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Gemma se despertó antes del amanecer. Por un momento se sintió desorientada. La mancha de luz que había junto a su cama se fue dibujando y pudo reconocer la ventana y el visillo iluminado por la farola del exterior. Estaba en el hotel del centro de Guildford, por supuesto. Gemma empezó a ordenar los eventos del día anterior. Will yacía en el hospital. David Ogilvie le había disparado.
Se quedó en la cama mirando como la ventana palidecía y se tornaba gris perla. Se levantó, se aseó y se puso la ropa que llevaba en la bolsa de viaje. Luego pasó una nota por debajo de la puerta de Kincaid y abandonó el hotel. Comenzó a caminar por la calle principal hacia la estación de autobuses. No pasaban coches, no había gente mirando los escaparates de las tiendas cerradas. Gemma se sintió inquietantemente sola, como si fuera la última persona sobre la faz de la Tierra.
Pero luego pasó junto a una camioneta de verduras y el conductor que la descargaba la saludó alegremente. Dobló por Friary Street y miró al cielo. Vio una mancha de color rosa brillante que se estaba propagando desde el este por todo el cielo. Su ánimo se levantó, aligeró el paso y al poco rato llegó a la estación donde encontró un taxi que la llevaría al otro lado del río, en lo alto de la colina, al hospital.
– Es demasiado temprano, querida -dijo amablemente la enfermera-. Todavía no hemos terminado la rutina de la mañana. Siéntese y la vendré a buscar en cuanto pueda verlo. O mejor aún, baje a la cafetería y tome el desayuno.
Gemma no se había dado cuenta del hambre que tenía hasta que lo mencionó la enfermera. Hizo caso de su consejo y comió huevos con bacon y pan frito sin el menor remordimiento. Cuando volvió arriba la enfermera la llevó a la sala.
– No se demore demasiado -la previno-. Ha perdido mucha sangre y se cansará fácilmente.
La cama de Will estaba al final de la sala, con las cortinas medio corridas. Parecía dormido, pálido y vulnerable bajo las sábanas blancas. Gemma se sentó silenciosamente en la silla que había junto a la cama y de repente se sintió algo incómoda.
Will abrió los ojos y sonrió.
– Gemma.
– ¿Cómo se encuentra, Will?
– Ya no podré pasar por los sistemas de seguridad del aeropuerto sin un papel del médico. Me han puesto un clavo en la pierna. -Su sonrisa iba casi de oreja a oreja. Luego se puso serio-. No han dejado que nadie me explicara nada. Era Ogilvie, ¿no? ¿Lo van a encerrar por lo de Gilbert y su amiga?
– No lo sé. Ahora están comprobando su declaración.
– ¿Está bien Claire? -Hizo un gesto de admiración con la cabeza-. ¿No fue increíble cómo le hizo frente?
– Will, usted fue el valiente. Me alegro de que esté bien. Yo debería…
– Gemma. -Levantó la mano de la sábana para detenerla-. Partes de lo que ocurrió anoche siguen confusas, pero recuerdo lo que hizo por mí. El médico ha dicho que me salvó la vida.
– Will, yo sólo…
– No discuta. Se lo debo y no lo olvidaré. Ahora, explíquemelo todo desde el principio, con pelos y señales.
Aún no había llegado a la parte en que Will entraba cuando los párpados del agente se cerraron, se agitaron y volvieron a cerrarse. Gemma se inclinó y le besó suavemente en la mejilla.
– Volveré, Will.
– ¿Cómo está? -preguntó Kincaid cuando abandonaron la comisaría de Guildford. Gemma se había reunido con él después de la visita al hospital y su aspecto era más jovial que la noche anterior. Por un momento se sintió celoso de su preocupación por Will, luego se reprendió por su estrechez de miras y se preguntó si no estaba resarciéndose de su sensación de fracaso.
– Bastante animado, pero todavía un poco sensible -respondió Gemma sonriendo-. La enfermera me ha dicho que lo de la pierna va a ser una recuperación lenta.
– Tu intención es visitarlo -dijo Kincaid al abrir la puerta del Rover y esforzándose por sonar indiferente y despreocupado.
