174676.fb2 Nadie llora al muerto - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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7

La campanilla de la puerta repicó mientras Kincaid y Nick Deveney esperaban en las escaleras de la casita cubierta de enredaderas de la doctora Gabriella Wilson, un par de puertas más arriba de la casa de los Gilbert.

Habían escapado agradecidos de una mañana llena de reuniones en la comisaría de Guildford y habían dejado a Will Darling poniendo en orden los informes que continuaban llegando. Cuando apareció el nombre de la doctora Wilson en la lista de los que habían sido objeto de robos extraída de las investigaciones del día anterior, consideraron que era prioritario el ir a verla.

De camino hacia el pueblo, Deveney había farfullado algo con la boca llena. En la mano derecha sostenía el panecillo con queso que se estaba comiendo y con la izquierda iba cambiando las marchas. Después de tragar había dicho más claramente:

– Matar dos pájaros de un tiro. -Y había añadido con una mirada enigmática-: Y hacer feliz a Gemma, a cualquier precio.

Ya habían empezado a notar el frío cuando se abrió la puerta. Una mujer pequeña, de aspecto competente y de mediana edad los estaba estudiando. Daba la impresión de que ella había continuado donde lo habían dejado Kincaid y Deveney, porque en su mano izquierda sostenía un bocadillo del cual faltaba un mordisco en forma de perfecta media luna.

– Supongo que son los policías -dijo con serenidad-. Me preguntaba cuando volverían. Entren, pero tendrán que ir rápido. -Se dio la vuelta y los llevó por un pasillo hacia la parte trasera de la casa-. Casi ni me puedo permitir un bocado, entre las operaciones de la mañana y las visitas de la tarde.

Pasaron por unas puertas de vaivén y entraron en la cocina. Les indicó que se sentaran junto a una mesa llena de periódicos y revistas. Kincaid apartó una silla y antes de sentarse sacó el montón de diarios de encima.

– Doctora Wilson, si pudiera…

– Soy Doc para todos excepto para los administradores del hospital. Prefieren mantener las distancias. -Se rió entre dientes mientras se sentaba y cogía una taza de café que todavía humeaba-. Aquí llega Paul, mi esposo -añadió al ver entrar a un hombre por la puerta trasera que se secaba las manos con una toalla.

– Hola. -Se dieron la mano al presentarse-. Perdonen si estoy húmedo. He estado paseando a Bess y hay un poco de barro. La he tenido que lavar con la manguera en el jardín. -Paul Wilson vestía casi como su mujer, pantalones resistentes y suéter, pero el parecido iba más allá. Era bajo, fuerte, se estaba quedando calvo y tenía el mismo aire amable y sensato.

– Paul se dedica ahora a la consultoría, así que está bastante en casa durante el día -informó la doctora Wilson-. Bien, ¿en qué los podemos ayudar?

– Según su declaración, no se encontraba en casa la noche del miércoles -dijo Kincaid consultando sus notas-. Dejó la casa a eso de las seis y media.

– Una paciente se puso de parto. Además era su primer hijo y duró casi toda la noche.

– ¿No notó nada inusual en la casa de los Gilbert cuando pasó por delante?

Tragó el último mordisco de su bocadillo y echó una ojeada al reloj de pared antes de responder.

– Ya le dije a su agente que no vi nada fuera de lo normal, pero imagino que han de ser meticulosos. No tengo ni idea si Alastair estaba en casa entonces. Era completamente oscuro y no se puede ver el garaje de los Gilbert desde el camino. Lo que sí sé -dijo antes de que Kincaid la pudiera interrumpir-, es que si hubiera llegado a casa antes de que acabara todo el jaleo, habría insistido en ver a Claire Gilbert. Es inconcebible que no hubiera nadie con ella. -Golpeó la mesa con la taza para poner énfasis.

– ¿Es su paciente? -preguntó Kincaid, siguiendo la pista.

– Los dos lo son, pero eso no es realmente pertinente. Haría lo mismo por cualquiera. -Miró a su marido y algo de su rigidez pareció abandonarla-. Qué asunto tan horrible -dijo con un suspiro.

– ¿Y usted, señor Wilson? -preguntó Deveney-. ¿Estaba en casa?

– Hasta las dos y media de la mañana, cuando mi esposa me llamó para que la sacara de la cuneta. No es la primera vez -añadió con afecto-. Durante años he considerado esto parte de mi trabajo y siempre tengo una cuerda de remolque en el maletero del Volvo.

– ¿Y tampoco oyó nada fuera de lo habitual? -En la voz de Deveney había algo de exasperación.

– No. Tenía puesta la tele. Fue cuando saqué a Bess antes de ir a dormir que vi las luces intermitentes y fui a investigar. Lo siento. -Su disculpa sonó genuina.

Kincaid alargó el silencio un momento y luego dijo en voz baja:

– Entiendo que tuvo usted un desacuerdo con el comandante Gilbert recientemente, señora Wilson.

La taza de la doctora se paró un instante de camino a su boca, pero se recuperó rápidamente.

– ¿Quién le ha sugerido eso? -Sonaba divertida, pero cambió levemente de posición en su silla y giró la cara levemente para que su esposo no estuviera directamente en su línea de visión.

– Geoff Genovase dijo a mi sargento que oyó el final de una discusión entre ustedes.

Se relajó un poco y dio el último sorbo de su café.

– Eso debió de ser hace dos sábados, cuando Geoff estuvo aquí cubriendo de mantillo los arriates. No daría mucha credibilidad al relato de Geoff, comisario. El chico tiene una imaginación muy viva. Le viene de jugar a esos estúpidos juegos de ordenador, si quiere saber mi opinión.

– Según la sargento James -dijo Deveney-, Geoff tuvo la clara impresión de que habían tenido una pelea.

Paul Wilson había estado escuchando apoyado contra la repisa con los brazos doblados y una cordial expresión de interés. Ahora se colocó detrás su mujer y puso las manos en el respaldo de la silla.

– Los modales del comandante eran a menudo abruptos -dijo-. Pookie tiene razón, ¿saben? Estoy seguro de que Geoff interpretó mal algo completamente normal.

– ¿Cómo? -dijo Kincaid preguntándose si había pasado algo por alto.

La doctora se rió.

– Ése ha sido mi apodo desde niña, comisario. Gabriela era un bocado demasiado grande para mis hermanos.

El apodo le iba, pensó, y no disminuía su dignidad. Parecía una persona a quien la franqueza le salía naturalmente y se preguntó por qué evitaba el tema.

– ¿Por qué vino a verla el comandante Gilbert ese día? -preguntó.

– Comisario. Estaría violando la confidencialidad de mi paciente si respondiera -dijo con firmeza, pero inclinó la cabeza atrás, hacia las manos de su esposo como buscando su apoyo-. Le puedo asegurar que no tiene nada que ver con su muerte.

– ¿Por qué no me deja a mí juzgarlo, doctora? Usted no puede saber qué es importante o no en la investigación de un asesinato. Además -hizo una pausa y la miró hasta que ella apartó los ojos-, no puede violar la confidencialidad de un hombre muerto.

Negó con la cabeza.

– No hay nada que explicar. No hubo ninguna riña.

– Llegarás tarde a tus rondas si no te pones en marcha, querida -murmuró su esposo. Kincaid vio como sus dedos apretaban los hombros de ella.

Asintió, se levantó y lo ayudó a recoger los platos.

– La vieja señora Parkinson llamará en un minuto preguntando dónde estoy -refunfuñó cuando llevaba los platos al fregadero.

– Un momento, doctora. -Kincaid seguía sentado entre el maremágnum de papeles, con los brazos cruzados, a pesar de que Deveney se había levantado con los Wilson-. Usted denunció un robo hace unas cuantas semanas. ¿Puede decirme exactamente qué fue lo que robaron?

– Ah, eso. -La doctora Wilson dejó los platos en el fregadero y se volvió hacia él-. Desearía no haberlo denunciado. Me ha dado más problemas de lo necesario, con todo el papeleo y tal, y nunca hemos tenido esperanzas de recuperar nada. Nunca se recupera nada ¿no es así?

