174676.fb2
El tren de Dorking a Londres estaba lleno.
– No hay servicio directo desde Guildford -le había explicado Will Darling cuando la recogió en el pub-. Así que lo normal es que vaya un poco apretujada. -Gemma se dio contra más de un maletín antes de llegar al único asiento libre. La inmensa mujer que tenía enfrente no le dejaba espacio para las piernas y tuvo que sentarse de lado. Pero en cuanto el tren se puso en marcha con una sacudida, Gemma se apoyó satisfecha contra la ventana, agradecida por los tranquilos minutos que le proporcionaría el viaje.
Había dormido bien y eso le había devuelto en parte la perspectiva. Cuando Will la dejó en la estación se disculpó de nuevo por su comportamiento del día anterior.
– No le dé más vueltas -le aseguró impertérrito-. Es un caso difícil para todos. Le hará bien estar un poco en casa.
Tenía intención de disculparse con Kincaid también, pero cuando bajó a desayunar él y Deveney ya se habían ido a una reunión en la comisaría de Guildford. Sentada ante una tostada solitaria y un huevo hervido trató de convencerse de que no tenía razón alguna para sentirse culpable. Kincaid se había excusado tras la cena con un exceso de reserva y la había dejado sola con el afable Deveney.
Ella no se había propuesto poner celoso a Kincaid adrede -siempre había despreciado a las mujeres que utilizan tales tácticas-, pero el interés de Deveney y la creciente incomodidad de Kincaid la habían estimulado como el alcohol sobre el fuego. A la sobria luz del día se había dado cuenta de que tendría que tener más cuidado con Nick Deveney. Era un hombre soltero, atractivo, pero insinuársele era lo último que necesitaba. Y Kincaid… las razones por las que había disfrutado avergonzándolo no superarían un examen conciso.
Desvió intencionadamente la atención a otros temas menos incómodos.
Ahora, a medida que desaparecía la campiña de Surrey y entraban en la expansión suburbana de Londres, pensó en Alastair Gilbert, quien había tomado este tren a diario. Se lo imaginó sentado en el mismo sitio, mirando el mundo con ojos prudentes, con su maletín sobre el regazo. ¿En qué había pensado a medida que avanzaba el tren? ¿O quizás se había metido de lleno en el Times y no había pensado en nada? ¿Habría notado alguno de los otros pasajeros su ausencia? ¿Se preguntaban qué le habría pasado al bajito y pulcro viajero? Sus ojos se cerraron gradualmente hasta que el rechinar de los frenos anunció su llegada a la estación Victoria.
Gemma caminó por Victoria Street hacia Buckingham Gate tomándose su tiempo, disfrutando del débil sol que había sucedido al aguacero de la noche anterior. Al girar hacia Broadway encontró sorprendentemente acogedora la vista de Scotland Yard. Por una vez, el severo aspecto del edificio le resultó reconfortante y se sintió bien pisando de nuevo tierra firme.
Tras informar brevemente al comisario jefe Childs, tomó posesión del despacho de Kincaid si bien no sintió la habitual satisfacción. A pesar de ello, la oficina le ofreció la paz que necesitaba para organizar su jornada y al poco rato ya se había citado con el jefe de personal, del comandante Gilbert, el inspector jefe David Ogilvie, e iba de camino a la división de Notting Dale.
Recordaba a Ogilvie de su época en Notting Hill, antes de que fuera transferido, como Gilbert, a esta jefatura. Entonces era detective y ella le había tenido un poco de miedo. Su mirada dura hacía plausible su reputación de mujeriego, pero apenas sonreía, y se sabía que su lengua era tan aguda como la prominente nariz.
Armándose de valor para una desagradable entrevista, Gemma se presentó al agente de turno y se sentó en la recepción a esperar a que Ogilvie la hiciera llamar. Para su sorpresa, Ogilvie apareció en persona al cabo de un momento, alargando la mano para recibirla. En su gruesa mata de cabello negro habían aparecido motas grises, los ángulos de su cara eran algo más prominentes y su cuerpo un poco más enjuto.
La llevó a su despacho, la hizo sentar con cordialidad y la volvió a sorprender tomando él la iniciativa antes de que ella tuviera tiempo de sacar su bloc de notas y su pluma.
