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17 La isla del Tiburón

La terraza del Havana Docks, del hotel Pier House, está hecha de tablas de madera levantadas a distintos niveles, y las mesas y las sillas están dispuestas de forma que los clientes tengan la sensación de encontrarse a bordo de un barco fondeado en el muelle. A lo largo de la sólida baranda de madera, hay unas farolas de globo. Es, probablemente, el mejor punto de Cayo Oeste para contemplar la puesta de sol.

La terraza se hallaba abarrotada de gente y se escuchaba el suave murmullo de las conversaciones. Las farolas encendidas habían atraído enjambres de insectos alrededor de los globos de cristal. Alguien interpretaba al piano Mood Indigo. Muchos turistas estaban deseosos de captar con sus cámaras la puesta de sol.

El azul del cielo se intensificó mientras las lanchas rápidas pasaban velozmente por delante del hotel y una avioneta describía un amplio círculo con las luces intermitentes encendidas. A la izquierda, en la Mallory Square que mira directamente al océano, los prestidigitadores, malabaristas, devoradores de fuego y acróbatas llevaban a cabo sus números rodeados por la gente. Todas las noches ocurría lo mismo, y era como una celebración del término de la jornada y una anticipación de los placeres que la noche podía traer consigo.

James Bond se sentó a una mesa y contempló el mar, con la mirada perdida más allá de los montículos verde oscuro de las islas Tank y Wisteria. Si hubiera tenido un mínimo de sentido común, a aquella hora ya se hubiera largado a bordo de un barco o un avión. Tenía plena conciencia de los peligros que coma. Estaba seguro de que Tarquin Rainey era Tamil Rahani, el sucesor de Blofeld, y de que aquella podía ser su última oportunidad de aplastar a ESPECTRO de una vez por todas.

– ¿No os parece precioso? -dijo Sukie muy contenta-. Desde luego, no hay nada igual en el mundo.

No estaba muy claro si se refería a las enormes gambas con salsa picante que se estaban comiendo acompañadas de daiquiris Calypso, o bien al panorama.

El sol pareció aumentar de tamaño mientras empezaba a ocultarse por detrás de la isla Wisteria, tiñendo el cielo de color rojo sangre.

Por encima de ellos, un helicóptero de la aduana norteamericana describió una trayectoria de sur a norte; sus luces verdes y rojas parpadearon mientras efectuaba una vuelta para dirigirse a la base aérea de la marina. Bond se preguntó si ESPECTRO se habría mezclado en el tráfico de narcóticos que se introducía en los Estados Unidos, pasando por determinadas zonas aisladas de los cayos de Florida para su posterior distribución en el país. Tanto la marina como la aduana ejercían una estrecha vigilancia sobre lugares como Cayo Oeste.

La gente prorrumpió en vítores, repetidos como un eco por la muchedumbre que llenaba Mallory Square, cuando el sol se hundió finalmente en el mar, dejando el cielo pintado de escarlata durante un par de minutos antes de que sobreviniera la aterciopelada oscuridad por la noche.

– Y ahora, ¿qué hacemos, James? -preguntó Nannie casi en un susurro.

Los tres permanecían sentados con las cabezas inclinadas sobre los platos de mariscos.

Bond les contestó que, por lo menos hasta la medianoche, deberían dejarse ver por la ciudad.

– Pasearemos por ahí, cenaremos en alguna parte y luego regresaremos al hotel. Después, quiero que cada uno de nosotros se vaya por separado. No utilicéis el automóvil y aseguraos de que nadie os sigue. Nannie, tú estás adiestrada en estas cosas y puedes explicarle a Sukie la mejor manera de no despertar sospechas. Yo tengo mis propios planes. Lo más importante es nuestra cita en Garrison Bight a bordo del Prospero aproximadamente a la una de la madrugada. ¿De acuerdo?

– Y después, ¿qué? -preguntó Nannie, frunciendo el ceño con expresión preocupada,

– ¿Ha examinado Sukie las cartas?

– Sí, y no es nada fácil navegar de noche por estas aguas -dijo Sukie-. Pero me lo tomaré como un reto. Los bancos de arena no están bien indicados y, de momento, necesitaremos un poco de luz. Después, cuando hayamos superado el arrecife, ya no será tan difícil.

– Tú déjame a un par de kilómetros de la isla -dijo Bond en tono autoritario, mirándola directamente a los ojos.

