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Kincaid estaba solo en la cocina de los Gilbert, escuchando el tictac del reloj que había colgado encima de la nevera. Las agujas y los números negros sobre la blanca esfera eran imposibles de pasar por alto y le recordaban lo verdaderamente fugaz que era el tiempo. Debería dirigir toda su atención al asesinato de Alastair Gilbert en lugar de querer dar un puñetazo a la pared cada vez que pensaba en Gemma. Tras su arrebato en el jardín se había ido a Guildford sin decirle ni una sola palabra. ¿Qué diablos había hecho ahora? Al menos, pensó con un estallido de satisfacción, no la había enviado a patearse la región con Nick Deveney después de la forma tan lasciva en que la había mirado la noche anterior.
Kincaid suspiró mientras se pasaba la mano por el pelo. No había nada que hacer, excepto seguir adelante de la mejor manera posible. Miró de manera automática su reloj de pulsera y gesticuló irritado. Él sí sabía la hora que era. Mientras tuviera que esperar a Nick Deveney y tuviera la planta baja para sí mismo, podía aprovechar y echar una ojeada.
Entró al hall y se quedó un rato en silencio, tratando de orientarse. Por primera vez se dio cuenta de la naturaleza caótica de la casa: un escalón por aquí, otro por allá. Cada habitación parecía estar a un nivel distinto. Las vigas a la vista de las paredes estaban inclinadas en ángulos ligeramente irregulares. Por un momento creyó oír el eco del reloj de la cocina, pero luego descubrió que el tictac insistente pertenecía a un reloj de pie medio escondido en el hueco de la escalera. Para alguien que no era experto le pareció que era viejo y probablemente bastante valioso. ¿Quizás una reliquia familiar?
Cerca de la cocina estaba el salón que habían usado la noche anterior. Un rápido vistazo indicó que estaba vacío y en silencio. El fuego se había extinguido hasta dejar las cenizas frías. Continuó por el hall hacia la parte delantera de la casa, abrió la puerta que venía a continuación e inspeccionó la habitación.
Una lámpara con una pantalla verde proyectaba un foco de luz sobre un enorme escritorio. Lucy debió de olvidar apagarla cuando recogió el perro la noche anterior, pensó Kincaid al entrar. La habitación casi parecía una parodia de un refugio masculino: las paredes que no estaban cubiertas de libros tenían paneles oscuros; el sofá, situado frente a unas ventanas con exceso de cortinas, estaba tapizado con una tela escocesa color rojo oscuro. Se acercó a estudiar los pálidos rectángulos de dentro de los paneles. Eran grabados de escenas de caza, por supuesto. El tictac de un sólido reloj de mesa sonó al compás de su corazón y por un momento imaginó que toda la casa seguía su propio ritmo interno.
– ¡Mierda! -Soltar un taco en voz alta rompió el maleficio y desterró de su mente impresiones del relato de Edgar Allan Poe.
Kincaid atravesó la habitación hasta el escritorio y encontró su superficie tan ordenada como esperaba. Una foto en un marco de plata lo hizo detenerse y la cogió para verla mejor. Éste era un Alastair Gilbert que nunca había visto, en mangas de camisa, sonriendo, con el brazo rodeando una pequeña mujer de pelo blanco. ¿Madre e hijo? Dejó la foto y archivó mentalmente que quizás fuera útil entrevistar a la anciana señora Gilbert.
El cajón superior contenía la habitual parafernalia de oficina, perfectamente dispuesta, y los cajones laterales contenían ordenadas filas de carpetas que debían esperar a que alguien las revisara detalladamente. Insatisfecho por los pobres resultados, Kincaid volvió a repasar los cajones y una búsqueda más meticulosa lo llevó a descubrir un libro encuadernado en cuero escondido entre las carpetas del cajón a mano derecha. Lo cogió con cuidado y lo abrió encima del registro diario. Se trataba de una agenda de sobremesa, con las entradas habituales de compromisos y unos cuantos números de teléfono no identificados escritos en lápiz con una letra clara. Qué típico de Gilbert el no arriesgarse a cometer un error en tinta.
Kincaid pasó unas cuantas páginas más. En el día anterior a la muerte de Gilbert había una entrada ambigua a las 6:00, acompañada por un interrogante y otro número de teléfono escrito a lápiz. ¿Se había citado con alguien? Si así fue, ¿por qué? Tendría que dejarle a los chicos de Deveney que comprobaran todas las entradas mientras él se concentraba en las entrevistas. Cerró el libro y lo dejó en el escritorio. Entonces una voz lo sobresaltó.
