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14 La ciudad sin escarcha

El vuelo fue muy tranquilo. Sólo se oía el leve zumbido de los motores de reacción. Bond, que sólo había podido echar un breve vistazo antes de subir a bordo, pensó que debía ser un Aerospatiale Corvette, con su característico morro alargado. El interior estaba decorado en tonos azules y dorados, y había seis millones giratorios y una alargada mesa central.

Fuera, reinaba la oscuridad con alguna que otra luz ocasional a lo lejos. Bond supuso que debían estar sobrevolando los pantanos de los Everglades o dando una vuelta para dirigirse a Cayo Oeste, al otro lado del mar.

La inicial sorpresa de verse flanqueado por Quinn y Kirchtum se desvaneció rápidamente. En su profesión, aprendía uno a reaccionar en el acto. En la situación en que se encontraba, no tenía más remedio que seguir las instrucciones de Quinn: era su única posibilidad de supervivencia.

Hubo un momento de vacilación cuando notó el cañón del arma contra sus costillas. Luego obedeció y caminó tranquilamente entre los dos corpulentos individuos pegados a él como dos policías que acabaran de arrestarle discretamente. En este instante estaba completamente solo. Las chicas tenían los billetes para el vuelo de Cayo Oeste, pero él les había dicho que le esperaran. Tenían asimismo todo el equipaje, con la maleta en la que se ocultaban las armas: las dos pequeñas pistolas automáticas de Nannie y la ASP y la varilla.

Un alargado automóvil negro con cristales ahumados se encontraba estacionado justo frente a la salida. Kirchtum se adelantó para abrir la portezuela de atrás, inclinó su pesado cuerpo y subió primero.

– ¡Adentro! -dijo Quinn, rozando a Bond con la pistola y casi empujándole al interior tapizado en cuero.

A continuación se acomodó rápidamente a su lado y Bond se quedó emparedado entre los dos hombres.

El motor se puso en marcha antes de que se cerrara la portezuela y el vehículo se apartó suavemente del bordillo. Entonces, Quinn extrajo el arma, una pequeña Makarov de fabricación rusa, basada en el diseño de la serie Walther PP alemana. Bond la reconoció en el acto a pesar de la poca luz que los focos del aeropuerto proyectaban hacia el interior del automóvil. Esa misma luz le permitió ver la cabeza del conductor, semejante a un enorme coco alargado cubierto por un gorro puntiagudo. Nadie habló y no se dio ninguna orden. El vehículo avanzó por una calzada que debía conducir, pensó Bond, a las pistas perimétricas del aeropuerto.

– Ni una palabra, James -dijo Quinn en voz baja-, por tu vida y también por la de May y Moneypenny.

Se estaban acercando a las grandes verjas de una alta valía metálica.

El automóvil se detuvo en un cobertizo de seguridad y Bond oyó un zumbido electrónico mientras bajaba el cristal de la ventanilla del conductor. Se acercó un guardia. El conductor le entregó unas tarjetas de identidad y el guardia pronunció unas palabras en voz baja. Se abrió la ventanilla trasera del mismo lado y el guardia echó un vistazo al interior, y examinó las tarjetas que sostenía en la mano y miró a Quinn, a Bond y a Kirchtum.

– Muy bien -dijo con voz nasal-. Crucen la puerta y esperen el camión del guía.

Avanzaron y se detuvieron en una zona oscura. Por delante de ellos se escuchaba el potente rugido de un aparato en el momento de aterrizar. Aparecieron unas débiles luces, y un pequeño camión efectuó un limpio viraje frente a ellos. Estaba pintado a franjas amarillas y llevaba una luz giratoria de color rojo en la cubierta del motor. En la parte de atrás había una indicación de «Síganme».

Manteniéndose detrás del camión, el automóvil pasó muy despacio por delante de toda clase de aparatos: aviones comerciales que estaban siendo cargados y descargados, grandes aparatos de motor de pistón, cargueros, y pequeños aviones privados con emblemas tales como los de la Pan American, la British Airways, la Delta, la Datsun o la Island City Flying Service. A continuación, se dirigió hacia un aparato que permanecía apartado del resto, junto a unos edificios del extremo más alejado del campo. Se acercaron tanto que a Bond le pareció por un instante que iban a rozar el ala.