Se terminaron las copas y se levantaron para marcharse. Al llegar a la puerta del bar, Bond se detuvo y pidió a sus acompañantes que esperaran un instante. A continuación regresó a la barandilla y miró hacia el mar. Antes había visto la pequeña lancha motora del hotel, navegando cerca de la orilla. Aún estaba allí, amarrada entre los pilotes de madera del embarcadero. Sonriendo para sus adentros, Bond se reunió con Sukie y Nannie y entró con ellas en el bar donde el pianista estaba tocando Embrujada. En la playa se había improvisado una pequeña pista de baile y un conjunto musical integrado por tres hombres interpretaba pegadizas melodías. Los caminos se habían iluminado con farolillos y la gente nadaba y se zambullía en la piscina iluminada, riéndose alegremente.

Pasearon por Duval tomados del brazo -una muchacha a cada lado de Bond-, contemplando los escaparates y los restaurantes, todos ellos llenos aparentemente hasta el tope. Delante de la iglesia de piedra gris, la gente contemplaba la actuación de media docena de jóvenes que bailaban break al ritmo de una música ensordecedora frente a los almacenes Fast Buck Freddie's.

Por fin, volvieron sobre sus pasos y se encontraron frente al Claire, un restaurante que estaba abarrotado de gente y parecía excepcionalmente bueno. Se acercaron al maître, de pie junto a un alto mostrador en el jardincillo que daba acceso al salón principal.

– Boldman -le dijo Bond-. Reserva para tres. A las ocho en punto.

– El maitre consultó el libro, pareció turbarse y preguntó cuándo se había hecho la reserva.

– Anoche -contestó Bond sin vacilar.

– Tiene que haber habido un error, míster Boldman… -contestó el desconcertado individuo con excesiva firmeza para el gusto de Bond.

– Reservé la mesa especialmente. Es la única noche que tenemos libre esta semana. Hablé anoche con un joven y éste me garantizó que tendría la mesa.

– Un momento, señor -el maitre entró en el restaurante y empezó a discutir, muy nervioso, con uno de los camareros. Al fin, volvió a salir esbozando una sonrisa-. Está usted de suerte, señor. Hemos tenido una inesperada anulación…

– De suerte, no -dijo Bond, apretando los dientes-. Teníamos mesa reservada. Usted se limita a darnos nuestra mesa.

– Pues claro, señor.

Les acompañaron a una mesa colocada en un rincón de un agradable salón decorado en tonos blancos. Bond se sentó de espalda a la pared para poder ver la entrada. Los manteles eran de papel y había paquetes de lápices de colores junto a cada plato. Bond empezó a dibujar una calavera y unas tibias cruzadas. Nannie dibujó algo ligeramente obsceno en color rojo.

– No he visto a nadie -dijo, inclinándose hacia adelante-. ¿Nos vigilan?

– Ya lo creo -contestó Bond, esbozando una sonrisa mientras abría el menú-. Hay dos, uno en cada acera de la calle. Y puede que tres. ¿Has visto al hombre de la camisa amarilla y los vaqueros, alto, de raza negra y con muchos anillos en los dedos? El otro es bajito, viste pantalones oscuros, camisa blanca y tiene un tatuaje en el brazo izquierdo… Me ha parecido una sirena haciendo guarradas con un pez espada. Ahora está en la acera de enfrente.

– Ya los he visto -dijo Nannie, concentrándose en el menú.

– ¿Dónde está el tercero? -preguntó Sukie.

– En un viejo Buick azul. Un tipo corpulento al volante que se paseaba arriba y abajo de la calle. Otras personas lo hacen también, pero él era el único que no parecía interesarse por la gente que circulaba por las aceras. Yo creo que debe ser el de apoyo. Mucho cuidado con ellos.

Apareció el camarero y los tres eligieron sopa de mariscos, ensalada de ternera Thai y un inevitable pastel de lima del Cayo, todo ello regado con un champán de California que ofendió ligeramente el paladar de Bond. Hablaron sin cesar, pero sin referirse para nada a sus planes.

Al salir a la calle, Bond aconsejó a las chicas que tuvieran cuidado.

– Os quiero a las dos aquí a bordo, y sin que nadie os pise los talones, a la una en punto.

Mientras se dirigían hacia el oeste en dirección al cruce de Front Street, el hombre de la camisa amarilla les siguió a cierta distancia desde la otra acera. El del brazo tatuado permitió que le adelantaran, les dio alcance y dejó que volvieran a adelantarle antes de regresar al Pier House. El Buick azul pasó dos veces por su lado y ahora se encontraba estacionado delante de la Lobster House, casi frente a la entrada principal del hotel.

