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Cuando entraron en el salón, Kincaid recabó la imagen de unas paredes de color rojo intenso y de una elegancia sobria. En la chimenea ardía el fuego y al otro lado del salón había un agente de paisano sentado en una silla de respaldo recto con una taza de té sobre el regazo y con un aspecto de no hallarse del todo incómodo. Por el rabillo del ojo, Kincaid vio como Gemma abría los ojos con sorpresa al ver que el agente que tomaba de la mano a la afligida familia era un hombre. Luego su mirada fue a parar a las dos mujeres sentadas en el sofá.
Madre e hija. La madre era rubia, de huesos pequeños y rasgos delicados. La hija era una copia más oscura y su melena larga y espesa enmarcaba una cara en forma de corazón. Encima de su mentón puntiagudo la boca resultaba desproporcionadamente grande, como si el resto del cuerpo no hubiera crecido lo suficiente. ¿Por qué había pensado que la hija de Gilbert sería una niña? A pesar de que su esposa era considerablemente más joven, Gilbert estaba en la cincuentena y naturalmente podrían haber tenido una hija adulta, o casi.
La mirada de las mujeres era inquisitiva y sus semblantes mostraban serenidad. Pero las ropas de Claire Gilbert estropeaban la perfección del pequeño retablo. La parte delantera de su suéter blanco de cuello alto estaba decorado con una mancha de sangre seca semejante a la de un test de Rorschach. En las rodillas de sus pantalones azul marino también había manchas oscuras.
El agente dejó su taza y atravesó la sala para cruzar unas palabras en voz baja con su jefe. Deveney asintió con la cabeza mientras lo observaba abandonar la habitación, luego se volvió a las mujeres y carraspeó.
– Señora Gilbert, le presento al comisario detective Kincaid y a la sargento James de Scotland Yard. Nos ayudarán en nuestra investigación. Les gustaría hacerles unas preguntas.
– Por supuesto. -Su voz era grave, casi ronca, más ronca de lo que Kincaid esperaba de una mujer de su tamaño, y controlada. Cuando dejó su taza en la mesa baja, su mano tembló.
Kincaid y Gemma se sentaron en las dos butacas frente al sofá y Deveney giró la silla donde había estado sentado el agente para estar junto a Gemma.
– Conocía a su esposo, señora Gilbert -dijo Kincaid-. Lo siento mucho.
– ¿De verdad? -preguntó en un tono de vivo interés. Luego agregó-: ¿Les gustaría tomar un té? -En la mesa baja situada frente a ella había una bandeja con una tetera y tazas con platitos. Cuando tanto Kincaid como Gemma respondieron afirmativamente, ella se inclinó hacia la mesa y se sirvió un poco en su propia taza, luego se recostó y miró alrededor distraídamente-. ¿Qué hora es? -preguntó, aunque la pregunta no parecía dirigida a nadie en concreto.
– Déjeme ayudarla -dijo Gemma al cabo de un momento, cuando quedó claro que el té no iba a servirse solo. Llenó dos tazas con leche y té bien cargado, luego miró a Deveney, quien negó con la cabeza.
Kincaid aceptó la taza que le ofreció Gemma y dijo:
– Es muy tarde, señora Gilbert, y quisiera repasar un par de cosas mientras sigan claras en su cabeza.
El reloj de sobremesa que había en la repisa de la chimenea empezó a dar la medianoche. Claire lo miró fijamente, frunciendo el ceño.
– Es tarde, ¿verdad? No me había dado cuenta.
La hija había permanecido en silencio y Kincaid casi había olvidado su presencia. Pero ahora la oyó moverse, inquieta, lo que captó su atención. Al cambiar de posición su ropa crujió por el roce con el chintz de rayas crema y rojo del sofá. Ahora miraba hacia Claire y tocó su rodilla.
– Mamá, por favor. Debes descansar -dijo, y por la súplica que notó en su voz Kincaid supuso que ésa no era la primera vez que se lo pedía-. No puedes seguir así. -Miró a Kincaid y añadió-: Dígaselo, comisario, por favor. Ella lo escuchará.