– Eran un par de joyas baratas y algunos recuerdos… ese tipo de cosas -dijo Paul Wilson-. No me imagino por qué las querrían. Y dejaron la televisión y el video. Todo muy raro.

– ¿Y no vio a nadie ni notó nada anormal sobre esa hora?

– No había hombres de aspecto sospechoso merodeando entre los matorrales, comisario -dijo la doctora mientras se ponía el abrigo-. Obviamente lo hubiéramos dicho de haber visto algo.

– Está bien, doctora, señor Wilson, gracias. -Kincaid se levantó y se dirigió a la puerta donde estaba Deveney-. No hace falta que nos acompañen. Pero háganoslo saber si recuerdan algo.

Él y Deveney habían recorrido la mitad del sendero de la parte delantera de la casa cuando vieron el coche de la doctora dar marcha atrás en la entrada de grava. Los saludó con la cabeza al pasar, enfiló hacia la carretera y aceleró hacia el pueblo.

– No es de extrañar que acabe en la cuneta -dijo Deveney riendo entre dientes.

Aunque había salido el sol mientras estaban dentro de la casa, el jardín todavía lucía una fina capa de humedad. Las pesadas flores color bronce de las hortensias caían sobre el sendero y dejaban tiras de humedad en sus pantalones.

– ¿A qué cree que juega? -continuó Deveney al cabo de un rato-. Sabía que la muerte de Gilbert la libraría de cualquier obligación de confidencialidad, especialmente en lo que respecta a su estado médico.

Kincaid empujó la verja del jardín, luego, cuando llegaron al coche, se paró y se volvió hacia Deveney.

– Pero Claire sigue siendo su paciente y creo que es la de Claire la confidencialidad que está protegiendo.

– Podría habernos dicho que había ido a verla por un asunto médico suyo -caviló Deveney-, y nos hubiéramos ido tan tranquilos.

Kincaid abrió la puerta y entró en el asiento del pasajero mientras pensaba en la sensación un tanto particular de todo el interrogatorio.

– Pienso que la doctora ha sido demasiado honesta, Nick -dijo cuando Deveney entró-. No podía soportar el mentir descaradamente.

* * *

La siguiente en la lista de las víctimas de robos era Madeleine Wade, la propietaria de la tienda del pueblo. Condujeron por el centro y pasaron el garaje, y tras girar donde no debían un par de veces encontraron la tienda escondida en una calle sin salida a mitad de la cuesta. Delante de la puerta había un despliegue de frutas y verduras en cajas: mandarinas españolas de riquísimo perfume, pepinos, puerros, manzanas y las inevitables patatas.

Nick Deveney cogió una manzana pequeña y terrosa de una caja y la limpió en su manga. Cuando entraron en la minúscula tienda sonó la campanilla y la chica de detrás del mostrador levantó la mirada de la revista.

– ¿En qué puedo ayudarlos? -preguntó. En su suave voz había reminiscencias escocesas. El cabello rubio y liso enmarcaba una cara de aspecto frágil que los miraba seriamente, como si su pregunta hubiera sido algo más que una frase memorizada. Debajo de las mangas cortas de su top de punto los brazos eran delgados y parecían desprotegidos. Debía de tener la misma edad que Lucy Penmaric y le hizo pensar a Kincaid en su ex mujer.

La tienda olía levemente a café y chocolate. A pesar de su tamaño parecía bien surtida y había hasta un pequeño congelador lleno de cenas congeladas de buena calidad. Mientras Deveney le daba a la chica la manzana para que la pesara y buscaba efectivo en sus bolsillos, Kincaid abrió su bloc de notas. Cuando finalizaron la transacción Kincaid sustituyó a Deveney en el mostrador.

– Estamos buscando a Madeleine Wade, la propietaria. ¿Está aquí?

– Sí -dijo la chica sonriendo tímidamente-. Madeleine está arriba en su estudio, pero no creo que tenga ningún cliente ahora.

– ¿Cliente? -repitió Kincaid, preguntándose desconcertado si la comerciante llevaba una doble vida como prostituta del pueblo. Había visto combinaciones más extrañas.

La chica dio un golpecito en una tarjeta que había pegada con celo en el mostrador. En una caligrafía pulcra había escrito REFLEXOLOGÍA, AROMATERAPIA Y MASAJES y debajo, CONCERTAR CITA, y un número de teléfono.

Finalmente informado, Kincaid dijo:

– Ya veo. Toda una empresaria, ¿no?

La chica lo miró sin comprender por un momento, como si su vocabulario fuera demasiado complejo, y luego ordenó:

– Simplemente vayan por el lado y llamen al timbre.

Kincaid se inclinó con algo más de determinación sobre el mostrador y aventuró:

– Debes de estar a punto de acabar la escuela, ¿no?

Se puso roja hasta las raíces y susurró:

– Pasé los exámenes de secundaria el año pasado, señor.

– ¿Entonces conoces a Lucy Penmaric?

Pareció que encontraba esta pregunta menos intimidante porque contestó en voz más fuerte:

– La conozco, claro, pero no salimos juntas, si es lo que pregunta. Ella nunca se ha relacionado demasiado con los chicos del pueblo.

– Es algo estirada, ¿no? -preguntó Kincaid, invitándola a que le hiciera confidencias. Deveney, mirando distraídamente las postales mientras masticaba su manzana, parecía ignorar la conversación.

La chica hizo una mueca y se apartó el cabello de la cara.

– No diría eso. Lucy es simpática, simplemente no se relaciona con nadie.

– Peor para ella teniendo en cuenta lo que ha pasado -dijo Kincaid-. Imagino que le iría bien tener una amiga justo ahora.

– Sí -respondió. Y añadió, con el primer indicio de curiosidad que había mostrado en todo este rato-: Entonces, ¿son de la policía?

– Así es, señorita. -Deveney se unió a ellos llevando en alto el corazón de la manzana-. Y nos harías un gran favor si pudieras tirar esto en la papelera. -Le guiñó el ojo y ella volvió a ruborizarse, pero cogió la manzana de buen grado.

Gallito, pensó Kincaid. Le dio las gracias a la chica y ella le sonrió agradecida. Cuando llegó a la puerta se volvió hacia ella.

– Por cierto, ¿cómo te llamas?

Se lo dijo en un susurro:

– Sarah.

– Ésa no llega a ingeniera espacial -bromeó Deveney cuando salieron de la tienda.

– Diría que es tímida, no estúpida. -Kincaid evitó un charco cuando doblaron la esquina-. Y opino que es peligroso subestimar a la gente, aunque he de decir que yo lo he hecho más de una vez. -Pensó otra vez en Vic, en las veces que ella había llegado a casa de mal humor, amenazando con teñirse el pelo de oscuro para no tener que probar su inteligencia a todo el que conocía. Pensaba ahora que aunque la había comprendido, había sido tan culpable como los zoquetes que él había criticado. No la había tomado en serio y luego ya fue demasiado tarde.

– Tiene razón. -Hizo una mueca ante la leve reprobación-. Trataré de tener una actitud más abierta.

La puerta lateral estaba en realidad al final de unas escaleras exteriores. A Kincaid le pareció que la escalera había sido añadida recientemente, quizás en el proceso de convertir la planta baja de la casa en una tienda. Tanto la barandilla como la puerta estaban esmaltadas de blanco. Al llamar al timbre murmuró:

– Debe de ser una bruja buena. El color es el correcto.

La puerta se abrió justo cuando las últimas palabras salían de su boca. Madeleine Wade, mirándolos inquisitivamente, dijo:

– ¿Sí? -Kincaid, cohibido, se sonrojó tan penosamente como Sarah. Mientras a Deveney se le trababa la lengua haciendo las presentaciones, Kincaid examinó la ropa de la mujer, una blusa verde musgo y rosa con pantalones del mismo color verde. Su elegante media melena era de color platino que el comisario sospechó que se debía más al arte que a la naturaleza. Miró a todas partes excepto su cara, hasta que pudo controlar la suya propia. Madeleine Wade era dueña de una enorme nariz ganchuda, como sacada de la caricatura de una bruja de cuento.

Sonrió, como consciente de su incomodidad.

