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De lejos le llegaba un zumbido cuya insistente repetición la estaba sacando a la fuerza de las esponjosas profundidades del sueño. Notó su brazo pesado, lento como la melaza, al despegarlo del edredón y tantear en busca del teléfono.
– Hola -farfulló y luego se dio cuenta de que tenía el auricular al revés.
Cuando se lo hubo puesto bien oyó a Kincaid decirle alegremente:
– Gemma, ¿no te habré despertado? Traté de llamarte ayer por la noche, pero no estabas.
Gemma se fijó en el reloj y refunfuñó. Se había dormido y no recordaba haber apagado el despertador. Intentaba recordar de un modo borroso si lo había puesto o no cuando se dio cuenta de que Kincaid le estaba hablando.
– Reúnete conmigo en Notting Hill.
– ¿Notting Hill? ¿A santo de qué? -Sacudió la cabeza para despejarse.
– Quiero echar un vistazo a unos informes. ¿Cuánto tardarás?
Haciendo un esfuerzo por recobrar la compostura, Gemma dijo:
– Una hora. -Un rápido cálculo mental le confirmó que tendría tiempo de ducharse, dejar a Toby con Hazel y coger el metro hasta Notting Hill-. Dame una hora.
– Te veré en la comisaría. Hasta luego. -La línea chasqueó y se cortó.
Colgó despacio, reconstruyendo la borrachera de vino en casa de Hazel y la primera parte de la noche pasada en el sillón durmiendo con Toby en su regazo. Ésa era la primera noche que dormía en su cama en una semana. No era extraño que estuviera tan agotada.
De repente le volvió a la memoria, confundida por el sueño, que Duncan ya no era el amigo y compañero digno de confianza y con quien se sentía a gusto, sino que era un territorio desconocido por el que habría de navegar con mucho cuidado.
Era como si nunca se hubiera ido, pensó Gemma cuando entró en la comisaría de Notting Hill. Las sillas de cable de acero azul de la recepción eran las mismas, así como el linóleo moteado en blanco y negro del suelo. Siempre le había gustado este lugar y había perdonado las extrañas particiones interiores por la simétrica gracia de su exterior. Como era un edificio protegido, no se permitían cambios en el exterior y muy pocos en el interior, de modo que se lo montaban lo mejor que podían.
Mientras esperaba su turno en la recepción, se imaginó el ritmo de cuatrocientos agentes moviéndose por las cuatro plantas, los chismorreos, el aburrimiento, los repentinos espasmos de frenética actividad, y sintió una aguda nostalgia de su vida anterior. Entonces todo parecía menos complicado.
– El comisario ha dejado dicho que vaya al departamento de investigación criminal tan pronto como llegue -le dijo la simpática, pero desconocida chica de detrás del mostrador-. Está en la sala de interrogatorios B. Primera planta. -Gemma le dio las gracias con diplomática compostura, teniendo en cuenta que habría podido encontrar el departamento con los ojos cerrados.
Kincaid levantó la mirada y sonrió cuando ella abrió la puerta.
– Te he traído café, y del bueno, de la oficina de la secretaria del departamento. -Indicó un tazón todavía humeante que había encima de una mesa, al lado de un montón de carpetas de expedientes. Su cabello color castaño, que cuando empezaba el día siempre estaba perfectamente peinado, ahora estaba de punta, debido sin duda al hábito de pasarse la mano por la cabeza cuando leía o se concentraba.
Cuando Gemma apartó una silla y se sentó enfrente de él, Kincaid dio unos golpecitos sobre la carpeta abierta que tenía delante.
– Está todo aquí.
Gemma trató de concentrarse. Si su intención era la de distraer su atención y desarmarla no podía haberlo hecho mejor. Su consideración al tenerle el café listo a su llegada, sus intentos por lograr una alegre normalidad, y lo peor de todo, ese maldito mechón de pelo caprichoso. Agarró el tazón con fuerza para evitar que se le fuera la mano y le alisara el pelo, luego dijo:
– ¿Qué es todo?
– La muerte de Stephen Penmaric, hará doce años este próximo abril.
– ¿Penmaric? Pero ése es…
– El padre de Lucy Penmaric. Vivían aquí en Notting Hill, en Elgin Crescent. Lo atropellaron y mataron cruzando Portobello Road cuando iba de camino a la farmacia de guardia a buscar medicinas para Lucy.
– Oh, no… -dejó escapar Gemma. Ahora comprendía el comentario indirecto de Claire Gilbert durante su interrogatorio y su corazón se compadeció de la madre y la hija-. Eso es más de lo que nadie pueda soportar, ¿pero qué tiene que ver con esto?
– No lo sé -Kincaid suspiró y se apartó el mechón de pelo de la frente-. Pero en aquella época Alastair Gilbert era comisario detective en esta comisaría. El agente de la investigación era un tal David Ogilvie.
Gemma cerró la boca cuando se dio cuenta de que la tenía abierta.
– Ayer hablé con Ogilvie en la jefatura. Ahora es inspector jefe y era el jefe de personal de Gilbert. -Narró la entrevista y luego su visita a Jackie Temple.