– Este asunto de Alastair Gilbert es espantoso. No creo que nadie de nosotros lo haya asimilado todavía. Seguimos esperando que alguien nos diga que se trata de un error. -Hizo una pausa mientras ordenaba unos papeles sueltos de su escritorio. Luego la miró fijamente.
Sus ojos eran de un gris puro muy oscuro y destacaban perfectamente gracias a la chaqueta de espiga color carbón. Gemma apartó la mirada.
– Estoy segura de que debe de ser difícil para usted, habiendo trabajado con…
– Usted forma parte del equipo que fue llamado a la escena del crimen -la interrumpió, ignorando el mensaje de condolencia-. Quiero que me explique lo que pasó.
– Pero habrá leído el informe…
Movió negativamente la cabeza y se inclinó hacia ella con los ojos dilatados.
– Eso no es suficiente. Quiero saber el aspecto de la escena, lo que se dijo, hasta el último detalle.
Gemma sintió el picor del sudor en sus axilas. ¿A qué diablos estaba jugando? ¿Era esto acaso un test de aptitud? ¿Estaba obligada a responderle? El silencio se alargó y ella se movió incómoda en la silla. ¿Qué tenía de malo, después de todo? En cualquier caso él tenía acceso a los archivos de la investigación y ella necesitaba establecer algún tipo de comunicación con él. Respiró hondo y empezó su descripción.
Ogilvie guardó silencio mientras ella hablaba y cuando terminó el inspector se acomodó en su silla y sonrió.
– Veo que la entrenamos bien en Notting Hill, sargento. -Gemma empezó a hablar, pero él levantó la mano-. Oh, sí, la recuerdo -le dijo y su sonrisa rapaz se ensanchó-. Estaba usted resuelta a ascender y parece que lo ha logrado. ¿Qué puedo hacer por usted, ya que ha sido tan servicial? ¿Desea revisar las cosas del despacho del comandante?
– Primero quiero hacerle una preguntas. -Finalmente había logrado sacar la pluma y el bloc de notas, que abrió por una página en blanco y en el que empezó a escribir con resolución-. ¿Había notado recientemente algo diferente en el comportamiento del comandante?
Ogilvie giró su silla un poco hacia la ventana y pareció pensar seriamente sobre el tema. Al cabo de un momento sacudió la cabeza.
– No. No puedo decir que notara nada. Pero conocía a Alastair desde hacía muchos años y nunca hubiera adivinado lo que sentía en un momento dado. Era una persona muy privada.
– ¿Alguna dificultad en el trabajo? ¿Puede haberlo amenazado alguien?
– ¿Se refiere a algún maleante profiriendo amenazas al ser arrestado? Creo que ha visto demasiada televisión, sargento. -Ogilvie soltó una carcajada y Gemma se sonrojó. Antes de que pudiera replicar, él dijo-: Como ya sabe, Gilbert tenía poco que ver con las operaciones policiales cotidianas. Y como era mejor en administración que en táctica, me atrevo a decir que eso le convenía. -Se levantó con rápida elegancia, lo cual aumentó la impresión que tenía Gemma de su buena forma física.
– Inspector jefe. -Gemma no se movió de la silla-. Hábleme del último día del comandante, por favor. ¿Hizo algo fuera de lo común?
En lugar de volver a sentarse, Ogilvie se fue a la ventana y jugueteó distraídamente con la palanca de la persiana.
– Que yo sepa estuvo entrando y saliendo de reuniones de departamento todo el día. Lo habitual.
– Hace tan solo dos días, inspector jefe -dijo en voz baja Gemma.
Se volvió hacia ella con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, sonriendo.
– Quizás me esté haciendo mayor, sargento. Yo no tenía razón alguna para prestar atención especial a los movimientos del comandante ese día. Hable con la secretaria de departamento. También sé que Alastair tenía una agenda de escritorio. Le gustaba saber a qué atenerse. -Tras rodear la mesa y abrir la puerta dijo-: La ayudaré.
Gemma sonrió y le dio las gracias, siendo claramente consciente de que Ogilvie había intentado confundirla.