– Entren, por favor -dijo mientras apuntaba hacia el salón-. Su voz era grave, casi masculina, pero agradable-. Siéntense y les ofreceré algo de beber. Me temo que no consumo productos cafeinados, de modo que tendrán que conformarse con las infusiones -prosiguió mientras se dirigía a la pequeña cocina contigua a la sala de estar. Aunque no podía ver su cara, Kincaid creyó notar un leve tono de deleite en su voz.

Él y Deveney dijeron a coro:

– Está bien. -Luego Deveney hizo una mueca de asco.

Kincaid dijo entre dientes y con picardía:

– Ensanche sus horizontes, hombre. Le hará bien. -Luego miró a su alrededor con interés. Se dio cuenta de que podía oír una música muy suave pero no logró ubicar el sonido. Al menos supuso que era música, porque consistía en sonidos tintineantes que se repetían en pautas rítmicas, como un móvil de piezas de metal moviéndose al ritmo de variaciones matemáticas.

El piso tenía un encanto más cómodo que caprichoso. Tan sólo la mesa de masaje en un extremo del salón indicaba el uso de esta habitación para su empresa. Un mantel de alegre estampado cubría la mesa, lo que suavizaba su aspecto clínico, y el escritorio de pino en la pared más lejana mostraba una colección de peluches así como aceites, lociones y un montón de suaves toallas.

Kincaid se dirigió al final de la habitación donde la ventana con dos profundas jambas daba a la fachada de la tienda. Sonrió al ver las cortinas, hechas de la misma tela que cubría el sofá y la mesa de masaje. Sobre un fondo alegre de lunares blancos y rojos retozaban unos animales de granja dibujados en estilo primitivo. Encontró que la combinación era extraña y a la vez fascinante. Al inspeccionar las cortinas de cerca se dio cuenta de que los lunares rojos eran irregulares, como si hubieran sido pintados con los dedos, y los perros y las ovejas en concreto parecían los que había visto en reproducciones de pinturas rupestres.

En la repisa izquierda de la ventana había una serie de botellas con tapón de corcho de las más variadas formas y tamaños, llenas de líquidos de tonos que iban del oro verdoso más pálido al rico ámbar. En algunas flotaban hierbas y todas lucían graciosos lazos de rafia.

En la otra repisa había un geranio rojo en una maceta de terracota y un gato color naranja enroscado en un cojín donde daba el sol. Cuando Kincaid frotó suavemente una hoja de geranio entre sus dedos liberando el aroma acre y picante, el gato se revolvió, pero no abrió los ojos.

– ¿Su gato hace siempre caso omiso a lo que lo rodea? -preguntó Kincaid cuando un traqueteo de loza le indicó que Madeleine Wade había regresado.

– Creo que ni el Apocalipsis perturbaría el sueño de Ginger, pequeño bicho calamitoso. Lo tengo porque relaja a mis clientes. -Colocó una bandeja con tazones y una tetera de barro sobre una mesa baja que había delante del sofá y se sentó. Sin prisa empezó a servir.

Kincaid la miró desde la ventana cómo se concentraba en la tarea. Todos sus movimientos eran elegantes y económicos, y encontró el contraste entre su cara y su porte seguro curiosamente desconcertante.

– ¿Y la música? -preguntó-. ¿Tiene la misma función?

Ella se acomodó en su asiento con su tazón.

– ¿Le gusta? Está estructurada para que el cerebro emita ondas alfa. Al menos esa es la teoría, pero se llama música angelical, y creo que prefiero la descripción más imaginativa.

Deveney, que se había sentado en una de las sencillas sillas artesanales junto al sofá, levantó su taza, olió y sorbió cautelosamente.

– ¿Qué es esto? -preguntó agradablemente sorprendido.

Madeleine Wade se rió.

– Manzana con canela. Encuentro que es una buena elección para los no iniciados. Resulta familiar y nada amenazadora. -Se volvió hacia Kincaid que fue a sentarse junto a Deveney-. Y ahora, ¿en qué puedo ayudarlo, comisario? Supongo que están aquí por la muerte de Alastair Gilbert, ¿no es así?

Kincaid cogió su tazón de la bandeja e inhaló el aroma que subía de la superficie.

– Tenemos entendido que denunció un robo hace unas semanas, señora Wade. ¿Nos puede explicar las circunstancias?

– Ah. La teoría del ladrón-asesino, ¿cierto? -Sonrió mostrando unos dientes no muy bien puestos pero que tenían el aspecto de haber sido cuidados sin reparar en gastos.

– Es la hipótesis más popular en el pueblo. Un vagabundo, creyendo que la casa está vacía, aprovecha la oportunidad para entrar a robar y cuando el comandante lo coge con las manos en la masa se deja llevar por el pánico y lo mata. Eso es muy conveniente para todo el mundo, comisario, pero puedo ver al menos un fallo lógico. Mi robo, si lo quiere llamar así, puesto que nunca hallé señal alguna de que forzaran la puerta, ocurrió hace casi tres meses. Si un vagabundo hubiera estado merodeando por el pueblo durante tanto tiempo, alguien lo hubiera visto.

Aunque en privado estaba de acuerdo con ella, Kincaid estaba empezando a elaborar su propia teoría y se limitó a replicar con otra pregunta.

– Si no forzaron la puerta, ¿qué fue lo que le alertó de que le faltaban algunas cosas?

Mientras hablaban la música había terminado y en el silencio Kincaid oyó el gato moverse, luego oyó su ronroneo al estirarse y cambiar de posición. Le pareció que Madeleine imitaba el gato cuando estiró sus largas piernas y cruzó los tobillos. La mujer dijo:

– Primero fue un anillo antiguo con un granate, regalo de mi madre por mi veintiún cumpleaños. Pensé que lo había perdido por la casa, que volvería a aparecer, y no le di demasiadas vueltas. Luego, un par de días más tarde, eché también en falta un broche y me empecé a preocupar y a buscar un poco. Descubrí que habían desaparecido algunas piezas pequeñas de plata de mi familia, y un par de cosas más. Un hervidor de cerámica para huevos, por ejemplo. ¿Dígame comisario, por qué querría alguien robar un hervidor para huevos Royal Worcester?

– ¿Tiene idea de si todas esas cosas desaparecieron simultáneamente?

Madeleine sopesó la pregunta un momento antes de responder.

– No. Lo siento. Me temo que no lo puedo asegurar. Había usado el anillo más recientemente que los objetos de plata. Más allá de eso no puedo asegurar nada.

– ¿Y no notó nada fuera de lugar en su apartamento? ¿No hubo extraños durante esos días? -Kincaid encontró que no le gustaba el sabor fuerte de la canela en el té y dejó discretamente el tazón en la bandeja sin apartar los ojos de Madeleine.

Ésta hizo un gesto dramático con la mano, con la palma hacia arriba.

– Como puede ver, mis dependencias son bastante pequeñas, tan sólo esta sala, la cocina y un dormitorio. Elegí renunciar a muchas de mis posesiones cuando vine aquí y soy ordenada por naturaleza, así que resultaría difícil para alguien revolver entre mis cosas sin yo darme cuenta. Y sin embargo, no noté nada. -Gesticuló de un modo casi latino en su elocuencia-. Esto me hace pensar en las historias de los Brownies * que oí de pequeña. Si mal no recuerdo, se trataba de elfos benévolos. En estos robos no noto malicia.

Kincaid consideró enigmáticos la referencia a su pasado y este último comentario. Mientras decidía cuál de las dos líneas proseguir, Deveney se adelantó en su silla y dijo:

– Pero sin duda hay otras personas que vienen a su apartamento. Clientes, amigos. ¿Y qué hay de Sarah, la chica que trabaja abajo? ¿Podría ella haberse llevado las cosas?

– ¡Nunca! -Madeleine se puso tensa, recogió sus pies desde su posición relajada y por primera vez parecía torpe, como si fuera demasiado alta para sentarse cómodamente en el sofá. Dijo ferozmente-: Sarah me ha ayudado desde que tenía catorce años. Es una buena chica y la considero como mi propia hija. ¿Por qué iba de repente a robarme cosas?

