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– ¿Inspector jefe Ogilvie, supongo? -La voz de Kincaid sonó perfectamente coloquial, pero Gemma pudo notar la presión de su mano encima de su boca. Con cuidado Gemma levantó la suya y le golpeó para que dejara de taparle la boca. Kincaid se alejó un poco de ella y continuó-: Nos ha ahorrado el tener que seguir buscándolo.
– No se mueva -dijo el hombre con dureza. Un clic y la luz se encendió detrás de él, en el hall. Su cuerpo se perfilaba claramente, pero la cara seguía en la sombra. La luz se reflejaba en un objeto que sostenía en la mano, plano, compacto, y parecía un juguete. Una pistola. Gemma intentó recordar desesperadamente el capítulo de armas de fuego del libro de texto de investigación criminal y trató de identificar la pistola. Semiautomática. Una Walther quizás. Al mismo tiempo, una parte indiferente de su cerebro se preguntaba qué importancia podía tener. No era capaz de calcular el calibre. Desde donde estaba la boca del cañón le parecía lo suficientemente grande como para ser tragada por ella.
El hombre dio un paso hacia la cocina dejando la pistola en la oscuridad, pero Gemma mantenía los ojos fijos en el lugar donde sabía que debía estar.
– Los dos se han pasado de listos -dijo, burlándose de ellos-. Ahora la cuestión es, ¿qué hacer con ustedes?
– ¿Por qué no ha salido por la entrada principal mientras entrábamos por detrás? -preguntó Kincaid. Igual podía haber estado interesándose por el tiempo.
– Lo he intentado. -Había un indicio de humor en la voz de Ogilvie. Gemma estaba segura de que era él-. El maldito Alastair y su paranoia. La puerta principal se abre con una llave y no la tengo. Y las ventanas están atrancadas. Así que ya ven mi apuro. Ustedes dos son lo único que interfiere en mi perfecta fuga.
Gemma notó que tenía la lengua como pegada en el paladar, pero intentó imitar el tono natural de Kincaid.
– De nada sirve que nos mate, ¿sabe? Hemos entregado todo lo que sabemos al comité de disciplina.
– Ah, pero sí que sirve, sargento. Tenía intención de negarlo todo e idear una excusa plausible para mi repentina ausencia. No encontrarán nada concreto que me inculpe. Es decir, hasta que me han visto aquí…
– ¿Por qué está aquí? -preguntó Kincaid-. Satisfaga mi curiosidad.
Ogilvie dio un suspiro audible.
– El maldito Alastair logró adquirir pruebas más bien perjudiciales sobre mis actividades. Creí que era prudente recuperarlas, pero desgraciadamente parece que ha sido más artero de lo que creía y se me ha acabado el tiempo.
Los ojos de Gemma se habían acostumbrado lo suficiente a la débil luz y ya podía ver los planos de la cara de Ogilvie y el brillo de sus dientes mientras hablaba. Vio que había sustituido su habitual traje de Bond Street por unos tejanos normales y un anorak, y parecía aún más peligroso sin ese barniz de refinamiento. La pistola de Ogilvie trazó un arco cuando la apuntó a ella, luego a Kincaid y de nuevo a ella.
Kincaid dio un paso hacia Gemma y la rodeó con el brazo. Sus dedos descansaban suavemente sobre su hombro. Estaba segura de que tenía otra intención además de querer reconfortarla. Pero, ¿qué quería él que hiciera? Se le ocurrieron todos los «debería» posibles. Deberían haber pedido refuerzos cuando vieron el perro. Ella debería haberse quedado afuera, pero, ¿cómo habría sabido que Kincaid tenía problemas antes de que fuera demasiado tarde?
Notó cómo la mano de Kincaid se tensaba y luego se quedaba inmóvil al oír como Ogilvie arrastraba las palabras.
– No obstante, he tenido una buena racha y tengo una cantidad considerable de dinero guardada en el continente. Creo que prefiero jubilar al inspector jefe Ogilvie y empezar de nuevo en vez de pegarles un tiro a los dos. Es algo muy desagradable y si bien he cruzado al otro lado de la ley varias veces, nunca he tenido que recurrir al asesinato. Pero no puedo dejar que den la alarma demasiado pronto, ¿no? Sargento…
– ¿Qué pasa con Jackie? -explotó Gemma-. ¿Acaso no cuenta hacer que le disparen? ¿O eso ya está bien, puesto que no se ha ensuciado las manos?