Para ser unos hombres tan corpulentos, Quinn y Kirchtum se movían con extraordinaria celeridad. Actuando en perfecta sincronía, Kirchtum descendió del automóvil casi antes de que éste se detuviera, mientras Quinn empujaba a Bond hacia la portezuela para que éste se encontrara constantemente cubierto por ambos lados. Una vez fuera del vehículo, Kirchtum le aprisionó un brazo a Bond con mano de acero mientras Quinn descendía. Utilizando una llave de brazo, le obligaron a subir por la escalerilla y a entrar en el aparato. En cuanto Kirchtum recogió la escalerilla y cerró la portezuela con un sólido golpe, Quinn extrajo la pistola sin disimulo.

– Aquel asiento -dijo, indicándolo con la pistola.

Kirchtum colocó unas esposas alrededor de las muñecas de Bond y después las sujetó a unas pequeñas argollas de acero fijadas en los brazos acolchados del asiento.

– Se ve que lo has hecho otras veces -dijo Bond sonriendo.

No convenía demostrar miedo ante aquella gentuza.

– Simple precaución. Sería una estupidez que me viera obligado a utilizar esto en pleno vuelo.

Quinn se mantuvo a prudente distancia, apuntando a Bond con la pistola mientras Kirchtum aherrojaba los tobillos de su prisionero y los sujetaba a otras argollas de acero fijadas a la parte inferior del asiento. Los motores empezaron a rugir y, al cabo de unos segundos, el aparato inició las maniobras de despegue. Se produjo una corta espera mientras rodaban por tierra, y después el pequeño aparato enfiló la pista, cobró vida y se elevó en el aire.

– Te pido disculpas por el engaño, James -dijo Quinn, reclinándose en su asiento sosteniendo una copa en la mano-. Verás, creíamos que visitarías la Klinik Mozart y preferimos estar preparados… con instrumentos de tortura y Herr Doktor en el papel de víctima obligada. Debo reconocer que no nos lo tomamos lo bastante en serio. Hubiera tenido que haber un equipo fuera. Pero me pareció que Herr Doktor estaba magnifico en su papel de víctima asustada.

– Se merecía una nominación para el Oscar -dijo Bond sin modificar la expresión del rostro. Espero que a mis dos amigas no les ocurra nada desagradable.

– No creo que debas preocuparte por ellas -contestó Quinn, esbozando una sonrisa de satisfacción-. Les enviamos recado de que no ibas a salir esta noche. Creen que te reunirás con ellas en el Hotel Hilton del aeropuerto. Supongo que, en estos momentos, te estarán esperando. Si empiezan a sospechar, mucho me temo que no puedan hacer nada al respecto. Mañana a la hora del almuerzo tienes una cita con aquella a la que los buenos revolucionarios franceses llamaban Madame la Guillotine. Yo no estaré allí para presenciarlo. Tal como te dije, tenemos órdenes de entregarte a ESPECTRO. Nos embolsaremos el dinero y nos encargaremos de poner en libertad a May y Moneypenny… En eso puedes fiarte de mí. Serán devueltas sin abrir. Aunque hubiera sido útil interrogar a Moneypenny.

– ¿Y dónde va a tener lugar todo eso? -preguntó Bond, sin que su voz delatara la menor inquietud a propósito de su cita con la guillotina.

– Muy cerca de Cayo Oeste. A unos kilómetros de la playa. Al otro lado del arrecife. Por desgracia, la elección del horario no ha sido muy brillante. Tendremos que permanecer ocultos contigo hasta el amanecer. La navegación por el canal de los arrecifes no es nada fácil y no quisiéramos acabar encallando en un banco de arena. Pero ya nos las arreglaremos. Prometí a mis superiores que te entregaría y me gusta cumplir mis promesas.

