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10 El hombre de Mozart

Sukie miró con dureza a Bond y luego contempló la pistola.

– Es bonita, ¿verdad? -dijo sonriendo mientras Bond creía ver una expresión de alivio en sus ojos.

– Deja de apuntarme. Pon el seguro y guárdala, Sukie.

– Lo mismo te digo a ti, James -contestó ella, sonriendo con picardía.

De repente, Bond se percató de su desnudez y tomó apresuradamente el albornoz de rizo del hotel mientras Sukie guardaba la pequeña pistola en la funda ajustada a su blanco liguero.

– Me la ha facilitado Nannie. Es igual que la suya -dijo Sukie, bajándose recatadamente la falda-. Te traje los sellos. James. ¿Qué ocurría en el cuarto de baño? Por un horrible instante, pensé que estabas en graves dificultades.

– Y lo estaba, Sukie. En una dificultad sumamente desagradable que tenía forma de vampiro híbrido, una criatura que no suele verse en Europa y mucho menos en Salzburgo. Alguien me preparó esta trampa.

– ¿Un vampiro? -exclamó Sukie, asombrada-. ¡James! Te hubiera podido…

– …matar. Debía llevar casi con toda certeza algo mucho más mortífero que la rabia o la peste bubónica. Y, por cierto, ¿cómo entraste?

– Llamé a la puerta, pero no obtuve respuesta -contestó Sukie, depositando una tira de sellos sobre la mesa-. Entonces me percaté de que estaba abierta. No encendí la luz hasta que oí el ruido del cuarto de baño. Alguien había atrancado la mampara de la ducha con una silla. Al principio, pensé que era una broma de mal gusto (es el tipo de cosas que suele hace Nannie), pero entonces te oí gritar. Di un puntapié a la silla y me moví como un rayo.

– Y después, esperaste aquí con el arma cargada.

– Nannie me enseñó a utilizarla. Piensa que es necesario.

– Y yo creo que lo verdaderamente necesario es que vosotras salgáis de todo este lío, pero el hecho de que yo lo crea no cambiará las cosas. ¿Me querrías hacer otro favor?

– Lo que tú quieras, James.

Su actitud era sospechosamente sumisa, incluso casi servil. Bond se preguntó si una muchacha como Sukie Tempesta hubiera tenido el valor de manejar a un peligroso vampiro híbrido. Bien mirado, pensó, la principessa Tempesta era capaz de eso y mucho más.

– Quiero que me facilites unos guantes de goma y un frasco grande de desinfectante.

– ¿Alguna marca en particular? -preguntó la mujer, levantándose.

– Algo que sea muy fuerte.

En cuanto Sukie se hubo ido, Bond tomó el frasquito del botiquín de primeros auxilios y se frotó todos los centímetros de la piel con antiséptico. Y para contrarrestar el fuerte olor del desinfectante, se roció con agua de colonia. Tras lo cual, empezó a vestirse.

No sabía cómo librarse del vampiro muerto. En realidad, hubiera tenido que incinerarlo y fumigar el cuarto de baño. Pero no podía acudir al director del hotel y explicarle lo que había ocurrido. Mucho desinfectante, un par de bolsas de plástico del hotel y una rápida visita a la unidad de eliminación de basuras. Después, que fuera lo que Dios quisiera, pensó. Se puso su traje gris de Cardin, una fina camisa azul del establecimiento Hilditch and Key, de Jermyn Street, y una corbata azul marino con lunares blancos. Oyó el timbre del teléfono y tomó el aparato, echando un vistazo a la grabadora. Vio que la minúscula casette empezaba a girar mientras él contestaba lacónicamente.

– ¿Sí?

– ¿Míster Bond? ¿Es usted, míster Bond?

Era Kirchtum; respiraba afanosamente y estaba muerto de miedo.

– Sí, Herr Direktor. ¿Se encuentra usted bien?

– Físicamente, sí. Dicen que debo decirle la verdad y explicarle lo insensato que he sido.

– ¿De veras?

– Sí, intenté negarme a transmitirle ulteriores instrucciones. Les dije que eso era cosa de su incumbencia.

– Y no les debió hacer demasiada gracia -Bond se detuvo. Luego añadió, para que quedara constancia en la cinta-: Sobre todo, tras haberme usted dicho que debía venir aquí con las dos damas, al Goldener Hirsch de Salzburgo.