El mobiliario de oficina de Alastair Gilbert era el que correspondía a un comandante. El suelo estaba cubierto por una moqueta de buena calidad y los muebles eran de la clase imponente que únicamente solicitaban los oficiales de alto rango. En una pared había una sólida estantería que contenía ejemplares de filosofía, historia militar y manuales de policía. Aparte de eso, Gemma encontró el despacho carente de personalidad. Obviamente no había esperado que Gilbert acumulara los restos que abarrotaban la mayoría de los despachos de las personas. Pero el orden en esta habitación no estaba siquiera estropeado por fotos familiares. Con un suspiro se dispuso a trabajar.
No se dio cuenta de que había dejado pasar la hora de comer hasta que su estómago empezó a rugir. Volvió a colocar los papeles en la última carpeta y se levantó del suelo notando dolor y rigidez en las articulaciones. Tenía las puntas de los dedos secas y mugrientas de manipular tanto papel, pero la búsqueda no había producido ningún resultado de interés. La meticulosa agenda de Gilbert tan solo describía una jomada tan aburrida como se sentía ella en aquel momento.
Había empezado su última mañana en una reunión informativa con los oficiales de mayor rango, luego se había ocupado de su correspondencia. Antes de comer se reunió con un representante del consejo local y después de comer con agentes de grupos de presión locales y funcionarios del Servicio de la Fiscalía de la Corona. No había referencia alguna a una reunión después del trabajo ni había ninguna anotación para la noche anterior.
Gemma se estiró y reprimió un bostezo. Por primera vez reconoció que Kincaid podría tener razón al no querer más ascensos. Recuperó su bolso de debajo del escritorio y fue a buscar los aseos.
Se sintió mejor tras lavarse las manos y echarse agua en la cara. Salió del edificio para encontrarse el sol brillando milagrosamente. Se paró e inclinó la cabeza hacia atrás, absorbiendo el débil calor ajena a lo que la rodeaba hasta que se abrió la puerta y alguien la empujó por detrás.
– Lo siento -dijo automáticamente mientras asimilaba la presencia de un fornido cuerpo femenino en uniforme. De repente vio la cara con claridad y dio un grito ahogado-: ¿Jackie? ¡No me lo puedo creer! ¡Eres tú! -Tras unos momentos de risas y abrazos apartó a su amiga un poco para poder estudiarla-. Eres tú. No has cambiado nada, de verdad.
Ella y Jackie Temple habían estado en la misma clase en la academia. Cuando fueron destinadas a Notting Hill pasaron de tener un trato agradable a disfrutar de una verdadera amistad. Habían permanecido en contacto, incluso cuando Gemma cambió el uniforme por el departamento de investigación criminal. Pero tras ser destinada a Scotland Yard se habían visto en contadas ocasiones. Ahora se daba cuenta de que no había hablado con Jackie desde que concibió a Toby.
– Tampoco tú, Gemma -dijo Jackie con una sonrisa que iluminó su cara morena-. Y ahora que sabemos que somos unas mentirosas terribles, dime, ¿qué estás haciendo aquí? ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Cómo está Rob? -La expresión de la cara de Gemma la debió delatar porque Jackie dijo inmediatamente-: Oh, no. He metido la pata, ¿verdad? -Tomó la mano izquierda de Gemma y sacudió la cabeza cuando vio el dedo sin anillo-. Lo siento mucho, querida. ¿Qué ha pasado?
– No podías saberlo -la tranquilizó Gemma-. Y ya han pasado más de cuatro años. -A Rob le había parecido que las exigencias de la vida familiar eran mayores de lo que esperaba y no había demostrado ser mejor padre estando ausente. Los cheques de manutención del niño, al principio regulares, habían pasado a ser esporádicos y luego simplemente habían dejado de llegar cuando Rob dejó su trabajo y cambió de dirección.
– Oye -dijo Jackie cuando se volvió a abrir la puerta y casi las golpea-, no podemos quedarnos en la escalera todo el día. No estoy de servicio pero he tenido que traer unos papeles de Notting Hill como favor a mi sargento. Ahora me voy a casa. Ven conmigo, tomaremos una copa y tendremos una buena charla.