– Entonces se conocen desde hace mucho tiempo -dijo Kincaid-. Y seguro que no tiene nada que ver… pero creo que deberíamos hablar con David Ogilvie sobre esto.
– ¿Y qué pasó con Stephen Penmaric? ¿Encontraron a quien lo atropelló?
Kincaid negó con la cabeza.
– Se dio a la fuga. Era muy entrada la noche y no hubo testigos. El policía de ronda vio los faros traseros desaparecer por la esquina, pero cuando llamó pidiendo ayuda el coche ya se había esfumado.
– Qué horrible para Claire. Y para Lucy.
– Era periodista, y por lo que me dijo Lucy, diría que al contrario que Alastair Gilbert su ausencia fue lamentada. -Kincaid recopiló los papeles sueltos, cerró la carpeta y la colocó cuidadosamente encima de las otras-. Vayamos a caminar un poco.
Prometía volver a ser un día claro e incluso a mediados de noviembre los árboles de Ladbroke Grove formaban como un baldaquín verde. Gemma había seguido a Kincaid sin cuestionarlo y ahora caminaba a su lado respirando profundamente el aire en calma, pero apretándose el abrigo para protegerse del frío.
Kincaid la miró, como evaluando su humor, luego dijo:
– Quiero verla, la casa en Elgin Crescent. Por alguna razón siento la necesidad de enfrentarme a los fantasmas.
– Sólo Stephen está muerto -dijo Gemma con lógica.
– También se podría debatir que la Claire y la Lucy de hace doce años tampoco existen, si es que quieres iniciar una discusión sobre los matices del tiempo. -Sonrió, luego volvió a su expresión grave-. Pero no quiero discutir contigo en absoluto, Gemma. -Mientras hablaba aflojó el paso-. Admito que tenía un doble motivo. Quería una oportunidad para hablar contigo. Mira, Gemma… Si he hecho algo que te ofendiera, no era mi intención. Y si he dado por sentado nuestro vínculo como compañeros de trabajo, lo único que puedo decir es que lo siento, porque estos últimos días han hecho que me diera cuenta de lo mucho que dependo de tu apoyo, de tu interpretación de las cosas, de tus reacciones inmediatas ante la gente. Te necesito en este caso. Necesitamos comunicarnos, no dar tumbos en la oscuridad como peces ciegos dentro de un barril. -Habían llegado a un cruce y él se detuvo y se volvió hacia ella-. ¿Podemos volver a ser un equipo?
Los pensamientos, tan desorganizados como las emociones que sentía, se agitaban en la cabeza de Gemma. ¿Cómo podía explicarle a Kincaid las razones para haber estado tan enfadada si ni siquiera ella las sabía? Era consciente de que él tenía razón -era muy probable que estropearan el caso si seguían como hasta ahora- y también sabía que ninguno de los dos se lo podía permitir. Ella, que se había vanagloriado de su profesionalidad por encima de todas las cosas, se había estado comportando como una estúpida. Sin embargo las palabras de perdón se le quedaron en la garganta y se negó a aflojar.
Finalmente pudo emitir un ahogado «Está bien, jefe», pero mantuvo los ojos fijos en el asfalto.
– Bien -dijo Kincaid. Luego, cuando cambió el semáforo y pisaron la calle, él añadió en voz tan baja que Gemma no estaba segura de haberle oído-: Algo es algo.
Cuando doblaron hacia Elgin Crescent unos minutos más tarde, Gemma buscó un tema seguro de que hablar.
– El barrio es más yuppy que cuando lo dejé. -Cada casa adosada mostraba un estucado de diferente tonalidad y todo estaba unificado por las relucientes molduras blancas. De todas brotaba una pequeña antena parabólica y en todas había una placa que anunciaba la posesión de un sistema de alarma.
Kincaid consultó un trozo de papel y al poco rato encontraron la casa donde los Penmaric habían ocupado un apartamento en el último piso.
– Y ésta es una de las víctimas -dijo Kincaid mientras inspeccionaban el exterior color melocotón y la puerta de color negro brillante-. Lucy dijo que la puerta era amarilla. -Sonó decepcionado.
– Supongo que es algo bueno. -Con su pie Gemma jugueteó con un pedazo de yeso que se había colado del contenedor y los andamios del jardín adyacente-. Me refiero a este aburguesamiento. Mejora el vecindario y todo eso. Pero de alguna forma echo de menos el antiguo barrio. Era cómodo y un poquito feo. Era un lugar donde podías volver a casa, sacarte los zapatos y comerte las patatas fritas directamente del cucurucho de papel.
– Pero esto, ahora -apuntó a la curva de casas adosadas-, esto son cenas íntimas después del trabajo con vino y comida gourmet de Fortnum’s. No es exactamente un lugar propicio para los fantasmas.
– Ni un fantasma -estuvo de acuerdo Kincaid cuando se dieron la vuelta y volvieron por el mismo camino-. Tendremos que probar en otra parte.