A Kincaid se le ocurrieron miles de razones por las cuales una chica de diecisiete años podría robar (la más importante, drogas o un novio que las toma), pero no tenía deseos de suscitar aún más el antagonismo de Madeleine. Y al haber conocido a Sarah, se sintió inclinado a coincidir con la valoración de Madeleine. Por un momento deseó urgentemente que Gemma estuviera aquí, porque ella hubiera sido más discreta al hacer la pregunta. Eso si jamás hubiera decidido formularla.

– Nunca se es demasiado prud…

– Estoy seguro de que la señora Wade tiene razón, Nick -interrumpió Kincaid lanzando a Deveney una mirada severa.

Deveney se sonrojó y dejó su tazón con un golpe perceptible.

– Dígame, señora Wade -dijo Kincaid-, ¿a qué se refería exactamente cuando dijo que no notó malicia en estos robos?

Lo miró por un momento, como si estuviera tomando una determinación, y luego suspiró. Su enfado parecía haber consumido el deleite que Kincaid había notado en su actitud y ahora hablaba con sosegada gravedad.

– Comisario, nací con un don. No es que sea poco común. Creo que hay muchas personas con dotes parapsicológicas que o bien utilizan o reprimen según su grado de incomodidad con el fenómeno. Asimismo decidí hace mucho tiempo que el vehículo para expresar estas dotes también es irrelevante. No importa si uno lee la palma de la mano o predice los resultados de las carreras, como tampoco importa si uno escribe una novela a lápiz en una libreta o con el último procesador de textos. Todo viene de la misma fuente.

Aunque Kincaid no había mostrado señal alguna de impaciencia, ella lo miró como si evaluara su respuesta y dijo:

– Tenga paciencia, por favor. Debe comprender que no estoy condenando a aquellos que reprimen sus capacidades. -Sus ojos, verdes y directos, se volvieron a encontrar con los de Kincaid-. Yo era uno de ellos. Para cuando empecé la escuela ya había aprendido que no era aceptable hablar de lo que podía ver y sentir, al menos no a los adultos. No parecía molestar a los otros niños, pero si lo mencionaban a sus padres ya no era bienvenida. Los niños tienen normalmente un instinto de conservación muy desarrollado y yo no era una excepción. Enterré lo que me hacía diferente tan profundamente como pude.

Kincaid pudo imaginar fácilmente a Madeleine como una niña torpe y extraordinariamente poco agraciada. Al no poder controlar las características que la convertían en blanco de burlas, habría de controlar cualquier otra cosa que estuviera en sus manos. Y eso, pensó Kincaid, a cualquier precio.

– Habla en pasado, señora Wade. ¿He de suponer que las cosas han cambiado?

– Las cosas siempre cambian, comisario -dijo ella y Kincaid notó que la chispa de deleite regresaba a su voz-. Por supuesto, tiene razón. Mantuve mis dotes enterradas por muchos años, acatando la disciplina más conservadora. Me convertí en asesora de inversiones, aunque no lo crea. -Se rió entre dientes y añadió-: A veces me parece que eso fue una vida anterior y no estoy muy segura de creer en la reencarnación. -Luego, otra vez seria, dijo-: pero a medida que pasaban los años me marchité, me atrofié. A pesar de que a menudo utilizaba mis dotes en el trabajo, me negaba a reconocer lo que estaba haciendo. Finalmente tuve una revelación, cuya causa no es de su incumbencia, y mandé todo a paseo. Dejé mi trabajo, dejé mi piso junto al río, doné mis trajes de ejecutiva a Oxfam y vine aquí.

– Señora Wade -dijo Kincaid con prudencia-, no nos ha explicado exactamente qué habilidades son ésas. ¿Puede ver el pasado o el futuro? ¿Sabe lo que le pasó a Alastair Gilbert?

Negó con la cabeza y dijo con fervor:

– Doy gracias a Dios todos los días por no tener el poder de ver el futuro. Ésa sería una carga insoportable. Tampoco puedo desentrañar el pasado. Mi pequeño don, comisario, es la capacidad de ver emociones. Sé al instante si alguien es infeliz, se siente dolido, tiene miedo, se siente feliz, satisfecho. Siempre me ha desagradado el término aura. Supongo que sirve para describir lo que hago, pero también es un poco como describir un color a un hombre ciego.

De repente Kincaid se sintió tan vulnerable como si le hubieran dejado desnudo. ¿Notaría ella su dolor, su enfado, incluso su escepticismo? Vio que Deveney se movía incómodo en su silla y supo que debía de estar experimentando lo mismo.

– Señora Wade -dijo tratando de centrar su atención en algo más seguro que él mismo-, no ha respondido a mi pregunta sobre Alastair Gilbert.

– Lo único que puedo decirle sobre Gilbert es que era un hombre muy infeliz. La ira manaba de él todo el tiempo, como agua brotando de un manantial bajo tierra. -La mujer cruzó los brazos como protegiéndose-. Me es muy difícil tolerar ese tipo de energía durante un rato.

– ¿Era su cliente?

Se rió a carcajadas.

– No, caramba, no. La gente como Alastair Gilbert no acude a personas como yo. Su ira no los deja alargar la mano para pedir de ayuda. La llevan como un escudo.

– ¿Y Claire Gilbert?

– Sí, Claire es mi cliente. -Madeleine se inclinó hacia delante para ordenar con cuidado los tazones en el centro de la bandeja. Luego levantó la mirada hacia Kincaid-. Veo a dónde quiere ir, comisario, y me temo que no puedo cooperar. No conozco mis derechos, nunca antes me había enfrentado a esta situación. Pero lo que sé es que por motivos morales debo mantener en secreto cualquier cosa que mis clientes puedan revelar en el curso de su tratamiento. -Apuntó hacia la mesa de masajes-. En concreto, la aromaterapia es muy poderosa. Estimula el cerebro y la memoria directamente, pasando por encima de la armadura intelectual que construimos alrededor de nuestras experiencias. A menudo permite a mis clientes resolver miedos, traumas pasados y puede resultar una catarsis muy emocional. Cualquier revelación hecha en esos instantes puede ser mal interpretada.

– ¿Nos está diciendo que Claire Gilbert le hizo tales revelaciones? -preguntó Deveney. A Kincaid le pareció que había elegido la agresión como método para tratar su incomodidad.

– No, no, por supuesto que no. Simplemente estoy ilustrando porqué encuentro necesarias estas restricciones autoimpuestas cuando hablo de un cliente. Y Claire no es ninguna excepción a pesar de las trágicas circunstancias. -Se levantó y cogió la bandeja llena-. En pocos minutos llegará otro cliente, comisario. Puede resultar desmoralizador el encontrarse a unos policías en la puerta.

– Una cosa más, señora Wade. ¿Qué opinaba Alastair Gilbert de que su esposa la consultara?

Kincaid la notó vacilar por primera vez. Cambió de postura y apoyó la bandeja en su cadera derecha, luego dijo despacio:

– No estoy segura de que Claire se lo comentara. Muchas personas prefieren mantener estas visitas en secreto y yo cumplo con mi palabra. Ahora, si me disculpan…

– Gracias por su tiempo, señora Wade -dijo Kincaid al levantarse y Deveney hizo lo mismo. Ella caminó delante de ellos, dejó la bandeja en la cocina y luego los acompañó a la salida. Kincaid tomó la mano que ella le ofreció. Opinaba que los apretones de manos de las mujeres entraban en dos categorías: o bien un fláccido toque de dedos o bien un apretón que te rompía los nudillos para compensar. Pero el rápido apretón de Madeleine Wade era el de una mujer cómoda con su lugar en el mundo.

Se volvió hacia ella cuando abrió la puerta.

– ¿Ha pensado alguna vez en trabajar para la policía?

Al sonreír, la curva de sus labios hacía que su prominente nariz pareciera aún más grande. A su voz ronca regresó el regocijo.

– En realidad, sí. La idea de tener esa ventaja secreta era tentadora, pero tenía miedo de que al final me corrompiera. Sentí que sólo podría encontrar equilibrio ofreciendo curación y consuelo a los demás y ésa no creo que sea la descripción de su trabajo, comisario.

– ¿Nota el sentimiento de culpa?

Negó con la cabeza.