– Sobre todo, con estos amos a los que sirves -replicó Bond-. El servicio ruso no aprecia demasiado el fracaso. En el mejor de los casos, te destituirían o te convertirían en instructor de principiantes; y, en el peor, te inyectarían aminazina, esta sustancia tan simpática que te convierte en una simple hortaliza. Me temo que así es como vas a terminar… Y usted también, Herr Doktor -dirigiéndose a Kirchtum-. ¿Cómo consiguieron atraerle?

El pequeño doctor se encogió de hombros.

– La Klinik Mozart es toda mi vida, míster Bond. Toda mi vida. Hace algunos años tuvimos…, ¿cómo se dice? Un apuro económico…

– Estaba usted sin blanca -dijo Bond plácidamente.

– Eso es. Ja. Sin blanca. Sin fondos. Unos amigos de míster Quinn (las personas para quienes trabaja) me hicieron una oferta muy buena. Yo podría seguir desarrollando mi labor, siempre en beneficio de la humanidad, y ellos me facilitarían los fondos.

– Ya me imagino el resto -dijo Bond, interrumpiéndole-. El precio era su colaboración. Algún visitante ocasional al que había que mantener bajo el efecto de un sedante durante cierto tiempo. A veces, un cuerpo. De vez en cuando, una intervención quirúrgica.

– Sí, todas esas cosas -dijo el médico, asintiendo con tristeza-. Reconozco que nunca pensé verme envuelto en una situación como la de ahora. No obstante, míster Quinn me dice que podré regresar sin ningún borrón en mi vida profesional. Oficialmente, me he ausentado un par de días. Para tomarme un descanso.

– ¿Un descanso? -repitió Bond, soltando una carcajada-. Pero, ¿usted se ha creído eso? Ese asunto sólo puede terminar con una detención, Herr Doktor. Con una detención o con una bala de míster Quinn. Probablemente, será esto último.

– Ya basta -dijo Quinn con aspereza-. El doctor nos ha prestado un gran servicio. Será recompensado y él lo sabe -añadió, mirando a Kirchtum con una sonrisa en los labios-. Míster Bond está echando mano de un viejo truco; pretende hacerle dudar de nuestras intenciones para abrir una brecha entre nosotros. Ya sabe usted lo listo que es. Le ha visto en acción.

– Ja -dijo el médico, asintiendo de nuevo con la cabeza-. Las muertes de Vasili y Yuri no tuvieron ninguna gracia. Eso no me gustó.

– Usted tampoco fue manco. Le administró a míster una inyección inofensiva…

– Una solución salina.

– Y después debieron de seguirme.

– Nos pusimos inmediatamente sobre tu pista -dijo Quinn, mirando hacia la ventanilla. Fuera aún estaba oscuro-. Pero me obligaste a cambiar los planes. Mi gente de París hubiera tenido que hacerse cargo de ti. Me vi obligado a modificar rápidamente la coreografía para organizar todo esto, James. Pero lo conseguimos.

– Desde luego.

Bond hizo girar su asiento y se inclinó hacia delante para mirar a través de la ventanilla. Le pareció ver unas luces a lo lejos.

– ¡Ah! -exclamó Quinn, complacido-. Ya llegamos. La isla de Lights-Stock y Cayo Oeste. Deben de faltar unos diez minutos.

– ¿Y qué pasaría si armara un alboroto al bajar?

– No lo harás.

– No te fíes demasiado.

– Tengo un seguro. El mismo que tú tenias conmigo a causa de Tabitha. Sé que vas a hacer lo que te mandemos a cambio de la liberación de May y Moneypenny. Es la única grieta de tu armadura, James. Siempre lo fue. Sí, eres un tipo frío y despiadado. Pero, en el fondo eres también un anticuado caballero inglés. Darías tu vida para salvar a una mujer indefensa, y esta vez estamos hablando de dos mujeres, tu anciana ama de llaves y la ayudante personal de tu jefe que te ama sin esperanza desde hace años. Son las personas a las que más quieres en el mundo. Pues, claro que darás tu vida por ellas. Por desgracia, así eres tú. ¿Por desgracia dije? En realidad, quería decir por suerte…, por suerte para nosotros.

Bond tragó saliva. Sabía en su fuero interno que Steve Quinn había jugado la carta del triunfo. Tenía razón. El agente 007 era capaz de dar su vida para salvar a personas como May y Moneypenny.