Gemma no se imaginó que regresaría a la oficina de David Ogilvie tan pronto. Esta vez, en cambio, sacó su bloc de notas con una sensación de alivio y dejó que Kincaid dirigiera la entrevista.
– ¿Recuerda el caso de Stephen Penmaric? -preguntó Kincaid tras concluir las formalidades.
Ogilvie frunció el ceño con perplejidad.
– ¿El primer esposo de Claire Gilbert? Por supuesto. Aunque no he pensado en este caso desde hace años. -Su sonrisa consistió en simplemente mostrar los dientes-. ¿Qué están sugiriendo? ¿Piensan que Claire tiene un antiguo amante con tendencia a cargarse a sus maridos?
– Es poco más o menos lo mejor que se nos ha ocurrido hasta ahora. -Cambió levemente de posición, juntó las manos alrededor de la rodilla y miró a Ogilvie con la expresión que Gemma denominaba «vayamos al grano»-. He leído el expediente, por supuesto -dijo-. Nada concluyente. Usted era el agente a cargo de la investigación y tanto usted como yo sabemos -su sonrisa sugería camaradería- que el agente no puede incluir impresiones en el informe. Pero eso es exactamente lo que me gustaría que me explicara. ¿Qué fue lo que no incluyó? ¿Qué pensaba de Claire? ¿Fue Stephen Penmaric asesinado?
David Ogilvie se arrellanó en su silla y juntó sus manos pensativamente antes de responder con calma.
– Pienso ahora lo mismo que pensaba entonces. La muerte de Stephen Penmaric fue un trágico accidente. No había nada en el informe porque no había nada que encontrar. Conoce tan bien como yo -añadió con evidente sarcasmo-, las probabilidades de seguirle la pista a un coche que se da a la fuga sin testigos. Y no veo que nada de esto pueda tener algo que ver con la muerte de Alastair Gilbert.
– ¿Conocía Gilbert a Claire Penmaric antes de la muerte de su esposo? -replicó Kincaid.
– ¿No estará sugiriendo que Alastair tuviera algo que ver con la muerte de Penmaric? -Ogilvie arqueó las cejas con incrédula sorpresa. Los mechones del borde interior de sus cejas crecían rectos hacia arriba y le daban mi aspecto raro, ganchudo, y a Gemma le recordaron unos cuernos-. De verdad, comisario, no puede estar tan desesperado. Me doy cuenta de que le presionan para resolver este caso, pero nadie que conozca a Alastair lo consideraría capaz de infringir la ley para su propio beneficio.
– Inspector jefe, soy libre de pensar lo que me venga en gana. Y tengo la ventaja de no haber conocido bien al comandante Gilbert, de modo que no me siento inclinado a dejar que las opiniones personales enturbien mi criterio.
Gemma miró a Kincaid sorprendida. No era su estilo hacer valer sus privilegios, pero Ogilvie se lo había merecido.
Ogilvie apretó los labios y, a pesar de que su piel color aceituna lo hacía difícil de decir, Gemma creyó ver como sus mejillas se oscurecían por un rubor cargado de ira. No obstante, al cabo de un rato, dijo cortésmente:
– Tiene razón, comisario. Le pido disculpas. Quizás debería ampliar miras.
– Estoy tratando de crearme una imagen clara de Alastair Gilbert y he pensado que sería conveniente saber algo de su historia. Me parece lógico asumir que conoció a Claire durante la investigación de la muerte de su esposo.
– Alastair conoció a Claire en el transcurso de la investigación -admitió Ogilvie-. Joven, guapa y muy sola en el mundo… No hay muchos hombres que se hubieran resistido a la tentación de consolarla y darle su apoyo.
– ¿Incluido Gilbert?
Ogilvie se encogió de hombros y respondió:
– Se hicieron amigos. No le puedo decir más. Nunca ha sido mi costumbre meterme en la vida privada de mis superiores, o de nadie más, ya que estamos. Si quiere saber detalles más íntimos le sugiero que le pregunte a Claire Gilbert.
Gemma miró a Kincaid preguntándose cuál sería su reacción a este desdén tan poco disimulado. Él, sin embargo, se limitó a sonreír y darle las gracias a Ogilvie.
Se despidieron y cuando abandonaban el edificio Gemma dijo:
– ¿Me pregunto por qué le desagradamos tanto?
– ¿Te sientes ofendida hoy? -Kincaid le sonrió de refilón mientras descendían las escaleras-. Sospecho que no es nada personal. Creo que a David Ogilvie le disgusta todo el mundo por igual. ¿Por qué no pasas por la comisaría otra vez? Intenta hablar con tu amiga Jackie si la puedes localizar y pregúntale qué piensa del inspector jefe David Ogilive. Luego reúnete conmigo en Scodand Yard y cogeremos un coche para volver a Surrey. -Durante unos minutos caminaron en silencio. Luego, cuando llegaron al cruce donde sus caminos se dividían, Kincaid caviló-: Me pregunto si Ogilvie fue totalmente inmune al atractivo de Claire Penmaric.