– No he tenido nada que ver con eso -dijo Ogilvie y sonó irritado por primera vez.
– ¿Y Gilbert? -preguntó Kincaid-. ¿Usted vino aquí antes a buscar las pruebas y él lo sorprendió…?
Se oyó el inconfundible ruido de los neumáticos sobre la grava y luego un portazo. Ogilvie maldijo y luego se rió en voz baja.
– Bueno, supongo que podemos encender las luces y celebrar una fiesta. Cuantos más, mejor. -Dio un paso adelante para oprimir el interruptor. Gemma tuvo que parpadear cuando las lámparas con pantallas de cobre de Claire se iluminaron-. ¡Muévanse! -les gritó y apuntó con la pistola hacia el extremo de la cocina-. Lejos de la puerta. -Entonces sonrió y Gemma se estremeció, porque la luz de sus ojos le recordó unos dibujos que había visto de guerreros celtas entrando en combate. David Ogilvie estaba disfrutando.
Voces. Luego pasos. Se abrió la puerta del vestíbulo. Claire Gilbert entró en la cocina diciendo:
– ¿Qué significa…? -se paró en seco al darse cuenta del panorama que tenía delante-. ¿David? -Su voz pasó a ser un chillido de sorpresa.
– Hola, Claire.
– ¿Pero qué…? No entiendo. -Claire, la cara fláccida por la incomprensión, miró a Ogilvie, luego a Gemma y Kincaid.
– Pues yo diría «me alegro de verte», aunque no sea totalmente cierto por mi parte. -Ogilvie hizo un gesto de pesar-. Sabes que tomaste la decisión equivocada tiempo atrás, ¿no, querida? Me hubiera costado mi ascenso de todas formas -Alastair era vengativo además de celoso- pero al menos te hubiera tenido a ti como consuelo…
– ¡Mamá! -Lucy irrumpió en la habitación gimiendo-. Algo le pasa a Lewis. No lo puedo desper… -Derrapó al detenerse junto a su madre-. ¿Qué…?
– Tan sólo está drogado -dijo Ogilvie-. Deberías enseñarlo a no aceptar bistecs de extraños. Volverá en sí en un rato. -Dirigió de nuevo su atención a Claire-. Pero me tenías miedo. ¿Recuerdas habérmelo dicho cuando anunciaste que te ibas a casar con Alastair? Dijiste que yo tenía una veta salvaje y que debías tener en cuenta la necesidad de un hogar estable para Lucy. -Se rió con desdén.
Claire se acercó a Lucy.
– Sólo hice lo que…
– Él me chantajeó para que te siguiera. Sus sospechas lo consumían como una enfermedad, estaba carcomido. Durante meses he pasado mis horas fuera de servicio observando cada movimiento tuyo. Llevas una vida bastante aburrida, querida, con excepciones ocasionales. -Ogilvie sonrió a Claire-. Deberías alegrarte de que no le dijera todo lo que he descubierto.
Sus intensos ojos grises se volvieron hacia Gemma y Kincaid.
– Bueno. Todo esto ha sido muy agradable, pero opino que ya hemos charlado suficiente. Hay arriba un dormitorio que se cierra con llave, ¿no es cierto?
Claire asintió.
– Ahora todos juntos, sed buenos chicos. -Ogilvie les indicó con la pistola que se dirigieran hacia el pasillo.
La puerta del vestíbulo sonó al cerrarse. Todos se dieron la vuelta como marionetas y esperaron.
– Señora Gilbert, la puerta estaba abierta de par en par y he dejado su… -Will Darling se detuvo justo dentro de la cocina-. ¡Qué diablos…! -En una fracción de segundo asimiló la escena, se dio la vuelta y se tiró hacia la puerta.
La pistola chasqueó y Will cayó con un grito de dolor. El agente se dio la vuelta y se apretó el muslo con fuerza. Gemma vio como en sus pantalones aparecía y se extendía una mancha brillante. Le dolían los oídos por el ruido y tragó saliva para contrarrestar el olor acre de la pólvora.