– ¿Qué está haciendo?
Lucy Penmaric estaba en la puerta con los brazos cruzados y una mueca en la cara. En tejanos y suéter parecía más joven y menos sofisticada de lo que había aparentado la noche anterior, y en su pálida cara en forma de corazón había pequeñas arrugas, como si se acabara de levantar.
– Oí un ruido. Estaba buscando a mi madre -dijo antes de que Kincaid pudiera responder.
Kincaid no quiso hablar con Lucy desde detrás del escritorio de Gilbert. Cerró los cajones y rodeó la mesa antes de decir:
– Creo que está arriba descansando. ¿Puedo ayudarte?
– No pensé en mirar ahí -dijo restregándose la cara mientras se dirigía al sofá, donde se hizo un ovillo-. No me acabo de despertar del todo. Mamá me dio una pastilla para dormir y me ha dejado la mente toda borrosa.
– Pueden darte un poco de resaca -reconoció Kincaid.
Lucy volvió a torcer el gesto.
– No quería tomarla. Sólo acepté para que mamá descansara. Está… ¿Está bien esta mañana?
Kincaid no tuvo ningún reparo en no mencionar el desmayo de Claire en la cocina.
– Lo está llevando razonablemente bien dadas las circunstancias. Lo primero que hizo fue ir a ver a tu abuela.
– ¿Gwen? Oh, pobre mamá -dijo Lucy sacudiendo la cabeza-. Gwen no es mi verdadera abuela, ¿lo sabía? -añadió con voz aleccionadora-. Los padres de mamá están muertos y no veo muy a menudo a los de mi padre.
– ¿Por qué no? ¿No se lleva tu madre bien con ellos? -Kincaid se sentó en el borde de la mesa, dispuesto a ver adónde le podría llevar la conversación.
– Alastair siempre tenía alguna razón para que yo no fuera, pero a mí me gustan. Viven cerca de Sidmouth, en Devon, y se puede ir andando a la playa desde su casa. -Lucy calló un momento y retorció un mechón de pelo en su dedo. Luego dijo-: Recuerdo cuando murió mi padre. Entonces vivíamos en Londres, en un piso de Elgin Crescent. El edificio tenía una puerta de color amarillo brillante… Recuerdo que cuando volvía de dar un paseo la podía ver desde muy lejos, como si fuera un faro. Vivíamos en el último piso y justo tras mi ventana había un cerezo que florecía cada primavera.
De haber pensado en el primer esposo de Claire Gilbert, hubiera creído que estaban divorciados, pero, ¿qué posibilidades había de que una mujer a los cuarenta hubiera enviudado dos veces?
– Suena muy bonito -dijo suavemente después de que Lucy callara durante tanto rato que temió que se hubiera retirado a un sitio adonde no pudiera seguirla.
– Lo era -dijo Lucy, regresando con un escalofrío-. Pero ahora las flores de cerezo me hacen pensar en la muerte. Soñé con ellas anoche. Me cubrían y me estaba ahogando, y no me podía despertar.
– ¿Fue entonces cuando murió tu padre? ¿En primavera?
Lucy asintió, luego se apartó el mechón de pelo de la cara y lo puso tras la oreja. Eran orejas pequeñas, pensó Kincaid, delicadas como conchas marinas.
– Cuando tenía cinco años tuve mucha fiebre una noche. Papá fue a una farmacia de guardia en Portobello Road a buscarme algo y un coche lo atropelló en un paso cebra. Ahora todo se mezcla en mi cabeza: el policía que vino a la puerta, mamá llorando, el aroma de las cerezas a través de mi ventana abierta.
De modo que Claire Gilbert no sólo había enviudado dos veces sino que ya se había enfrentado a la muerte repentina de su esposo anteriormente. Recordó los días en que notificar ocasionalmente el fallecimiento de alguien formaba parte de sus obligaciones e imaginó la escena desde el punto de vista del agente: la luz del apartamento en una suave noche de abril, la guapa esposa en la puerta, el temor creciente en su cara al ver los uniformes. Luego soltarían de mala manera «señora, lamentamos comunicarle que su esposo ha fallecido» y ella se tambalearía como si la hubieran pegado. En la academia les habían enseñado a hacerlo así. Era supuestamente más amable quitárselo de encima rápidamente, pero eso nunca lo hizo más fácil.
Lucy volvía a tener el mechón de pelo enroscado en el dedo y estaba mirando una de las escenas de caza de detrás del escritorio de Gilbert. Cuando Kincaid le dijo, «lo siento», ella no respondió, pero al cabo de un rato empezó a hablar sin mirarlo, como si estuviera prosiguiendo una conversación iniciada.