– Ahora dicen que tengo que transmitirle rápidamente las instrucciones, ya que, de lo contrario, volverán a utilizar la electricidad.

El hombre estaba a punto de echarse a llorar.

– Adelante. Con toda la rapidez que usted quiera, Herr Doktor.

Bond sabia muy bien de qué estaba hablando Kirchtum: del brutal, anticuado, pero eficaz método de la aplicación de electrodos a los órganos genitales. Aquellos métodos de persuasión eran a menudo más rápidos que las drogas utilizadas hoy en día por los interrogadores más sofisticados. Kirchtum habló con voz estridente y Bond se imaginó a sus torturadores, de pie junto a él, con una mano sobre el interruptor.

– Mañana deberá trasladarse a París. Será cosa de un día. Tendrá que seguir el camino más directo, ya les han reservado habitaciones en el hotel George Cinq.

– ¿Tendrán que acompañarme las damas?

– Eso es esencial… ¿Lo comprende? Por favor, diga que lo comprende, míster Bond.

– Yo… -Bond se detuvo al oír un grito histérico. ¿Habrían accionado el interruptor para estimular a la víctima?-, lo entiendo.

– Muy bien -no era la voz del médico, sino una voz hueca y deformada-. Muy bien. De este modo, evitará que las dos damas que se encuentran en nuestro poder tengan un lento y desagradable final. Volveremos a hablar en París, Bond.

La comunicación se cortó y el agente tomó la minúscula grabadora. Pulsó el botón de retroceso y volvió a pasar la cinta. Por lo menos, podría transmitir aquella información a Viena o a Londres. Quizá la segunda voz de la cinta les sería útil. Aunque los hombres que estaban aterrorizando a Kirtchum en la Klinik Mozart hubieran empleado un «pañuelo bucal» electrónico, la Rama Q conseguiría extraer seguramente una reproducción fiel. Por lo menos, se podría llevar a cabo alguna identificación y «M» sabría con qué clase de organización se enfrentaba Bond.

Este se dirigió al escritorio, sacó la pequeña casete de la grabadora y la cerró con el pequeño dispositivo de seguridad para evitar que volviera a ser grabada accidentalmente. Tomó un sobre de papel grueso, escribió el nombre encubierto de «M» como presidente de Transworld y el número del correspondiente apartado de correos, introdujo la casete en el interior de un papel de cartas con el membrete del hotel en el que había escrito unas palabras y cerró el sobre. Calculó el peso y pegó los sellos.

Acababa de finalizar esta importante tarea cuando una llamada a la puerta anunció el regreso de Sukie. Ésta llevaba una bolsa de papel marrón con las compras y parecía dispuesta a quedarse en la habitación hasta que, al fin, Bond le sugirió con firmeza que se reuniera con Nannie y le esperara en el bar.

Tardó quince minutos en limpiar el cuarto de baño; utilizó los guantes de goma y gastó casi todo el frasco de desinfectante que Sukie le había traído. Antes de terminar, introdujo los guantes en el pulcro y siniestro paquete que contenía los restos del vampiro. Estaba razonablemente seguro de que ningún germen había penetrado en su cuerpo.

Mientras trabajaba, Bond pensó en las posibilidades de éxito que tenía el autor de aquel reciente intento de acabar con su vida. Estaba casi seguro de que eran sus antiguos enemigos del SMERSH -ahora Departamento Ocho del Directorio 5 del KGB-, los cuales retenían a Kirchtum y lo utilizaban como mensajero personal. Sin embargo, abrigaba algunas dudas porque la utilización de un vampiro no encajaba en sus métodos.

¿Quién tenía los medios para crear y desarrollar un arma tan espantosa? Pensó que el perfeccionamiento de aquella criatura habría exigido varios años, lo cual presuponía la existencia de una vasta organización con cuantiosos fondos y experto personal especializado. La labor se tenía que haber realizado en mi ambiente de selva tropical artificial, ya que, si la memoria no le engañaba, el hábitat natural de aquella especie eran los bosques y selvas de México, Chile, Argentina y Uruguay.