Jackie Temple se pasó un dedo por la cintura de sus pantalones y respiró hondo. Le costaba creer que una persona que se pasaba el día caminando tantos kilómetros pudiera engordar, pero las pruebas físicas eran innegables. Había llegado el momento de sacar la caja de coser y esperar que la costura tuviera suficiente tela, pensó con un suspiro. Tenía muchísimas ganas de comer y tan sólo le quedaban unas pocas manzanas hasta el puesto de Portobello Road donde paraba normalmente durante su descanso. Si en lugar de dos panecillos pegajosos pedía uno con su té, sentiría que se había puesto firme en su lucha contra los kilos en aumento. Pero estaría famélica cuando acabase su turno a las tres.
Aminoró el paso y escudriñó el puñado de peatones que bloqueaba la acera justo delante. Se disolvió rápidamente -era tan sólo un caso de demasiada gente caminando en direcciones opuestas al mismo tiempo- y eso le permitió proseguir con sus pensamientos. En todos estos años haciendo rondas había desarrollado una gran facilidad para dividir su mente. Una mitad estaba alerta y prestaba atención a todo lo extraordinario que sucediese en su territorio. Respondía a los saludos de residentes y comerciantes, hacía comprobaciones de rutina, observaba a quien holgazaneaba de manera demasiado evidente y, mientras tanto, la otra mitad de su mente tenía una vida propia, especulaba y soñaba despierta.
Pensó en la inesperada visita de Gemma del día anterior. Aunque admitía que envidiaba un poco el estatus de su amiga como sargento del departamento de investigación criminal, en realidad nunca querría hacer algo distinto a lo que hacía. Había encontrado su lugar y le iba bien.
No le importaría tener el cuerpo de Gemma, pensó con una sonrisa mientras pasaba por delante de la farmacia homeopática y saludaba al propietario, el señor Dodd. De hecho, mientras doblaba la esquina y localizaba el alegre toldo rojo del puesto de comida, le había parecido que Gemma estaba más delgada que nunca y que poseía una cualidad transparente, como si se le hubiera exigido más de lo que podía acometer. Jackie sospechaba que no se debía totalmente a la presión en el trabajo, pero ella nunca había forzado a nadie a hacerle confidencias.
A los pocos minutos, con su vaso de poliestireno lleno de té hirviendo en una mano y su solitario y virtuoso panecillo en la otra, Jackie se apoyó contra la pared de ladrillo del puesto e inspeccionó la calle. Parpadeó al ver una mata de pelo rojo y luego una cara familiar caminando en su dirección. Se le ocurrió pensar que debería haberse sorprendido, pero en lugar de ello tuvo una sensación extraña de inevitabilidad. Saludó con la mano y al poco rato Gemma la había alcanzado.
– Justo estaba pensando en ti -dijo Jackie-. ¿Crees que te he conjurado? ¿O se trata de alguna de esas coincidencias que aparecen en la prensa sensacionalista?
– No creo que durase mucho como genio de la botella -respondió Gemma riéndose. Sus mejillas estaban rosadas del frío y el viento había soltado el cabello color cobre de la trenza-. Pero quizás deberías conjurar a tu jefe para que te libere de tu tan cronometrada jornada. -Vio el panecillo de Jackie y robó una pasa-. Tiene un aspecto delicioso. Estoy muerta de hambre. Eso es algo que se aprende en mi departamento, nunca dejar pasar la oportunidad de comer.
Mientras examinaba la carta del puesto de comida, Jackie la estudió. El blazer no ajustado de color teja y los pantalones de algodón color tostado parecían informales y sin embargo eran elegantes, algo que Jackie sentía que nunca lograría.
– Bonito traje -dijo cuando Gemma hubo pedido su té y un croissant de jamón y queso-. Supongo que soy una discapacitada de la moda. Imagino que por eso sigo en uniforme. -Añadió con la boca llena-: Por cierto, hoy tienes mejor aspecto. Tienes color en las mejillas y todo eso. Justo estaba pensando que ayer se te veía un poco extenuada.
– Atribúyelo a una noche de sueño -dijo Gemma con soltura, pero bajó la mirada y jugueteó con el anillo que llevaba en la mano derecha. Luego sonrió alegremente y cambió de tema. Charlaron sobre amigos comunes hasta que estuvo listo el croissant de Gemma.
Después de comer un poco y beber unos sorbos de té, Gemma dijo:
– Jackie, ¿qué sabes de Gilbert y David Ogilvie?
– ¿Ogilvie? -Jackie reflexionó un momento-. ¿No eran compañeros? Eso fue antes de llegar nosotras. Pero me parece recordar que hubo rumores de animosidad entre ellos. ¿Por qué?
Gemma le dijo lo que habían descubierto sobre la muerte de Stephen Penmaric y agregó:
– Parece ser que Gilbert y Ogilvie conocieron a Claire durante la investigación y un par de años más tarde ella se casó con Gilbert.
Jackie se chupó los restos de migas de los dedos.