– Me siento extraña sentada aquí. Alastair no quería que viniéramos a esta habitación, especialmente yo. La llamaba su santuario. Creo que de alguna manera las mujeres echaban a perder el ambiente.
»Mi padre era escritor, periodista. Su nombre era Stephen Penmaric y sobre todo escribía sobre conservación en revistas y periódicos. -Miró a Kincaid con la cara animada-. Tenía su oficina en el trastero y no debía de haber mucho sitio porque recuerdo que siempre había montones de libros en el suelo. A veces, si prometía estar muy callada, me dejaba jugar allí cuando él trabajaba, y yo construía cosas con los libros, castillos, ciudades. Me gustaba el olor que hacían, el tacto de las cubiertas.
– Mis padres tenía una librería -dijo Kincaid-. De hecho aún la tienen. Yo jugaba en el almacén y también utilizaba los libros como bloques de construcción.
– ¿De verdad? -Lucy lo miró y sonrió por primera vez desde que la noche anterior hablara sobre su perro.
– En serio -también sonrió y deseó poder mantener esa sonrisa en la cara de Lucy.
– Qué agradable para usted -dijo con un poco de nostalgia. Encogió las piernas encima del sofá, rodeó sus pantorrillas con los brazos y apoyó la barbilla en las rodillas-. Qué raro. No había pensado en mi padre en mucho tiempo.
– No es nada raro. Es muy natural dadas las circunstancias. -Hizo una pausa y dijo con cuidado-: ¿Cómo te sientes por lo ocurrido? ¿Por la muerte de tu padrastro?
Ella apartó la mirada y su dedo volvió al mechón de pelo. Al cabo de un rato dijo, despacio:
– No lo sé. Atontada, supongo. No me lo creo realmente, a pesar de haberlo visto. Se dice que «ver es creer», pero eso no es necesariamente verdad, ¿no cree? -Echó una mirada rápida a la puerta y añadió-: Sigo esperando que entre por la puerta en cualquier momento. -Cambió nerviosa de postura y Kincaid oyó voces en la parte trasera de la casa.
– Probablemente sea el inspector jefe Deveney, que me está buscando. ¿Estarás bien sola durante un rato?
Con algo de la energía que había mostrado la noche anterior, dijo:
– Por supuesto, estaré bien. Y yo cuidaré de mamá cuando se levante. -De un salto se levantó del sofá, con la soltura que tienen los jóvenes, y llegó a la puerta antes de que Kincaid pudiera elaborar una respuesta.
Al darse la vuelta hacia él, Kincaid le dijo:
– A Lewis le encantará verte -y fue recompensado con una brillante sonrisa.
– ¿Ha notado -dijo Kincaid a Nick Deveney mientras serpenteaban los diversos caminos que había entre los pueblos-, que nadie parece llorar la pérdida de Alastair Gilbert? Hasta su mujer parece impactada, pero no consternada por el dolor.
– Es verdad. -Deveney hizo destellos a un coche que venía en dirección contraria y se hizo a un lado del camino-. Pero eso no nos da un motivo para el asesinato. Si ese fuera el caso, mi suegra hubiera muerto veinte veces. -El otro conductor saludó con la mano al pasar y Deveney volvió al camino-. Espero que no le importe el atajo. En realidad no estoy seguro de que sea un atajo, pero me gusta conducir por las colinas. Bonito, ¿verdad? -Se avecinaba una tormenta por el oeste, pero mientras hablaban el sol atravesó las nubes, iluminando el aire hasta la profundidad del bosque. Deveney miró por el retrovisor-. Apuesto a que se están empapando en Guildford -dijo y luego apuntó a las elaboradas puertas de una finca que estaban pasando-. Mire. Son gente como ésta los que mantienen a los turistas alejados de Surrey. Vienen de Londres, se traen su dinero, de modo que no necesitamos estimular nuestra economía animando a los excursionistas. -Se encogió de hombros y añadió-: Pero es una espada de doble filo. Aunque compran propiedades y usan las infraestructuras, muchos de ellos no son aceptados por los vecinos y eso genera conflictos.
– ¿Es eso cierto en lo que respecta a Gilbert? Desde luego encajaba con el perfil de residente que trabaja en Londres -dijo Kincaid mientras abordaban una curva. Los huecos entre los árboles revelaban unas vistas sobrecogedoras del otro lado de la cadena montañosa de North Downs.