– Lo siento. No puedo ayudarlo. El sentimiento de culpa es una mezcla de emociones -miedo, ira, remordimiento, pena- demasiado complicado para separarlo en componentes individuales. Y tampoco involucraría a nadie, incluso si pudiera. No quiero ese poder, esa responsabilidad, en mis manos.

Deveney esperó a que se hubieran encerrado en la privacidad de su coche antes de explotar.

– Está tan chalada como indica su aspecto -dijo con vehemencia y arrancando el estárter con demasiada fuerza-. Auras. ¡Y un pimiento! Vaya montaña de gilipolleces.

Mientras Deveney refunfuñaba, Kincaid pensaba en presentimientos. Sospechaba que todos los buenos policías los tenían, incluso dependían de ellos hasta cierto punto, pero era algo de lo que ninguno de ellos hablaba abiertamente. Todos habían tomado cursos que los instruían en la ciencia de leer el lenguaje del cuerpo, pero, ¿era esa metodología tan sólo una manera de situar la intuición en un marco más aceptable?

Con todo, pensó que era prudente mantener una mentalidad abierta en lo que concernía a Madeleine Wade.

* * *

La casa del párroco estaba justo enfrente del prado comunal, enclavado entre el pub y el estrecho sendero que llevaba a la iglesia. Deveney, que continuaba rezongando, aparcó el coche junto al prado. Kincaid estiró las piernas tras salir del coche. El sol había subido la temperatura y para el mes de noviembre el aire era templado. Había aparecido una leve brisa y en el prado la hierba esmeralda se mecía como olas de terciopelo.

Cruzaron por el asfalto y entraron al jardín de la vicaría a través de la verja. La casa dormitaba rodeada por un seto alto. La fachada cuadrada y sólida de ladrillo rojo tenía un aire de respetabilidad adecuado para su rol. El jardín, por otro lado, era ostentoso y parecía rebelarse contra la rigidez. El derroche de color contrastaba magníficamente contra el apagado fondo otoñal del seto y los árboles. Todo lo que podía seguir floreciendo lo hacía: alegrías de la casa, begonias, pensamientos, fucsias, dalias, primaveras, verbenas y las últimas rosas, totalmente abiertas en sus tallos esqueléticos. Kincaid silbó con admiración.

– Diría que el vicario tiene un talento distinto. -Luego, incapaz de resistirse a tomarle el pelo a Deveney, añadió-: Me pregunto qué tal se lleva con Madeleine Wade.

Deveney lo miró irritado y esperó en silencio en el porche. Cuando pareció evidente que el ataque de Deveney contra el timbre no iba a producir respuesta alguna, Kincaid se dio la vuelta.

– Probemos en la iglesia.

Kincaid dejó que Deveney saliera por delante de él y dio una última mirada al jardín. El aire tembló, como si hubiera sido perturbado por su presencia, y luego se quedó quieto. Cerró la verja a regañadientes y siguió a Deveney a la vuelta de la esquina. Luego se desvió un poco para leer el tablón de anuncios que había al pie del sendero. Anunciaba las actividades de la parroquia de St. Mary e hizo recordar a Kincaid que los ritmos estacionales de su infancia los había marcado el calendario religioso.

Mientras subían por el camino vieron el cementerio a su izquierda. Las mudas lápidas grises estaban decoradas por un confeti de hojas caídas. Más allá, la iglesia estaba asentada a horcajadas sobre la colina, en un ángulo que casi se podría considerar hecho en broma. Kincaid sonrió. Tuvo que reconocer que el arquitecto poseía sentido de la teatralidad además de sentido del humor, ya que la posición dominaba la mejor vista posible de todo el pueblo.

Cuando se acercaron a la iglesia Deveney sacó su bloc de notas y buscó en ellas.

– ¿Cómo se llama el vicario? -preguntó Kincaid.

– Fielding -respondió Deveney tras hojear algunas páginas-. R. Fielding. Oh, diablos.

– ¿R. Fielding O. Diablos? Un nombre algo raro para un vicario -dijo Kincaid sonriendo.

– Perdón. Tengo una piedra en el zapato. Ya lo atraparé. -Deveney se agachó y empezó a desatarse el zapato.

Kincaid encontró la puerta del pórtico abierta. Al entrar se detuvo un momento y cerró los ojos. Incluso a ciegas sería capaz de reconocer ese olor en cualquier parte -humedad, limpiametales, recubierto por un rastro de flores. Un olor eclesiástico, institucional y reconfortante como los recuerdos de la infancia.

Cuando abrió los ojos vio los habituales montones de folletos en el nártex, así como una caja de limosnas. Cuando un «Hola, hay alguien ahí» en voz no muy alta no recibió respuesta, Kincaid pasó junto a los paneles tallados y entró en la oscuridad de la nave. Aquí el silencio era casi palpable y el único movimiento provenía de las motas de polvo agitándose perezosamente en la luz multicolor que entraba por los altos ventanales.

La puerta chirrió y resonó la voz de Deveney:

– ¿Ha habido suerte?

Kincaid se dirigió a él con pesar y dijo:

– No, pero no creo que hayamos agotado todas las posibilidades. -Probaron en la puerta del lado opuesto del pórtico y entraron a un salón parroquial con un suelo de linóleo muy gastado. A su izquierda estaban los servicios y una pequeña cocina, a la derecha una sala de reuniones con montones de sillas de plástico.- Construcción nueva -caviló Kincaid-, pero es una ampliación inteligente, no la he notado desde fuera. Pero no hay nadie aquí. Supongo que tendremos que intentar ver al buen vicario en otra…

La puerta de los servicios de señoras se abrió y salió de allí una mujer. Kincaid calculó que rondaba los treinta y tantos. Tenía una cara agradable y una mata de rizos oscuros, llevaba tejanos y un suéter viejo, y en las manos llevaba guantes de goma y sostenía un práctico cepillo y una botella de detergente industrial.

– ¡Hola! -dijo alegremente-. ¿Los puedo ayudar en algo?

– Quisiéramos hablar con el vicario -se permitió Kincaid.

Miró con algo de impotencia los objetos que llevaba en las manos.

– Entonces déjenme que haga algo con esto. No tardaré nada. -Levantó la mirada de nuevo y debió de ver la incertidumbre en la cara de los agentes, porque hizo una pausa y sonrió-. Por cierto, soy Rebecca Fielding.

– Ah, sí -respondió Kincaid devolviendo la sonrisa y preguntándose qué otras sorpresas le depararía el día. Pensó que quizás no debería haberse sorprendido. Ahora era muy común la presencia de mujeres sacerdotes en la iglesia anglicana. De hecho, no era una novedad. Hicieron las presentaciones y cuando Rebecca Fielding hubo guardado los artículos de limpieza en un pequeño armario, Kincaid y Deveney la siguieron hasta la sala de reuniones.

En un carrito había una antigua tetera de cuatro patas y de aspecto malévolo que ocupaba el lugar de honor entre la vieja mesa y las sillas de plástico.

– Absolutamente necesaria para las reuniones de la parroquia -dijo Rebecca mirándola con desagrado-. No entiendo cómo entré en esta profesión, puesto que nunca me ha gustado el sabor del té hervido. -Apartó dos sillas para los hombres y una para sí misma y cuando se sentaron la vicaria empezó a acelerarse de repente-. Si esto va de Alastair Gilbert, me temo que no puedo ayudarlos. No puedo imaginar por qué alguien haría algo tan horrible.

– No es por eso exactamente por lo que hemos venido a verla -dijo Kincaid. Le gustaba la actitud tranquila y directa de la mujer-. Aunque cualquier luz que pudiera arrojar sobre el asunto sería de gran ayuda. Nos gustaría hacerle unas cuantas preguntas sobre los objetos que le fueron robados.

– ¿Eso? -Sus cejas rectas y oscuras se arquearon por la sorpresa-. Pero hace mil años de eso. Debió de ser en agosto y, ¿qué tiene que ver con esto?

De modo que la vicaria no tenía conocimiento de los chismorreos del pub, pensó Kincaid, o bien era muy buena disimulando.

– Como estoy seguro de que ya lo sabe, varias personas han denunciado la desaparición de algunos objetos. Se especula que un vagabundo podría ser responsable de los robos y que el comandante Gilbert podría haberlo sorprendido en el acto.