Demasiada sangre, pensó Gemma frenéticamente. Por Dios, que no sea la arteria femoral. Se desangrará hasta morir. Trató de recordar su formación en primeros auxilios. Presión. Aplicar presión directamente en la herida. Ignorando a Ogilvie, Gemma cogió un trapo de cocina de la encimera y corrió junto a Will. Dobló el trapo para que tuviera grosor y lo apretó contra la pierna con toda la fuerza de su peso. Will trató de levantarse pero cayó de nuevo con un gruñido de dolor. Cogió el brazo de Gemma, le tiró de la manga.
– Gemma, ayúdame. Tengo que pedir refuerzos. Qué…
– ¡No hables! Te pondrás bien, Will. Estáte quieto. -Entonces Gemma miró a Ogilvie. Tenía los labios apretados y su brazo estaba rígido. Ahora podía reaccionar de cualquier manera, pensó Gemma. Había cruzado la barrera que separaba a la mayoría de las personas de la posibilidad de violencia. Ahora podía ocurrir cualquier cosa.
– Escuche, colega. -Kincaid dio un paso en su dirección, luego otro-. Ya ve que no hay ninguna razón para continuar con esto. ¿Qué va a hacer? ¿Dispararnos a todos? No va a hacer daño a Lucy o a Claire. Entréguese.
– Atrás. -Ogilvie apuntó la pistola hacia Kincaid y la levantó a la altura del corazón.
Kincaid se paró con las manos levantadas y las palmas hacia fuera.
– Está bien. Nos podría encerrar, pero no puede dejar al agente sin atención médica. Él sólo estaba haciendo su trabajo. ¿Quiere tener esto en su conciencia? -Dio otro paso hacia Ogilvie, con las palmas todavía hacia fuera-. Déme la pistola.
– Le digo que… -Ogilvie levantó la mano izquierda para dar soporte a la derecha.
En posición para disparar, pensó Gemma, observando consternada y furiosa. No.
– Tengo frío, Gemma -dijo Will. La fuerza en su brazo era más débil. Las luces del coche. Se había dejado las luces del coche encendidas-. ¿Por qué tengo tanto frío? -Ahora la cara del agente estaba blanca, cubierta de sudor y el trapo estaba caliente y mojado.
– Alguien tiene que ayudarlo -dijo Gemma apretando los dientes para evitar el castañeteo.
Claire empujó a Lucy detrás suyo y dio un paso adelante.
– David, escúchame. No puedes hacer esto. Te conozco. Me puedo haber equivocado con Alastair, pero no me equivoco contigo. Si le disparas a él tendrás que dispararme a mí. Entrégate.
Gemma oyó gimotear a Lucy, pero no podía apartar los ojos del triángulo Kincaid, Claire y Ogilvie.
Por un momento pensó que el brazo de Ogilvie temblaba levemente y que el dedo se tensaba en el gatillo. Ogilvie sonrió.
– Hay algo honorable en una derrota digna. Y supongo que un cuerpo en el suelo de tu cocina es más que suficiente para ti, querida. -Se pasó la pistola a la mano izquierda se la entregó por la culata a Kincaid sin apartar los ojos de Claire. Añadió suavemente, con algo de pesar-: Nunca he sido capaz de negarte nada.
Claire se fue hacia él y le puso el dorso de su mano contra la mejilla.
– David.
Kincaid, con la pistola aún levantada, retrocedió hasta encontrar el teléfono en la mesa del desayuno y marcó el 999.
Kincaid estaba solo en la cocina de los Gilbert. Gemma se había ido con Will en la ambulancia y un coche patrulla se había llevado a un David Ogilvie que no opuso resistencia. Alertado por las luces y el ruido de las sirenas, Brian había cruzado corriendo la carretera y conducido a Claire al invernadero con una bebida fuerte.
La subida de adrenalina también se había hecho sentir en Kincaid. Levantó las manos y se preguntó si el temblor era visible. No temblaban tanto como para no poder interrogar a David Ogilvie cuando llegara a la comisaría. Más tarde pensaría en las posibles consecuencias de lo que había ocurrido.