– No hay duda. Y se le trataba con una mezcla de desdén y adulación. Quiero decir que, después de todo, uno no quiere matar la gallina que pone los huevos de oro, ¿no? Lo que uno no quiere es que crea que puede sentarse a tu propia mesa.
Kincaid soltó una carcajada.
– Supongo que no. ¿Cree que Gilbert era consciente de que no era aceptado? ¿Y que probablemente nunca lo sería? ¿Le importaba?
– En realidad no lo conocía personalmente. Sólo hablé con él en un par de ocasiones, en actos policiales. -Redujo la marcha y añadió-: Sólo conozco a Brian Genovase porque jugábamos en la misma liga de rugby. -El camino descendió rápidamente por las colinas y se convirtió en una calle estrecha con casitas de postal a ambos lados-. Holmbury St. Mary conserva su belleza natural, mientras que este pueblo compite por el título de «más bonito de Inglaterra». Éste es el río Tilingbourne -añadió cuando cruzaron un arroyo transparente-, estrella de muchas postales.
– Seguro que no está tan mal -dijo Kincaid mientras Deveney aparcaba hábilmente junto a la acera. Había visto un salón de té lleno de flores, pero ninguna otra cosa extraordinaria.
– No, pero me temo que es una horterada.
– Cínico. -Kincaid salió del coche detrás de Deveney, moviendo los dedos de los pies que habían sufrido la falta de calefacción del Vauxhall.
Deveney estuvo de acuerdo y rió, luego añadió:
– Soy demasiado joven para sonar como un vejestorio. El divorcio tiende a agriar el punto de vista de un hombre. Esta tienda no está mal -apuntó hacia un letrero en el que se leía KITCHEN CONCEPTS-, y no existiría si no fuera por gente como Alastair Gilbert. A los granjeros del lugar no se les ocurriría nunca reformar sus cocinas al estilo europeo.
El escaparate mostraba relucientes accesorios de cocina de cobre intercalados en extensiones de vistosas baldosas. Kincaid, que había rehecho su cocina en Hampstead utilizando sobre todo material de bricolaje, abrió la puerta con expectación. Una mujer en botas de agua que sostenía unas bolsas de compras estaba charlando con un hombre cerca de un despliegue de puertas de armarios, pero su conversación se interrumpió de manera algo forzada cuando entraron Kincaid y Deveney.
Al cabo de un momento la mujer dijo:
– Bueno, me voy. Hasta luego, Malcolm. -Miró a los policías con interés mientras pasaba rozándolos al dirigirse a la puerta y sosteniendo las bolsas repletas contra el pecho como si fueran un escudo. ¿De qué servía ir de paisano, se preguntaba Kincaid a menudo, si era como si llevasen en el pecho un cartel anunciando que eran de la policía?
Deveney sacó sus credenciales y se presentó a sí mismo y a Kincaid al acercárseles Malcolm Reid a saludarlos. Durante un rato Kincaid se conformó con desempeñar un papel secundario puesto que eso le daba la oportunidad de observar al jefe de Claire Gilbert. Era alto, llevaba corto el pelo medio rubio, medio plateado y estaba moreno, lo que indicaba unas recientes vacaciones en un clima cálido. Reid habló con voz suave, sin acento.
– ¿Han venido por lo de Alastair Gilbert? Es espantoso. ¿Quién haría algo así?
– Es lo que intentamos averiguar, señor Reid -dijo Deveney-, y agradeceríamos cualquier ayuda que nos pudiera dar. ¿Conocía personalmente al comandante Gilbert?
Reid se metió las manos en los bolsillos antes de responder. Kincaid se dio cuenta de que llevaba pantalones de buena calidad, junto con un suéter gris y una discreta corbata azul marino. El conjunto creaba la impresión idónea para la posición de Reid: ni demasiado informal para el dueño de un negocio exitoso, ni demasiado formal para un pueblo pequeño.
– Bueno, sí que lo conocí. Claire nos invitó a mí y a Val, mi esposa Valerie, a cenar a su casa un par de veces. Pero he de confesar que no lo conocía bien. No teníamos mucho en común. -Hizo un gesto señalando la exposición con una expresión levemente divertida.
– Pero seguro que Gilbert estaba interesado en la carrera de su esposa, ¿no? -dijo Kincaid.