Grandes sumas de dinero, instalaciones especiales, tiempo y zoólogos sin escrúpulos: ESPECTRO era la apuesta más lógica, aunque cualquier otra poderosa organización interesada en actos de terrorismo y asesinato hubiera podido figurar en la lista, ya que era imposible que se hubiera desarrollado un solo ejemplar de aquella criatura con el exclusivo propósito de inyectar una terrible enfermedad terminal en la corriente sanguínea de Bond. Los búlgaros y los checos eran muy aficionados a estas cosas y tampoco se podía excluir que Cuba hubiera lanzado al vasto campo de la intriga internacional a algún agente de su bien adiestra servicio G-2. La Honorable Sociedad -el eufemístico término con que se designa a la Mafia- también era una posibilidad, ya que ésta no hubiera desdeñado vender productos a organizaciones terroristas siempre y cuando no los utilizaran dentro de las fronteras de los Estados Unidos, Sicilia o Italia.

Tras haber sopesado todas las posibilidades, Bond volvió a centrarse en ESPECTRO…, Sólo que, una vez más, durante aquella extraña danza de la muerte, alguien le había salvado en el último momento de otro intento de asesinato; en esta ocasión, Sukie, una joven conocida aparentemente al azar. ¿Podría ser ella el verdadero peligro?

Bajó a las cocinas y explicó, echando mano de todo su encanto, que se había dejado accidentalmente un poco de comida en el automóvil. Preguntó si había un incinerador y llamaron a un botones para que le acompañara. Este se ofreció a destruir la comida, pero Bond le dio una generosa propina y le dijo deseaba hacerlo él mismo.

Ya eran las seis y veinte. Antes de dirigirse al bar, efectuó una última visita a su habitación y se volvió a echar colonia para disimular el posible olor residual del desinfectante.

Sukie y Nannie deseaban saber qué había hecho, pero él se limitó a decirles que lo sabrían todo a su debido tiempo. De momento, era mejor que disfrutaran de las cosas buenas de la vida. Tras tomarse unas copas en el bar se trasladaron a la mesa que Nannie había tenido el acierto de reservar y saborearon el sabroso plato vienés a base de carne hervida llamado Tafelspitz. Era una carne hervida extraordinaria, una delicia gastronómica con salsa vegetal picante y unas exquisitas patatas salteadas. Prescindieron del primer plato porque en un restaurante austríaco es un sacrilegio rechazar el postre. Eligieron un frágil y delicado Salzburger soufflé, creado, al parecer, hacía casi trescientos años por un cocinero del Hohensalzburg. Se lo sirvieron con una montaña de Schlag, es decir, de rica nata batida.

Después salieron a dar un paseo, mezclándose con la gente que contemplaba los escaparates de la Getreidegasse en medio del tibio aire del atardecer. Bond quería permanecer alejado de los posibles dispositivos de escucha.

– Estoy demasiado llena -dijo Nannie, acercándose una mano al estómago.

– Te va a hacer falta la comida, teniendo, en cuenta lo que nos espera esta noche -dijo Bond en voz baja.

– Promesas, promesas -musitó Sukie con respiración anhelante-. Me siento como un dirigible. ¿Qué nos espera, James?

Bond les dijo que tendrían que trasladarse a París.

– Me habéis dicho claramente que vais a venir conmigo, pase lo que pase. Esta gente que me está haciendo falsas promesas ha insistido también en que me acompañéis y yo tengo que procurar que así sea. Las vidas de una querida amiga y de una compañera no menos querida corren un serio peligro. No puedo decir más.

– Pues claro que iremos -dijo Sukie.

– Y que no se te ocurra impedirlo -añadió Nannie.

– Voy a desviarme un poco de las órdenes recibidas -dijo Bond-. De acuerdo con las instrucciones, tenemos que hacerlo mañana, lo cual significa que esperan que lo hagamos de día. Saldré poco después de medianoche. De esta manera, podré decir que empezamos el viaje mañana y tal vez consiga adelantarme a ellos. No es mucho, pero puede que les desconcierte un poco.

Acordaron reunirse junto al automóvil al dar la medianoche. Mientras regresaban al Goldener Hirsch, Bond se detuvo junto a un buzón de la pared e introdujo en el mismo el sobre que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Lo hizo disimuladamente en cuestión de segundos y tuvo casi la absoluta certeza de que ni Sukie ni Nannie se habían dado cuenta de ello.