– Tantas veces como pueda -le echó una mirada mientras se abrochaba el cinturón del asiento del pasajero- una vez concluyamos este caso.
Habían encontrado al pintor de Ogilvie y lo habían entrevistado esa misma mañana. En efecto, había confirmado la coartada de Ogilvie. Deveney estaba escarbando con la determinación de un bulldog, tratando de encontrar un punto débil en la historia o la conexión entre ambos hombres. Se había registrado de nuevo y en vano el estudio de Gilbert después de detener a Ogilvie. Ahora esperaban que el comité de disciplina tuviera más suerte destapando las pruebas que tenía Gilbert de la corrupción de Ogilvie.
Gemma, como si le hubiera leído los pensamientos, dijo:
– Crees a Ogilvie, ¿verdad? -Dieron la vuelta a una rotonda en dirección a Holmbury St. Mary-. ¿Por qué?
Kincaid se encogió de hombros y dijo:
– No estoy seguro. -Luego sonrió-. Es ese infame instinto. En serio… mintió sobre algunas cosas, y lo noté. Por ejemplo, la respuesta de Gilbert cuando le dijo que ya no quería hacerle el trabajo sucio. Pero no creo que mienta en lo que a Gilbert o Jackie se refiere.
– Incluso si tienes razón, lo cual es discutible, ¿por qué Claire?
Kincaid creyó detectar cierto resentimiento en su voz. Suspiró y pensó que no la podía culpar. A él también le gustaba Claire, incluso la admiraba. Y quizás, sólo quizás, estuviera equivocado.
– En primer lugar, no hay pruebas físicas que lo sitúen en la casa. No hay ni un pelo, ni una fibra en la cocina.
»Además, piensa en todo lo que hemos averiguado sobre Alastair Gilbert. Era celoso y vengativo con la sed de poder de un megalómano. Disfrutaba haciendo daño a los demás, tanto físico como emocional. ¿Quién sería la persona más afectada? -Miró el perfil de Gemma y dijo categóricamente-: Su esposa. Siempre he dicho que este asesinato se cometió en un momento de ira, y creo que Claire Gilbert odiaba a su esposo.
– Si tienes razón -dijo Gemma-, ¿cómo vas a demostrarlo?
Claire los recibió en la puerta trasera con expresión de ansiedad.
– He llamado al hospital y no dicen nada sobre el estado del agente Darling. ¿Saben algo?
– Mejor que saber -la tranquilizó Gemma-. Lo he visitado esta mañana a primera hora y está bien.
Kincaid se detuvo en el vestíbulo para echar una ojeada a los impermeables que colgaban de una fila de ganchos. Cuando vio lo que buscaba no supo si alegrarse o sentir pesar.
– ¿Y… David? -preguntó Claire cuando entraron en la cocina. Miró a Kincaid.
– Nos está ayudando en la investigación.
Lewis seguía estirado en el edredón de Lucy, pero esta vez levantó la cabeza y meneó la cola. Kincaid se arrodilló y le acarició las orejas.
– Veo que este paciente también está mejorando, a pesar de no ser el bravucón de siempre.
– Lucy insistió en quedarse con él toda la noche. Después de que viniera el veterinario hace una hora la convencí para que se estirara en el sofá del invernadero. -Claire toqueteó vacilante el pañuelo de seda que llevaba fruncido alrededor del cuello de la camisa blanca esmeradamente confeccionada-. En cuanto a David… Era buena persona, en el pasado. Lo que sea que le haya pasado en estos últimos años, en fin, no le creo capaz de… matar a nadie.
– Me inclino a coincidir con usted -dijo Kincaid notando la intensa mirada de Gemma.
Claire sonrió aliviada.
– Gracias por venir a tranquilizarme. ¿Puedo ofrecerles café o té?
Kincaid respiró hondo.
– En realidad, nos gustaría hablar con usted. En un lugar algo más privado, si no le importa.
Su sonrisa flaqueó, pero aceptó de inmediato.
– Podemos ir al salón. Prefiero no molestar a Lucy.