Kincaid la examinó más de cerca. Llevaba un suéter voluminoso por encima de una minifalda estrecha de color negro. Pero, a pesar de la sofisticación de la ropa, la joven desprendía un aire de persona inacabada que hizo que Kincaid bajara la estimación de su edad a la adolescencia. Su cara parecía transida por el estrés y la vio restregar el dorso de su mano contra los labios como para hacer que pararan de temblar.
– Tiene toda la razón… -Kincaid hizo una pausa al darse cuenta de que no sabía su nombre.
Ella lo puso al corriente con amabilidad.
– Soy Lucy. Lucy Penmaric. Puede… -De algún lugar cercano llegó un aullido apagado y Lucy calló para escuchar. Kincaid reconoció frustración en el gañido, como si el perro hubiera abandonado toda esperanza de recibir una respuesta.- Es Lewis -dijo-. Tuvimos que encerrarlo en el estudio de Alastair para evitar que… ya sabe, se metiera por todas partes.
– Muy buena idea -dijo Kincaid distraídamente mientras añadía lo que acababa de saber a su valoración de la situación. Su nombre no era Gilbert, y se refirió al comandante como «Alastair». Una hijastra, en lugar de una hija. Pensó en el hombre que había conocido y se dio cuenta de lo que le había parecido raro. Por mucho que lo intentara, no podía imaginar a Gilbert relajado delante del fuego con un perro grande (a tenor de lo que había podido oír) cómodamente estirado cuan largo era a sus pies. Tampoco parecía que esta sala, con su suntuoso terciopelo y su chintz y su tupida alfombra persa bajo sus pies, fuera un hábitat probable para un perro.
– Nunca hubiera pensado que el comandante Gilbert fuera un hombre de perros -aventuró-. Me sorprende que haya permitido un perro en esta casa.
– Alastair nos obligó…
– Alastair prefería que confináramos a Lewis en su caseta -interrumpió Claire, y Lucy apartó la mirada, la cual perdió la breve chispa de animación que Kincaid había visto cuando hablaba del perro-. Pero en estas circunstancias… -Claire les sonrió, como excusándose por una falta de modales, y luego miró a su alrededor distraídamente-. ¿Les apetece un té?
– Estamos bien, señora Gilbert -dijo Kincaid. Lucy tenía razón. Su madre necesitaba descansar. Los ojos de Claire estaban vidriosos y presagiaban un inminente colapso. Su coherencia parecía ir y venir como una débil señal de radio. Pero aun sabiendo que no la podía presionar más, quiso hacerle unas cuantas preguntas antes de dejarla marchar.
– Señora Gilbert, me doy cuenta de lo difícil que debe de ser esto para usted pero si pudiera decimos exactamente lo que pasó esta tarde, podremos continuar con nuestra investigación.
– Lucy y yo fuimos a Guildford a hacer unas compras. Está estudiando para el nivel avanzado y necesitaba un libro de Waterstones, en el centro comercial. Fisgoneamos un poco por las tiendas y luego caminamos por la calle principal hasta Sainsbury’s. -Claire calló cuando notó que Lucy se movía a su lado. Luego miró a Deveney y frunció el entrecejo-. ¿Dónde está Darling?
Gemma y Kincaid se miraron, Kincaid arqueando inquisitivamente las cejas. Deveney se inclinó hacia delante y susurró:
– Es el agente que estaba con ellas. Su nombre es Darling. -Se volvió hacia Claire y dijo-: Todavía está aquí, señora Gilbert. Tan sólo ha ido con los otros chicos, a echarles una mano durante un rato.
Los ojos de Claire se llenaron de lágrimas y empezaron a escurrirse por los lados de su nariz, aunque ella no hizo nada por secarlas.
– Cuando terminaron de comprar, señora Gilbert -apuntó Kincaid al cabo de un momento-. ¿Qué hicieron?
Parecía concentrarse en él con esfuerzo.
– ¿Después? Vinimos a casa.
Kincaid pensó en la tranquila calle donde habían dejado aparcado el coche.
– ¿Las vio alguien? ¿Un vecino quizás?
Claire negó con la cabeza.
– No lo sé.
Mientras hablaban Gemma sacó discretamente su bloc de notas y su bolígrafo del bolso. Habló en voz baja:
– ¿A qué hora fue eso, señora Gilbert?