– Pero eso es absurdo, comisario. Ninguno de estos incidentes ha ocurrido al mismo tiempo y, además, si hubiera alguien así merodeando por el pueblo, yo lo sabría. El pórtico de la iglesia es normalmente el primer lugar que eligen para dormir. -Se relajó en su silla, sonriéndoles, y cruzó relajadamente los brazos por encima de su suéter color ciruela. Pasó los pies calzados con zapatillas de deporte por las patas delanteras de la silla y esta postura le hizo pensar a Kincaid de repente en un jinete montando a pelo que vio una vez en el circo.

– ¿Montaba de pequeña? -le preguntó. Tenía un aire de haber pasado mucho tiempo al aire libre. No era endurecimiento, sino más bien de un aire de sana capacidad. Se dio cuenta de que llevaba las uñas cortas y que estaban un poco mugrientas.

– Pues, en realidad, sí. -Miró a Kincaid haciendo un gesto de perplejidad-. Mi tía era propietaria de un establo en Devon y yo pasaba las vacaciones de verano allí. Es curioso que lo pregunte. Esta mañana he vuelto de su funeral. Falleció la semana pasada.

– Entonces, ¿no estaba aquí cuando murió el comandante Gilbert?

– No. Pero la secretaria de la parroquia me llamó ayer para darme la noticia. -Hizo un gesto de incredulidad con la cabeza-. No me lo podía creer. Traté de llamar a Claire pero saltaba el contestador. ¿Qué tal lo está llevando?

– Tan bien como pueda esperarse -respondió vagamente Kincaid, pensando en otra cosa-. ¿Eran los Gilbert feligreses habituales de su iglesia?

Rebecca asintió.

– Alastair se encargaba a menudo de la lectura. Se tomaba muy en serio las obligaciones que comportaba su posición en el pueblo… -Se calló a mitad de la frase y se tapó la cara con las manos-. Lo siento, lo siento -dijo por entre los dedos abiertos-. No he sido demasiado caritativa. Estoy segura de que sus intenciones eran buenas.

– No le gustaba -dijo discretamente Kincaid.

Arrepentida, negó con la cabeza.

– No, me temo que no. Pero lo intenté, de verdad. Uno de mis peores defectos es el de juzgar a las personas precipitadamente.

– Así que cuando alguien no le gusta hace lo indecible por ser indulgente. -Kincaid sonrió comprensivo.

– Exactamente. Y me temo que Alastair era muy bueno aprovechándose de mí.

– ¿De qué manera? -Kincaid vio por el rabillo del ojo que Deveney se movía con impaciencia en su silla, pero se negó a darse prisa.

– Bueno, ya sabe… las lecturas en servicios especiales, inauguración de la feria, ese tipo de cosas…

– ¿Cosas que parecen importantes, pero que no exigen demasiado esfuerzo? -preguntó Kincaid irónicamente.

– Exacto. Nunca he visto a Alastair haciendo campaña por todo el pueblo por una buena causa, o lavando tazas después de una reunión en la parroquia. Trabajo de mujeres. De hecho… -Rebecca hizo una pausa. Un leve rubor apareció en sus mejillas y se quedó mirando sus manos apretadas encima de la mesa-. A decir verdad, no creo que yo le gustara a Alastair, si bien es cierto que él nunca se sinceró. Supongo que ésa era una razón para esforzarme el doble por ser justa… para demostrarme a mí misma que estaba por encima de insignificantes represalias.

– Seguro que es un pecado de vanidad perdonable -dijo Kincaid.

Ella levantó la mirada y sus ojos se encontraron.

– Quizás. Pero he demostrado tener poco tacto al hablar de él con tanta libertad. Es algo terrible y no quiero que piense que lo tomo a la ligera.

– Desafortunadamente, morir de manera brutal no le da derecho a uno a ser automáticamente canonizado, por mucho que lo deseemos -propuso con sequedad Kincaid.

– Señorita Fielding… eh, vicaria -dijo Deveney-, sobre los robos… En la denuncia dijo que no había señales de que hubieran entrado a la fuerza. ¿Podría decirnos exactamente lo que pasó?

Rebecca cerró los ojos durante un instante, como evocando los detalles.

– Era una maravillosa noche cálida y había estado trabajando en el jardín de delante. Cuando entré en la casa me di cuenta de que la puerta de atrás estaba abierta de par en par, pero no pensé que fuera extraño… Nunca cierro con llave y esa puerta tiene un pestillo algo duro. No me di cuenta hasta más tarde, cuando me estaba vistiendo para cenar, de que me faltaban los pendientes de perlas.

– ¿Y está segura de que no los puso en otro lugar? -preguntó Kincaid.

– Totalmente. Soy una persona de costumbres, comisario, y siempre los pongo en el joyero cuando me los saco. Y hacía dos días que los había llevado.

– ¿Faltaba algo más? -Deveney tenía en sus manos su bloc de notas y su pluma.

Rebecca frunció el ceño y se frotó la punta de la nariz.

– Sólo algunos recuerdos de la niñez. Una pulsera de colgantes de plata y algunas medallas de la escuela. Fue un poco raro, la verdad.

Kincaid se inclinó hacia ella.

– ¿Y no vio a nadie extraño por los alrededores?

– No vi a nadie, comisario, ya sea extraño o conocido. Lo siento, me temo que no les he sido de ninguna ayuda. -Parecía genuinamente afligida y Kincaid se apresuró a tranquilizarla cuando se levantó.

– En absoluto. Y además he tenido la oportunidad de ver la iglesia. Una joya, ¿no?

– Fue construida por G. E. Street, el hombre que diseñó los tribunales de justicia de Londres -dijo Rebecca mientras los conducía por el pasillo-. Es un precioso ejemplo de arquitectura religiosa victoriana, pero una triste historia. Parece ser que se trataba de un regalo para su esposa, pero ella falleció al poco de terminarla. -Habían llegado al pórtico y cuando salieron al exterior se detuvieron y miraron hacia arriba, a la piedra de color miel que se erguía ante ellos. Lentamente, dijo-: Me sentí muy afortunada cuando vine aquí y sentiría mucho que algo perturbara la paz de este pueblo. Me temo que uno se adueña rápido del lugar -añadió con una sonrisa.

Kincaid, mirando colina abajo, hacia la vicaría, dijo:

– Interpreto que usted es la jardinera ¿no?

– Pues sí. -La sonrisa de Rebecca era radiante-. Es mi tentación y mi salvación. Ese lugar era una selva cuando llegué aquí hace dos años y cada minuto libre que tengo lo paso allí.

– Se nota. -Contagiado por el entusiasmo de la vicaria, Kincaid no pudo evitar sonreír.

– El mérito no es sólo mío -se apresuró a explicar-. Geoff Genovase me ayuda los fines de semana. Nunca hubiera podido hacer el trabajo duro sin él.

Kincaid le dio las gracias de nuevo y se dio la vuelta, pero tras dar unos pasos por el sendero ella lo llamó.

– Señor Kincaid, la dinámica que hace que un pueblo funcione es realmente frágil. Tendrá cuidado, ¿verdad?

* * *

– Eso explica por qué no se ha enterado de los chismorreos -dijo Kincaid mientras descendían por el sendero. Mientras estaban dentro de la iglesia el sol había descendido en su veloz progreso hacia el anochecer y la debilitada luz había pasado del oro a un suave gris verdoso. Las sombras del suelo eran alargadas.

– ¿El qué? -Deveney levantó la mirada de su bloc de notas que había estado escrutando mientras caminaban.

– El funeral de la tía. -Kincaid metió las manos en los bolsillos y dio una patada a una piedra.

– ¿Y qué importa? -preguntó Deveney con la voz algo crispada-. ¿Siempre se va por la tangente en los interrogatorios? ¡Hay que ver qué rodeos!

– No sé si importa o no aún. Y no, no siempre me pongo a charlar así, pero a veces es la única manera de llegar al fondo de las cosas. -Se detuvo cuando llegaron al final del sendero y se volvió hacia Deveney-. No creo que este caso vaya a ser sencillo, Nick, y quiero saber lo que esta gente pensaba de Alastair Gilbert, cómo encajaba el hombre en el tejido de la comunidad.