Oyó el chirrido de la puerta del vestíbulo y luego un caminar silencioso. Lucy entró en la cocina. Todavía llevaba puesto el conjunto de la tarde, un vestido verde oscuro de talle alto y largo hasta la pantorrilla. La hacía parecer inocentemente anticuada y alejada de las corrientes de violencia que habían circulado por la casa. Le sonrió.
– ¿Señor Kincaid? -Se acercó a él y le tocó ligeramente el brazo. Mirándola de cerca pudo ver los surcos que las lágrimas habían dejado en sus mejillas y la leve hinchazón en los párpados-. Se trata de Lewis. Sigo sin poder despertarlo y no sé qué hacer. ¿Cree que podría echarle una ojeada?
– A ver qué puedo hacer. -Siguió la luz de la linterna por el jardín y se arrodilló junto al perro.
Lucy, de cuclillas junto a Kincaid, dijo:
– He llamado al veterinario y le he dejado un mensaje en el servicio de contestador, pero me han dicho que tardará horas.
Kincaid escuchó la respiración del perro, luego levantó un párpado insensible y examinó el ojo con la linterna.
– Esto está demasiado oscuro. Incluso con la linterna no puedo ver nada. ¿Lo metemos dentro?
– Por favor -dijo Lucy-. He intentado levantarlo, pero es un poco demasiado pesado para mí.
Kincaid pasó los brazos por debajo de Lewis y lo levantó.
– Listo. Sujétalo para que no se me caiga. -El cuerpo del perro se notaba caliente. Juntos, Kincaid y Lucy cruzaron el jardín y pasaron trabajosamente por las puertas. Finalmente Kincaid dejó el perro en el suelo de la cocina, con parte del cuerpo sobre el regazo de Lucy.
Levantó el labio del perro y examinó la encía.
– ¿Ves? Las encías están rosas y tienen un aspecto sano. Eso significa que la circulación es buena. Y su respiración es regular -añadió al observar como el pecho subía y bajaba a un ritmo constante-. No sé qué más podemos hacer hasta que venga el veterinario, excepto quizás mantenerlo caliente. ¿Tienes una manta?
Lucy levantó la mirada, concentrada como estaba en acariciar las orejas del perro.
– Hay un edredón al pie de mi cama. ¿Podría…?
– Vuelvo enseguida.
Encontró la habitación de Lucy con facilidad y se quedó en la puerta mientras la inspeccionaba con sorpresa. Excepto por una colección variopinta de peluches sobre la cama, no había nada típicamente adolescente en el dormitorio. Ni pósters de grupos de rock o modelos, ni montones de ropa que convirtieran el suelo en una carrera de obstáculos. De hecho tenía el mismo aire de simplicidad que el cuarto de Geoff, y Kincaid se preguntó si era el chico quien había influido en ella o si se trataba de una expresión natural de su propia personalidad.
Los muebles parecían viejos, pero bien cuidados. Una manta de lana irlandesa en tonos lila y verde cubría la cama. Recogió el edredón descolorido y destrozado que había cuidadosamente doblado al pie de la cama, pero no abandonó la habitación.
La pared de encima del pequeño escritorio estaba cubierta de recortes de periódicos y revistas enmarcados. Los sencillos marcos obra de Geoff, pensó Kincaid. Se acercó a examinarlos y vio que todos los artículos estaban firmados por el padre de Lucy, Stephen Penmaric.
Los estantes colgados a ambos lados de la ventana contenían libros. Ocupaban un lugar prominente los de las Crónicas de Narnia, de C. S. Lewis, y no les faltaban las sobrecubiertas. Abrió uno y al ver la fecha del copyright silbó. Eran primeras ediciones y estaban impecables. La madre de Kincaid regalaría su primer nieto a cambio de estos libros.
Junto a los libros había una pequeña jaula con virutas de cedro y una rueda metálica. Dio unos golpecitos y apareció un ratoncito blanco correteando. Miró parpadeando a Kincaid con sus ojos rojos y volvió a esconderse.
Kincaid apagó la luz y cogió el edredón.
Lucy lo miró expectante cuando entró a la cocina.
– ¿Ha visto a Celeste? Me olvidé de hablarle de ella. Espero que no tenga miedo de los ratones.