– Sé quién te puede ayudar. ¿Te acuerdas del sargento Talley? Ha estado en la comisaría de Notting Hill durante siglos y sabe todo de todo el mundo.
– Él me ha dicho dónde encontrarte. -Gemma bajó la mirada al croissant y el té que sostenían sus manos-. Toma. -Le pasó el sándwich a Jackie y sacó el bloc de notas de su bolso-. Pasaré otra vez por la comisaría y veré si…
– Espera, Gemma. Deja que lo haga yo -dijo Jackie olvidando la tentación de adquirir un segundo panecillo-. Hay algo que tienes que entender sobre Talley. Puede que sea el mayor chismoso del mundo, pero él no se considera un cotilla. Nunca se prestaría a manchar el buen nombre de nadie de nuestra comisaría ante alguien de fuera… y ahora tú estás afuera.
– ¡Ay! Eso duele. -Gemma hizo una mueca.
– Lo siento -dijo Jackie con una sonrisa-. Pero ya sabes a qué me refiero. -Y era verdad, pensó. Ahora pudo ver en Gemma lo que no había sido capaz de ver el día anterior: la concentración, el empuje que hacían que tuviera madera de sargento. No era que hubiera cambiado, porque esas cualidades siempre estuvieron ahí. Era más bien que había encontrado el tipo de trabajo que aprovechaba esas cualidades y al hacerlo se había alejado de Jackie y la vida que habían compartido.
– ¿No te importa hablar con él de esto? -Se puso el bloc bajo el brazo y recuperó su croissant y lo mordisqueó.
– Intentaré llevármelo a la cantina a tomar un té cuando acabe mi turno y le haré rememorar viejos tiempos. Y no me importa -añadió Jackie despacio-. Has despertado mi curiosidad. Espero que esto de ser detective no se contagie.
– Tiene antecedentes. -Nick Deveney miró a Kincaid y Gemma cuando entraron en la unidad de investigación policial de la comisaría de Guildford. Él y Will Darling estaban inclinados sobre un listado impreso y la sonrisa entusiasta que ofreció a Gemma fue su único saludo-. No he podido contactar con su amiga Madeleine Wade hasta esta mañana y ha resultado que también había trabajado para ella. Hizo algunos trabajos pesados en la tienda y pintó el apartamento.
Gemma se preguntó qué había insinuado con «su amiga» y miró a Kincaid, pero él tan sólo parecía divertido.
– ¿Quién tiene antecedentes? -preguntó Gemma-. ¿De qué está hablando?
– Geoff Genovase -dijo Will-. Estuvo en prisión hace cinco años por robo. Llevaba una tienda de artículos de alta fidelidad en Wimbledon y parece ser que él y un colega de la tienda decidieron agenciarse parte de la mercancía que había en el almacén. Desafortunadamente no le tenían cogido el truco al tema de las alarmas, de modo que Genovase cumplió condena en uno de los mejores hoteles de su Majestad la Reina.
Gemma se sentó en una de las sillas que tenía más cerca.
– No me lo puedo creer.
– Estuvo haciendo trabajos para todos los que denunciaron los robos -dijo Deveney-. Estas coincidencias no se autofabrican. Y si robó a los otros, ¿por qué no a los Gilbert? Sólo que esta vez algo salió mal.
Gemma pensó en el dulce joven que le había dado queso y pepinillos para cenar, tan pendiente de ella, cuya cara se había iluminado de entusiasmo cuando ella le preguntó por el juego de ordenador.
– ¿Por qué no me lo dijiste? -Levantó la voz cuando se volvió hacia Kincaid.
La cara de éste mostró sorpresa cuando levantó la mirada de la lista que había tomado de Deveney.
– Simplemente era una corazonada. No tenía ni idea de que fuéramos a obtener resultados.
– He pedido una orden de registro -dijo Deveney-. Espero que no tengamos que registrar todo el maldito pub.
Kincaid devolvió la lista a Will y se quedó con la mirada perdida y los ojos levemente extraviados. Al cabo de un momento regresó del limbo y dijo con decisión:
– Escuche, Nick, no estoy dispuesto a abandonar todas las otras líneas de investigación para concentrar todos nuestros esfuerzos en ésta. Sigo pensando que hemos de continuar con Reid y la órbita londinense. -Se volvió hacia Gemma-. ¿Por qué no vas con Will a la tienda de Reid en Shere y habláis con él mientras Nick y yo nos ocupamos del registro?
Su enfado crecía a velocidad alarmante y provocó que su garganta se cerrara y su corazón latiera con rapidez. Pero se reprimió y pudo responder sin alterarse:
– ¿Puedo hablar contigo, jefe? -Kincaid arqueó una ceja pero la siguió hasta el pasillo vacío y cuando la puerta se cerró por completo ella le dijo entre dientes-: ¿He de asumir que tienes alguna buena razón para hacer esto?
– ¿Qué? -dijo Kincaid sin comprender.
– Enviarme a hacer recados estúpidos mientras tú y Nick Deveney hacéis el trabajo importante. ¿Crees que no soy capaz de ser objetiva? ¿Es eso?
