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11 Ala de Halcón y Macabro

James Bond no estaba dispuesto a perder el tiempo. Sabía por experiencia el peligro que entrañaba el hecho de permitir que el enemigo siguiera hablando. Era una técnica que él mismo había utilizado algunas veces en su propio beneficio, y Steve Quinn sería muy capaz de ponerla en práctica para ganar tiempo. Sin dejar de mantener la distancia, Bond le ordenó con voz tajante que se apartara de la pared, separara las piernas, estirara los brazos y se inclinara hacia adelante y apoyara las palmas de las manos en la pared. Una vez en dicha posición, le mandó colocar los pies un poco más hacia atrás para privarle del equilibrio e impedirle un rápido ataque.

Sólo entonces se acercó para cachearle con mucho cuidado. En el interior de la cinturilla de los pantalones, a la altura de la región lumbar, Quinn llevaba un pequeño revólver Smith and Wesson Chief's Special. Y en la parte interior de la pantorrilla izquierda, una diminuta pista automática austríaca Steyr de 6,35 mm; en la parte exterior del tobillo derecho, se había ajustado una mortífera navaja automática

– Llevaba años sin ver una de ésas -dijo Bond, arrojando la Steyr sobre el escritorio-. Espero que no lleves granadas ocultas en el trasero -añadió sin sonreír-. Eres un auténtico arsenal ambulante, chico. Debieras tener cuidado. Los terroristas podrían sentir la tentación de asaltarte.

– En este juego, siempre me pareció útil guardarme algunos trucos en la manga.

Mientras Bond pronunciaba esta última palabra, Steve Quinn se desplomó al suelo y, en cuestión de una décima de segundo, rodó a la derecha y extendió el brazo hacia la mesa donde se encontraba la Steyr automática.

– ¡No se te ocurra intentarlo! -gritó Bond al tiempo que le apuntaba con la ASP.

Quinn no estaba dispuesto a morir por la causa por la cual había traicionado al Servicio. Se quedó inmóvil con la mano levantada como un niño grande que jugara al viejo juego de las estatuas.

– ¡Boca abajo! ¡Piernas y brazos extendidos! -ordenó Bond, mirando a su alrededor en busca de algo con que sujetar a su prisionero. Sin dejar de apuntar a Quinn con la ASP, retrocedió para situarse detrás de Kirchtum y le desató, con la mano izquierda, dos correas largas y dos más cortas destinadas a inmovilizar a los pacientes violentos. Mientras lo hacía, siguió dando órdenes a Quinn.

– Boca abajo y comiéndote la alfombra, hijo de perra. Separa más las piernas y coloca los brazos en posición de crucifixión.

Quinn obedeció, soltando maldiciones por lo bajo. Al verse libre de las ataduras, Kirchtum empezó a frotarse los brazos y las piernas para activar la circulación de la sangre. Las duras correas de cuero se habían hundido en la carne de sus muñecas, dejándole unas señales muy visibles.

– Permanezca sentado -le dijo Bond en voz baja-. No se mueva. Deje que la circulación se restablezca poco a poco.

Asiendo las correas, Bond se acercó a Quinn, con la mano en la que empuñaba el arma bien echada hacia atrás para evitar que su enemigo le alcanzara la muñeca con el pie.

– El más mínimo movimiento y te abro un boquete tan grande que hasta los gusanos necesitarán un mapa para orientarse. ¿Entendido?

Quinn soltó un gruñido y Bond le juntó las piernas de un puntapié, golpeándole violentamente el tobillo con la puntera de acero de su zapato hasta arrancarle un grito de dolor. Pasando rápidamente una de las correas alrededor de los tobillos de Quinn, Bond tiró con fuerza e hizo un apretado nudo.

– ¡Ahora, los brazos! ¡Dedos entrelazados a la espalda!

Como para hacérselo entender mejor, Bond le propinó un puntapié en la muñeca derecha. Quinn obedeció, lanzando un nuevo grito de dolor y Bond le ató las muñecas con otra correa.

– Puede que eso sea un poco anticuado, pero te mantendrá quieto hasta que consigamos algo más duradero -musitó Bond mientras juntaba con un nudo las dos correas más largas.