La siguieron hasta la sala que había parecido tan acogedora la noche en que murió Alastair Gilbert, y dejaron la puerta entornada. En la chimenea el fuego no estaba encendido y las paredes rojas eran más bien de mal gusto vistas a la débil luz del día que entraba por los postigos.
Kincaid se sentó muy derecho en el sillón tapizado en chintz. Había repasado todos los ángulos, cómo sorprenderla, cómo engañarla, pero al final empezó con simplicidad.
– Señora Gilbert. He averiguado una serie de cosas durante esta semana que me han llevado a pensar que su marido abusaba físicamente de usted. Quizás sólo ocurriera en una o dos ocasiones, quizás fue algo que ha venido sucediendo desde el inicio de su matrimonio. No lo sé.
»Lo que sí sé, no obstante, por fuentes que no son David Ogilvie, es que su esposo sospechaba que usted tenía una aventura. Fue tan lejos como para acusar a Malcolm Reid y lo amenazó.
Claire se puso la mano en la boca, apretando fuerte con los dedos. Reid no se lo ha dicho, pensó Kincaid. ¿Qué más no le habían contado sus amigos para protegerla? ¿Y qué había escondido ella de ellos?
– Pero Reid sólo era culpable de ayudarla a esconder sus bienes y le dijo a su esposo que dejara de fastidiar. ¿Cuán cerca de la verdad estuvo su esposo, Claire? ¿También amenazó a Brian?
El silencio se alargó mientras Claire retorcía las manos en su regazo. Era el momento decisivo, Kincaid lo sabía y tuvo que acordarse de respirar. Si negaba su relación con Brian ya no le quedaba nada más para conseguir que hablara y no tenía pruebas excepto sus propias extravagantes suposiciones. La cara de Claire parecía paralizada y remota, como si nada de todo esto tuviera que ver con ella, luego respiró hondo y dijo:
– David lo sabía, ¿verdad?
Kincaid asintió e hizo un gran esfuerzo de no dejar que se notase el alivio en su voz.
– Eso creo, pero no fue él quien nos lo dijo.
– Lo mío con Brian no fue una aventura apasionada entre dos personas maduras, ¿entiende? -dijo ella con una sonrisa meramente insinuada-. Los dos estábamos solos y necesitados. Ha sido un buen amigo.
»Y también Malcolm. Nunca le expliqué a Malcolm toda la verdad sobre Alastair, sólo lo que podía soportar. Dije que estaba cansada de que fuera condescendiente conmigo, de ser tratada como su pertenencia, y Malcolm me ayudó como pudo. Tuve mucho cuidado de no llevar el talonario a casa. Incluso lo escondí en un lugar secreto en la tienda, por si acaso Alastair llegara de alguna manera a registrar mi escritorio. Era muy convincente cuando quería, ¿sabe? Imaginé que vendría cuando supiera que yo no estaba y le diría a Malcolm que yo había llamado y le había pedido que me cogiera alguna cosa. ¿Qué podría hacer Malcolm entonces?
»Y luego, claro, me preguntaba si mi paranoia había alcanzado proporciones épicas, si me estaba volviendo loca. -Sacudió la cabeza y lanzó una risa ahogada-. Pero ahora sé que ni siquiera mi paranoia estaba a la altura de Alastair.
Vertía las palabras como un torrente desatado y a Kincaid le pareció que el muro de falsas apariencias que había levantado Claire Gilbert a su alrededor estaba empezando a derrumbarse ante sus ojos. Ahora emergía por entre los escombros la verdadera Claire: asustada, enfadada, resentida y ya nada remota.
– Ni siquiera se le ocurrió preguntarse por qué llevaba a casa tan poco dinero. No creía que mi trabajo tuviera valor. Ésa, por supuesto, fue la única razón por la que toleró que yo trabajase y no estoy segura de que hubiese durado demasiado.
»Tengo una amiga del colegio en Estados Unidos, en Carolina del Norte. Pensaba que para cuando Lucy hubiera acabado la escuela ya habría ahorrado suficiente dinero y que podríamos… desaparecer.
– ¿Y qué pasaría con Brian? -preguntó Gemma, que sonó como si el hombre necesitara un partidario.