– Mejor sentémonos, ¿no les parece? -Reid los llevó al escritorio que había detrás de la exposición y les indicó dos sillas de aspecto cómodo antes de sentarse él mismo-. Ésa no es una pregunta sencilla. -Cogió un lápiz y lo miró meditabundo mientras jugueteaba con él, luego los miró a ellos-. Si quieren una respuesta honesta diría que únicamente toleraba el trabajo de Claire siempre y cuando no interfiriera con su agenda social o su comodidad. ¿Saben cómo vino Claire a trabajar para mí? -Dejó el lápiz y se arrellanó en la silla-. Vino como clienta, cuando finalmente Alastair le dio permiso para decorar su cocina. La casa es victoriana, ya saben, y lo poco que se había hecho se había hecho mal, como sucede a menudo. Claire le había estado encima durante años y creo que únicamente cedió cuando empezaron a recibir tan a menudo que les daba vergüenza enseñar la cocina.
Kincaid pensó, mientras asentía, que para ser un hombre que no conociera demasiado bien a Gilbert, Reid había logrado acumular una antipatía muy activa hacia él.
– Claire no tenía formación en diseño -continuó Reid-, pero tenía un talento natural, lo que a mi modo de ver es mucho mejor. Cuando empezamos la cocina estaba llena de ideas imaginativas y realizables -ambas cosas no siempre van juntas- y cuando venía a la tienda ayudaba a otros clientes.
– ¿Y no le importó? -preguntó Deveney, un poco escéptico.
Reid negó con la cabeza.
– Su entusiasmo era contagioso.
Y a los clientes les gustaban sus ideas, lo que hizo aumentar las ventas. Es muy buena, y uno nunca lo intuiría viendo su casa.
– ¿Qué tiene de malo su casa? -Deveney se rascó la cabeza con perplejidad. Si era real o fingida, Kincaid no logró adivinarlo.
– Es demasiado tradicional y cargada para mi gusto, pero Alastair llevaba un control muy estricto de todo y eso era lo que le gustaba. Era su idea de lo que era la respetabilidad de la clase media.
La opinión de Reid coincidía con el Gilbert que había conocido Kincaid. Como instructor había sido poco imaginativo e insistía en las normas allá donde la flexibilidad hubiera podido ser más productiva. Tenía un gran apego a las tradiciones por el mero hecho de ser tradiciones. Su curiosidad había sido despertada y preguntó a Reid:
– ¿Sabe algo de la historia de Gilbert?
– Creo que su padre dirigía una granja lechera cerca de Dorking y que Gilbert asistió a la escuela secundaria local.
– De modo que el hijo pródigo regresó a casa -caviló Kincaid-. Más bien me sorprende. No obstante, su madre está en una residencia cerca de aquí, ¿no es así? -preguntó mientras se inclinaba para coger una tarjeta de visita de una cajita. El nombre de la tienda destacaba ingeniosamente en letra verde oscuro sobre un fondo color crema, y el número de teléfono y la dirección estaban escritos en caracteres más pequeños. Kincaid se la metió en el bolsillo de su chaqueta.
– The Leaves, justo en las afueras de Dorking. Claire la visita varias veces a la semana.
– Háblenos de la agenda de ayer de la señora Gilbert, si no le importa, señor Reid. -El tono de Deveney dejaba claro que era una orden tan solo disfrazada de petición por mera educación.
Reid se sentó hacia delante de nuevo y tocó el lápiz que había dejado sobre el escritorio. Imitó a Deveney y preguntó:
– ¿Por qué debería hacerlo, si no le importa que se lo pregunte? No pueden pensar que Claire tuviera nada que ver con la muerte de Gilbert. -Sonaba genuinamente impresionado.
– Forma parte de nuestra investigación -lo tranquilizó Deveney-. Debería saberlo de mirar la televisión, señor Reid. Hemos de preguntar a todos los que estuvieran estrechamente relacionados con el comandante Gilbert.
Reid cruzó los brazos y los miró fijamente durante un rato, como si fuera a rehusar, luego suspiró y dijo:
– Bueno. No me gusta, pero no creo que haya nada malo en ello porque no hubo nada fuera de lo normal. Claire tenía una cita por la mañana. Yo estaba en la tienda, ayudando a unos clientes, ocupándome de unos pedidos de material pendientes, y luego tenía una cita por la tarde. Claire se fue antes de que yo volviera, un poco después de las cuatro. Ella y Lucy tenían planeado ir de compras, creo. -Hizo una breve pausa y añadió-: Esto no es un barco escuela, como habrán podido comprobar.
– ¿Cuándo se enteró de que Gilbert estaba muerto? -preguntó Kincaid al recordar las palabras de Claire antes de desmayarse.
– Algunos clientes estaban esperando cuando abrí la tienda esta mañana. Lo sabían por el cartero, que lo habían oído decir a un periodista. Las palabras exactas fueron, si no me equivoco: «Alguien se ha cargado esta noche a Alastair Gilbert. Le golpearon la cabeza y lo dejaron en un charco de su propia sangre». -añadió haciendo una mueca.