Regresó a su habitación pasadas las diez. A las diez y media, ya tenía hecho el equipaje, y se puso unos vaqueros y una chaqueta deportiva. Llevaba, como de costumbre, la ASP y la varilla. Faltaba hora y media para la partida y decidió sentarse para estudiar de qué forma podría tomar la iniciativa en aquella implacable y peligrosa caza mortal.

Hasta entonces, los ataques contra su vida habían sido muy hábiles. Sólo en los iniciales encuentros se había interpuesto una tercera persona para salvarle la vida, seguramente con el propósito de encauzarle hacia el último acto del drama. Sabía que no podía fiarse de nadie y tanto menos de Sukie, la cual se había convertido sin querer en su salvadora durante el incidente del vampiro. Pero, ¿cómo podía dominar la situación en aquel instante? De repente, se acordó de Kirchtum, mantenido prisionero en su propia clínica. Lo que menos podían esperar era un asalto contra aquella base de poder. La Klinik Mozart distaba de Salzburgo unos quince minutos por carretera y el tiempo apremiaba. Si pudiera encontrar un vehículo apropiado, quizá fuera posible hacerlo.

Bond salió de su habitación, bajó a recepción y preguntó qué tipo de automóviles de alquiler sin chófer tenían inmediatamente disponibles. Por una vez, pareció que estaba de suerte. Tenían un Saab 900 Turbo, que acababan de devolverles. Era un automóvil que conocía muy bien. Dos breves llamadas telefónicas bastaron para reservárselo. Le aguardaba a tan sólo cuatro minutos a pie del hotel.

Mientras el cajero anotaba los datos de su tarjeta de crédito, Bond llamó a Nannie, utilizando uno de los teléfonos interiores. La chica contestó en el acto.

– No digas nada -le advirtió Bond en voz baja-. Espera en tu habitación. Quizá tenga que retrasar la partida una hora. Díselo a Sukie.

Nannie accedió a hacerlo, pero se sorprendió. Cuando Bond regresó al mostrador, ya habían terminado los trámites.

Cinco minutos más tarde, tras recibir el automóvil que le entregó un sonriente empleado, Bond salió de Salzburgo y tomó la carretera de montaña que se dirigía al sur, pasando por delante del extraño depósito de agua de Anif que se levanta como una mansión inglesa en el centro de un estanque. Siguió casi hasta la localidad de Hallein que antaño fuera un baluarte insular en medio de Salzach y que es famosa por ser la villa natal de Franz-Xavier Gruber, el compositor del célebre villancico navideño Stille Nacht, Heilige Nacht («Noche de paz»).

La Klinik Mozart se encuentra a unos dos kilómetros de la carretera en la parte de Hallein que mira a Salzburgo, y el edificio del siglo diecisiete que la alberga se halla protegido de la mirada de los curiosos por una tupida arboleda.

Bond se introdujo con el Saab en un área de emergencia. Apagó los faros y el motor, puso el freno de las ruedas y descendió del vehículo. Al cabo de unos instantes, se introdujo a través de la valía de arbustos y empezó a avanzar cautelosamente por entre los árboles, buscando en la oscuridad la silueta del edificio. No sabía cómo estaba organizada la seguridad de la clínica e ignoraba cuántos eran sus enemigos.

Llegó al final de la arboleda en el preciso momento en que salía la luna. Muchos de los grandes ventanales de la fachada del edificio estaban iluminados, pero la planta baja se encontraba a oscuras. Mientras sus ojos se acomodaban al cambio de luz, Bond trató de distinguir algún movimiento en el espacio de cuatrocientos metros que le separaba del edificio. Había cuatro automóviles aparcados en la ancha calzada de grava, pero no se observaba la menor señal de vida. Extrajo con cuidado la ASP y la sostuvo en la mano derecha. Tomó la varilla en la mano izquierda y la abrió, lista para el uso. Luego, salió de su escondrijo y avanzó en silencio sobre la hierba, evitando la larga calzada.

Nada se movía y no se escuchaba el menor ruido. Llegó a la plazoleta anterior y trató de recordar dónde se encontraba situado el despacho del director en relación con la puerta de entrada. Le pareció que a la derecha, recordando que, cuando acudió allí para disponer el ingreso de May, vio a través de las altas ventanas el césped y la calzada. Ahora recordó que eran puertas vidrieras. Vio a su derecha dichas puertas, a través de cuyas cortinas corridas se filtraban unos débiles haces de luz.