– Nos tienen bien vigilados -musitó Bond mientras cruzaban la calle y subían por la calzaba que conducía a la puerta del hotel. Allí se despidieron en forma ostensible.

Bond no quería correr ningún riesgo. En cuanto volvió a su habitación, comprobó el estado de las trampas que había tendido. Los fragmentos de palillos de cerillas aún estaban encajados en las puertas de los armarios y los hilos de los cajones no se habían roto. Las maletas también estaban intactas. Eran las diez y media, hora de empezar a moverse. No sabía si el equipo de vigilancia de ESPECTRO esperaba que alguien intentara hacer algo en las primeras horas. No reveló a sus compañeras que aquella tarde, se había guardado las demás cartas del Prospero en la chaqueta antes de abandonar la embarcación. Ahora las desplegó sobre la redonda mesa de cristal del salón, empezó a estudiar la ruta entre Garrison Bight y la isla del Tiburón e hizo varias anotaciones. Una vez debidamente orientado, examinó de qué forma podría acercarse a una distancia prudencial de la isla y empezó a vestirse para la operación.

Se quitó la camiseta y sacó de la maleta un fino jersey de algodón negro de cuello cisne. Sustituyó los vaqueros por unos pantalones negros que siempre llevaba consigo. Después, tomó el ancho cinturón que tan útil le fuera cuando Der Haken le encerró en Salzburgo. Sacó la caja de herramientas de la Rama Q y desparramó el contenido sobre la mesa. Comprobó el estado de las pequeñas cargas explosivas y sus conexiones eléctricas, y sacó del doble fondo de la segunda cartera cuatro paquetitos de explosivo de plástico de tamaño no superior al de un chicle. En los bolsillos interiores del cinturón guardó cuatro trozos de mecha, un poco de hilo eléctrico, media docena de pequeños detonadores, una minúscula linterna, no más grande que el filtro de un cigarrillo… y otro importantísimo elemento.

En su conjunto, aquellos explosivos no podían provocar la voladura de un edificio pero podían ser útiles para abrir cerraduras y hacer saltar bisagras. Se puso el cinturón, pasándolo por las presillas de los pantalones, y luego abrió la bolsa que contenía el traje impermeable y el equipo de inmersión. Se puso el traje con cierta dificultad y se colocó el cuchillo en la parte interior del cinturón. Guardó la ASP, dos cargadores de repuesto, las cartas y la varilla en el bolsillo impermeable cosido al cinturón. En la bolsa llevaba las aletas, la máscara, la linterna subacuática y el tubo para respirar.

Abandonó la suite, pero se quedó en el hotel todo el rato que pudo. Los bares, el restaurante y la improvisada pista de baile estaban todavía muy animados cuando, por fin, salió por una puerta que daba al mar.

Agachándose de espaldas a la pared, Bond abrió la cremallera de la bolsa, sacó las aletas y se dirigió muy despacio hacia el agua. La música y las risas sonaban con fuerza a su espalda cuando se encaramó a las rocas que marcaban el límite derecho de la playa privada del hotel. Sacó la máscara, se la puso y conectó el tubo. Tomó la linterna, se adentró en el agua y empezó a nadar alrededor de la valía metálica que protegía a los bañistas de los tiburones. Tardó unos diez minutos en encontrar los gruesos pilotes de madera que sostenían la terraza del bar Havana Docks, pero sólo emergió a la superficie cuando se encontraba a unos dos metros de la lancha motora amarrada.

El ruido que hizo al subir a bordo quedó amortiguado por los rumores del hotel. Una vez en el interior de la pequeña embarcación, estudió el depósito de combustible con la linterna. El personal del hotel era muy eficiente y el depósito estaba lleno con vistas al trabajo del día siguiente.

Soltó amarras y utilizó las manos para alejarse de debajo del embarcadero. Después, dejó la embarcación a la deriva, guiándola ocasionalmente con la palma de la mano sobre el agua para dirigirse al norte, hacia el golfo de México, y pasó en silencio por delante del embarcadero de la Standard Oil.

La embarcación ya se encontraba aproximadamente a un kilómetro y medio de distancia de la orilla cuando Bond encendió las luces de fondeo. Se dirigió a popa para preparar y encender el motor. Este se puso en marcha a la primera y Bond tuvo que correr a proa, situarse inmediatamente detrás del timón y poner una mano en la válvula. La abrió, echó un vistazo a la pequeña esfera luminosa del compás, y dio en silencio las gracias al hotel Pier House por lo bien que cuidaba la embarcación.