Deveney le dio las gracias y se fueron. Kincaid miró atrás, al arco de acero inoxidable del grifo mezclador alemán que no había podido permitirse para su propia cocina.
– Estupendo -dijo Deveney con harta resignación cuando entraron en el coche-. Y que digan que hemos de ocultar la causa de la muerte hasta que hayamos entrevistado a todos los del pueblo. Así es la vida en el campo.
La última clienta, una señora mayor parlanchina llamada Simpson, se quedó charlando mucho después de que hubiera pagado sus escasas compras. Madeleine Wade, que entre sus diversas empresas incluía la de ser la dueña de la tienda del pueblo, escuchó ausente el último escándalo mientras cerraba la caja. En todo ese tiempo, lo único en lo que pensaba era en repantigarse en su apartamento del piso superior con una copa de vino y el Financial Times.
El «periódico rosa», como solía llamarlo, era su vicio secreto y el último vestigio de su vida pasada. Lo leía cada día para controlar sus inversiones y luego lo apartaba de la vista de sus clientes. No tenía sentido desilusionarlos, a los pobres.
La señora Simpson, al no recibir más aliento que el ocasional gesto de aprobación con la cabeza, se detuvo finalmente y Madeleine la acompañó aliviada a la puerta. En todos estos años había aprendido a sentirse más cómoda con la gente. Se había esforzado por desarrollar una armadura inmune a todo excepto a la repugnancia más abierta, pero era solamente cuando estaba a solas cuando encontraba la verdadera paz. Era su consuelo, su recompensa al final del día, y la esperaba con el mismo entusiasmo con el que un alcohólico espera su primera copa.
Lo vio en cuanto acabó de echar el cerrojo a la puerta. Geoff Genovase estaba medio en sombras junto al White Hart, con las manos en los bolsillos, esperando. Cuando se movió, la luz de la farola se reflejó en su cabello rubio.
Le llegó el miedo que sentía él. Palpable e intenso, lo envolvía a él como una densa nube.
Ella ya lo había sentido antes, como una corriente débil. También notaba el meticuloso control que lo mantenía contenido. ¿Qué había causado esta explosión de terror? Madeleine dudó. El deseo de ayudarlo se enfrentó a su cansancio y su necesidad de soledad, pero luego sintió una punzada de vergüenza. Había venido a este pueblo tras escapar toda la vida, para intentar ofrecer cualquier ayuda que su talento pudiera proporcionar y un sentimiento de egoísmo así tenía que ser aplastado con disciplina.
Fuera lo que fuera lo que había desencadenado la angustia de Geoff, él la había venido a ver en busca de consuelo, y ella no debía rechazarlo. Dio un paso adelante, levantando la mano para llamarlo, pero había desaparecido entre las sombras.
Al no recibir respuesta tras golpear la puerta de la habitación de Gemma, Kincaid regresó a su dormitorio y escribió una nota en la que le decía que estaría en el bar y que Deveney se encontraría con ellos para tomar una copa y cenar. Pasó el pedazo de papel por debajo de la puerta y aguardó un momento, esperando que pudieran hablar tranquilamente, pero al no oír un solo movimiento se dio la vuelta y bajó sin prisa las escaleras.
Él y Nick Deveney habían pasado una tarde nada productiva en la comisaría de Guildford, leyendo informes y lidiando con los medios de comunicación, y eso le había dejado un regusto de frustración.
– Una pinta de Bass, por favor, Brian -dijo al sentarse en el único taburete libre del bar-. Hay bastante gente para ser un jueves por la noche -añadió cuando Brian le colocó la cerveza en un posavasos.
– Afuera hace un tiempo de demonios -respondió Brian mientras sacaba una cerveza para otro cliente-. Eso siempre es bueno para el negocio.
La lluvia no había parado al anochecer, pero Kincaid sospechaba que la popularidad del pub en esta noche tenía tanto que ver con el intercambio de chismorreos como con el refugiarse del mal tiempo. Aunque tenía que admitir que en lo que a refugiados se refería, el ambiente era bastante agradable. Un pub vacío no era atractivo. Para tener éxito necesitaba cuerpos en movimiento y voces que subieran y bajaran de intensidad. Ésta era su primera oportunidad de juzgar el pub Moon en las circunstancias adecuadas. Se giró sobre el taburete y le gustó lo que vio: comodidad sin demasiado emperifollamiento. Los taburetes y los bancos tenían fundas de terciopelo, en el techo había vigas oscuras, en el restaurante había piezas de latón y de cobre, las cortinas floreadas con ribetes rojos corridas al anochecer y un fuego de leña irradiaba calor por todo el local.