– Por favor, Gemma -dijo dando un paso atrás-. He tratado de solucionar las cosas entre nosotros, pero estos días estás siendo muy difícil de tratar. ¿Qué diablos he de hacer contigo? ¿Pedirte permiso antes de decidir cómo dirigir esta investigación?
»De hecho tengo dos razones, si las quieres saber. -Las indicó con la punta de sus dedos-. Una, no has conocido a Malcolm Reid y quería saber qué sensación te producía, quería saber si había algo de cierto en la acusación de Percy Bainbridge acerca de que pueda estar liado con Claire. Dos, tú has establecido un contacto positivo con Geoff Genovase y me gustaría dejarlo así. Sabes tan bien como yo lo útil que eso puede ser en un interrogatorio. Entrar en su casa con una orden de registro no va a reforzar su confianza en ti. -Respiró-. ¿Es suficiente o necesitas más?
Su enfado desapareció tan rápido como había aparecido. Se apoyó contra la fría pared y cerró los ojos. Se sentía abatida y debilitada.
El eco de las palabras de Kincaid la transportó de nuevo a su niñez, a la pequeña habitación de encima de la panadería. Había tenido una de sus frecuentes y furiosas peleas con su hermana. Su madre había venido y se había sentado junto ella en la cama, donde se había echado y había hundido la cara llena de lágrimas en la almohada. «¿Qué voy a hacer contigo, Gemma?», le había dicho su madre, exasperada, aunque mientras hablaba le acariciaba el pelo suavemente. «Si no puedes controlar este temperamento de pelirroja, cariño, lo mejor que puedes hacer es aprender a disculparte con dignidad. Y si te queda un poquitín del sentido común que Dios te ha dado, harás las dos cosas.» Había sido un buen consejo -dado desde la propia experiencia, según supo Gemma cuando creció- y trató de tomárselo a pecho.
Abrió los ojos al notar un soplo de aire en su cara. Kincaid se había dado la vuelta, tenía la mano en el pomo de la puerta y cara de pocos amigos. Gemma alargó el brazo para tocar el de él.
– Tienes razón, por supuesto. Creo que mi reacción ha sido exagerada. Mira… Sé que últimamente me he portado de forma estúpida. -Apartó la mirada y se mordió el labio-. Duncan… lo siento.
Era alto y moreno, y su pelo rubio cortado casi al cero se amoldaba a su bien formada cabeza. Malcolm Reid era una visión capaz de acelerar el corazón de cualquier mujer. Era el complemento perfecto de la belleza rubia y delicada de Claire Gilbert y Gemma comprendió que las malas lenguas se hiciesen oír.
Los saludó amablemente y les ofreció café de una cafetera alemana de líneas elegantes enchufada a la parte posterior de una de las encimeras de la exposición.
– Pensaba que todo era de muestra. -Gemma apuntó a la cocina mientras aceptaba una taza.
– Lo menos que puedo hacer es usar las instalaciones. -Reid sonrió mientras traía unos taburetes de hierro forjado para Will y Gemma-. En realidad esta cocina es totalmente funcional. Mi esposa la utiliza para clases y demostraciones de cocina, pero justo ahora no tiene nada. «Cocina saludable del Mediterráneo» acabó la semana pasada y este próximo martes empieza «Clásicos italianos».
Los nombres de los cursos evocaban ingredientes exóticos, climas cálidos cargados de olores a ajo, y Gemma sintió cierta nostalgia. A pesar de que sus padres producían unos productos de panadería excelentes, su negocio a menudo les dejaba poco tiempo para otra cosa que no fuera la cocina inglesa más convencional y Gemma nunca tuvo muchas oportunidades de aventurarse a probar otras comidas.
– Suena riquísimo -dijo con un poco de nostalgia.
– Lo es. -Malcolm la contempló con interés. Se había apoyado contra la encimera con aire de tenerlo muy practicado, acunando su café con ambas manos-. Debería probar alguna vez. Bien, ¿en qué puedo ayudarlos?
Will cambió de posición en un taburete que no estaba hecho para su tamaño.
– Señor Reid, ¿puede decirnos qué estuvo haciendo el miércoles por la noche?
La taza se detuvo casi imperceptiblemente en su camino hacia la boca de Reid. Tomó un sorbo y luego dijo:
– ¿El miércoles por la noche? ¿Está comprobando si tengo una coartada? Lo sé, lo sé. -Levantó una mano antes de que ellos pudieran hablar-. Lo sé por su… comisario, ¿no es así? Preguntas de rutina, igual que en la tele, no hay de qué preocuparse. Debo decir que no encuentro esas palabras nada reconfortantes, pero no tengo ninguna razón para no responderles. No obstante, creo que se sentirán decepcionados. -Miró a Gemma con una chispa de humor en sus ojos-. Cerré la tienda a las cinco y media y me fui directamente a casa, donde pasé toda la noche con mi esposa.
Will asintió de un modo alentador.
– ¿Su esposa lo puede confirmar?
– Por supuesto. ¿Por qué no habría de hacerlo?