– En absoluto. Yo tenía uno hasta que tuvo un encuentro desafortunado con el gato de la familia. -Se arrodilló y colocó el edredón alrededor de Lucy y Lewis. El suelo de baldosas estaba frío-. No pareces cómoda aquí. ¿Estarás bien?
– No podría soportar dejar a Lewis. -Echó una mirada a Kincaid por debajo de las pestañas y luego dijo vacilante-: Señor Kincaid, ¿quién era ese hombre? Me resulta familiar, pero no he podido ubicarlo.
– Trabajaba con tu padrastro y fue amigo de tu madre después de que tu padre muriera. -Le dejaría a Claire las explicaciones de los detalles de esa relación, si es que deseaba explicarla.
– No he podido evitar fijarme en tu colección de libros de C. S. Lewis. ¿Sabes que son muy valiosos?
– Eran de mi padre. Me llamó Lucy por el personaje de los libros. -Miró al vacío y dejó de acariciar la cabeza del perro-. Siempre quise ser como ella. Brava, valiente, alegre. Los otros niños siempre eran tentados, Lucy nunca. Era buena, realmente buena, de los pies a la cabeza. No como yo. -Volvió la vista a Kincaid y le pareció que en sus ojos había una tristeza demasiado grande para su edad.
– Quizás -respondió Kincaid despacio- tus aspiraciones no eran razonables.
– Parece que lo hemos pillado -dijo Nick Deveney a Kincaid. Estaban en la cantina de la comisaría de Guildford tomando un bocadillo y un café mientras Ogilvie esperaba en la sala A de interrogatorios.
– No ha admitido nada -respondió Kincaid con la boca llena de queso y tomate-. Y no creo que lo pongamos nervioso haciéndolo esperar. Ha estado al otro lado de la mesa demasiadas veces.
– No se va a librar de lo de Gilbert, después de lo que ha hecho. Lo de Jackie Temple puede que sea un poco más difícil si puede probar que estaba dando una conferencia esa noche. -Deveney hizo una mueca-. No soporto cuando un poli se corrompe. Y encima disparar a otro agente… -Al no encontrar palabras para expresar su indignación, Deveney sacudió la cabeza.
– No podía saber que Will era un policía -dijo Kincaid con toda la razón. Luego se preguntó por qué estaba defendiendo a Ogilvie, y por qué el hecho de no saber que Will fuera un policía pudiera hacer su delito menos censurable-. ¿Alguna novedad sobre Will?
– Está en el quirófano. Creen que tiene el fémur fracturado y ruptura de la vena femoral.
Kincaid terminó su bocadillo e hizo una bola con el film transparente.
– Fue rápido. Más rápido que yo. Si hubiera salido y pedido refuerzos nada de esto habría ocurrido.
Deveney asintió sin molestarse en justificarlo.
– En el departamento de investigación criminal se vuelve uno lento. Se pierde la audacia. Se pasa uno demasiado tiempo redactando los malditos informes con el trasero pegado a la silla.
– No creo que David Ogilvie le resulte nada lento -dijo Kincaid.
Ogilvie no tenía aspecto desmejorado. Había colgado cuidadosamente su anorak en el respaldo de la silla y su camisa blanca de algodón parecía tan limpia y planchada como si acabara de salir de la tintorería. Sonrió a Kincaid y Deveney cuando entraron y se sentaron frente a él.
– Esto va a ser interesante -dijo cuando Deveney puso la grabadora en marcha.
– Diría que va a tener varias experiencias interesantes -dijo Kincaid-, incluida una estancia larga en uno de los mejores alojamientos de su Majestad.
– Tenía intención de ponerme al día en mis lecturas -replicó Ogilvie-. Y tengo un abogado excepcionalmente bueno, por cierto. Podría negarme a decir nada hasta que llegue.
¿Y por qué no lo hace? se preguntó Kincaid mientras estudiaba la expresión de los oscuros ojos de Ogilvie. Era un hombre muy inteligente y que conocía extremadamente bien las normas de los interrogatorios. ¿Quería hablar? ¿Quizás necesitaba hablar?
Kincaid le lanzó una mirada de advertencia a Nick Deveney. Ésta era definitivamente una ocasión en que la agresión no los llevaría a ninguna parte.
– Háblenos de Claire -le dijo a Ogilvie mientras se apoyaba en el respaldo de la silla y cruzaba los brazos.