– Bien, no hay duda de que no estamos avanzando en la teoría del vagabundo -dijo Deveney con indignación-. Nos queda un nombre, un tal Percy Bainbridge, de Rose Cottage. En diagonal al pub, así que podemos dejar el coche. -Cuando cruzaron la carretera y caminaron por el borde del prado, añadió-: Ésta es la denuncia más reciente, por cierto. La hizo el mes pasado.

Rose Cottage pudo haber sido encantador en el pasado, tal como su nombre indicaba, pero las cañas que trazaban un arco por encima de la puerta principal estaban peladas y secas. Tan sólo unos pocos crisantemos medio muertos adornaban el camino. Deveney tocó el timbre y al poco rato se abrió la puerta.

– ¿Sí? -preguntó el señor Percy Bainbridge, frunciendo nariz y boca como si estuviera oliendo algo desagradable. Mientras Deveney hacía las presentaciones y explicaba su misión, los labios del hombre se fueron relajando hasta quedar en ellos una sonrisa tonta. Bainbridge dijo con afectación-: Ah, pasen, entren. Sabía que querrían hablar conmigo.

Lo siguieron por un pasillo oscuro y estrecho hasta un salón con exceso tanto de calefacción como de decoración. También olía levemente a enfermedad, pensó Kincaid.

Bainbridge era alto, delgado y cargado de espaldas, con el pecho tan cóncavo que parecía haber sido vaciado con una cuchara de helado. La tirante piel, amarilla como un pergamino, se le pegaba a los huesos de la cara y el cráneo, pelado. Una calavera casposa, pensó Kincaid, porque lo que quedaba del pelo de este hombre estaba generosamente espolvoreado por los hombros de su vieja chaqueta negra.

– ¿Tomarán un poco de jerez? -les dijo su anfitrión-. Siempre lo hago a esta hora. Mantiene a raya la noche, ¿no creen? -Mientras hablaba sirvió el jerez de un decantador en tres copas de cristal tallado algo polvorientas, de modo que apenas pudieron negarse a tomar las bebidas ofrecidas.

Kincaid le dio las gracias y tomó un sorbo de prueba, luego suspiró con alivio al saborear el fino amontillado. Al menos no se vería obligado a verter el contenido de su copa en una oportuna aspidistra.

– Señor Bainbridge, nos gustaría hacerle unas cuantas…

– Debo decir que se han tomado su tiempo. Ayer le dije a su agente que enviaran a alguien a cargo. Pero siéntense. -Bainbridge les indicó un antiguo sofá tapizado en brocado. Él eligió el sillón-. Comprendo que están a merced de la burocracia.

Perdido, Kincaid miró a Deveney quien simplemente le devolvió una mirada en blanco y un leve movimiento de cabeza. Kincaid se sentó con cuidado encima de la escurridiza tela, tomándose un momento para ajustarse la raya de los pantalones y encontrar un sitio en la abarrotada mesita auxiliar para su copa de jerez.

– Señor Bainbridge -dijo con cautela-, ¿por qué no empieza por decirnos exactamente lo que le explicó al agente?

Bainbridge se acomodó en el sillón y sonrió con gratitud de modo que su piel ya demasiado estirada pareció que iba a fundirse como la cera cerca de una llama. Dio un sorbo a su jerez, carraspeó y luego se sacudió una mota de la manga. Estaba claro, pensó Kincaid, que Percy Bainbridge tenía intención de sacar el máximo provecho de este momento en el centro de atención.

– Ya me había tomado el té y lavado -comenzó su relato de un modo trivial-. Estaba deseando pasar la noche con mi amado Shelley -hizo una pausa y le lanzó a Kincaid un guiño horrendo-, el poeta, comprende, comisario. No me gusta la televisión, nunca me ha gustado. Creo firmemente en la obligación de mejorar nuestra mente y es un hecho probado que nuestro intelecto decae en proporción directa al número de horas pasadas ante la pequeña caja tonta. Pero estoy divagando. -Hizo un gesto displicente con sus dedos-. Tengo la costumbre de salir a tomar el aire todas las noches, y ese día no fue una excepción.

Kincaid aprovechó la pausa del hombre para respirar.

– Perdone, señor Bainbridge, pero, ¿se refiere usted al miércoles, la noche de la muerte del señor Alastair Gilbert?

– Por supuesto, comisario -respondió Bainbridge obviamente contrariado-. ¿A qué me podría estar refiriendo? -Tomó un sorbo reconstituyente de su jerez-. Bueno, como les iba diciendo, a pesar de que había niebla y era una noche cerrada, salí como siempre. Había llegado al pub cuando vi una sombra renqueando sendero arriba. -Sus ojos se clavaron en Kincaid y luego en Deveney, como esperando su reacción.

– ¿Qué clase de sombra, señor Bainbridge? -preguntó Kincaid con naturalidad-. ¿Hombre o mujer?

– En realidad no me veo capaz de decírselo, comisario. Lo único que puedo decirle es que parecía que la figura se movía furtivamente, saltando de una sombra a la otra, y me niego a adornar mi relato en aras del dramatismo.

Deveney se sentó en el borde de su asiento, con el bloc de notas abierto.

– ¿Tamaño? ¿Altura?

Bainbridge movió negativamente la cabeza.

– ¿Y qué hay del cabello y la ropa, señor Bainbridge? -probó Kincaid-. Puede que haya visto más de lo que piensa. Haga memoria. ¿Alguna parte de la figura estuvo expuesta a la luz?

Bainbridge pensó un momento, luego dijo con menos seguridad de la que había mostrado hasta el momento:

– Creo que vi una cara borrosa, sólo eso. Todo lo demás estaba oscuro.

– ¿Y en qué parte del sendero estaba exactamente la figura?

– Justo más allá de la casa de los Gilbert, subiendo el camino hacia el Instituto de la Mujer -respondió Bainbridge con más seguridad.

– ¿A qué hora fue eso? -preguntó Deveney.

– Me temo que no lo sé. -Bainbridge hizo un mohín de pesar con sus delgados labios.

– ¿No lo sabe? -dijo Kincaid en un tono de incredulidad.

– Me libré del reloj en cuanto me jubilé, comisario. -Ahogó una risita-. He vivido mi vida como un esclavo del reloj y los timbres… Pensé que ya era hora de que me liberara de tales limitaciones. Hay un reloj en la cocina, pero, a menos que tenga una cita, no le presto demasiada atención.

– ¿Cree que podría calcular aproximadamente la hora, señor Bainbridge? -preguntó Kincaid forzando un tono de paciencia.

– Le puedo decir que no pasó mucho tiempo hasta que llegó el primer coche de policía a casa de los Gilbert. Media hora, quizás. -Bainbridge había colocado el decantador a su alcance y lo cogió por el cuello con sus largos dedos-. ¿Quiere más jerez, comisario? ¿Inspector jefe? ¿No? ¿Les importa que me sirva más? -Se sirvió una cantidad generosa y bebió-. Desde mi jubilación me he convertido en un entendido, si me permiten decirlo. Hasta he puesto botelleros en la despensa -me ayudó el joven Geoffrey- ya que esta casa no tiene sótano, claro.

Kincaid notó el cosquilleo del sudor en sus axilas y entre los omóplatos. El calor de la habitación se había mezclado con el sofoco provocado por el jerez y se había mareado ligeramente. Sintió que le invadía inesperadamente una sensación de claustrofobia.

– Señor Bainbridge -habló, deseando acabar la entrevista lo antes posible-, queremos hacerle unas preguntas sobre los robos que denunció.

– No me diga que también se creen ese asunto de los robos. No, no, no. Se lo digo. Eso son bobadas. -En las mejillas de Percy Bainbridge aparecieron manchas rojas y los nudillos de la mano que apretaba el cuello de la botella se volvieron blancos-. Los oí hablar en el pub ayer por la noche, necios. ¿No creerá de verdad que un extraño apareció en el pueblo y simplemente golpeó al comandante en la cabeza, comisario?