– Hay otra razón por la cual no armarás un alboroto -era difícil distinguir la sonrisa de Quinn bajo la poblada barba, y, por otra parte, sus ojos no expresaban nada-. Enséñeselo, Herr Doktor.

Kirchtum tomó un estuche que había en un revistero. De él extrajo algo que parecía una pistola espacial de juguete fabricada en plástico transparente.

– Es una pistola inyectora -explicó Kirchtum-. Antes de llegar, la llenaré. Mire, usted mismo puede ver cómo funciona.

Retiró un pistón de la parte de atrás, acercó el cañón al rostro de Bond y apretó el gatillo. El instrumento no mediría más de siete centímetros de largo, y tenía una culata de unos cinco. En cuanto el médico apretó el gatillo, asomó por el cañón una aguja hipodérmica.

– Se administra la inyección en dos segundos y medio -dijo Kirchtum, asintiendo con la cabeza-. Todo muy rápido. Además, la aguja era muy larga. Penetra con facilidad a través de la ropa.

– Como des la menor señal de armar un alboroto, te clavamos la aguja. ¿Está claro?

– Muerte instantánea.

– Oh, no. Simulación instantánea de ataque cardíaco. Al cabo de media hora, volverías a estar como nuevo. ESPECTRO quiere tu cabeza. En último extremo, te mataríamos con algún instrumento eléctrico. Pero preferimos entregar todo tu cuerpo vivo e intacto. Le debemos a Rahani unos cuantos favores y al pobre hombre no le queda mucho tiempo de vida. Tu cabeza es su última petición.

Momentos más tarde, se oyó la voz del piloto a través del sistema de comunicación, rogándoles que se abrocharan los cinturones y apagaran los cigarrillos, y anunciando que tomarían tierra al cabo de unos cuatro minutos. Bond observó, a través de la ventanilla, cómo se acercaban las luces. Vio agua y vegetación tropical mezclada con calles y edificios de poca altura cada vez más próximos.

– Cayo Oeste es un lugar interesante -dijo Quinn en tono pensativo-. Hemingway lo llamó una vez el St. Tropez de los pobres. Tennessee Williams también vivió aquí. El presidente Truman estableció una pequeña Casa Blanca junto a la antigua base naval, y John F. Kennedy acompañó aquí en una visita al primer ministro británico Harold Macmillan. Los que huían de Cuba por mar desembarcaban aquí, pero, mucho antes, eso era el paraíso de piratas y corsarios. Me han dicho que es todavía el refugio de algunos contrabandistas y que los guardacostas norteamericanos tienen montado un fuerte servicio de vigilancia.

Cruzaron el umbral y tocaron tierra sin apenas sacudidas.

– Este aeropuerto tiene asimismo su historia -añadió Quinn-. El primer correo aéreo regular norteamericano se inicio aquí; y Cayo Oeste es el principio y el final de la autopista número uno.

El aparato se detuvo y luego empezó a rodar hacia una especie de cabaña con una galería. En un muro bajo, Bond pudo leer unas borrosas palabras: «Bienvenidos a Cayo Oeste, la única ciudad sin escarcha de los Estados Unidos».

– Y, por si fuera poco, tienen unas puestas de sol espectaculares -añadió Quinn-. Verdaderamente increíbles. Lástima que no puedas verlas.

El calor les azotó como un horno en cuanto descendieron del aparato. Hasta la suave brisa parecía un viento infernal.

El desembarque del aparato estuvo tan bien organizado como el embarque, y Kirchtum no se apartó en ningún momento de Bond, listo para utilizar la pequeña jeringa tan pronto como el prisionero intentara hacer algo sospechoso.

– Sonríe y simula que hablas conmigo -musitó Quinn, mirando hacia la galería donde aproximadamente una docena de personas aguardaban a los pasajeros de un aparato de la Providence and Boston Airlines que acababa de aterrizar en aquellos instantes. Cruzaron una puertecita abierta en el muro, al lado del cobertizo, y Quinn y Kirtchum empujaron a Bond hacia otro automóvil oscuro que les aguardaba. En cuestión de segundos, Bond se vio nuevamente sentado entre los dos hombres. Esta vez, el conductor era un joven de largo cabello rubio que tenía el cuello de la camisa desabrochado.