– ¿Tiene idea de lo preciosa que era hace diez años? Nunca pude entender lo que ella vio en él. -Su voz era de incredulidad, como si esos diez años no hubieran atenuado el asombro-. No puede haber sido el sexo… Siempre venía a mí hambrienta. Y pienso que mantuvo esa falsa apariencia de frigidez hasta después de casada. Quizás pensó que era eso lo que él quería. No lo sé…
Así que iban de este palo, pensó Kincaid.
– Interpreto que él no sabía que ella se acostaba con usted.
Ogilvie hizo un gesto para negarlo.
– Yo seguro que no se lo dije.
– ¿Ni siquiera cuando ella le dijo que se iba a casar con él?
– No me insulte, comisario. Yo no me rebajo a ese nivel.
– ¿Incluso si con ello hubiera fastidiado las cosas para Gilbert?
– ¿Con qué fin? Claire me habría despreciado por traicionarla. Y pienso que en aquel momento estaba tan determinado a poseerla que nada lo hubiera detenido. Ella era el premio de porcelana, para ser lucido como su último logro. La expresión «esposa trofeo» parece haber sido inventada para Gilbert y Claire. Pero él la subestimaba. A menudo me he preguntado cuánto tiempo tardó en darse cuenta de que se había casado con una persona de verdad. -La cara de Ogilvie se había relajado al hablar de Claire y por primera vez Kincaid pudo imaginar lo que ella pudo ver en él.
– ¿No ha mantenido el contacto con ella?
– No hasta esta noche. -Ogilvie dio un sorbo del vaso de agua que había sobre la mesa.
Kincaid se inclinó hacia delante, con las manos sobre la mesa.
– ¿Qué pruebas tenía Gilbert contra usted?
– ¿Intenta cogerme por sorpresa, comisario? -El falso recelo volvió a aparecer en la boca de Ogilvie-. Eso es algo que prefiero discutir con mi abogado.
– ¿Y la naturaleza de las actividades en que estaba metido?
– Eso también.
– Jackie Temple creía que estaba cobrando dinero por ofrecer protección a traficantes importantes. ¿Por eso la mató?
– Ya se lo he dicho antes. Yo no tengo nada que ver con la muerte de la agente Temple y eso es todo lo que voy a decir sobre el asunto. -La boca se le quedó fija en una pertinaz línea.
Deveney se movió intranquilo en la silla.
– Háblenos del día en que murió el comandante -dijo-. ¿Qué pasó después de que fuera al banco?
– ¿El banco? -repitió Ogilvie y sonó por primera vez inseguro.
Suda, maldita sea, pensó Kincaid y le sonrió.
– El banco. El banco donde engañó al director para poder ver el expediente de Claire.
– ¿Pero cómo…? -Ogilvie se encogió de hombros-. Supongo que no importa. -Volvió a beber agua y pareció serenarse-. El problema de seguir a Claire era que no podía arriesgarme a que me reconociera, por eso nunca podía acercarme demasiado. Había visto que paraba en ese banco varias veces y sabía que sus asuntos financieros los llevaba el Midlands de Guildford. Que yo supiera podía estar haciendo recados para la madre de Gilbert, pero me di cuenta de que siempre salía del trabajo y volvía al trabajo. Eso me dio que pensar. Para entonces el juego ya había dejado de ser divertido y me empezó a intrigar.
»Ah, sí. Al principio era como un juego. Lo admito. Era una oportunidad de utilizar viejas destrezas, de sentir la agudeza de nuevo. Y era un reto. Se trataba de darle a Alastair lo suficiente como para quitármelo de encima y sin comprometer demasiado a Claire. Alastair tendría que haber chantajeado a un fisgón menos parcial.
Deveney se frotó un pulgar con el otro.
– Diría que ha disfrutado de la oportunidad de desquitarse con ella después de que le diera calabazas por él.
– ¿Y darle la satisfacción a Alastair Gilbert en el proceso? Él quería que le dijera que su esposa lo estaba engañando. Parecía obtener una clase de satisfacción perversa de ello.
Kincaid se inclinó hacia él.
– ¿Lo estaba engañando?
– Tampoco tengo intención de decirle eso. Lo que hiciera Claire era asunto de ella.