Luego ató un extremo de la correa alargada alrededor de los tobillos de Quinn y luego pasó el resto alrededor de su cuello y lo llevó de nuevo a los tobillos, tirando fuertemente para levantar la cabeza del prisionero y encogerle las piernas hacia el tronco. Era un antiguo método extraordinariamente eficaz. En caso de que el cautivo forcejeara, se estrangularía ya que las correas estaban fuertemente anudadas y convertían el cuerpo de Quinn en un arco, cuyos bordes externos eran el cuello y los pies. Aunque sólo tratara de relajar las piernas, la correa le oprimiría el cuello.

Quinn soltó una sarta de palabrotas y Bond, enfurecido ante el hecho de que su viejo amigo fuera un topo, le propinó un fuerte puntapié en las costillas.

– ¡Cállate ya! -gritó, tomando un pañuelo e introduciéndoselo en la boca.

Ahora, por primera vez, Bond tuvo oportunidad de echar un vistazo a su alrededor. El mobiliario de la estancia era de puro estilo decimonónico: un escritorio de madera maciza, librerías que se elevaban hasta el techo y sillones de respaldo curvo. Kirchtum se hallaba todavía sentado junto al escritorio y tenía el rostro muy pálido y las manos temblorosas. El extrovertido hombretón se había transformado en un ser asustadizo y lloriqueante.

Bond se acercó al transmisor, pisando los libros esparcidos por el suelo. El operador radiofónico estaba hundido en la silla y su sangre, de un rojo intenso, goteaba sobre la descolorida alfombra. Bond lo empujó sin miramientos para expulsarlo de la silla. No reconoció su rostro, retorcido en la inesperada agonía de la muerte. El otro cadáver yacía espatarrado contra la pared, como un borracho en una fiesta. Bond no podía recordar su nombre, pero había visto su fotografía en los archivos: un criminal germano-oriental con inclinaciones terroristas. Se podían alquilar igual que los automóviles, pensó, volviéndose a mirar a Kirchtum.

– ¿Cómo se las arreglaron? -preguntó, aun bajo los efectos de la traición de Quinn.

– ¿Arreglaron? -preguntó Kirchtum como si no le comprendiera.

– Mire… -empezó a decir Bond casi a gritos antes de recordar que el inglés de Kirchtum no siempre era perfecto y podía haberle fallado en aquel instante. Se acercó a él y le rodeó los hombros con un brazo, hablando en voz baja y tono comprensivo-. Mire, Herr Doktor, necesito que me facilite una rápida información; sobre todo, si queremos volver a ver con vida a las dos damas.

– Oh, Dios mío -exclamó Kirchtum, cubriéndose el rostro con sus manazas-. Yo tengo la culpa de que miss May y su amiga… Nunca hubiera debido permitir que miss May abandonara la clínica -añadió casi al borde de las lágrimas.

– No, no… Usted no tiene la culpa. ¿Cómo hubiera podido saberlo? Cálmese y conteste a mis preguntas con la mayor precisión posible. ¿Cómo consiguieron estos hombres entrar y retenerle aquí?

Kirchtum se pasó los dedos por el rostro y miró a Bond con expresión desolada.

– Estos…, estos dos… -dijo, señalando los dos cadáveres-. Se hicieron pasar por técnicos que venían a reparar la antenne…, ¿cómo la llaman ustedes? ¿El poste? Lo de la televisión…

– La antena de televisión.

– Ja, la antena de televisión. La enfermera de guardia les abrió la puerta y les acompañó al tejado. No sospechó nada raro. Cuando la vi acercarse, la cosa me olió a chamusquina.

– ¿Pidieron hablar con usted?

– Aquí en mi despacho. Sólo más tarde me enteré de que habían instalado una antenne para su equipo de radio. Cerraron la puerta. Me amenazaron con usar las armas y torturarme. Me ordenaron que dejara la dirección de la clínica en manos de mi ayudante y dijera que estaré ocupado en mi despacho con asuntos de negocios durante uno o dos días. Se rieron cuando tuve que decir que estaría ligado. Llevaban pistolas. Armas. ¿Qué podía hacer?

– No se puede discutir con las pistolas cargadas -convino Bond-, como usted puede ver -añadió, señalando con un movimiento de la cabeza a los dos cadáveres y mirando a Steve Quinn, que gruñía por lo bajo y se retorcía sin cesar-. ¿Y cuándo llegó esta basura?

– La misma noche, pero más tarde. A través de la puerta vidriera, como usted.

– ¿Qué noche fue ésa?

