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Le pareció que su oficina menguaba mientras la recorría de arriba abajo. Tenía la sensación de que las paredes se le echaban encima, un efecto óptico producido por los ángulos proyectados por la lámpara de su escritorio y distorsionados por las sombras. Scotland Yard siempre resultaba algo inquietante por las noches, como si una presencia ocupara las salas vacías. Se detuvo ante la estantería y pasó un dedo por los lomos de los manoseados libros del último estante. Arqueología, arte, canales, libros de referencia sobre delincuencia… Muchos de ellos se los había regalado su madre, que se los enviaba para remediar lo que ella consideraba una carencia en su educación. A pesar de que había intentado ordenarlos por orden alfabético y tema, era inevitable que hubiera un par de tomos desordenados. Kincaid sacudió la cabeza. Ojalá su vida estuviera la mitad de ordenada que sus libros.
Miró la hora por décima vez en diez minutos. Luego atravesó la habitación hacia su escritorio y se sentó sin prisa. La llamada que le había traído a las oficinas había sido urgente -oficial de alto rango hallado muerto- y si Gemma no llegaba pronto tendría que ir a la escena del crimen sin ella. No había venido al trabajo desde que abandonó su piso la noche del viernes. Y aunque ella había llamado al comisario jefe y solicitado un permiso, no había respondido a las cada vez más desesperadas llamadas de Kincaid. Esta noche había pedido al sargento de turno que se pusiera en contacto con ella y esta vez sí había respondido.
Incapaz de contener su agitación, se levantó de nuevo y fue a coger la chaqueta del perchero. Entonces oyó el suave clic del pestillo. Se dio la vuelta y la vio ahí, con la puerta a su espalda, mirándolo. Una estúpida sonrisa invadió su cara.
– ¡Gemma!
– Hola, jefe.
– Te he llamado varias veces. Pensé que te había pasado algo.
Ella negó con la cabeza.
– Fui a visitar a mi hermana unos días. Necesitaba tiempo…
– Hemos de hablar. -Dio un paso adelante y se detuvo a examinarla. Tenía aspecto de estar cansada. Su cara era casi transparente en contraste con el color cobrizo de su cabello, y se apreciaban unas sombras moradas en la piel de debajo de los ojos-. Gemma.
– No hay nada de qué hablar. -Se encorvó y apoyó los hombros contra la puerta como si necesitara soporte-. Ha sido un terrible error. Lo ves, ¿no?
La miró y se le congeló el habla por el asombro.
– ¿Un error? -pudo articular finalmente, pasando una mano por sus secos labios-. Gemma, no te entiendo.
– Nunca ha sucedido. -Dio un paso hacia él, suplicante, pero luego se detuvo como asustada de su proximidad física.
– Sí que ha sucedido. No lo puedes cambiar y yo no quiero cambiarlo. -Avanzó hacia ella y le puso las manos sobre los hombros, tratando de atraerla hacia él-. Gemma, por favor, escúchame. -Por un instante creyó que ella reposaría la cabeza en el hueco de su hombro, que se relajaría en él. Pero notó como sus hombros se ponían tensos bajo sus dedos y luego se apartaba de él.
– Míranos. Mira donde diablos estamos -dijo Gemma golpeando con su puño la puerta que tenía detrás-. No podemos continuar. Ya me he comprometido demasiado. -Inspiró entrecortadamente y añadió, espaciando las palabras como para enfatizar su peso-: No puedo permitírmelo. Tengo que pensar en mi carrera… y en Toby.
Sonó el teléfono. El doble ring hizo eco en la pequeña habitación. Kincaid dio un paso atrás hacia su escritorio y buscó a tientas el auricular que procedió a llevarse al oído.
– Kincaid, -dijo, cortante, y escuchó-. De acuerdo, gracias. -Colgó el auricular y miró a Gemma-. El coche nos está esperando. -En su mente se formaron y disolvieron frases a cada cual más trivial. Éste no era ni el lugar ni el momento para discutir esto, y que él se empeñara en continuar la conversación sólo los haría sentirse violentos.
Finalmente Kincaid se dio la vuelta y se puso la chaqueta aprovechando ese momento para tragarse su desilusión y serenarse lo mejor que pudiera. Encarándose a ella de nuevo dijo:
– ¿Lista, sargento?