– ¿Están ustedes bien?

– Conduce y calla -contestó Quinn-. Si no me equivoco, hay un sitio preparado para nosotros.

– Pues, claro. Les llevaré allí en un periquete -dijo el joven, volviendo ligeramente la cabeza mientras salía a la calle-. ¿Le importa que ponga un poco de música?

– Adelante. Siempre y cuando no asuste a los caballos.

Quinn se mostraba muy tranquilo y confiado. De no haber sido por la tensión de Kirchtum, Bond se hubiera atrevido a intentar algo. Pero el médico parecía un manojo de nervios. Le hubiera bastado con mover un solo músculo, para que le clavara la hipodérmica sin pensar. Una explosión de ruidos estridentes llenó el interior del vehículo mientras una cínica y áspera voz cantaba con dejes lánguidos:

Hay un agujero en el brazo de papá

por donde todo el dinero se va…

– ¡Eso no! -gritó Quinn.

– Ah, perdón. Es que a mí me gusta mucho el rock and roll. Ritmo y nostalgia. Esa es música auténtica.

– He dicho que eso no.

El vehículo quedó en silencio y el conductor enmudeció. Bond estudió los rótulos: South Roosevelt Boulevard, Martha's, un restaurante lleno de gente, casas de madera con adornos un poco cursis a base de grecas en los pórticos y las galerías, letreros iluminados de moteles y residencias. Una densa vegetación tropical bordeaba la parte izquierda de la calle y el océano se extendía a la derecha. Seguían, al parecer, una larga curva que les alejaba del Atlántico. Al llegar a la indicación de Searstown, viraron bruscamente y Bond observó que se hallaban en una extensa zona comercial.

El automóvil se detuvo frente a un supermercado lleno de compradores de última hora y una tienda de óptica. Entre ambos establecimientos había una angosta calleja.

– Es allá arriba. La puerta de la derecha. Encima de la tienda donde venden gafas para leer. Supongo que tendré que venir a recogerles.

– A las cinco en punto -dijo Quinn en voz baja-. Para poder llegar a Garrison Bight al amanecer.

– Quieren ir de pesca, ¿eh?

El conductor se volvió y Bond vio su rostro por primera vez. No era un joven como pensaba, a pesar del largo cabello rubio. Le faltaba la mitad de la cara, hundida y remendada con injertos cutáneos. Debió intuir el espanto de Bond porque le miró directamente con el ojo sano, haciendo una repulsiva mueca.

– No se preocupe. Por eso trabajo para esos caballeros. Me dejaron esta cara nueva en Vietnam y pensé que podría sacarle provecho. Algunas personas se mueren de miedo al verme.

– A las cinco en punto -repitió Quinn, abriendo la portezuela.

Para salir, siguieron el procedimiento habitual. Sacaron a Bond, se adentraron en la callejuela, franquearon una puerta y subieron un tramo de escalera en pocos segundos. Se encontraban en una estancia en la que sólo había dos sillas y dos camas, unas finas cortinas y un ruidoso aparato de acondicionamiento de aire. Utilizaron, una vez más, las esposas y los grilletes y Kirchtum se sentó al lado de Bond con la aguja hipodérmica en la mano mientras Quinn salía por un poco de comida. Comieron melón y pan con jamón y bebieron agua mineral. Después, Quinn y Kirchtum se turnaron para vigilar a Bond, el cual se quedó enseguida dormido a causa del agotamiento.

Era todavía de noche cuando Quinn le despertó y le acompañó a un pequeño y funcional cuarto de baño en el que Bond trató de librarse del cansancio del viaje. Al cabo de unos diez minutos, bajaron a la calle y le llevaron al automóvil.

A aquella hora tan temprana de la madrugada no se observaban apenas señales de vida. El cielo estaba plomizo, pero Quinn dijo que el día iba a ser precioso. Llegaron al North Roosevelt Boulevard y después vieron a su izquierda una dársena con grandes yates y embarcaciones de pesca. A la derecha también había agua.