– La del día siguiente de la desaparición de las damas. Los dos primeros, por la tarde, y el otro, por la noche. Entonces ya me habían inmovilizado en este sillón. Me tuvieron constantemente aquí, excepto cuando tenía que cumplir mis funciones… -Bond le miró sorprendido y Kirchtum explicó que se refería a las funciones naturales-. Al fin, me negué a transmitirle a usted mensajes por teléfono. Hasta entonces, se habían limitado a amenazarme. Pero después…

Bond ya había visto el cuenco de agua y las grandes pinzas conectadas a un enchufe de la pared. Asintió con la cabeza, imaginando lo que Kirchtum había sufrido.

– ¿Y la radio? -preguntó.

– Ah, sí. La utilizaban muy a menudo. Dos, tres veces al día.

– ¿Oyó usted algo?

Bond estudió la radio y vio que había dos auriculares acoplados al receptor.

– Casi todo. A veces, se ponían los auriculares, pero allí hay unos altavoces, ¿alcanza verlos usted?

Había, en efecto, dos pequeños altavoces en el centro del aparato.

– Dígame lo que oyó.

– ¿Qué puedo decirle? Hablaban. Otro hombre hablaba desde lejos…

– ¿Quién hablaba primero? ¿Les llamaba el otro hombre?

– Ah, sí -dijo Kirchtum, tras reflexionar un instante-. La voz se oía en medio de muchas crepitaciones.

Bond, de pie junto al sofisticado transmisor de alta frecuencia, vio que se iluminaban los cuadrantes y oyó un leve chirrido a través de los altavoces… A juzgar por la posición de los cuadrantes, debían de hablar con alguien que se encontraba muy lejos, entre seiscientos y seis mil kilómetros de distancia.

– ¿Puede recordar si los mensajes se recibían en horas determinadas?

Kirchtum frunció el ceño y asintió.

– Ja. Sí, creo que sí. Por la mañana. Temprano. A las seis. Después, al mediodía…

– ¿A las seis de la tarde y de nuevo a medianoche?

– Algo así, sí. Pero no exactamente.

– Un poco antes de la hora o un poco después, ¿verdad?

– Eso es.

– ¿Alguna otra cosa?

El médico hizo una pausa, reflexionó un instante y asintió.

– Ja. Sé que deben enviar un mensaje cuando se comunique la noticia de que usted va a salir de Salzburgo. Tienen a un hombre vigilando…

– ¿En el hotel?

– No. Oí la conversación. Vigila la carretera. Telefoneará cuando usted se vaya y ellos harán una señal con la radio. Tienen que utilizar unas palabras especiales.

– ¿Puede recordarlas?

– Algo así como «el paquete se ha enviado a París».

Muy en consonancia con la ruta, pensó Bond. Intriga y misterio. Los rusos, como antes los nazis, leían demasiadas noveluchas de espionaje.

– ¿Había otras palabras especiales?

– Sí, usaban otras. El hombre que se hallaba al otro extremo del hilo se llama a sí mismo «Ala de Halcón»… Un nombre un poco raro a mi parecer.

– ¿Y los de aquí?

– Los de aquí se llaman «Macabro».

– O sea que, cuando la radio se enciende, los del otro extremo dicen algo así como «Macabro, aquí Ala de Halcón…».

– Cambio.

– Cambio, sí. Y aquí contestan: «Adelante, Ala de Halcón».

– Eso es exactamente lo que dicen, sí.

– ¿Por qué ninguno de sus colaboradores ha entrado en su despacho ni avisado a la policía? Tiene que haberse producido algún ruido. Yo he utilizado una pistola.

– El ruido de su pistola se puede haber escuchado a través de la puerta vidriera, pero nada más -contestó Kirchtum, encogiéndose de hombros-. Mi despacho está insonorizado porque, a veces, hay ruidos molestos en la clínica. Por eso abrían esta puerta. La abrían algunas veces al día para que circulara un poco el aire. Aquí dentro, la atmósfera puede ser muy opresiva. Hasta la puerta está insonorizada con cristales dobles.

Bond asintió en silencio y consultó su reloj. Ya eran casi las once cuarenta y cinco. Ala de Halcón efectuaría la llamada de un momento a otro y el hombre de Quinn estaría montando guardia en proximidad de la autobahn de Ell. Más aún, probablemente tenía todas las salidas vigiladas. Todo era muy pulcro y profesional. Mucho mejor que tener a un solo hombre en el hotel.

Sin embargo, convenía ganar tiempo. Quinn había dejado de retorcerse en el suelo y Bond ya empezaba a elaborar un plan para que no se le escapara de las manos. El hombre llevaba mucho tiempo en aquel juego, y su experiencia y habilidad le convertían en un hueso muy duro de roer, incluso en las más favorables condiciones de interrogatorio. Bond sabía que sólo había un medio de ablandar a Steve Quinn.

