a la oscuridad, forzando los oídos para poder oír por encima de los latidos de su corazón.
Al cabo de un momento su pulso empezó a ralentizarse y junto a él notó cómo la tensión fluía del cuerpo de Gemma. Oyó el ruido justo cuando ella estaba cogiendo aire para hablar. Gemma notó como el brazo de Kincaid la rodeaba y le tapaba la boca con la mano. Kincaid notó los dientes de Gemma cuando ésta ahogó un grito de sorpresa.
Volvió a oírlo, un levísimo crujido. El pelo de su nuca se le puso de punta.
– El móvil -le susurró a Gemma-. En mi chaqueta, en el coche. Ve…
La voz les llegó desde el rincón más oscuro del hall.
– Yo, si fuera usted, no lo haría.