Gemma sintió un pellizco de culpa que enterró rápidamente mientras se decía que había seguido las instrucciones de Kincaid al pie de la letra. Y siempre podría preguntar a Jackie cosas de Alastair Gilbert. Dijo, sonriendo:
– Es la mejor oferta que me han hecho en todo el día.
Jackie seguía viviendo en el pequeño bloque de apartamentos que Gemma recordaba, cerca de la comisaría de Notting Hill. Era como el patito feo de una zona de casas adosadas de estilo georgiano, pero el apartamento de Jackie en el segundo piso era agradable. Tenía amplios ventanales que daban a un balcón orientado al sur, había abundantes plantas entre un revoltijo de grabados africanos y colchas de vivos colores cubrían los informales muebles.
– ¿Todavía compartes el piso con Susan May? -gritó Gemma desde el salón mientras Jackie desaparecía en el dormitorio sacándose por el camino el suéter del uniforme.
– Nos llevamos bastante bien. La han vuelto a ascender y últimamente se lo tiene algo creído -dijo Jackie cariñosamente cuando reapareció en tejanos y pasándose una camiseta por la cabeza llena de apretados rizos -. Tengo mucha hambre -añadió mientras se dirigía a la minúscula cocina-. En un momento prepararé algo para las dos.
Jackie rehusó la ayuda de Gemma, que se dirigió al balcón donde admiró los pensamientos y dragonarias que florecían alegremente en las macetas de terracota. Se acordó de que era Susan, una mujer esbelta que trabajaba como asistente de producción de la BBC, la jardinera experta. Cuando se habían juntado las tres para preparar cenas improvisadas, Susan había bromeado con Jackie sobre su capacidad de matar cualquier cosa con una simple mirada.
Éste había sido su territorio, pensó Gemma cuando se inclinó por encima de la barandilla y miró las anchas calles arboladas -no todo tan elegante y agradable como esto, claro- pero había sido un buen sitio donde empezar como policía, y le había tomado cariño. Hubo una época en que le tocó la ronda que iba del colorido orden de Elgin Crescent al bullicio de Kensington Park Road. Se sentía rara al estar de vuelta, como si el tiempo se hubiera plegado como un telescopio.
Cuando volvió a la sala de estar, Jackie había preparado unos bocadillos, fruta y dos botellas de cerveza. Llevaron las sillas cerca de la ventana para poder disfrutar de los últimos instantes de sol mientras comían. Jackie repitió los pensamientos de Gemma.
– Un poco como en los viejos tiempos, ¿no? Ahora háblame de ti -añadió al darle un mordisco a una manzana con un gran crujido.
Cuando Gemma la hubo puesto al día y Jackie hubo prometido ir a visitar a Toby a la mayor brevedad, ya habían dejado los platos limpios.
– Jackie -dijo Gemma tanteando el terreno-, siento mucho no haber seguido en contacto. Cuando estaba embarazada de Toby lo único que era capaz de hacer al llegar a casa por la noche era irme a dormir, y después… lo de Rob… Sencillamente no quería hablar de ello.
– Lo entiendo. -En los ojos oscuros de Jackie había comprensión-. Pero envidio tu bebé.
– ¿Tú? -Nunca se le hubiera ocurrido a Gemma que su brava y autosuficiente amiga pudiera querer tener un hijo.
Jackie rió.
– ¿Qué? ¿Crees que soy demasiado bruta para cambiar pañales? Pero así son las cosas. Yo nunca hubiera creído que tú fueras a dejar que un bebé interfiriera en tu carrera. Y ya que hablamos de ello -golpeó levemente el brazo de Gemma-, quién hubiera pensado que acabarías siendo tan importante, investigando el asesinato de un comandante. Explícamelo.
Cuando Gemma terminó su relato, Jackie guardó silencio mientras hacía girar los posos de cerveza de la botella color ámbar.
– ¡Qué suerte! -dijo por fin-. Tu jefe parece de los buenos.
Gemma abrió la boca para replicar, pero luego la cerró. Ése era un tema que no se atrevía a tocar.