Al cabo de unos minutos, mientras navegaba bordeando la costa, se sacó del bolsillo las cartas de navegación para establecer su primer punto de posición. No podía correr el riesgo de navegar a la máxima velocidad de la lancha. La noche era muy clara y brillaba la luna, pero Bond tenía que forzar la vista para poder ver las oscuras aguas que tenía delante. Vio el punto de salida de Garrison Bight y empezó a navegar con cuidado por entre los traicioneros bancos de arena; de vez en cuando notaba que la embarcación los rozaba. Veinte minutos más tarde, dejó atrás el arrecife y puso rumbo a la isla del Tiburón.

Pasaron veinte minutos antes de que vislumbrara las primeras luces. Entonces, apagó el motor y se dejó llevar por la corriente hacia la orilla. La alargada franja de tierra se recortaba contra el horizonte, y las luces de los edificios parpadeaban a través de los árboles. Bond se levantó, se puso la máscara, tomó la linterna y, por segunda vez aquella noche, se zambulló en el mar.

Permaneció un rato en la superficie y calculó que debía de haber una distancia de dos kilómetros hasta la orilla. A continuación, oyó un rugido de motores y vio una pequeña embarcación que rodeaba la isla, a su izquierda, iluminándose con un potente reflector. La patrulla habitual de Tamil Rahani, pensó. Debía de haber por lo menos dos embarcaciones como aquella, vigilando constantemente. Aspiró aire, se sumergió, y nadó a buen ritmo, pero sin cansarse, para no malgastar energías.

Salió dos veces a la superficie y, a la segunda, vio que habían descubierto su lancha. La patrullera se detuvo y se oyeron unas voces. Bond se encontraba en aquel momento a menos de un kilómetro de la orilla y temía tropezarse con algún tiburón. La isla no hubiera sido bautizada con semejante nombre si aquellas criaturas no merodearan por la zona.

De repente, a unos sesenta metros de la orilla, chocó con una fuerte alambrada. Se encaramó a ella y vio las luces de los ventanales de una enorme casa y unos focos en el jardín. Volvió la cabeza y divisó el reflector de la patrullera y el rugido de un motor. Le estaban buscando.

Se encaramó a la barra metálica que remataba la valla protectora. Una aleta se le enganchó en la tela metálica y tardó unos preciosos segundos en librarse de ella antes de saltar al otro lado.

Volvió a sumergirse y ahora nadó con mayor rapidez. Había recorrido unos diez metros cuando el instinto le advirtió del peligro: tenía algo muy cerca en el agua. El golpe le alcanzó en las costillas y le lanzó hacia un lado.

Bond volvió la cabeza y vio, nadando a su lado como si le acompañara, el impresionante y terrible morro de un tiburón toro. La valla protectora no estaba allí para mantener a aquellas criaturas fuera, sino para asegurarse de que permanecieran dentro y defendieran la isla de los intrusos.

El tiburón le había dado un golpe, pero no había intentado atacarle, lo cual significaba que o bien estaba bien alimentado o bien no consideraba a Bond como un enemigo. Este sabía que su única salvación era conservar la calma, no provocar la hostilidad del tiburón y no darle a entender que estaba asustado…, cosa que probablemente estaba haciendo sin querer en aquellos instantes.

Mientras nadaba al mismo ritmo que el tiburón, deslizó la mano derecha hacia el mango de la navaja y cerró los dedos alrededor del mismo para poder utilizar inmediatamente el arma en caso necesario. Sabía que no tenía que bajar las piernas ya que, en tal caso, el tiburón le hubiera identificado enseguida como presa y le hubiera atacado sin piedad. El momento más peligroso se produciría cuando alcanzara la orilla. Allí, sería sumamente vulnerable.

En cuanto notó la arena bajo el vientre, vio que el tiburón se retiraba. Siguió nadando hasta que las aletas empezaron a remover arena. En aquel momento, sintió que el tiburón se encontraba a su espalda donde seguramente se preparaba para atacarle.

Más tarde, Bond pensó que raras veces se había movido con tanta rapidez en el agua. Dio una fuerte brazada, bajó los pies y empezó a correr hacia la orilla, brincando torpemente a causa de las aletas. La resaca le hizo rodar a la izquierda justo a tiempo. El morro del tiburón, con las mandíbulas abiertas, se abrió paso por entre las espumosas aguas y falló por un pelo.

Bond siguió rodando y trató de impulsar el cuerpo hacia adelante porque sabía que los tiburones toro eran capaces de salir del agua para atacar. Consiguió adentrarse dos metros en la playa y permaneció inmóvil, jadeando, mientras una punzada de temor le traspasaba el estómago.