– Siete y media. Quizás más tarde. No estoy muy segura. -Su mirada pasó de Gemma a Kincaid, como para tranquilizarse. Luego dijo con más energía-: No esperábamos a Alastair. Tenía una reunión. Lucy y yo habíamos comprado pasta y una salsa precocinada en Sainsbury’s. Algo especial, sólo para las dos.
– Por eso nos sorprendió ver su coche en el garaje -añadió Lucy al ver que su madre no proseguía.
– ¿Qué hicieron entonces? -preguntó Kincaid.
Tras mirar rápidamente a Claire, Lucy continuó.
– Metimos el coche de mamá en el garaje. Cuando doblamos la esquina del garaje en dirección al jardín pudimos ver la puerta…
– ¿Dónde estaba el perro? -preguntó Kincaid-. ¿Cómo se llama? ¿Lewis?
Lucy lo miró como si no comprendiera la pregunta, luego dijo:
– En su cercado, detrás del jardín.
– ¿De qué raza es Lewis?
– Labrador. Es espléndido, realmente encantador. -Lucy sonrió por primera vez y Kincaid pudo notar otra vez ese orgullo de propietaria en su voz.
– ¿Pareció alterado de alguna forma? ¿Inquieto?
Madre e hija se miraron. Lucy respondió:
– No en aquel momento. Fue más tarde, cuando vino la policía. Se puso tan nervioso que tuvimos que traerlo a la casa.
Kincaid dejó su taza vacía en la mesa y al oír el entrechocar de la porcelana Claire se sobresaltó.
– Volvamos al momento en que vieron la puerta abierta.
El silencio se alargó. Lucy se acercó un poco más a su madre.
El fuego se asentó levantando una lluvia de chispas para acabar parpadeando hasta consumir la llama. Kincaid esperó un segundo y luego habló.
– Por favor, señora Gilbert, trate de explicamos exactamente lo que ocurrió luego. Ya sé que han hablado de esto con el inspector jefe Deveney, pero quizás recuerde algún pequeño detalle que nos pueda ayudar.
Al cabo de un momento Claire tomó la mano de Lucy y la sostuvo entre las suyas, aunque Kincaid no pudo distinguir si estaba proporcionando alivio o recibiéndolo.
– Ya lo ha visto. Había sangre… por todas partes. Lo pude oler. -Respiró profundamente, temblando, luego prosiguió-. Traté de levantarlo. Luego me di cuenta… Hace años tomé un curso de primeros auxilios. Al no notarle el pulso llamé al 999.
– ¿Notó algo inusual cuando entró en la casa? -preguntó Gemma-. ¿Algo en la cocina que no estuviera en su lugar?
Claire negó con la cabeza. Alrededor de su boca las arrugas parecían más profundas por el agotamiento.
– Pero creo entender que ha denunciado la desaparición de algunos objetos -dijo Kincaid, y Deveney asintió confirmándolo.
– Mis perlas. Y los pendientes que Alastair me regaló por mi cumpleaños… fueron un encargo especial. -Claire se hundió en el sofá y cerró los ojos.
– Debían de tener mucho valor -dijo Gemma.
Al ver que su madre no se movía Lucy la miró y procedió a responder:
– Supongo que sí. En realidad no lo sé. -Sacó la mano de entre las de su madre y la extendió en un gesto de súplica-. Por favor, comisario -dijo, y la angustia de su voz hizo ladrar al perro que rascó la puerta con sus garras.
– Hazlo callar, Lucy -dijo Claire, pero su voz era apática y no se movió ni abrió los ojos.
Lucy se levantó de un salto, pero al tiempo que lo hacía los ladridos del perro se redujeron a un gimoteo y acabaron por apagarse del todo. Se volvió a sentar en el borde del sofá alternando la mirada de súplica entre su madre y Kincaid.
– Tan sólo una cosa más, Lucy, lo prometo -dijo en voz baja y se volvió hacia Claire-. Señora Gilbert. ¿Tiene alguna idea de por qué su esposo regresó temprano a casa?
Claire apretó los dedos alrededor del cuello y dijo despacio:
– No, lo siento.
– ¿Sabe con quién iba a…?
– Por favor. -Lucy se levantó temblando. Cruzó los brazos por debajo del pecho y dijo entre dientes-: Ya ha respondido. No lo sabe.