Un hombre con una chaqueta engrasada pasó entre Kincaid y el otro taburete y le acercó su vaso a Brian para que se lo rellenase. Habló sin preámbulo, como si continuase una conversación.
– En fin, puede que haya sido un verdadero bastardo, Brian, pero nunca imaginé que acabaría así. -Movió negativamente la cabeza-. En estos tiempos uno ya ni siquiera puede creerse a salvo en su propia cama.
Brian lanzó una breve e involuntaria mirada en dirección a Kincaid. Luego dijo, sin comprometerse, mientras servía la pinta de cerveza:
– No estaba en su cama, Reggie, de modo que no creo que debamos preocuparnos por las nuestras. -Secó la espuma que había rebosado el vaso y deslizó este último por la barra. Luego saludó con la cabeza a Kincaid y añadió-: Éste es el comisario detective Kincaid que ha venido de Londres para investigar el caso.
El hombre saludó a Kincaid con cierta brusquedad, murmurando algo que sonó como: «Nuestros chicos ya lo hacen suficientemente bien». Después regresó a su mesa.
Brian se inclinó sobre la barra y le dijo seriamente a Kincaid:
– No haga caso a Reggie. Se quejaría hasta del sol en el mes de mayo. -Pero el zumbido de las conversaciones a su alrededor se había apagado y se sintió objeto de las miradas, tanto interesadas como recelosas.
Fue un alivio que Deveney llegase al cabo de unos minutos, salpicando gotas de agua con su gorra de lluvia que luego metió en el bolsillo de su abrigo. Justo cuando Kincaid se levantó para saludarlo la mesa junto al fuego se vació y la pillaron con presteza.
Cuando Deveney volvió de la barra con su cerveza, Kincaid levantó la suya a modo de saludo.
– Salud. Acaba de recibir un voto de confianza de los feligreses.
– Me gustaría sentir que lo merezco. -Suspiró mientras movía los hombros y el cuello para relajarlos-. Vaya día del demonio. Por mucho que odiase los trabajos en la escuela, ¿por qué…? -Sus ojos se ensancharon cuando miró hacia el fondo de la sala, luego sonrió-. El día ha mejorado considerablemente. -Siguiendo su mirada, Kincaid pudo ver a Gemma avanzando entre la gente-. ¿Por qué no tendrá mi sargento ese mismo aspecto? -Deveney se quejó con un muy practicado tono de martirio-. Me quejaré al jefe de policía, llevaré el asunto a las más altas instancias. -Pero Kincaid apenas lo oyó. El vestido era negro, de manga larga, pero ahí acababa toda pretensión de recato. El tejido se pegaba al cuerpo de Gemma y dejaba ver la mitad de sus muslos. Esta noche Gemma llevaba la melena suelta, como casi nunca hacía, y el color cobre enmarcaba la palidez de nata de su cutis.
– Cierre la boca -dijo Deveney con una sonrisa mientras se levantaba para buscarle una silla a Gemma.
– Gemma -empezó Kincaid, sin saber qué quería decir. De repente se apagaron las luces.
Durante unos segundos angustiosos el silencio invadió el pub, luego las voces subieron en una oleada, inquisitivas, exclamatorias.
– ¡Quédense donde están! -gritó Brian-. Iré a buscar las farolas. -La llama temblorosa de su encendedor desapareció a través de la puerta del final de la barra. Al poco rato ya había traído y distribuido por todo el local tres farolas de emergencia.
La luz proyectada era un suave resplandor amarillo. Deveney sonrió a Gemma con placer desenfadado.
– Diría que ha sido de lo más oportuna. Es mucho más bonita a la luz de la farola, si ello es posible.
Al menos ha tenido la gentileza de ruborizarse, pensó Kincaid mientras ella murmuraba algo ininteligible.
– No, déjeme a mí -dijo Deveney cuando Kincaid se levantó para buscarle una bebida a Gemma-. A mí me es más fácil salir.
Kincaid se hundió en el banco y la miró, sin estar seguro de qué decirle para no hacerla enfadar. Finalmente le brindó:
– Nick tiene razón. Estás fantástica.
– Gracias -dijo ella, pero en lugar de mirarlo a los ojos jugueteó con un cenicero vacío y miró hacia la barra-. Me pregunto dónde está Geoff. Es el hijo de Brian -explicó volviéndose a Kincaid-. Lo he conocido esta tarde y después de lo que me ha explicado pensaba que estaría ayudando en la barra.