– Allí es adonde vamos -dijo Quinn, señalando el lugar con la mano-. El golfo de México. La isla se encuentra en el extremo más alejado del arrecife.

Al llegar a la altura del restaurante Harbour Lights, Bond fue sacado del vehículo y acompañado al embarcadero que bordeaba el muro lateral del restaurante dormido. Un alto y musculoso individuo les aguardaba junto a una embarcación de pesca de motor que tenía una superestructura en lo alto del camarote a la que se accedía por medio de una alta escala. Los motores estaban en marcha.

Quinn y el capitán se saludaron con la cabeza, empujaron a Bond para que subiera a bordo y le acompañaron al interior del pequeño camarote. Una vez allí, volvieron a colocarle las esposas y los grilletes. El rugido de los motores se intensificó y Bond percibió el balanceo de la embarcación que se alejaba del embarcadero para adentrarse en el agua, pasando por debajo del puente. En cuanto aumentó la velocidad de la nave, Kirchtum se calmó y dejó a un lado la aguja hipodérmica. Por su parte, Quinn se reunió con el capitán junto a los mandos.

Cinco minutos más tarde, el buque empezó a navegar a toda máquina en medio de leves sacudidas y cabeceos. Mientras los demás se concentraban en la navegación, Bond decidió analizar su apurada situación. Habían hablado de una isla situada al otro lado del arrecife y ahora se preguntó cuánto tiempo tardarían en llegar a ella. Examinó las esposas y se percató de que poco podría hacer para quitárselas. Inesperadamente, Quinn bajó al camarote.

– Voy a amordazarte y a taparte -dijo. A continuación, se dirigió a Kirchtum en voz baja y Bond apenas pudo captar sus palabras-. Hay otra embarcación de pesca a estribor…, parece que tiene dificultades. El capitán dice que tenemos que ofrecerle ayuda… Podrían denunciarnos. No quiero despertar sospechas.

Introdujo un pañuelo en la boca de Bond y ató otro a su alrededor, pero tan apretado que, por un instante, el prisionero temió asfixiarse. Después, tras comprobar que los grilletes estaban bien colocados, Quinn le cubrió con una manta. En la oscuridad, Bond prestó atención. El buque cabeceó un poco y aminoró la velocidad.

Luego oyó la voz del capitán que gritaba desde cubierta:

– Bueno, subiré a bordo. Puede que os recoja a la vuelta.

Hubo una brusca sacudida, como si ambas embarcaciones hubieran chocado, y, de repente, se produjo un estruendo infernal. Bond perdió la cuenta tras los primeros doce disparos. Oyó varios estampidos de pistolas, seguidos por el matraqueo de una pistola ametralladora; a continuación, un grito, que parecía de Kirchtum, y unos sordos ruidos en la cubierta de arriba. Después, se hizo el silencio hasta que unos pies descalzos bajaron al camarote.

Alguien retiró bruscamente la manta y, al volver la cabeza, Bond se quedó boquiabierto de asombro. Nannie Norrich se encontraba de pie junto a él, empuñando en una mano una pequeña pistola automática.

– Vaya, vaya, señorito James, en menudos líos se mete usted -dijo Nannie, volviendo la cabeza-. Todo arreglado, Sukie. Está aquí abajo, atado y listo para asar en el horno a juzgar por la pinta que lleva.

Apareció Sukie, también armada, y esbozó una encantadora sonrisa.

– Creo que lo llaman ataduras de amor.

Soltó una carcajada y Bond replicó con una sarta de palabrotas completamente incomprensibles debido a la mordaza. Nannie trató de quitarle las esposas y los grilletes. Sukie volvió a subir y volvió con las llaves.

– Espero que esos idiotas no fueran amigos tuyos -dijo Nannie-. Me parece que hemos tenido que darles su merecido.

– ¿Qué quieres decir con eso? -farfulló Bond en cuanto le quitaron la mordaza.

Se le heló la sangre en las venas al ver la inocente expresión de Nannie.

– Me parece que están muertos, James. Los tres. Pero tienes que reconocer que hemos sido muy listas al encontrarte.