– Está bien, querida -dijo Claire, saliendo de su sopor. Con obvio esfuerzo se sentó en el borde del asiento-. Lucy tiene razón, comisario. No es que… no era costumbre de Alastair el compartir los detalles de su trabajo. No me dijo con quién tenía intención de reunirse. -Se levantó y perdió el equilibrio. Lucy se abalanzó para aguantarla y como era la más alta de las dos su brazo encajó fácilmente alrededor de los hombros de su madre.
– Mamá, por favor, para -dijo Lucy y luego miró a Kincaid-. Dejen que la lleve arriba. -El tono de su voz era más de pregunta que de orden y a Kincaid le pareció que era una criatura haciendo el papel de un adulto.
– Habrá alguien a quien puedan llamar -dijo Gemma levantándose y tocando el brazo de Lucy-. ¿Algún vecino? ¿Algún pariente?
– No necesitamos a nadie más. Podemos arreglárnoslas -dijo Lucy algo abruptamente. Luego su breve bravuconada pareció disolverse cuando añadió-: ¿Qué hago con la casa? ¿Las cosas? ¿Qué pasa si…?
Deveney respondió con suavidad, pero sin ser condescendiente.
– Por favor, no se preocupe, señorita Penmaric. Estoy seguro de que quien hizo esto no volverá. Y tendremos a alguien aquí durante toda la noche, ya sea fuera o en la cocina. -Hizo una breve pausa y se oyó un leve gimoteo-. ¿Por qué no se llevan al perro arriba si las hace sentirse más cómodas? -sugirió sonriendo.
Lucy lo consideró seriamente.
– A él le gustaría.
– Si no hay nada más… -Claire había empezado a arrastrar las palabras. Sin embargo, a pesar del cansancio parecía mantener una apariencia de refinamiento.
– Eso es todo por esta noche, señora Gilbert. Y Lucy. Gracias por su paciencia -dijo Kincaid de pie junto a Deveney y Gemma. Los tres miraron en silencio cómo madre e hija abandonaban la habitación.
Cuando se cerró la puerta Nick Deveney sacudió la cabeza y se pasó los dedos por las precoces canas que cubrían sus sienes.
– Yo no habría aguantado tan bien el tipo, dadas las circunstancias. Tienen suerte de tenerse la una a la otra, ¿no creen?
El equipo que analizaba la escena del crimen seguía ocupado en la cocina, pero el cuerpo de Alastair Gilbert había sido trasladado. Franjas y volutas de sangre medio seca, como si de un ejercicio de pintura hecho por un niño se tratara, embadurnaban todo. Deveney se excusó y se fue a hablar con uno de los forenses del soco * dejando a Kincaid y Gemma junto a la puerta.
Kincaid notó que la adrenalina que lo había mantenido en pie durante las últimas horas estaba disminuyendo. Miró a Gemma y se la encontró estudiándolo. Sus pecas, normalmente una apenas visible polvareda sobre la piel clara, contrastaban ahora intensamente con su palidez. De pronto notó el agotamiento de Gemma como si fuera el suyo propio. Como una sacudida por todo el cuerpo, sintió que estaba en sintonía con ella. Cuando alzó la mano para tocar su hombro, ella empezó a hablar y ambos se quedaron inmóviles. Habían perdido la comodidad de sentirse a sus anchas. Su cuidada camaradería había desaparecido. Y a Kincaid le pareció que Gemma podría interpretar mal hasta ese pequeño gesto de consuelo. Bajó la mano con torpeza y la metió en su bolsillo, como alejándola de la tentación.
Cuando Deveney regresó, Gemma se excusó de manera abrupta y abandonó la cocina, sin volver a mirar los ojos de Kincaid.
– La doctora Ling me ha dicho que hará la autopsia mañana a primera hora en el depósito de Guildford. -Mientras hablaba se dejó caer con todo su peso hacia el marco de la puerta y miró con expresión abstraída como uno de los técnicos de paisano sacaba una muestra de sangre del suelo-. No lo suficientemente temprano en lo que concierne a los mandamases. Haré que mis agentes vayan de puerta en puerta a primera hora. -Hizo una pausa y por primera vez demostró cautela cuando miró a Kincaid-. Eso si usted lo aprueba.