– Señor Reid -dijo Gemma preguntándose al mismo tiempo cómo introducir el tema con tacto-, ¿su esposa se lleva bien con Claire Gilbert?
– ¿Val? -Reid parecía sinceramente perplejo-. Val conoce a Claire desde hace más tiempo que yo. Así es como Claire vino a mí como cliente. Había tomado una de las clases de Val.
– ¿Tanto su esposa como Alastair Gilbert estaban de acuerdo con su relación laboral con Claire?
Por un momento Reid los miró sin comprender, luego su mirada se endureció.
– ¿Exactamente qué es lo que pretenden?
De perdidos al río, pensó Gemma, dado que su intento de introducir el tema con tacto había fallado estrepitosamente.
– Aparentemente, señor Reid, ha habido rumores en el pueblo de que su relación con Claire Gilbert era de naturaleza algo más personal y se informó a su esposo sobre ello.
– ¡Maldita sea! -explotó Reid. Sus nudillos estaban blancos de apretar la taza-. Odio los chismorreos. Es algo tan insidioso y uno se siente totalmente impotente. Si no dices nada te condenan, y te condenan todavía más si desafías a los chismosos.
»Son todo estupideces. Y lo que dicen sobre Alastair también. -De repente se relajó y suspiró-. No es culpa suya, sargento. Lo siento si la he tomado con usted. Pero por favor no le cuelgue esto a Claire también. Ya ha pasado por demasiadas cosas.
Gemma era consciente de lo inadecuada que era su respuesta estándar y no obstante la recitó:
– Ésta es una investigación por asesinato, señor Reid, y la verdad tiene prioridad. Me desagrada…
No pudo acabar la frase porque oyó como se abría la puerta de la tienda y reconoció la voz de Claire Gilbert.
– Malcolm, yo… -Claire se detuvo cuando se dio cuenta de la presencia de Will y Gemma. Ésta tuvo la clara impresión de que Claire había estado a punto de lanzarse a los brazos de Malcolm Reid.
– Claire, ¿qué estás haciendo aquí? -Reid cruzó la habitación para recibirla y la cogió por las manos. Frunció el ceño por la preocupación-. No debes salir.
Claire soltó las manos de Reid tras un breve contacto y recuperó el suficiente aplomo como para saludar a Will y Gemma con su habitual refinamiento.
– Lo siento. Espero no haber parecido mal educada. -Los saludó con la cabeza y a Will le dedicó una sonrisa-. Es que ya no lo podía soportar más. Hemos tenido que descolgar el teléfono porque no paraba de sonar. Y el agente sigue en la puerta, pero esperan afuera, en el camino, observándonos. -Tuvo un escalofrío y juntó las manos.
– Toma, siéntate -le ordenó Reid mientras Will le ofrecía su taburete-. ¿Quién os está observando? ¿De qué estás hablando?
– Periodistas. -Gemma frunció el ceño-. Son como buitres. Pero pasará, señora Gilbert. Se lo prometo. No pueden mantener la atención por demasiado tiempo. En realidad me sorprende que se hayan quedado tanto tiempo.
– ¿Y cómo ha escapado al asedio? -preguntó Will.
Sonrió de nuevo al agente.
– Me he puesto una de las gorras de Alastair para completar el disfraz. -Apuntó a las ropas que llevaba y Gemma se dio cuenta de que había cambiado su normalmente elegante atuendo por unos tejanos y una vieja chaqueta de tweed-. Luego me he escabullido por detrás, he pasado a través del jardín de la señora Jonsson, he cruzado hacia el pub y he cogido prestado el coche de Brian. -Su voz tenía una nota de orgullo y añadió-: A decir verdad, ha sido algo inesperadamente liberador.
La ropa hacía parecer más joven a Claire y destacaba lo que Gemma había empezado a reconocer en ella como tenacidad. Asimismo enfatizaba su fragilidad. ¿Seguiría deshaciéndose de sus símbolos de respetable ama de casa de los suburbios como una serpiente muda de piel?
– Pero, ¿por qué están ustedes aquí? -Se volvió hacia Will y Gemma como si se acabara de dar cuenta de su presencia-. No entiendo por qué han de hablar con Malcolm. -Cruzó los brazos como si tuviera frío y su voz denotó miedo al añadir-: ¿Ha ocurrido algo? ¿Qué pa…?
– Preguntas de rutina -dijo Reid sonriendo antes de que Gemma pudiera responder-. Nada de lo que preocuparse. ¿Verdad, sargento?
– Señora Gilbert -dijo Gemma-, ¿puedo hablar con usted?
Tras sugerir un paseo, Gemma cruzó el puente delante de Claire y tomó el sendero que seguía a lo largo del río Tillingbourne. En las orillas crecían los abedules cuyas desnudas ramas plateadas se levantaban al cielo como buscando los últimos rayos del debilitado sol.