– Te podría explicar historias sobre el mío que te pondrían los pelos de punta -dijo Jackie, y añadió filosóficamente-: En fin, decidí quedarme en la calle y me lo tengo que tragar. -Terminó su cerveza de un trago y cambió de tema de manera abrupta-. No hace mucho vi al comandante Gilbert en Notting Hill. Creo que fue la semana pasada. ¿Puedes creerte que tenía una mancha en la corbata? Debió de quedarse atrapado entre dos fuegos en una pelea de comida de la cantina. Ésa es la única explicación razonable.
Las dos se rieron. Luego, inspiradas por la mención de un comportamiento tan infantil, comenzaron una ronda de «¿recuerdas?» que las dejó riéndose tontamente y secándose las lágrimas.
– ¿Te imaginas lo ignorantes que llegábamos a ser? -preguntó Jackie finalmente mientras se sonaba-. A veces pienso que es un milagro que sobreviviéramos. -Estudió a Gemma por un instante y luego añadió con seriedad-: Me alegra verte de nuevo, Gemma. Eres una parte importante de mi vida y te he echado de menos.
A Rob no le había gustado ninguno de los amigos de Gemma, especialmente aquellos del cuerpo de policía, y al cabo de un tiempo perdió la energía para hacer frente a las inevitables discusiones que tenía con su marido después de salir con ellos. A Rob tampoco le había gustado que hablara de la vida anterior a él, e incluso sus recuerdos parecían haber desaparecido gradualmente con el desuso.
– Es como si en los últimos años hubiera perdido retazos de mi vida -dijo despacio-. Quizás sea hora de esforzarme por hallarlos de nuevo.
– Entonces ven a cenar con nosotras pronto -dijo Jackie-. A Susan también le encantará verte. Beberemos una botella de vino a la salud de nuestra malgastada juventud y recordaremos los tiempos en que lo único que nos podíamos permitir era el peor tintorro posible. -Se levantó y se dirigió a la ventana-. Qué extraño -dijo un poco distraídamente-, acabo de recordar que creí ver al comandante Gilbert en otro sitio recientemente. Este vino barato me lo debe de haber hecho recordar porque acababa de salir de la tienda de vinos de Portobello Road. Ahí estaba Gilbert hablando con un tipo antillano que es un informador conocido. Al menos pensé que era Gilbert, pero se paró delante un camión y cuando cambió el semáforo ambos habían desaparecido.
– ¿No lo comprobaste?
– Querida, debes haber estado en el departamento de investigación criminal durante demasiado tiempo -dijo Jackie, obviamente divertida-. ¿A quién debía preguntar? ¿Al mismo comandante? Sé perfectamente que no he de meter las narices en los asuntos de los jefes. Pero -se volvió hacia Gemma y sonrió-, supongo que no hay nada malo en introducir el tema, como quien no quiere la cosa, en ciertos ambientes. Te informaré si surge algo interesante ¿de acuerdo?
Gemma odiaba las escaleras de la estación de metro Angel. Estaba segura de que eran las más largas y pendientes de Londres y la perspectiva de enfrentarse a esa bajada vertiginosa todos los días casi la había disuadido de alquilar su piso. Al menos, se dijo agarrándose a la barandilla, subir no era tan malo como bajar -siempre y cuando no mirara hacia atrás.
Una bolsa de plástico se le enredó a Gemma entre las piernas al salir de la estación. Mientras se la desenredaba, vio basura volando por toda Islington High Street. Una hoja de un periódico se agarraba tenazmente a una farola cercana y una botella de plástico vibraba discordante por el pavimento. Otra vez había fallado la recogida de basuras, pensó Gemma irritada y con el ceño fruncido, y no tenía tiempo para ir a presentar una queja al ayuntamiento.
La visión de un hombre negro sentado en un banco junto al puesto de flores la sacó de su mal humor. Eclipsado por el imponente edificio de oficinas que tenía detrás, el hombre mecía en su pecho una botella de whisky envuelta en papel y mientras canturreaba levantó la mirada y sonrió a Gemma. Su ropa andrajosa parecía haber sido de buena calidad, pero ofrecía poca protección contra el viento que hacía llorar sus ojos enrojecidos.