– Pero le dijo a Gilbert lo de la cuenta bancaria.
– Me pareció algo suficientemente inofensivo. Lo llamé esa tarde y le dije que quería hablar con él y que iría a buscarlo a la estación de Dorking. Le di la información y le dije que ya no quería seguir. En los meses que estuve vigilando a Claire eso era todo lo que había descubierto y que yo supiera estaba ahorrando el dinero para hacerle a él un maldito regalo de cumpleaños. Ya estaba harto.
– ¿Y eso fue todo? -Kincaid arqueó las cejas con escepticismo.
– Estuvo de acuerdo -dijo Ogilvie con los ojos cerrados.
Kincaid se inclinó hacia Ogilvie y golpeó la mesa con el puño.
– ¡Gilipolleces! Gilbert nunca hubiera estado de acuerdo. Lo sé a ciencia cierta y no lo conocía ni la mitad de bien que usted. Creo que se rió de usted. Le dijo que nunca lo soltaría. Y lo creyó, ¿no es así? -Kincaid se volvió a sentar y clavó los ojos en Ogilvie, desarrollando la escena mentalmente-. Creo que esa noche lo siguió a su casa desde Dorking, esperando tener una oportunidad. Dejó su coche en el aparcamiento del pub, donde no llamaría la atención, o bien al final del camino. Llamó a la puerta e inventó una excusa, le dijo que había olvidado mencionar una cosa mientras se aseguraba de que no hubiera nadie más en la casa.
»Y creo que fue a usted a quien Gilbert subestimó. Le dio la espalda y ahí se acabó todo.
El silencio en la sala se hizo espeso. Kincaid imaginó que oía el latido contrapuesto de sus corazones y el sonido de la sangre bombeada por las venas. Ahora sí que brillaba un sudor aceitoso en la frente de Ogilvie.
Se pasó la mano por la cara con impaciencia.
– No. Yo no maté a Alastair Gilbert. Y puedo probarlo. Conduje directamente a Londres porque tenía una cita con un pintor para discutir la decoración de mi piso. -Sonrió-. Una coartada de un testigo imparcial, comisario. Verá que se sostiene.
– Veremos -dijo Deveney-. Todo el mundo es susceptible de ser untado. Como bien sabe.
– Un golpe bajo -dijo Ogilvie-. Touché, comisario jefe. Pero ya que estamos intercambiando méritos, he de decir que en mi antigua comisaría al menos ofrecíamos café a los acusados. ¿Cree que puede conseguirme uno?
Deveney miró a Kincaid e hizo una mueca.
– Supongo que sí. -Habló a la grabadora indicando la hora y haciendo la observación de que iban a tomarse un breve descanso. Luego la apagó.
Cuando la puerta se cerró, Ogilvie miró a Kincaid con solicitud.
– ¿Extraoficialmente, comisario?
– No lo puedo prometer.
Ogilvie se encogió de hombros.
– No voy a hacer la gran confesión. No tengo nada que confesar, excepto que estoy cansado. Usted parece un hombre sensato. Deje que le dé un consejo, Duncan. Es Duncan, ¿no? -Prosiguió cuando Kincaid hubo asentido-. No deje que la amargura le dañe el sentido común. Yo debería haber obtenido el puesto de Gilbert. Yo era el mejor cualificado. Pero él era mejor lamiéndole el culo a los superiores y me saboteó.
»Después de eso empecé a sentir que merecía algo mejor, que el sistema me lo debía, y fue así como empecé disculpando pequeñas infracciones. Luego uno intenta justificarse de otras maneras. Algo del tipo «Va a suceder igualmente por mucho que nos esforcemos, así que por qué no beneficiarse». -Ogilvie hizo una pausa y vació su vaso de agua. Luego se pasó la mano por la boca-. Pero al cabo de un tiempo te desgastas, como con una enfermedad. Sabía que necesitaba dejarlo, pero lo iba aplazando. Nunca quise hacerle daño a nadie. Ese agente, ¿cómo está?
– Dicen que está en el quirófano, pero parece que se pondrá bien. -Cuán fácil era ir incrementando la caída. Kincaid miró a Ogilvie. Deseó haberlo conocido años atrás, cuando era un policía sin tacha-. Pero eso no lo excusa. Y Jackie Temple… quizás usted no ordenara su muerte, pero la asesinaron porque hizo preguntas sobre usted. En mi opinión eso lo convierte en culpable.