Despacio, Claire dijo:
– Brian lo habría comprendido. Los problemas con Alastair se habían intensificado durante el último año. Tenía miedo.
Gemma se inclinó hacia ella, con las mejillas rosas de indignación.
– ¿Por qué no lo abandonó? ¿Por qué no le dijo que quería el divorcio y acabar con todo de una vez?
– Siguen sin entenderlo, ¿no? Piensan que todo es tan fácil. Piensan que nadie con un poco de fibra aguantaría estos malos tratos. Pero las cosas nunca empiezan así. Es un proceso paulatino, como aprender una lengua. Y de repente un día te despiertas y te das cuenta de que piensas en griego y ni siquiera te habías dado cuenta. Te has tragado sus condiciones.
»Yo lo creí cuando me dijo que no podría arreglármelas sola. Fue cuando empecé a trabajar con Malcolm que pude ver que no era cierto. -Claire paró. Su expresión era de concentración y sus ojos estaban fijos en algo que ellos no podían ver -. Fue el principio de una especie de resurrección, el renacimiento de la persona en que hubiera podido convertirme antes de casarme con Alastair diez años atrás. -Suspiró y volvió la mirada hacia ellos-. Pero en todos estos años había aprendido a guardarme esos cambios íntimos para mí misma.
Kincaid dijo en voz baja:
– No funcionó, ¿no es cierto? En menos de un año se ha roto dos huesos.
Claire tomó su muñeca derecha con la mano izquierda, como protegiéndola.
– Supongo que notó que mi vida ya no se centraba en él. Empecé a ignorar sus sutiles señales que eran todo lo que necesitaba para manipularme, hasta que al final explotó.
– ¿Fue ese el inicio de la violencia?
Negó con la cabeza y cuando habló su voz era apenas audible.
– No. Eso empezó casi al principio. Se trataba de cosas pequeñas, de las que se reía. Pellizcos. Zarandeos. Verán, descubrí en cuanto nos casamos… -Claire se detuvo y se pasó la mano por la cara-. No sé como explicar esto con delicadeza. Sexualmente, él… Él quería que me amoldara a sus deseos. Si yo expresaba mis propios deseos o necesidades, o incluso placer, se ponía furioso y no se acercaba a mí. Así que cuando empecé a encontrarlo… desagradable, lo que hacía era fingir que estaba ansiosa y me dejaba en paz.
»¿Comprenden? Era un juego muy complicado y al final me cansé de jugar. Lo rechacé de plano y fue entonces cuando empezó a acusarme de tener una aventura.
– ¿La tenía? -preguntó Kincaid.
– No. No entonces. Pero hizo que fuera posible. Si había pecado en la ficción, ¿por qué no hacerlo de verdad? -Sonrió con desdén-. De alguna manera hizo que fuera más fácil justificarlo.
Hambrienta, pensó Kincaid recordando la palabra que había usado David Ogilvie. Hambrienta de ternura, hambrienta de afecto. Encontró ambas cosas en Brian. ¿Pero valía la pena el coste?
– Claire. -Esperó a que ella le prestara total atención-. Hábleme de lo que pasó la noche en que murió Alastair.
No respondió. No levantó los ojos de sus manos fuertemente entrelazadas.
– ¿Le digo lo que yo pienso? -preguntó Kincaid-. Aquella tarde Lucy fue sola a Guildford a comprar. Ella ha sido identificada, pero nadie recuerda haberla visto a usted. Su esposo le había dicho que tenía una reunión aquella noche, pero para sorpresa suya, entró en casa pocos minutos después de su hora habitual de llegada. Acababa de ver a Ogilvie en la estación de Dorking y Ogilvie le había dicho lo de la cuenta secreta.
»Gilbert estaba lívido, peor de lo que usted nunca había visto. Le preguntó cómo se atrevía a hacer eso sin su permiso; cómo se atrevía a dejarlo en ridículo. -Kincaid hizo una pausa. Había visto el gesto rápidamente abortado, esa mano que nerviosamente se había llevado al cuello-. Quítese el pañuelo, por favor, Claire.