Cada vez que Scotland Yard colaboraba con un cuerpo regional el tema de la cadena de mando podía resultar un poco delicado. Si bien Kincaid estaba jerárquicamente por encima de Deveney, no tenía deseo alguno de suscitar de entrada el antagonismo del jefe de policía local. Nick Deveney parecía un policía inteligente y capaz, pensó Kincaid mientras asentía, y estaba encantado de dejarlo dirigir su parte del trabajo sin interferir.
– ¿Va a hacer un seguimiento del tema del intruso?
– Quizás con la luz del día veamos que ha dejado huellas de un centímetro de profundidad por todo el jardín -dijo Deveney sonriendo.
Kincaid soltó una risotada.
– Junto con un juego perfecto de huellas en el pomo de la puerta y un historial delictivo de más de un kilómetro de largo. No tendremos tanta suerte. Por cierto. ¿Cuán temprano es a primera hora? -preguntó bostezando y rascándose la barba de tres días.
– Imagino que hacia las siete. Kate Ling no parece necesitar el descanso. Sobrevive gracias a una combinación de café y vapores de formaldehído -dijo Deveney-. Pero es buena y hemos tenido suerte de que viniera a la escena del crimen esta noche. -Cuando Gemma regresó, Deveney la incluyó en la conversación con una alegre sonrisa-. Escuchen, ¿por qué no envían de vuelta a Londres a su conductor? He dispuesto que se alojen en el pub local. ¿Han venido preparados para quedarse? -Prosiguió cuando hubieron asentido-. Bien, enviaremos a alguien para que les lleve al depósito de cadáveres por la mañana. Y luego… -Se calló cuando un agente de paisano le hizo una seña desde la puerta del vestíbulo. Se apartó de la pared con un suspiro-. Enseguida vuelvo.
– Me ocuparé de Williams -dijo Gemma un poco bruscamente y dejó solo a Kincaid, quien durante un rato miró el trabajo de los técnicos y del fotógrafo. Luego se abrió paso por entre el área de trabajo hasta que llegó a la nevera. La abrió y se agachó para ver el contenido. Leche, zumo, huevos, mantequilla y metido desordenadamente en el estante inferior había un paquete de pasta fresca y un envase de salsa Alfredo de la marca Sainsbury. No estaban abiertos.
– He encontrado pan y queso. Les he preparado a las señoras unos bocadillos -dijo una voz encima de su cabeza.
Kincaid se levantó y dio la vuelta, y aun así tuvo que levantar la mirada para alcanzar a ver las mejillas rosadas del agente Darling.
– Ah, el guardaespaldas -murmuró y, ante la mirada perpleja del agente, añadió en voz alta-: Muy considerado por su parte… -Por más que quiso, no pudo llamarle por su peculiar apellido. *
– Añada hambre al shock y al cansancio y el resultado es un estado de nerviosismo -dijo Darling seriamente-. Además, no parecía que nadie se fuera a ocupar de ellas.
– No, tiene toda la razón. Normalmente, en este tipo de situaciones, aparecen vecinos entrometidos y serviciales de quien sabe dónde. También parientes, las más de las veces.
– La señora Gilbert dijo que sus padres habían fallecido -informó Darling.
– ¿En serio? -Kincaid estudió al agente durante un instante y luego le hizo una seña para indicarle la puerta de la entrada-. Hablemos donde haya un poco de más tranquilidad. -Cuando llegaron a la calma relativa del pasillo Kincaid prosiguió-: Ha estado con la señora Gilbert y su hija durante bastante rato, ¿no es así?
– Diría que varias horas. Entre las idas y venidas del inspector jefe.
La lámpara encendida en la mesa del teléfono iluminaba la cara de Darling por abajo y expuso unas pocas arrugas en el ceño y patas de gallo en sus ojos azules. Quizás no fuera tan joven como había pensado al principio.
– Parece hacer frente a esto con calma -dijo Kincaid. La serenidad del agente despertó su curiosidad.
– Crecí en una granja, señor. He visto la muerte muy a menudo. -Contempló a Kincaid por un momento, luego pestañeó y suspiró-. Pero hay algo raro en este caso. No porque el comandante Gilbert sea un funcionario de rango superior y todo eso. O por el desorden. -Kincaid arqueó las cejas y Darling prosiguió, vacilante-. Es que todo parece tan… inapropiado. -Sacudió la cabeza-. Ya sé que suena estúpido.