Se paró y compró un ramo de claveles amarillos, luego le dio el cambio al borracho antes de salir corriendo para cruzar el paso cebra. Miró hacia atrás y alcanzó a ver cómo el hombre meneaba la cabeza, como si fuera un juguete mecánico, y farfullaba algo incomprensible. Cuando Gemma empezó a trabajar en el cuerpo como agente novata compartía casi inconscientemente el desdén de sus padres por aquellos que podrían «mejorar su situación si hicieran el esfuerzo». Pero la experiencia le enseñó enseguida que la ecuación casi nunca era tan sencilla. Lo mejor que podías hacer por algunos de ellos era intentar que sus vidas fueran algo más cómodas y, a ser posible, dejarles un poco de dignidad.
A su derecha, al entrar en Liverpool Street, estaba el mercado de Chapel. Era la hora de cierre y los vendedores, soltando de vez en cuando una alegre maldición, estaban desmontando los puestos y guardando las cajas. Era demasiado tarde para comprar allí algo para cenar. Tendría que pasar por Cullen’s o bien enfrentarse a la aglomeración del nuevo Sainsbury’s que había al otro lado de la calle.
Algo la atrajo a Sainsbury’s a pesar de lo poco que le gustaba su interior estéril y reluciente. Un músico ambulante estaba en su sitio habitual junto a las puertas y su perro estaba a su lado, vigilante. Siempre tenía un par de monedas para él, a veces incluso una libra si le era posible, pero este ritual no estaba motivado por lástima. Esta noche paró como siempre y escuchó las líquidas notas que salían de su clarinete. No reconoció la pieza, pero la hizo sentirse dulcemente triste y cuando el sonido se extinguió, siguió sintiéndose melancólica. La pesada moneda tintineó alegremente cuando Gemma la lanzó en la funda abierta, aunque el joven se limitó a asentir para darle las gracias. Nunca sonreía y sus ojos eran tan distantes como los del silencioso chucho estirado a sus pies.
Las bolsas de plástico llenas le golpearon las piernas al salir del supermercado. Caminó rápido por Liverpool Road con el cuello del abrigo levantado para protegerse del viento. Se moría de ganas de ver a Toby, de cogerlo entre sus brazos y oírle chillar de placer mientras ella le acariciaba el cuello, de aspirar el cálido olor de su piel. Tomó Richmond Avenue y pasó junto a la escuela elemental cuyas puertas habían sido cerradas tras una larga jornada y en cuyo patio silencioso sólo se movía un columpio vacío. Cuando quisiera darse cuenta Toby ya sería suficientemente mayor para asistir a esa escuela. Su cuerpo regordete y blandito ya estaba cambiando y en su lugar estaba emergiendo un niño robusto. Gemma sintió una punzada de añoranza de su primera infancia. Apartó el sentimiento de culpa que siempre rondaba su mente y se convenció de que estaba haciéndolo lo mejor que podía.
Al menos el mudarse al piso de Islington había aportado una ventaja inesperada: su casera, Hazel Cavendish, se había ofrecido a cuidar de Toby cuando Gemma trabajaba y así ya no tenía que depender de su madre o de canguros indiferentes.
Llegó a Thornhill Gardens y Gemma aflojó el paso para recuperar el aliento y no llegar a casa jadeando. Ya estaba casi en casa. Las luces encendidas en los hogares que rodeaban los jardines ofrecían una tentadora visión de comodidad y calidez en los interiores. La parte de atrás de la casa de los Cavendish daba a los jardines y el apartamento de Gemma daba a Albion Street, casi directamente enfrente del pub.
Entró en el jardín trasero por la cancela del lado del garaje sin parar a dejar las compras en casa. Había llamado con antelación a Hazel para que la esperara y cuando llegó a la puerta trasera entrecerró los ojos para leer la pequeña nota que se agitaba en la oscuridad, «EN EL BAÑO, H.» leyó Gemma y sonrió mientras miraba la hora. Hazel dirigía un hogar ordenado y a esta hora los niños ya habían tomado el té y habían sido empujados al piso de arriba, a la bañera.
