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19 Muerte y destrucción

Por espacio de unos segundos, Bond no estuvo muy seguro de haber oído la explosión, a pesar de la violenta ráfaga de aire caliente que le arrojó hacia atrás. Después de la llamarada, fue como si alguien le hubiera tapado los oídos con las manos.

El tiempo pareció detenerse. Todo adquirió la consistencia de un sueño visto en cámara lenta. En realidad, los acontecimientos se desarrollaban a gran velocidad y dos ideas martilleaban, una y otra vez, en la mente de Bond: sobrevivir y salvar a May y Moneypenny.

Vio los restos de la cama de Rahani ardiendo en el más distante rincón de la derecha. Del propio Rahani no quedaba nada. Diversos fragmentos de su cuerpo se habían esparcido sobre el médico, la enfermera y los dos guardias que se encontraban cerca de donde se produjo la explosión. Bond vio que el médico se inclinaba de súbito hacia las llamas que ardían en el lugar antes ocupado por la cama. La enfermera se encontraba de pie petrificada con la cabeza echada hacia atrás y la ropa arrancada de su cuerpo quemado. De su boca se escapó un prolongado grito estrangulado antes de caer asimismo sobre las llamas.

Los dos guardianes habían sido levantados del suelo y lanzados al otro lado de la estancia; uno, hacia la guillotina y el otro, con un brazo medio arrancado y colgando, hacia el hombre de la Uzi que se encontraba de pie junto a la puerta y que, al recibir el golpe, cayó hacia atrás y extendió el brazo, soltando el arma. Esta resbaló por el suelo y se detuvo frente a la guillotina, precisamente al otro lado de Bond. El cuarto hombre no parecía haber sufrido ningún daño, pero estaba aturdido y la pistola se le cayó de la mano y resbaló dando vueltas hacia Bond.

Bond, en cuanto vio que la enfermera acercaba la mano al mando, retrocedió hacia la celda. Le silbaban los oídos y tenía la visión borrosa, pero se había salvado de la explosión. En este momento, sin poder ver ni oír todavía con normalidad, salió automáticamente de la celda y permaneció de pie como hipnotizado mientras la pistola se deslizaba hacia él. Luego se puso cuerpo a tierra, asió el arma y empezó a rodar por el suelo y a disparar, primero contra el restante guardián junto a la puerta y después contra Fin y el calvo. Dos descargas para cada uno, según el acreditado sistema del servicio.

Los disparos le sonaron como minúsculos chasquidos y en el acto se percató de que todos ellos habían dado en el blanco. El guardián de la puerta cayó rodando hacia atrás. La camisa blanca de Fin se tiñó repentinamente de sangre. El calvo se encontraba sentado en el suelo, sosteniéndose el vientre con expresión desconcentrada.

Bond se volvió súbitamente, buscando a Nannie. Esta pretendía apoderarse de la Uzi, situada al otro lado de la guillotina. Para ello, eligió el camino más corto y, aplastando el cuerpo contra el suelo, introdujo los brazos a través de los potros de la guillotina. Bond vio que sus manos asían el arma y, sin pérdida de tiempo, se abalanzó sobre ella y, levantando los brazos, soltó la palanca de la hoja.

A pesar de su sordera, Bond oyó el siniestro rumor y el desgarrador grito de Nannie mientras la hoja le cortaba los brazos. Vio que la sangre manaba a borbotones, oyó el interminable grito y observó que el fuego escupía ahora una densa humareda negra. Se detuvo sólo el tiempo suficiente para tomar la Uzi y librarla de los brazos cortados cuyas manos la asían todavía con fuerza. Le bastó con dos enérgicas sacudidas. Después, salió al pasillo que se estaba llenando rápidamente de humo.

Al volver la cabeza, Bond vio el dispositivo de cierre electrónico de la pared. Parecía un sencillo aparato, pero entonces observó que la hilera inferior contenía unos botones rojos con la indicación «Cierre de relojería». Debajo, había unas instrucciones: «Pulse el botón del tiempo. Pulse el botón de cierre. Cuando se cierren las puertas, pulse el número de horas requerido. Después, pulse de nuevo el botón del tiempo. Las puertas permanecerán cerradas hasta que haya transcurrido el período de tiempo fijado».

Sus dedos pulsaron los botones de Tiempo y Cierre. Las puertas se cerraron. A continuación, marcó los números 2 y 4. Todos cuantos se encontraban en la cámara de la ejecución estaban muertos o moribundos. Si las puertas permanecían cerradas durante veinticuatro horas, tal vez se consiguiera evitar la propagación del fuego. Ahora tenía que ir por las rehenes.