– ¿Q… qué…? -Carraspeó.
– Quítese el pañuelo. Aquella noche estaba ronca. Recuerdo que me sorprendió lo ronca que era su voz. Esta mañana me he fijado que toda esta semana ha llevado la garganta tapada con pañuelos y jerseys de cuello alto. Déjeme ver su cuello ahora.
Kincaid pensó que podría negarse, pero a los pocos segundos levantó las manos y desató las puntas del pañuelo. Deshizo dos vueltas alrededor del cuello y luego tiró de la seda, que cayó en cascada sobre su regazo.
Las huellas de los pulgares eran nítidas, una a cada lado de la tráquea. El color violeta estaba pasando a un tono amarillo nada bonito.
Kincaid oyó como Gemma respiraba hondo. Con voz pausada dijo:
– Alastair llegó a casa y le puso las manos en la garganta. Apretó hasta que todo empezó a oscurecer. Entonces, algo lo distrajo y se apartó de usted. Después de todo, él no le tenía miedo. Pero usted sabía entonces que había perdido la razón y temía por su vida. Cogió lo que tenía más a mano y lo golpeó. Había otro martillo a mano en la cocina, ¿verdad, Claire?
»Y cuando se dio cuenta de lo que había hecho se puso el viejo impermeable que cuelga en el vestíbulo y llevó el martillo al final del camino. Percy Bainbridge la vio pasar, una sombra oscura. ¿Dónde puso el martillo, Claire? ¿En las cenizas de la hoguera?
Seguía sin hablar, con la vista fija en las manos. Kincaid prosiguió, con delicadeza:
– No creo que permita que culpen a otro por esto. Ni a Geoff, ni a Brian, ni a David Ogilvie. Lo que no entiendo es por qué no dijo que fue en defensa propia. -Apuntó al cuello-. Tenía una prueba irrefutable.
– No creí que nadie fuera a creerme. -Las palabras de Claire surgieron tan flojas que podría haber estado hablándose a sí misma-. Después de todo, él era policía. No se me ocurrió que tuviera pruebas. -Levantó la cabeza y les sonrió-. Supongo que no pensaba con claridad. Sucedió como dice, sólo que no quise matarlo. Sólo quería que dejara de hacerme daño.
Se desplazó al borde del sofá y su voz empezó a sonar más alto, como si la práctica hiciera que pronunciar las palabras fuera más fácil.
– Pero sí, yo lo maté. Yo maté a Alastair.
Está demasiado tranquila, pensó Kincaid, luego vio que seguía con los puños cerrados sobre el regazo. Sus nudillos estaban blancos de la presión, al igual que las uñas mordidas. Un vicio raro en una mujer tan bien educada, pensó, y entonces comprendió.
La patóloga, Kate Ling, describió los pequeños desgarrones en los hombros de la camisa de Gilbert. Eran desgarrones que Claire no pudo haber hecho. Y Claire no se había estado protegiendo a sí misma con la historia inventada de las joyas robadas y las puertas abiertas.
Tragó para evitar las repentinas náuseas y miró a Gemma. ¿Podía ver ella la verdad? Si sólo él lo supiera… ¿Debería, era capaz de dejar que Claire se saliera con la suya?
Lucy entró por la puerta entreabierta y la cerró con cuidado detrás suyo. Parecía una ninfa de los bosques con su vestido verde, su cabello color miel revuelto por el sueño y los pies descalzos.
– He estado escuchando -dijo cuando se situó al lado de Kincaid, de cara a su madre-. Y no es verdad. Mamá no mató a Alastair, lo hice yo.
– ¡Lucy, no! -Claire empezó a levantarse-. Cállate ahora mismo. Vete a tu habitación.
Gemma la contuvo con la mano y Claire volvió a sentarse en el borde del sofá, mirando a su hija. Lucy seguía implacable de pie junto a Kincaid. Claire se volvió hacia él con las manos extendidas a modo de súplica.
– No le haga caso. Está disgustada, deshecha. Sólo trata de protegerme.