Una oleada de calor y olores picantes le dio la bienvenida cuando abrió la puerta, señal de que Hazel estaba preparando uno de sus «potajes de verduras», tal como los llamaba su esposo. Hazel y Tim Cavendish eran psicólogos, pero Hazel se había retirado indefinidamente de su lucrativa práctica para quedarse en casa con su hija de tres años, Holly. No les había costado ningún esfuerzo absorber a Toby en su hogar, y aunque Hazel aceptaba la tarifa habitual para el cuidado de un niño, Gemma sospechaba que su vecina lo hacía más por aplacar su orgullo -el de Gemma- que por necesidad financiera. Caminó hacia donde se oían las voces distantes después de depositar sus compras en la mesa de la cocina. Mientras subía a la planta superior esquivó los juguetes dispersos por el suelo.
Dio un golpecito en la puerta del baño y tras oír a Hazel decir «entra», Gemma pasó al interior. Hazel estaba arrodillada junto a la anticuada bañera de hierro fundido, con las mangas arremangadas hasta los codos y la media melena castaña rizándose por el efecto del vapor.
Los dos niños estaban en la bañera y cuando Toby la vio chilló:
– ¡Mamá! -y golpeó con las palmas la superficie del agua.
Hazel, riendo, se apartó de la salpicadura.
– Creo que ya estáis suficientemente limpios, pequeñuelos. Bienvenida a casa, Gemma -añadió mientras se secaba las jabonosas gotitas de agua de las mejillas.
Gemma sintió un repentino espasmo de celos que se desvaneció en cuanto Hazel le dijo:
– ¿Qué tal si nos ayudas con las toallas? -Al poco rato ya tenía en sus brazos a unos niños mojados y muertos de risa.
Cuando los niños estuvieron secos y con los pijamas puestos, Hazel los dejó con algunos juguetes en la alfombra de la cocina e insistió en prepararle un té a Gemma.
– Tienes el aspecto de estar reventada, por decirlo con mucho tacto -dijo con una sonrisa mientras le hacía señas para que no la ayudara y se ocupaba de las tazas y la tetera.
Gemma se dejó caer en una silla junto a la mesa y miró ensimismada cómo los niños hacían arrancar coches de juguete de arriba a abajo en un aparcamiento de plástico. Jugaban bien juntos, pensó. La morena Holly había heredado el encantador temperamento de su madre, al igual que los hoyuelos. Era unos meses mayor que Toby y lo mandaba con amable autoridad que el niño aguantaba afable. Justo ahora, en cambio, con su pelo todavía húmedo levantado en punta parecía un pequeño diablillo.
– Quédate a cenar -dijo Hazel mientras le ponía delante el tazón humeante y se sentaba en la silla de enfrente-. Tim tiene terapia de grupo esta noche así que seremos nosotras y los niños. Y como incentivo adicional estoy preparando un guiso de verduras marroquí con cuscús. Además -añadió en un tono de súplica-, tengo razones egoístas para pedírtelo. Me iría bien un poco de conversación con un adulto.
– Pero es que he comprado un par de cosas en el supermercado… -Gemma hizo un gesto poco entusiasta en dirección a las bolsas.
Hazel expresó su opinión al respecto arrugando su nariz respingona.
– Macarrones con queso de paquete, seguro, o algo igual de espantoso. Necesitas comer algo que no haya sido mezclado en el último momento. La comida es tanto consuelo del alma como del cuerpo. -Esto último lo dijo con mucha importancia, luego se rió-. Eso lo dice la filósofa de la cocina.
Con una sonrisa avergonzada Gemma confesó:
– Es lo primero que he visto en el estante. -Se estiró, ya relajada por el calor de la habitación y del té, y miró a su alrededor estudiando la agradable cocina. Los viejos armarios con puertas de cristal estaban teñidos en un tenue color verde, las paredes estaban empapeladas en color melocotón y cualquier espacio disponible en las encimeras o la mesa contenían las cestas de lanas de Hazel. De repente, resistiéndose a marcharse, dijo-: Suena estupendo. ¿Estás segura de que no seremos una imposición? Siempre tengo miedo de que agotemos tu hospitalidad. -Al ver que Hazel la tranquilizaba enfáticamente, Gemma añadió-: Y admito que ha sido una semana infernal.
– ¿Un caso difícil? -preguntó Hazel con comprensión.
– Algo así. -Gemma habló sobre Alastair Gilbert mientras acunaba en sus manos el tazón de té.
Cuando terminó, Hazel se estremeció y en su expresión había una preocupación evidente.