Se acercó a la encogida figura y se arrodilló junto a ella.

– Quinn -dijo en voz baja mientras el otro le dirigía una dolorosa mirada de soslayo-, necesitamos tu colaboración.

Quinn gruñó a través de la mordaza improvisada. Estaba claro que no iba a colaborar.

– Sé que el teléfono no es seguro, pero llamaré a Viena para que transmitan el mensaje a Londres. Quiero que escuches con mucha atención.

Bond se dirigió al escritorio, tomó el teléfono y marcó el 0222-43-16-08 de la Oficina de Turismo de Viena donde sabía que, a aquella hora de la noche, habría un contestador automático. Mantuvo el aparato un poco apartado de su oído para que Quinn pudiera escuchar por lo menos una respuesta amortiguada. Cuando ésta se produjo, se comprimió el teléfono al oído y pulsó simultáneamente el botón de desconexión.

– Depredador -dijo en voz baja-, Sí. Prioridad para Londres sobre repetición y actuación con la máxima urgencia -añadió-. Roma ha descarrilado -hizo otra pausa como si escuchara-. Sí, trabaja para el Centro. Le tengo a él, pero necesitamos algo más. Quiero un equipo de secuestro en el apartamento veintiocho del número cuarenta y ocho de la Via Barberini… está al lado de las oficinas de la JAL, las líneas aéreas japonesas. Que secuestren a Tabitha Quinn y esperen órdenes. Diles que avisen a Hereford y llamen a un psíquico, si «M» no quiere mancharse las manos.

Oyó que Quinn gruñía y se agitaba a su espalda. Una amenaza contra su esposa era lo único que podía hacerle efecto.

– Bueno. Será suficiente. Ya seguiré informando, pero quizá sea necesaria una conclusión o una semiconclusión.

Bond colgó el teléfono y, cuando volvió a arrodillarse junto a Quinn, observó que los ojos del hombre habían cambiado; ahora, el odio estaba teñido de inquietud.

– Bueno, Steve. Nadie te va a hacer daño. Pero me temo que no se puede decir lo mismo de Tabby. Lo siento.

No había forma de que Quinn pudiera sospechar una simulación o una doble simulación. Llevaba mucho tiempo en el Servicio y sabía que la petición de un psíquico -el nombre con que se designaba en el Servicio a los asesinos a sueldo- no era una vana amenaza. Conocía las diversas torturas que su mujer podía padecer antes de morir.

– Creo que habrá una llamada dentro de poco -añadió Bond-. Voy a atarte a la silla delante de la radio. Contesta con rapidez. Termina en seguida. En caso necesario, simula una mala transmisión. Pero no se te ocurra pasarte de listo, Steve… No omitas palabras ni incluyas frases de «alerta». Yo me daré cuenta, como tú bien sabes. De la misma manera que tú podrías detectar una respuesta tramposa. Si haces un movimiento en falso, te despertarás en Warminster, te someterán a un largo interrogatorio y pasarás en la cárcel un tiempo todavía más largo. También te mostrarán las fotografías de lo que le hicieron a Tabby antes de morir. Eso te lo juro. Bueno, pues…

Arrastró a Quinn a la silla de la radio, modificó la posición de las correas para que no lo estrangularan y lo amarró fuertemente a la silla. Estaba tranquilo porque Steve Quinn parecía haber perdido la partida. Aunque cualquiera sabía. El desertor podía estar adoctrinado hasta el punto de sacrificar a su mujer.

Al fin, le preguntó a Quinn si estaba dispuesto a jugar limpio. El hombrón asintió con gesto abatido y Bond le quitó la mordaza de la boca.

– ¡Maldito hijo de puta! -exclamó Quinn en voz baja.

– Son cosas que ocurren en las mejores familias, Steve. Si haces lo que se te ordene, hay alguna posibilidad de que los dos salgáis con vida.

En aquel momento, el transmisor empezó a zumbar y crepitar. Una mano de Bond se acercó al interruptor de recepción y transmisión, colocado en posición de recepción. Una voz incorpórea recitó la clave:

– Ala de Halcón a Macabro. Ala de Halcón a Macabro. Adelante, Macabro.

Bond le hizo una seña a Quinn, colocó el interruptor en la posición de transmisión y, por primera vez en muchos años, musitó una oración.