Ogilvie se enfrentó a su mirada.
– Tendré que vivir con ello, ¿no?
Por mucho que alguien intentara que una sala de espera fuera cómoda y hogareña nunca se podía ocultar el aire hospitalario. El olor reptaba por debajo de las puertas y a través del sistema de ventilación, tan penetrante como el humo. Gemma estaba esperando sola, sentada en el rincón del sofá. Se sentía extraña. El tiempo parecía fluido, erráticamente arbitrario. Con los ojos fijos en el papel pintado, Gemma oía una y otra vez el disparo y veía caer a Will, como si una película hiciera piruetas dentro de su cabeza.
Se acordó de la enfermera de cara simpática que le había ordenado que bajara a la cafetería a cenar algo que luego no había sido capaz de comer. Pero no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado desde entonces. Seguro que Will saldría pronto del quirófano y alguien vendría.
Sus pantalones estaban salpicados de barro y surcados de sangre por las rodillas y los muslos. Todavía llevaba el anorak de Kincaid y agradecía que fuera tan caliente. Pero no paraba de tocar los puños rígidos por las manchas y una voz en su cabeza repetía como un conjuro la sangre de Will, la sangre de Will.
Se despertó con una sacudida. ¿Se había dormido? Las voces y los pasos eran reales. No había estado soñando. Se levantó con el corazón latiendo aceleradamente al ver entrar a Kincaid y Nick Deveney.
– Gemma, ¿estás bien? -preguntó Kincaid-. ¿Hay malas noticias de Will?
Gemma sintió las rodillas flojas y se sentó de nuevo. Mientras Kincaid cogía la silla para sentarse a su lado, Gemma movió negativamente la cabeza.
– No. Sólo es que… Pensé que sería el médico… Lo siento. ¿No has visto a nadie al entrar?
– No, cariño. -Kincaid echó una ojeada alrededor de la sala vacía-. ¿Will no tiene familia?
– Me dijo que sus padres habían fallecido -respondió Gemma.
Deveney hizo una mueca.
– ¿No le habrá explicado cómo murieron? -Al ver que Gemma y Kincaid lo miraban expectantes, Deveney suspiró y se examinó las uñas-. Sus padres sentían devoción el uno por el otro. Y por Will. Lo tomaron mal cuando fue destinado al Ulster. Justo después de regresar a casa le diagnosticaron Alzheimer a la madre y unos meses más tarde fue al padre a quien diagnosticaron un cáncer terminal.
»El padre disparó a la madre y luego se disparó a sí mismo. Will los encontró acurrucados en la cama como amantes. -Deveney carraspeó y apartó la mirada.
Kincaid esbozó un «Dios mío», pero Gemma fue incapaz decir nada. Pobre Will. Y ahora esto. No era justo. Se abrió la puerta y Gemma se volvió a sobresaltar. Esta vez no lo pudo soportar.
El médico todavía llevaba puesto el pijama quirúrgico verde y se había bajado la máscara por debajo de la barbilla como si fuera un babero. Era rechoncho y calvo, y llevaba unas gafas en las que se reflejaban las luces. Se dirigió a ellos sonriendo.
– Ha sido un trabajo duro remendar a su chico. Ha perdido mucha sangre, pero creo que lo hemos estabilizado. Me temo que no le van a poder ver hasta mañana.
Una oleada de debilidad sobrecogió a Gemma y sintió que se iba a desvanecer. Dejó que fueran Kincaid y Deveney quienes dieran las gracias al médico y ambos la condujeron hacia el hall.
– Ha venido el abogado de Ogilvie -dijo Deveney a Gemma mientras caminaban-. Con la labia de un político americano y probablemente igual de rico. Ha hecho callar enseguida a Ogilvie, pagará por esto. Y por lo de Gilbert. Por mucha coartada que diga tener.
– No estaría tan seguro -dijo Kincaid despacio. Los demás se detuvieron y se quedaron mirándolo-. ¿Recuerda, Nick, que Ogilvie ha dicho que Gilbert había subestimado a Claire? Creo que quizás nosotros también.