– Estoy de acuerdo en que no es muy probable, señor Bainbridge, pero hemos de seguir…

– Si yo fuera usted investigaría más cerca. Aaah, Claire Gilbert. Esa mujer es como el hielo. Va de mosquita muerta. Le digo -se inclinó hacia ellos y puso su índice junto a su nariz-, que nuestra señora Gilbert no es un angelito. Si yo fuera usted investigaría lo que se trae entre manos con ese socio suyo y le dije lo mismo al comandante Gilbert no hace mucho tiempo.

– ¿Lo hizo? -dijo Kincaid, olvidando su incomodidad-. ¿Y cómo se tomó el comandante su consejo?

Bainbridge se acomodó y se alisó un fleco de pelo de detrás de la oreja.

– Se mostró muy agradecido, de hombre a hombre, ya sabe.

Kincaid se inclinó hacia delante y bajó la voz, como invitándole a hacer confidencias.

– No sabía que se llevara tan bien con Alastair Gilbert. ¿Tenían un buen trato?

– Caramba, sí -dijo Bainbridge radiante-. Pienso que el comandante no fue comprendido por el vulgo, comisario. Era un hombre con una meta, un propósito, un hombre que importaba. Y pienso que reconoció en mí un alma gemela. -Cerró un párpado como si hiciera un guiño y se terminó su jerez de un trago.

– ¿Le pidió el comandante pruebas de sus alegaciones sobre su esposa? -le preguntó Kincaid un poco más cortante.

– No. No fue así en absoluto. -Bainbridge sacudió la cabeza ofendido-. Yo meramente expresé mi preocupación de que su esposa estuviera pasando demasiado tiempo a solas con un hombre así. En fin, yo les pregunto, ¿qué podían estar haciendo todo el día? No es que fuera un trabajo de verdad, comisario. -Su dicción se volvió absurdamente precisa para compensar el efecto de arrastrar las palabras debido al jerez.

– ¿Y qué hacía usted antes de jubilarse, señor Bainbridge? -preguntó Kincaid. Trató de imaginarse al hombre como peón y no pudo.

– Era profesor, un moldeador de la mente y moralidad de los jóvenes. En una de las mejores escuelas. Reconocería el nombre si se lo dijera, pero no quiero darme importancia. -Sonrió tontamente y volvió a alisarse el fleco de pelo.

Kincaid dejó que una nota de severidad se apoderara de su voz.

– Dígame señor Bainbridge, ¿la figura en la sombra podría haber sido Malcolm Reid, el socio de Claire Gilbert? Piense detenidamente.

El color desapareció de las mejillas de Bainbridge, dejándolas aún más demacradas.

– Bueno… Yo… Nunca he querido insinuar… Como ya le he dicho, comisario, la sombra era muy borrosa, muy esquiva y no podría asegurar nada.

Kincaid y Deveney se miraron y el comisario asintió levemente.

– Señor Bainbridge -dijo Deveney-, si quisiera responder a un par de preguntas más. No nos llevará mucho más tiempo. ¿Qué desapareció exactamente de su casa el mes pasado?

Bainbridge miró a uno y luego a otro, como para protestar, luego suspiró.

– Bueno, si quieren sacar a relucir todo eso otra vez. Dos marcos de plata con fotos dedicadas de algunos de mis chicos. Un clip de dinero. Una pluma de oro.

– ¿Había dinero en el clip? -preguntó Kincaid.

– Eso es lo extraño, comisario. El ladrón no se llevó el dinero. Encontré los billetes cuidadosamente doblados justo donde había estado el clip.

– ¿Nada más que fuera valioso? -dijo Deveney obviamente exasperado.

Ofendido, Bainbridge hinchó su delgado pecho.

– Para mí eran objetos valiosos, inspector jefe. Recuerdos atesorados, recuerdos de años dedicados a mis responsabilidades… -Alargó el brazo hacia el decantador y llenó su copa, esta vez sin molestarse en ofrecerles un poco. Kincaid juzgó que el señor Percy Bainbridge había llegado a la fase sensiblera y que ya no ofrecería más información útil.

– Gracias, señor Bainbridge. Ha sido de gran ayuda -dijo. Deveney se levantó tan rápido que golpeó la mesita de té con sus rodillas.

Se despidieron apresuradamente y cuando llegaron al final del camino del chalet, Deveney se secó las gotitas de sudor de la frente.

– ¡Qué hombrecillo tan espantoso!

– Sin duda -dijo Kincaid cuando se dirigían al coche-. ¿Pero cuán fiable es como testigo? ¿Por qué no nos informó su agente de esta historia de la «figura en las sombras»? ¿Y puede haber algo en lo que ha explicado sobre Claire Gilbert y Malcolm Reid?

– La proximidad ha forjado alianzas aún más extrañas, diría yo.

– Supongo -dijo Kincaid contento de que el crepúsculo escondiera el rubor que le subía por el cuello.

Caminaron hacia el coche en silencio y cuando se encerraron en el interior todavía cálido, Deveney se estiró y dijo:

– Ahora qué, jefe. Después de esto, me gustaría tomar una copa de verdad.

Por un momento, Kincaid miró cómo caía la noche, luego dijo:

– Creo que debería llamar a Madeleine Wade y preguntarle si Geoff Genovase ha hecho pequeños trabajos para ella. Estoy empezando a tener una idea clara sobre quién puede ser nuestro duende.

»Y tantea en el pueblo sobre lo que se opina del señor Percy Bainbridge. El pub debería ser el sitio adecuado. Me gustaría saber si tiene reputación de alcohólico y si de verdad era tan colega de Alastair Gilbert. De algún modo me es imposible imaginar esta coalición. En cuanto a Malcolm Reid y su relación con Claire Gilbert, quizás tengamos más éxito si mañana hablamos otra vez con él en la tienda, en lugar de en su casa.

– Bien. -Deveney miró su reloj-. Pienso que los clientes asiduos del Moon deben estar llegando. ¿Vendrá conmigo?

– ¿Yo? -Kincaid respondió como ausente-. No, hoy no, Nick. Me voy a Londres.

* * *

«Todo en orden» decía la nota que el comandante Keith había dejado en la mesa de la cocina. «Seguiré la misma rutina a menos que se me notifique lo contrario». Kincaid sonrió y cogió a Sid, que estaba frotándose frenéticamente contra sus tobillos y ronroneando a un volumen que amenazaba con arrancar las fotos de las paredes.

– Veo que te han cuidado bien -dijo, rascando al gato por debajo de su barbilla puntiaguda.

En los meses que habían pasado desde que su amiga y vecina Jasmine había muerto y él se había hecho cargo de su gato, Kincaid y su solitario vecino, el comandante Keith, habían formado una asociación improbable, pero práctica. Práctica para Kincaid, porque le permitía estar fuera sin tener que preocuparse de Sid. Práctica para el comandante, porque le proporcionaba una excusa para estar en contacto con otro ser humano de una forma que él no hubiera buscado. Kincaid además especulaba que esto también le permitía al comandante Keith mantener una relación secreta y no reconocida con el gato, un recuerdo tangible de Jasmine.

Dejó a Sid en el suelo dándole una última palmadita, apagó la luz y se fue al balcón. Bajo la tenue luz pudo ver las hojas rojas del ciruelo del comandante colgando mustias como banderas en un día sin viento. También vio los últimos crisantemos amarillos de la temporada en los arriates. De repente se sintió privado de algo. Su dolor era reciente y crudo, como lo había sido en las primeras semanas tras la muerte de Jasmine, pero sabía que pasaría. Ahora una nueva familia ocupaba el piso de debajo del suyo, con dos niños pequeños que sólo podían utilizar el jardín bajo la estricta supervisión del comandante.

Aunque le entró frío en los huesos se quedó un ratito más, indeciso. Había llamado a Gemma desde la estación de Guildford, luego otra vez desde Waterloo, y había oído las repetidas señales hasta que finalmente había abandonado la esperanza de obtener respuesta. No había admitido lo mucho que deseaba hablar con ella, quizás incluso verla, lo mucho que había esperado que en el transcurso de repasar las notas del día pudiera de alguna manera empezar a corregir lo que fuera que había ido mal entre ellos.


  1. <a l:href="#_ftnref4">*</a> Unos relatos sobre una banda de geniecillos escritos por Palmer Cox a finales del siglo XIX. (N. del T.)