Mientras corría hacia la celda de May, oyó unos timbres de alarma. O el fuego los había disparado o alguien todavía con la fuerza suficiente los había activado desde el interior de la cámara de la muerte.

Llegó a la puerta de la primera celda y miró a su alrededor, buscando la llave, pero no había ninguna a la vista. Situándose hacia un lado, Bond disparó con la Uzi, no contra la cerradura metálica, sino contra la bisagra superior y la zona circundante. Las balas silbaron y rebotaron en el pasillo, pero arrancaron también grandes astillas de madera del marco. Después, efectuó dos disparos contra la bisagra inferior y saltó hacia un lado mientras la plancha metálica se separaba de la pared, vacilaba y caía pesadamente al suelo.

May se echó hacia atrás en la cama, con los ojos desorbitados a causa del terror, como si quisiera escapar a través de la pared.

– ¡Tranquila, May! ¡Soy yo! -gritó Bond.

– ¡Míster James! ¡Oh, Dios mío, míster James!

– Quédate ahí -dijo Bond, percatándose de que levantaba demasiado la voz debido a su transitoria sordera-. Quédate ahí mientras yo voy por Moneypenny. ¡No salgas al pasillo hasta que yo te lo diga!

– Míster James, ¿cómo ha podido…?

Pero él ya corría hacia la otra celda donde repitió el mismo procedimiento con la Uzi. El pasillo se iba llenando rápidamente de humo.

– Tranquila, Moneypenny -gritó Bond, casi sin resuello-. No pasa nada. Es el caballero blanco que ha venido a rescatarte y llevarte a lomos de su corcel, o algo por el estilo.

Moneypenny estaba pálida como la cera y temblaba sin poderse contener.

– ¡James! Oh, James, yo creía… Me dijeron que…

Sin decir más, corrió hacia él y le echó los brazos al cuello. Bond tuvo que utilizar la fuerza para librarse de las efusiones de la ayudante personal de su jefe. Luego, la sacó casi a rastras al pasillo y le indicó la celda de May.

– Necesitaré que me ayudes a sacar a May, Penny. Aún tenemos que salir de aquí. Hay un incendio en el pasillo y, si no me equivoco, varias personas que no desean que nos vayamos. Por consiguiente, por el amor de Dios no te asustes. Saca a May de aquí con la mayor rapidez posible, y después haz lo que yo te diga.

En cuanto la vio reaccionar, Bond corrió a través de la densa humareda hacia las puertas del ascensor. «No utilizar nunca el ascensor en caso de incendio.» ¿Cuántas veces habla leído aquella advertencia en los hoteles? Y, sin embargo, en aquellos instantes no le cabía otra alternativa. Tanto si le gustaba como si no, no había otro medio de salir.

Corrió hacia las curvadas puertas de acero y pulsó el botón. Quizás otros estuvieran huyendo de los pisos de arriba siguiendo el mismo método. A lo mejor, el mecanismo ya se había estropeado. Se oía el rugido del fuego al otro lado de la puerta de la cámara de la ejecución.

Bond tocó las curvadas puertas metálicas y las notó calientes. Esperó, volvió a pulsar el botón y, después, examinó la Uzi y la pistola automática. La automática era una enorme Stetchkin con un cargador de veinte cartuchos de los que sólo había disparado seis. Se colocó la Uzi casi vacía bajo el brazo izquierdo y tomó la Stetchkin con la mano derecha.

Moneypenny avanzó despacio por el pasillo sosteniendo a May justo en el momento en que se abrían las puertas del ascensor y aparecían en su interior cuatro hombres, luciendo oscuras chaquetas de combate. Bond vio sus miradas de asombro y el leve movimiento de la mano de uno de ellos hacia la funda que llevaba en el cinto.

Con el pulgar, Bond modificó la Stetchkin de la posición de un solo disparo a la de disparos automáticos y ladeó un poco la mano porque la Stetchkin tiene la mala costumbre de brincar violentamente hacia arriba cuando dispara de un modo automático. Vuelta ligeramente de lado, dispararía pulcramente las balas de izquierda a derecha. Bond disparó seis descargas y los cuatro hombres se desplomaron sobre el suelo del ascensor.

Después, Bond levantó la mano para indicar a Moneypenny que no siguiera acercándose con May. Rápidamente, sacó los cuerpos del camarín y dejó uno de ellos atravesado en las puertas para evitar que se cerraran mientras llevaba a cabo la tarea.

En menos de treinta segundos consiguió introducir a May y a Moneypenny en el ascensor. Este se estaba calentando cada vez más y Bond pulsó el botón de bajada y mantuvo el dedo en el mismo durante cinco o seis segundos. Cuando volvieron a abrirse las puertas, se encontraron en el curvo pasillo que conducía a la habitación de Tamil Rahani.