El Big Ben dio las diez cuando el coche cruzó el puente de Westminster en dirección sur. Kincaid, sentado junto a Gemma en la parte de atrás, vio las luces reflejadas en la superficie del Támesis. Continuaron en silencio mientras el coche zigzagueaba por el sur de Londres, avanzando lentamente hacia Surrey. Incluso el conductor, un agente de policía normalmente hablador llamado Williams, parecía haberse contagiado del humor de ellos y se encorvó encima del volante con taciturna concentración.
Atrás había quedado Clapham cuando Gemma habló.
– Será mejor que me pongas al corriente, jefe.
Kincaid observó el brillo en los ojos de Williams cuando los miró con sorpresa por el retrovisor. Gemma debía haber sido informada, obviamente, y se esforzó por responder con la mayor naturalidad posible. Los chismorreos en el cuerpo no les harían ningún bien.
– Un pequeño pueblo cerca de Guildford. ¿Cómo se llama, Williams?
– Holmbury St. Mary, señor.
– Eso es. Alastair Gilbert, comandante de la división de Notting Dale, encontrado en su cocina con la cabeza hundida.
Kincaid oyó el profundo suspiro que soltó. Luego, con la primera pizca de interés que le había notado en toda la noche, Gemma dijo:
– ¿El comandante Gilbert? Dios Santo. ¿Alguna pista?
– No me han informado de ninguna, pero todavía es pronto -dijo Kincaid, girándose para estudiarla.
Ella hizo un gesto de impaciencia.
– Se va a armar un gran escándalo. Y vaya suerte que hemos tenido al caernos este muerto encima. -Cuando Kincaid mostró su acuerdo soltando una risa por lo bajo, ella lo miró y añadió-: Debes de haberlo conocido.
Se encogió de hombros y dijo:
– ¿Acaso no lo conocía todo el mundo? -No quiso entrar en detalles delante de Williams.
Gemma se acomodó en el asiento. Al cabo de un rato dijo:
– Los policías locales habrán llegado allá antes que nosotros. Espero que no hayan hecho tonterías con el cuerpo.
Kincaid sonrió en la oscuridad. La actitud posesiva de Gemma con los cuerpos siempre lo había divertido. Desde el principio de un caso, ella consideraba el cuerpo como de su propiedad y no se tomaba demasiado bien las interferencias innecesarias. Esta noche, sin embargo, su carácter quisquilloso le proporcionó cierto alivio. Eso significaba que se había metido en el caso, y ello le permitía a él esperar que al menos su relación laboral se pudiera salvar.
– Han prometido que no lo tocarían hasta que hayamos podido ver la escena.
Gemma asintió satisfecha.
– Bien. ¿Sabemos quién lo ha encontrado?
– La esposa y la hija.
– Puaj. -Arrugó la nariz-. Qué feo.
– Al menos tendrán a una agente de policía para tomarlas de la mano -dijo Kincaid, haciendo un esfuerzo poco entusiasta por bromear con ella-. Eso te libra a ti de tener que hacerlo. -Gemma protestaba a menudo diciendo que las mujeres agentes servían para algo más que para llevar las malas noticias a los familiares y ofrecer un hombro consolador. Pero cuando esta tarea recaía en ella, Gemma lo hacía excepcionalmente bien.
– Eso espero -respondió Gemma y apartó la mirada, no sin que antes Kincaid pudiera adivinar una sonrisa en sus labios.
Media hora más tarde dejaron la carretera principal de Abinger Hammer y tras recorrer algunos kilómetros zigzagueando y doblando curvas por un camino estrecho entraron en el aletargado pueblo de Holmbury St. Mary. Williams paró en el arcén y consultó bajo la luz de lectura una hoja garabateada con indicaciones.
– Cuando la carretera gire a la izquierda hemos de seguir recto, justo a la derecha del pub -murmuró a la vez que ponía la primera.
– Allí -dijo Kincaid mientras secaba el vaho de su ventana con la manga de su abrigo-. Debe de ser allí.
Gemma se giró para mirar por su ventanilla y dijo:
– Mira. Nunca había visto un cartel como éste. -Kincaid notó el placer que denotaba su voz.