– Qué horrible. Por ellos y por ti. Pero hay algo más, ¿no es así, Gemma? -preguntó con esa mirada directa que debía de poner de punta los pelos de sus pacientes-. Desapareces unos días sin decir nada, luego apareces de nuevo, dejas a Toby sin explicar nada… ¿Qué está pasando?
Gemma sacudió la cabeza.
– Nada. No es nada. Estaré bien.
Hazel movió negativamente la cabeza y se inclinó hacia delante con seriedad.
– ¿A quién quieres convencer? Ya sabes que no es bueno guardarse las cosas. No has de ser una superwoman a todas horas. Deja que alguien comparta la carga contigo…
– Hazel, no necesito una terapeuta -interrumpió Gemma, e inmediatamente se arrepintió-. Lo siento. No sé lo que me pasa últimamente. Soy brusca con todo el mundo. No lo mereces.
Hazel se acomodó con un suspiro en la silla y dijo:
– No sé… quizás me he pasado. Ya sabes, la costumbre. Lo siento si he rebasado tus límites, pero es que me importas y te quiero ayudar si puedo.
La amabilidad en la voz de Hazel le oprimió la garganta a Gemma y de repente deseó desahogarse y ser consolada.
– ¿Cómo has podido soportarlo, Hazel? Dejar tu trabajo así. ¿No tenías miedo de perderte?
Hazel miró a los niños antes de responder:
– No ha sido fácil, pero tampoco me arrepiento. De esta experiencia he extraído que es un riesgo emocional muy grande el enterrar tu identidad en el trabajo. La vida es demasiado tumultuosa para ello. Puedes perder un trabajo o una carrera y entonces, ¿qué? Lo mismo es válido para el matrimonio o la maternidad. Tienes que confiar en algo más profundo, algo inmaculado. -Levantó la mirada y la dirigió a los ojos de Gemma-. Es más fácil decirlo que hacerlo, lo sé, y no estoy tratando de evitar la pregunta personal. Esperé hasta bastante tarde para tener un hijo y, a pesar de que me gustaba mi trabajo, decidí que estar con Holly durante sus primeros años de vida era una experiencia que no tendría oportunidad de repetir. A veces me siento culpable por ello, sabiendo que hay tantas mujeres que no tienen esta opción… como tú. -Los hoyuelos de Hazel aparecieron en sus mejillas cuando sonrió a Gemma-. Pero no estoy segura de que tú la aprovecharas si pudieras.
Gemma torció el gesto mientras estudiaba el tazón, como si en su contenido estuviera la respuesta.
– Antes hubiera dicho que ni hablar. Opinaba que era una lata el quedarse embarazada y tener un bebé. A decir verdad, era otra forma de dejar que la indiferencia de Rob invadiera mi vida. Pero ahora…
Toby, notando quizás una corriente de desasosiego en la voz de su madre, dejó de jugar y fue junto a ella, cabeceando contra su brazo.
Gemma lo abrazó y alborotó su pelo.
– Pero ahora, no sé. Hay días en los que te envidio. -Pensó en la inesperada revelación de Jackie Temple. ¿Había alguna vez alguien satisfecho con lo que tenía?
– Y hay días en que pienso que me volveré loca si oigo algún anuncio más de juguetes -replicó Hazel riendo-. Así que cocino. Es mi defensa. -Se levantó y llevó los tazones vacíos al fregadero-. Y creo que es hora de pasar de los reconstituyentes a los sedantes. -Sacó una botella de vino blanco de la nevera-. Este Gewürztraminer va muy bien con las especias de la comida norteafricana. -Sacó un sacacorchos de un cajón y empezó a pelar la chapa de aluminio de la botella, pero luego paró y se volvió hacia Gemma-. Sólo una cosa más. No te voy a forzar, pero quiero que sepas que estaré siempre disponible si quieres hablar. Y no dejaré que la terapeuta se interponga en el camino de la amiga.
Esa noche Gemma cayó dormida en el sillón de piel de su apartamento con Toby despatarrado encima de su regazo. Se despertó de madrugada con algo de frío y entumecida por el peso del cuerpo relajado de su hijo. La cara de Claire Gilbert se le había grabado en su mente como la brillante imagen que queda tras un fogonazo.