Se acercó sigilosamente a ellas y observó con emoción que estaban abiertas y que se oían unas voces amortiguadas procedentes del interior. Concentrándose un poco, podría entender lo que decían.

– No pueden retenerme aquí indefinidamente…, siendo sólo tres personas -Bond reconoció en primer lugar la voz del director. La arrogancia había sido sustituida por la súplica-. Creo que ya es suficiente.

– Hasta ahora, nos las hemos arreglado muy bien -dijo otra voz-. Ha colaborado usted bastante bien -hasta cierto punto-, Herr Direktor, pero no podemos correr ningún riesgo. Nos iremos cuando Bond esté a buen recaudo y nuestra gente se encuentre lejos. La situación es ideal para el transmisor de onda corta, y sus pacientes no han sufrido la menor molestia. Veinticuatro o cuarenta y ocho horas más no serán demasiado. Después, le dejaremos en paz.

– Stille Nacht, Heilige Nacht -canturreó otra voz entre risas.

A Bond se le heló la sangre en las venas. Se acercó a la puerta vidriera y apoyó las yemas de los dedos en la rendija abierta.

– ¿No pensarán ustedes…?

La voz de Kirchtum temblaba no de miedo histérico, sino del verdadero terror que se apodera de un hombre que se enfrenta a una muerte por tortura.

– Nos ha visto usted las caras, Herr Direktor. Sabe quiénes somos.

– Yo jamas…

– No piense en ello. Tiene que transmitir otro mensaje en nuestro nombre cuando Bond llegue a París. Después… Bueno, después ya veremos.

Bond se estremeció. Acababa de reconocer una voz que jamás hubiera imaginado reconocer en semejante situación. Respiró hondo y abrió cuidadosamente la rendija entre las dos hojas de la puerta. A continuación movió un poco las cortinas para ver el interior de la estancia.

Kirchtum estaba amarrado a un anticuado sillón de despacho de madera y cuero con asiento circular. La librería de la pared habla sido despojada de los libros y albergaba un potente transmisor. Un hombre de anchas espaldas permanecía sentado frente al transmisor, otro se encontraba en pie detrás del sillón de Kirchtum y un tercero se hallaba situado frente al Direktor con las piernas separadas. Bond le reconoció tan de inmediato como había reconocido su voz.

Respiró hondo a través de la nariz, levantó la ASP e irrumpió repentinamente en la estancia. Lo que había oído le decía que los tres hombres eran la única fuerza enemiga que había en la Klinik Mozart.

La ASP se disparó cuatro veces: dos balas destrozaron los pulmones del hombre situado detrás de Kirchtum y las otras dos se incrustaron en la espalda del que manejaba la radio. El tercer hombre giró en redondo con la boca abierta y acercó una mano a la cadera.

– ¡Quieto ahí, Quinn! Un solo movimiento y te arranco las piernas… ¿Está claro?

Steve Quinn, el hombre del Servicio en Roma, permaneció inmóvil con la boca curvada en una mueca mientras Bond le quitaba la pistola del bolsillo interior de la chaqueta.

– ¿Míster Bond? ¿Cómo ha…? -preguntó Kirchtum en un susurro.

– Estás perdido, James. No me importa lo que me hagas, estás perdido.

Quinn aún no se había recuperado de la sorpresa, pero lo estaba intentando.

– No del todo -dijo Bond, sonriendo sin triunfalismo-. No del todo, aunque reconozco que me he quedado de piedra al encontrarte aquí. ¿Para quién trabajas realmente, Quinn? ¿Para ESPECTRO?

– No -contestó Quinn, esbozando una imperceptible sonrisa-. Sólo para el KGB. Para el Primer Directorio, naturalmente…, durante muchos años. Ni siquiera Tabby lo sabe. Ahora estoy provisionalmente adscrito al Departamento Ocho, tu viejo contrincante el SMERSH. A diferencia de ti, James, yo he sido siempre un hombre de Mozart. Prefiero bailar al ritmo de una buena música.

– Pues te aseguro que bailarás -dijo Bond, mirándole con una dura expresión, reflejo de aquellos rasgos de fría crueldad que eran la faceta más oscura de su carácter.