Se inclinó hacia ella justo a tiempo para alcanzar a ver el cartel oscilante del pub que mostraba la silueta de dos amantes recortada contra una luna sonriente. Luego notó el aliento de Gemma en su mejilla y apreció el leve olor a melocotón que siempre parecía rondarla. Regresó rápidamente a su lado del asiento y dirigió su atención hacia delante.
Pasado el pub el camino se estrechó. Las luces azules de los coches policiales iluminaban la escena con un fantasmagórico resplandor. Williams aparcó el coche varios metros detrás del último vehículo y casi encima del seto que había a mano derecha, permitiendo así el paso a la camioneta del juez de instrucción. Al bajar del coche estiraron las piernas que habían viajado apretujadas y cuando les golpeó el frío de noviembre se encogieron en sus abrigos. En el aire todavía se apreciaba la bruma baja y al respirar se formaban columnas de vaho delante sus caras.
Cual gato de Cheshire * apareció ante ellos un agente, pues la cuadrícula blanca de la cinta de su gorra se asemejaba a una sonrisa artera. Kincaid los identificó a todos y luego miró a través de la verja desde la cual había venido el agente, tratando de distinguir algún detalle de la oscura mole que era la casa.
– El inspector jefe Deveney les está esperando en la cocina, señor -dijo el agente. La verja se movió silenciosamente mientras la abría para dejarlos pasar-. Justo aquí hay un sendero que lleva a la parte trasera. Los forenses improvisarán pronto unas cuantas lámparas.
– ¿No hay signos de que hayan forzado la puerta?
– No, señor. Y tampoco hemos encontrado huellas. Hemos tenido mucho cuidado y nos hemos limitado a pisar las piedras.
Kincaid asintió en señal de aprobación. Cuando sus ojos se adaptaron a la penumbra del jardín, pudo observar que la casa era grande y de un irrelevante estilo Tudor. Ladrillo rojo, pensó entrecerrando los ojos, y encima la estructura ornamental de madera en blanco y negro. No auténtica, desde luego, más bien victoriana, una representación de la primera migración de las familias acomodadas a los suburbios. Una luz débil se adivinaba a través de los vidrios emplomados de la puerta principal, un eco de los suaves destellos que surgían de las ventanas del piso superior.
Se agachó con cuidado y tocó la hierba. El césped que los separaba de la casa era suave y denso como terciopelo negro. Aparentemente, Alastair Gilbert había vivido muy bien.
El sendero marcado que les había indicado el agente los llevó por el lado derecho de la casa y luego describió una curva que los dejó ante una puerta que desbordaba una masa de luz. Más allá de la puerta Kincaid creyó ver el contorno de un invernadero.
Una silueta apareció a contraluz y un hombre bajó los escalones hacia ellos.
– ¿Comisario? -Tendió la mano y tomó la de Kincaid con firmeza-. Soy Nick Deveney. -Deveney, unos centímetros más bajo que Kincaid, les sonrió con simpatía-. Han llegado justo a tiempo de hablar con la patóloga. -Se hizo a un lado, para permitir la entrada a la casa a Kincaid, Gemma y al todavía enmudecido Williams.
Kincaid atravesó el vestíbulo y se fijó en los pares de botas de lluvia perfectamente alineados que había en el suelo y en los impermeables colgados en los ganchos. Luego entró en la cocina y se paró de golpe, haciendo que los otros chocaran en cadena contra su espalda.
La cocina había sido blanca. Suelos y paredes de cerámica blanca que destacaban por el tono pálido de la madera de los armarios. Una parte distante de su mente reconoció estos armarios como los que había visto cuando planificaba la renovación de su propia cocina. Eran unos armarios no empotrados fabricados por una pequeña firma inglesa y muy caros. La otra parte de su cerebro se concentró en el cuerpo de Alastair Gilbert, despatarrado boca abajo en el suelo cerca de una puerta situada al otro lado de la habitación.
En vida, Gilbert había sido un hombre bajo, prolijo, conocido por la perfección de sus trajes a medida, la precisión de sus cortes de pelo y el brillo de sus zapatos. No había nada prolijo en él ahora. El olor metálico de la sangre se coló profundamente en la nariz de Kincaid. La sangre había enmarañado el pelo negro del fallecido y había salpicado y embadurnado el inmaculado suelo cubriéndolo de riachuelos color escarlata.