– Despacio y con mucho cuidado -les dijo a las dos mujeres.

Una ráfaga de ametralladora estalló a lo lejos. Bond pensó que algo raro estaba pensando. En el piso de arriba se había producido un incendio, pero, por otra parte, ellos debían ser los únicos objetivos de la gente de ESPECTRO que aún pudiera quedar en la isla. Por lo tanto, ¿a qué podía deberse aquel tiroteo no dirigido contra ellos?

La puerta de la habitación de Rahani se encontraba abierta y dentro se estaba produciendo un violento tiroteo. Bond se acercó cautelosamente a la puerta. Dos hombres enfundados en oscuras chaquetas de combate como los del ascensor disparaban hacia el jardín con una ametralladora colocada cerca de los grandes ventanales. A través de los mismos, Bond vio que unos helicópteros sobrevolaban la isla con sus intermitentes luces de color rojo y verde. Una bengala estalló en el cielo nocturno. Tres secos disparos seguidos de rotura de cristales le hicieron comprender a Bond con toda claridad que alguien atacaba la casa.

Confió en que los hombres que se encontraban fuera estuvieran del lado de los ángeles, entró en la habitación, y efectuó limpiamente cuatro disparos contra las nucas de los dos artilleros.

– ¡Quedaos en el pasillo! ¡Agachaos! -les gritó a May y a Moneypenny.

Hubo un instante de silencio. Luego, Bond oyó el inequívoco rumor de unas botas que subían por los peldaños de metal que conducían al balcón. Apuntando con la pistola hacia abajo, les gritó a los que ahora podía ver a través de la ventana.

– ¡Alto el fuego! ¡Somos unos rehenes que huyen!

Un fornido oficial de la marina de los Estados Unidos que blandía un revólver de gran tamaño, apareció en la ventana, seguido por media docena de marinos armados. Detrás de ellos, Bond vio el pálido rostro asustado de Sukie Tempesta.

– ¡Son ellos! -gritó Sukie-. ¡Son míster Bond y las personas que tenían secuestradas!

– ¿Usted es Bond? -preguntó el oficial de la marina.

– En efecto. Soy James Bond -contestó el agente, asintiendo con la cabeza.

– Gracias a Dios. Creíamos que ya estaba usted muerto. Y lo hubiera estado de no ser por esta preciosa señorita. Tenemos que largamos de aquí cuanto antes. Eso se va a convertir en un horno en cuestión de segundos.

El oficial de curtido rostro extendió un brazo, asió a Bond por una muñeca y lo sacó al balcón mientras tres de sus hombres se apresuraban a ayudar a May y a Moneypenny.

– ¡Oh, James, James! ¡Qué alegría verte!

Le habían arrojado casi directamente en brazos de la principessa Sukie Tempesta y, por segunda vez en unos minutos, Bond se vio besado y abrazado con pasión desbordante.

El agente preguntó casi sin resuello qué había ocurrido mientras atravesaban a toda prisa el jardín en dirección al pequeño embarcadero. Una vez todos a bordo, el guardacostas se alejó de la orilla, navegando a gran velocidad. Al volver la cabeza, Bond vio que otras lanchas y buques guardacostas rodeando la isla y que varios helicópteros volaban a baja altura e iluminaban con potentes reflectores los bellos jardines.

– Es una larga historia, James -dijo Sukie.

– ¡Madre mía! -exclamó uno de los oficiales apretando los dientes mientras la cúspide de la gran pirámide del cuartel general de ESPECTRO empezaba a escupir llamas como un volcán.

Los helicópteros ya empezaban a retirarse y uno de ellos pasó en vuelo casi rasante por encima del guardacostas. En la popa, un médico de la marina atendía a May y a Moneypenny. A la pavorosa luz del incendio de la isla del Tiburón, sus semblantes aparecían febriles y enfermos.

– Eso estallará de un momento a otro -musitó el oficial del guardacostas.

En cuanto lo hubo dicho, y por espacio de un segundo, el edificio pareció elevarse en el aire, rodeado por las llamas. Después, estalló en una explosión de tal intensidad que Bond tuvo que apartar el rostro.

Cuando volvió a mirar, el aire estaba lleno de fragmentos en llamas. Un sudario de humo cubría los restos de la isla del Tiburón.

Bond se preguntó si aquél sería efectivamente el final de su viejo enemigo ESPECTRO o si éste volvería a surgir como un nefasto fénix de las cenizas de la muerte y destrucción que él había sembrado.