Gemma se preguntó cuál sería la forma idónea para formular sus preguntas. Claire parecía relajada, conformada con dar un paseo en silencio. Sonrió a Gemma, luego se agachó a coger una piedra y se quedó sopesándola en la mano. Sacudió la cabeza, se agachó y buscó otra. El viento abrió su mata de pelo, revelando un cuello pálido y delgado. Al verlo, Gemma sintió un extraño e incómodo sentimiento de protección y apartó la mirada.
Claire encontró otra piedra, se levantó y la hizo saltar con pericia por la superficie del agua. Cuando la última de las ondas hubo desaparecido, dijo:
– Hacía años que no practicaba. Me sorprende que siga siendo capaz de hacerlo. ¿Cree que es como montar en bicicleta? -Luego, como si continuara una conversación previa, dijo-: Doy gracias a Dios por Becca. No sé lo que haría si no fuera por ella. Se encargará de los preparativos del funeral cuando… cuando devuelvan el cuerpo de Alastair.
– ¿Becca?
Gemma vio una oportunidad. Estaba dispuesta a dejar de lado a Malcolm Reid por un rato para poder hurgar en el pasado.
– Supongo que la experiencia no hace que estas cosas sean más sencillas. No sabía lo de su primer esposo cuando hablamos el otro día. Lo siento.
– No debe. No podía haberlo sabido. Y Stephen siempre fue de los que seguían adelante a pesar de los problemas. Traté de recordarlo en aquellos días en que sentía que no merecía la pena levantarse de la cama. -Claire se detuvo y se volvió hacia el río. Tenía las manos metidas en los bolsillos y miraba el agua que corría como metal fundido por encima de las rocas-. Pero parece que hayan pasado siglos desde entonces. Ni siquiera estoy segura de conocer a aquella Claire tan distante.
– ¿Fue entonces cuando conoció al comandante Gilbert, después de morir Stephen?
La sonrisa de Claire no era de regocijo.
– Alastair pensó que necesitaba que me cuidasen.
– ¿Y era verdad?
– Pensaba que sí -respondió Claire que volvió a iniciar la marcha-. Stephen y yo nos casamos muy jóvenes, tan pronto acabamos la universidad. Novios de la infancia. Él era periodista, ¿sabe?, uno genial. -Miró a Gemma y añadió con dureza-: Llevábamos una buena vida. Y después de nacer Lucy fue incluso mejor, pero no era lo que se dice segura. Vivíamos el presente.
»Así que ahí estaba yo, con mi esposo muerto, mis padres muertos, sin dotes para trabajar en nada y una hija de cinco años a la que cuidar. Stephen tenía un seguro de vida, pero no lo suficiente para vivir más de dos años, incluso si ahorrábamos hasta el último penique. -El sendero se había estrechado y acabó bruscamente en una pared de piedra. Claire dio la vuelta para regresar-. Alastair parecía ofrecer seguridad.
Gemma la siguió en silencio cuando llegaron a la carretera y la cruzaron. Siguieron el camino que llevaba a la iglesia y bordearon las macetas de flores que bloqueaban a medias el pavimento.
¿Qué hubiera hecho ella sin su trabajo y la ayuda de sus padres cuando la dejó Rob? ¿Hubiera elegido seguridad, como hizo Claire, si se la hubieran ofrecido?
– ¿Qué hay de David Ogilvie? -preguntó-. ¿También estaba enamorado de usted?
– ¿David? -Claire se detuvo y agarró la verja de la iglesia. Miró a Gemma asustada.
– Tuvimos que interrogarlo como jefe de personal de su esposo. Había algo en lo que no llegó a decir que me ha dado que pensar.
– David… -El suspiro que dio Claire hizo eco en el chirrido de la verja. Mientras se abrían camino entre la hierba crecida que rodeaba las tumbas, Claire cogió una brizna y la retorció entre sus dedos-. David era… difícil. En aquella época yo estaba convencida de que era simplemente una de sus potenciales conquistas, una chica más en su larga lista. Estaba muy en contra de que me casara con Alastair, pero lo atribuí a la rivalidad entre los dos hombres. Ya sabe como son los hombres cuando sienten que su territorio se ve amenazado. -Habían llegado de nuevo al río. Pararon en la pequeña pasarela de madera y Claire pasó los dedos por las puntas livianas de las hierbas, que dejó decapitadas, y vio como las semillas se dispersaban en dirección al agua-. Pero si lo pienso ahora no estoy segura de estar en lo cierto. No estoy segura de nada.
– Eso debió provocar fricciones entre ellos y, sin embargo, debían continuar trabajando juntos -dijo Gemma, pensando en el resentimiento que había mencionado Jackie-. ¿Continuaron siendo amigos ustedes tres?
– David no me habló más después de casarme con Alastair. No literalmente, claro. En ciertos eventos sociales, cuando nos encontrábamos, respondía educadamente. Pero nunca más me habló como un amigo.
Y todavía le duele después de todos estos años, pensó Gemma al ver como Claire apretaba los labios y escuchaba como controlaba su voz. Quizás debería haberle hecho una pregunta distinta. ¿Estaba Claire enamorada de David Ogilvie cuando se casó con Alastair Gilbert?