– Ocurrió como ha dicho ella -prosiguió Lucy-. Sólo que yo llegué de Guildford. Me pregunté por qué el coche de Alastair estaba en el garaje si mamá había dicho que llegaría tarde. También me sorprendió que la puerta del vestíbulo no estuviera cerrada.
– No me oyeron entrar. Sus manos estaban alrededor del cuello de mamá, le estaba gritando con una especie de susurro ronco. Su cara estaba roja y tenía las venas del cuello hinchadas. Primero pensé que estaba muerta. Su cuerpo estaba fláccido y la cara tenía un color raro. Grité a Alastair y lo cogí por los hombros, tratando de apartarlo de ella. -Lucy paró y tragó saliva, como si su boca estuviera seca. Pero seguía sin apartar los ojos de los de su madre-. Me dio un manotazo como si fuera una mosca y volvió a estrangularla.
– Yo fui la que había dejado el martillo en la encimera. Había colgado un artículo que Geoff había enmarcado para mí. Lo cogí y lo golpeé. A Alastair. Después del segundo o tercer golpe cayó.
Lucy perdió un poco el equilibrio. Alargó el brazo y colocó los dedos con delicadeza en el hombro de Kincaid, como si el mero contacto humano fuera suficiente para mantener el equilibrio. Su madre la miraba, petrificada, sin poder hacer nada para parar a su hija.
– No recuerdo mucho más. Cuando mamá pudo volver a respirar hizo que me sacara la ropa y las zapatillas de deporte. Metimos todo en la lavadora con otra ropa sucia y un detergente enzimático, ya sabe, el jabón que quita las manchas de sangre. Me dijo que metiera las manos en el agua con detergente también, antes de subir a buscar ropa limpia.
– Cuando volví a bajar el martillo había desaparecido. Mamá me explicó que diríamos que habíamos encontrado la puerta abierta y que habían desaparecido unas joyas. Cuando la lavadora acabó el ciclo pusimos la ropa en la secadora, y luego llamó mamá a la policía.
– Sólo es una niña -dijo Claire mirando a Gemma luego a Kincaid-. No se la puede responsabilizar por esto.
Los dedos de Lucy se tensaron en el hombro de Kincaid.
– Mamá, tengo diecisiete años. Soy legalmente adulta. No creo que quisiera matar a Alastair, pero el hecho es que lo hice.
Claire ocultó la cara en sus manos y sollozó.
Lucy fue hacia su madre y la rodeó con los brazos, pero al hablar miró a Kincaid.
– He intentado no pensar en ello, hacer ver que no había pasado. Pero eso es lo que he hecho todos estos años. Yo sabía lo de Alastair, y mi madre sabía que yo lo sabía, pero nunca hemos hablado de ello. Quizás nada de todo esto habría ocurrido si lo hubiéramos hecho.
– Jefe. -El susurro de Gemma sonó urgente y formal-. Me gustaría hablar un momento contigo. -Apuntó hacia la puerta y dejaron a madre e hija solas mientras se dirigían al hall.
– ¿Cómo vamos a dejar que pague ella? -dijo entre dientes cuando cerraron la puerta del salón detrás de ellos-. Gilbert era una bestia. Ella sólo ha hecho lo que cualquiera podría llegar a hacer en tales circunstancias. Esto va a destrozar su vida. Va a pagar por los errores de Claire.
Kincaid la cogió por los hombros. La amó entonces, por su defensa del más débil, por estar dispuesta a cuestionar el statu quo. Pero no se lo podía decir.
En su lugar, Kincaid dijo:
– Cuando me he dado cuenta de lo que pasó he pensado lo mismo. Pero Lucy tiene razón y además ella nos lo ha quitado de las manos. Hemos de dejar que sea ella quien haga la reparación. Sólo así será capaz de vivir consigo misma.
La soltó y se apoyó exhausto contra la pared.
– No nos podemos poner en una situación comprometida, incluso por Lucy. Juramos respetar y defender la ley, no erigirnos en jueces. No debemos cruzar esa línea, por muy buenas que sean nuestras intenciones. Yo tampoco quiero que Lucy sufra, pero no tenemos otra elección. Debemos presentar cargos contra ella.