Brian salió de nuevo de la cocina y dijo:
– He hablado con la compañía eléctrica. Un transformador entre Dorking y Guildford ha dejado de funcionar, de modo que pasará un rato antes de que volvamos a tener luz. No os preocupéis -interrumpió el creciente murmullo-, la cocina es de gas, así que la mayoría de los platos de la carta están disponibles.
– Qué alivio -dijo Deveney al volver con el vodka con naranja de Gemma y la carta para la cena-. Estoy famélico. Veamos qué puede preparar Brian en estas circunstancias. -Tras haberse decidido y ponerse cómodos con sus bebidas, Deveney dijo a Kincaid-: Tenía un mensaje del jefe de policía esperándome cuando volví a la comisaría. En resumen, que espera ver algo concreto, y había un par de frases del tipo «tranquilidad de los residentes» e «imagen del cuerpo».
Tanto Kincaid como Gemma pusieron mala cara. Se trataba del familiar «discurso de la autoridad» y tenía poco que ver con los aspectos prácticos de la investigación.
– ¿Le sigue gustando la idea del intruso, Nick? -preguntó Kincaid.
– Es tan buena como cualquier otra cosa. -Deveney se encogió de hombros.
– Entonces sugiero que empecemos a entrevistar a todos los del pueblo que hayan denunciado la desaparición de objetos. Tendremos que eliminar la posibilidad de una conexión antes de poder continuar. ¿Tenemos una lista de las entrevistas casa por casa de hoy?
Justo entonces apareció Brian con las ensaladas. Cuando las dejó en la mesa se secó la frente sudada.
– No sé qué le habrá pasado a John -dijo. Luego añadió-: Me ayuda detrás de la barra y sin él estoy colgado.
– ¿Y qué pasa con Geoff? -preguntó Gemma.
– ¿Geoff? ¿Qué tiene que ver Geoff? -dijo Brian con impaciencia, luego se alejó con prisa para atender a otro cliente que lo reclamaba.
– Pero… -dijo Gemma a la espalda que se alejaba, luego calló y el rubor invadió sus pómulos-. Sé que dijo que trabajaba para su padre y me pareció lógico asumir que se ocupaba de la barra.
– ¿Qué opinas de Geoff? -preguntó Deveney, tratando de distraerla de su vergüenza. Gemma se entregó al relato de su encuentro de aquella tarde.
Kincaid escuchaba, miraba su animada cara y sus manos mientras hablaba con Deveney y cada minuto que pasaba se sentía más y más excluido. Jugueteó con los consabidos berros y la lechuga iceberg de su ensalada y se preguntó si la había conocido de verdad. ¿Había yacido junto a ella, había sentido su piel contra la suya, su aliento en sus labios? Sacudió la cabeza con incredulidad. ¿Cómo se podía haber equivocado tanto sobre lo que había habido entre ellos?
La palabra «pelea» lo hizo regresar a la conversación y dijo:
– ¿Qué? Lo siento.
– Geoff me dijo que había oído discutir a Gilbert y a la doctora del pueblo hace unas semanas -respondió Gemma con exceso de paciencia, como si Kincaid fuera un niño no muy inteligente-. Pero no sabía de qué iba la cosa, sólo que los dos parecían enfadados y disgustados.
– Qué raro -añadió al cabo de un rato, mientras pinchaba un trozo de tomate con el tenedor-. No recuerdo haber visto nunca a Gilbert enfadado. Era algo sabido que si hablaba más bajo de lo normal, estabas metido en un lío.
– ¿Qué? -preguntó Kincaid de nuevo-. ¿Lo conocías? ¿Trabajaste para Alastair Gilbert? -Se sintió un completo idiota al notar que Deveney lo miraba con expresión de desconcierto.
– Era mi jefe cuando era novata en Notting Hill -dijo Gemma en tono displicente-. No sabía que fuera importante. -A mitad del incómodo silencio que prosiguió, Gemma añadió-: Creo decididamente que hemos de hablar con esta doctora a primera hora, y también con las víctimas de los robos.
– Espera, Gemma -dijo Kincaid-. Alguien ha de ir a la oficina de Gilbert e investigar ese aspecto. Y querrás estar con Toby. ¿Por qué no vas a Londres mañana y Nick y yo haremos los interrogatorios aquí?
Gemma no dijo nada cuando apartó su plato y dejó con cuidado el tenedor y el cuchillo, pero la mirada que le lanzó a Kincaid podría haber congelado la lava.