El instinto le indujo a moverse. Se encontraba en la isla y sólo el cielo sabía qué otros guardianes rodeaban el Cuartel General de ESPECTRO. Se quitó las aletas y corrió agazapado hacia la primera línea de arbustos y palmeras. Al llegar allí, se agachó para analizar la situación. Primero tenía que deshacerse de la máscara, del tubo y de las aletas. Lo dejó todo oculto bajo unos arbustos. El aire era tibio y Bond aspiró el dulce perfume de las flores tropicales.

No se percibía el menor movimiento en el bien iluminado jardín, que tenía cuidados caminos, estanques, árboles, estatuas y flores.

Tan sólo se podía oír un leve murmullo de voces procedente de la casa. Esta era una especie de pirámide levantada sobre unos sólidos pilones de reluciente acero y tenía tres pisos, cada uno de ellos completamente rodeado por un balcón de hierro. Algunos ventanales estaban parcialmente abiertos y otros tenían las cortinas corridas. En lo alto del edificio, un bosque de antenas de comunicación se elevaba hacia el cielo como una extraña escultura de vanguardia.

Bond introdujo cuidadosamente la mano en el bolsillo impermeable, sacó la ASP y soltó el seguro. Ahora respiraba con normalidad. Cubriéndose con los árboles y las estatuas, avanzó en silencio hacia la moderna pirámide. Al acercarse, vio que había varios caminos de acceso a la casa: una gigantesca escalera de caracol en el centro y tres conjuntos de peldaños metálicos, uno a cada lado, que zigzagueaban de uno a otro balcón.

Cruzó la última zona de terreno abierto y prestó atención un momento. Las voces habían cesado; le pareció oír el motor de la patrullera en el agua, pero nada más.

Entonces empezó a subir por los peldaños en zigzag hasta la primera planta, pisando el metal en silencio con el cuerpo ligeramente inclinado a la izquierda para poder tener libre la mano derecha en la que sostenía la ASP. Al llegar al primer balcón, se detuvo con la cabeza ladeada. Se encontraba frente a una ventana panorámica de lunas correderas con las cortinas parcialmente corridas y una parte abierta. Se acercó y miró subrepticiamente.

La habitación era blanca y estaba decorada con mesas de cristal, mullidos sillones blancos y valiosos cuadros modernos. Una alfombra blanca de pelo cubría el suelo. En el centro había una enorme cama con mandos electrónicos para poder inclinarla en cualquier ángulo y mejorar la comodidad del paciente que en ella se encontraba tendido.

Tamil Rahani se hallaba recostado en unas almohadas de seda y mantenía los ojos cerrados y la cabeza vuelta hacia un lado. A pesar de su demacrado rostro y de su apergaminada piel, Bond le reconoció enseguida. En anteriores encuentros, Rahani le había parecido un hombre pulcro, afable y simpático, como suelen serlo los militares. Ahora, el heredero de la fortuna Blofeld había quedado reducido a un guiñapo, en medio del impresionante lujo de aquella cama de alta tecnología.

Bond abrió la ventana y entró. Mientras avanzaba como un gato hasta el pie de la cama, contempló al hombre que controlaba ESPECTRO.

En este instante puedo acabar con él, penso. ¿Por qué no ahora? Si lo hago, puede que no destruya ESPECTRO, pero, por lo menos, lo decapitaré…, tal como su jefe me quiere decapitar a mí.

Respiró hondo y levantó la ASP. Se encontraba a escasa distancia de la cabeza de Rahani. Le hubiera bastado con apretar ligeramente el gatillo y todo habría terminado. Después podría retirarse y esconderse en el jardín hasta que encontrara un medio de huir de la isla.

Cuando se disponía a apretar el gatillo, creyó percibir una ligera corriente de aire en la nuca.

– No me parece oportuno, James. Te hemos llevado demasiado lejos para permitirte que hagas lo que Dios va a hacer muy pronto -dijo una voz a sus espaldas-. Arroja el arma, James. Arrójala, si no quieres morir antes de que te muevas.

La voz le dejó anonadado. La ASP cayó al suelo produciendo un sordo rumor mientras Tamil Rahani se agitaba y gruñía en sueños.

– Bueno, ahora ya puedes darte la vuelta.

Bond se volvió y vio a Nannie Norrich de pie junto a la ventana; tenía una pistola ametralladora Uzi apoyada en su esbelta cadera.