– No. Ya sé a lo que se refiere -respondió Kincaid. Y no es que apropiado fuera la palabra que él usaría para describir un asesinato, pero había una nota discordante en este caso en particular. La violencia no tenía razón de ser en una vida tan ordenada y prolija-. ¿Han hablado entre ellas la señora Gilbert y Lucy mientras usted las acompañaba? -preguntó.
Darling apoyó sus anchas espaldas contra la pared y durante un rato se concentró en un punto por detrás de la cabeza de Kincaid, luego respondió:
– Ahora que lo menciona, no puedo asegurarlo. Quizás una o dos palabras. Pero ambas se han dirigido a mí. Me he ofrecido para hacer alguna llamada, pero la señora Gilbert ha dicho que no, que estarían bien solas. Ha mencionado algo de tener que explicárselo a la madre del comandante, pero parece ser que está en una residencia de ancianos y la señora Gilbert ha pensado que lo mejor sería esperar a mañana. Es decir, hoy -añadió mirando su reloj. Kincaid notó en su voz un principio de cansancio.
– No lo entretendré más, agente. -Kincaid sonrió-. No puedo hablar en nombre de su jefe, pero yo estoy dispuesto a dormir las pocas horas de sueño que aún me quedan de esta noche.
A pesar de lo tarde que era, había todavía algunas luces encendidas en el pub. Deveney golpeó con fuerza en el cristal de la puerta y enseguida una sombra se acercó a correr los pestillos.
– Pasen, pasen -dijo un hombre mientras abría la puerta-. Entren en calor. Soy Brian Genovase, por cierto -alargó la mano a Kincaid y luego a Gemma. Los dos habían entrado detrás de Deveney.
El pub era sorprendentemente pequeño. Habían pasado directamente a la salita de la derecha, donde un puñado de mesas rodeaba una chimenea de piedra. A su izquierda la barra del bar en toda su longitud ocupaba el centro del pub, y más allá unas cuantas mesas más formaban el comedor.
– Has sido muy amable al esperar, Brian -dijo Deveney mientras se acercaba a la chimenea y se frotaba las manos encima de las brasas al rojo vivo.
– No podía dormir. No dejaba de pensar en lo que podía haber pasado allá arriba. -Genovase apuntó con la cabeza hacia la casa de los Gilbert-. Todo el pueblo era un hervidero de rumores, pero nadie se ha atrevido a cruzar el cordón policial y volver con alguna noticia. Yo lo he intentado, pero el agente de la puerta me ha convencido para que no lo hiciera. -Mientras hablaba pasó al otro lado de la barra y Kincaid pudo verle con más claridad. Era un hombre grande que se estaba poniendo cano y tenía una incipiente barriga. Su cara era agradable y su sonrisa era contagiosa-. Necesitarán algo que los haga entrar en calor -dijo cogiendo una botella de Glenfiddich del estante-, y ya que están en ello, pueden explicarme todo lo que se pueda explicar. -Les sonrió y a Gemma la honró con un guiño.
Se acercaron a la barra sin oponer resistencia, como lemmings atraídos a un precipicio. Cuando Genovase inclinó la botella para llenar la cuarta copa, Gemma sacó de pronto su mano para detenerle.
– No gracias. No me veo capaz de tomar nada. Apenas me tengo en pie. Si me puede decir dónde puedo poner mis cosas…
– La acompañaré -dijo Genovase dejando la botella y secándose las manos con un trapo.
– No, gracias. Seguro que encontraré la habitación -dijo Gemma con firmeza, moviendo negativamente la cabeza-. Ya se ha tomado suficientes molestias.
Genovase se mostró afable y aparentemente capaz de reconocer una disposición obstinada.
– Rodee la barra, suba las escaleras, siga el pasillo, la última puerta a la derecha.
– Gracias. Buenas noches. -Clavó la mirada en el hueco que había entre Kincaid y Deveney y añadió-: Los veré por la mañana.