Desde detrás le llegó un pequeño sonido, casi un gimoteo. Al darse la vuelta tuvo el tiempo justo de ver a Williams, con la cara pálida, abriéndose paso a empujones hacia la salida. A continuación se oyeron a lo lejos las arcadas. Kincaid enarcó las cejas mirando a Gemma que asintió y fue tras el agente.
Una mujer que vestía un pijama quirúrgico verde estaba arrodillada frente al cuerpo. Su perfil estaba oscurecido por la caída de su lisa melena negra. No había levantado la vista ni interrumpido su trabajo cuando entraron todos en la habitación, pero ahora se había sentado sobre sus talones y dirigió la mirada a Kincaid. Él se acercó y se puso en cuclillas, alejado de la trayectoria de la sangre.
– Kate Ling -dijo, manteniendo en alto las manos enguantadas-. ¿Le importa que no le estreche la mano?
Kincaid creyó detectar una leve nota de humor en su cara ovalada.
– En absoluto.
Gemma regresó y se agachó junto a él.
– Estará bien -dijo en voz baja-. Lo he enviado con el agente de turno a tomar un té.
– No les puedo decir demasiado -dijo la doctora Ling mientras se sacaba los guantes-. La sangre no está coagulando, como pueden ver. -Apuntó al cuerpo con los dedos desinflados del guante de látex-. Posiblemente tomaba alguna clase de anticoagulante. Por la temperatura del cuerpo diría que lleva muerto cuatro o cinco horas, con una o dos horas de margen. -Su párpado cayó en un amago de guiño-. Pero miren esto -añadió, apuntando con un fino dedo índice-. Creo que el arma ha dejado varias depresiones en forma de media luna, aunque sabré más cuando lo haya lavado.
Al mirar de cerca, Kincaid creyó detectar fragmentos de cráneo en el pelo ensangrentado, pero no vio medias lunas crecientes.
– Confío en usted, doctora. ¿Alguna herida de defensa?
– No he encontrado ninguna hasta ahora. ¿Le importa si nos lo llevamos? Cuanto antes lo tenga en la mesa, más sabremos.
– Usted decide, doctora. -Kincaid se levantó.
– Al fotógrafo y los agentes de criminalística también les gustaría evacuar los cuerpos vivos para poder seguir con su trabajo -dijo Deveney.
– Claro. -Kincaid se volvió hacia él-. ¿Puede ponerme al corriente de lo que tengan hasta ahora? Luego me gustaría ver a la familia.
– Claire Gilbert y su hija volvieron a casa alrededor de las siete y media. Habían estado fuera durante unas cuantas horas, de compras en Guildford. La señora Gilbert aparcó el coche en el garaje, como siempre, pero cuando se dirigió por el jardín trasero hacia la casa vieron que la puerta estaba abierta. Cuando entraron en la cocina se encontraron al comandante. -Deveney hizo una señal con la cabeza indicando el cadáver-. Cuando determinó que el corazón no latía, la señora Gilbert nos llamó.
– En una palabra -dijo Kincaid, y Deveney sonrió- ¿cuál es la teoría? ¿lo hizo la esposa?
– Nada hay que sugiera que tuvieran una pelea, nada roto, ninguna marca en ella. Y la hija dice que estaban de compras. Además… -Deveney hizo una pausa-. Bueno, espere a conocerla. He hecho que inspeccionara la casa y dice que no encuentra un par de joyas. Se han denunciado unos cuantos robos por la zona recientemente. Delitos menores.
– ¿No hay sospechosos de los robos?
Deveney negó con la cabeza.
– De acuerdo. ¿Dónde están las Gilbert?
– Tengo a un agente con ellas en el salón. Los llevaré.
Al parar un momento junto a la puerta para echar una última mirada al cuerpo, Kincaid pensó en Alastair Gilbert cuando lo vio por última vez. Estaba en un estrado dando una conferencia, ensalzando las virtudes del orden, la disciplina y el pensamiento lógico necesarios en el trabajo policial. Kincaid notó que le invadía una inesperada sensación de piedad.
<a l:href="#_ftnref1">*</a> Se trata de un gato de ficción, que aparece en Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll, el cual se presenta y se desvanece a voluntad. A veces sólo se ve de él su sonrisa. (N. del E.)