A Kincaid se le quedaron bloqueadas en la boca una docena de excusas para pedirle que se quedara, para subir con ella. Cualquier cosa que hiciera les haría quedar como tontos y podría levantar justo las sospechas que no se podía permitir. De modo que se quedó aguantando sentado, abatido y en silencio su frustración hasta que ella desapareció por la puerta del final de la barra. Deveney también la había seguido con la mirada y parecía tener problemas para apartar los ojos de la puerta vacía.
Genovase levantó su vaso.
– Salud. Invita la casa, Nick, para que no me cojas por saltarme la legislación. Pero espero ser pagado en especies.
– Es justo -acordó Deveney. Luego, cuando tomó el primer sorbo del whisky, añadió-: Mm, vaya, lo necesitaba. En fin, supongo que has oído que han matado al comandante Gilbert.
Genovase asintió.
– Pero Claire y Lucy están bien, ¿no?
– Están en estado de shock, pero bien a pesar de todo. Ellas han encontrado el cuerpo.
En la cara de Genovase se podía ver una mezcla de alivio y angustia. Dijo:
– ¡Oh, no! -Limpió con fruición una mancha invisible de la barra-. ¿Ha sido muy horrible? ¿Qué…? -El leve movimiento de cabeza de Deveney lo paró-. ¿Información clasificada? Lo siento.
– No daremos a conocer los detalles durante algún tiempo -dijo Deveney con estudiada diplomacia.
Kincaid sabía que sería difícil mantener cualquier cosa en secreto en un pueblo de estas dimensiones, pero debían intentarlo hasta que los interrogatorios puerta a puerta hubieran acabado, por si a alguien se le escapaba algo que no debía saber.
– ¿Eras amigo de las Gilbert? -preguntó Deveney a Genovase, empujando su taburete hasta poder apoyar los codos en la barra.
– Es un pueblo pequeño, Nick. Ya sabes cómo son estas cosas. Claire y Lucy son muy apreciadas.
Kincaid dio otro sorbo a su bebida y dijo con indiferencia:
– ¿Y el comandante no?
Por primera vez Brian se mostró receloso.
– No es lo que he dicho.
– No. No lo ha hecho. -Kincaid le sonrió-. Pero, ¿es cierto?
Tras considerarlo un momento Genovase dijo:
– Deje que se lo diga de otro modo. Alastair Gilbert no era de los que se esforzara por ser popular por aquí, ni de largo.
– ¿Alguna razón en particular? -preguntó Kincaid. Él sabía por propia experiencia que Gilbert tampoco se había esforzado por ser popular entre sus agentes. De hecho, parecía disfrutar sacando partido de su rango superior.
– En realidad, no. Un cúmulo de pequeños malentendidos amplificados por los chismorreos. Ya sabe cómo son estos asuntos -repitió-, en un pueblo como éste las cosas se exageran a veces de manera desproporcionada. -Era obvio que no quería explayarse más. Genovase se terminó su bebida de un trago y dejó el vaso.
Deveney hizo lo mismo y bostezó.
– No me apetece nada este caso, se lo aseguro. Mejor usted que yo en la línea de fuego, colega -dijo mirando a Kincaid-. Por mí puede quedárselo.
– Gracias -dijo Kincaid con considerable ironía. Se terminó su propia copa más lentamente, saboreando con placer el calor que descendía por su garganta. Luego se levantó y cogió su abrigo y su bolsa-. Ya es tarde, me voy a dormir. -Miró su reloj y soltó un improperio-. Apenas vale la pena meterse en la cama.
– Su habitación es la última a la izquierda, señor Kincaid -dijo Genovase-. Tendré el desayuno preparado para usted por la mañana.
Kincaid dio las gracias por todo y cuando se dio la vuelta para marcharse Deveney le tocó en el brazo y le dijo en voz baja:
– La sargento, Gemma. Imagino que no está casada, ¿no?
Pasaron unos segundos antes de que Kincaid se viera capaz de responder, pero lo hizo con bastante normalidad:
– No. No lo está.
– Está… ¿disponible?
– Eso -masculló Kincaid- es algo que tendrá que preguntarle usted mismo.
<a l:href="#_ftnref2">*</a> Operación en la escena del crimen (Scene of the Crime Operation, en inglés). (N. del T.)
<a l:href="#_ftnref3">*</a> Darling significa querido, preciosidad, etc. (N. del T.)