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4 La Caza de Cabezas

Steve Quinn era un hombre alto, corpulento, barbudo y de temperamento extrovertido, a diferencia de lo que suelen ser los que ocupan una posición encubierta en el Servicio. Allí se prefieren los llamados «hombres invisibles», las personas grises que pueden pasar inadvertidas entre la muchedumbre. «Es un barbudo hijo de perra», solía comentar la esposa de Steve, la menuda rubia Tabitha.

Bond observó a través de las persianas entreabiertas cómo Quinn descendía de un automóvil de alquiler y se encaminaba hacia la entrada del hotel. Minutos más tarde, sonó el teléfono y le anunciaron al señor Quarterman. Bond pidió que lo enviaran a su habitación.

Quinn se encontró en el interior de la estancia con la puerta cerrada bajo llave casi antes de que se extinguiera el eco de su llamada con los nudillos. No habló inmediatamente, sino que, primero, se acercó a la ventana y contempló el patio frontal del hotel y el barco del lago recién llegado al embarcadero. Normalmente, la impresionante belleza del lago solía dejar boquiabiertos a los turistas que desembarcaban. Sin embargo, aquella mañana, desde la habitación de Bond, se pudo oír la estridente voz de una inglesa, diciendo:

– Francamente, no sé qué tiene eso de interesante, querido.

Bond hizo una mueca de reproche y Quinn esbozó una leve sonrisa casi oculta por su barba. Contempló las sobras del desayuno de Bond y preguntó en voz baja si el lugar estaba limpio.

– Me he pasado la noche revisándolo. No hay nada en el teléfono ni en ningún otro sitio.

– Muy bien -dijo Quinn, asintiendo.

Bond preguntó por qué Ginebra no había ido a él.

– Porque Ginebra tiene sus propios problemas -contestó Quinn, señalando a Bond con el dedo-. Aunque todavía no hay remedio para los tuyos, amigo mío.

– Habla, entonces. ¿Se reunió el jefe contigo para darte instrucciones?

– En efecto. He hecho lo que he podido. A Ginebra no le gusta, pero dos de mis hombres ya deberían estar aquí en estos momentos para protegerte. «M» te quiere en Londres a ser posible, entero.

– O sea que hay alguien que me sigue -dijo Bond sin inmutarse aunque por su mente cruzaron las imágenes del automóvil volado en la autopista y del cadáver de Cordova en el cementerio de la iglesia.

– No -contestó Quinn, acomodándose en un sillón y casi susurrando. No es que te siga alguien. Creemos más bien que ya tienes metidos en el trasero a todas las organizaciones terroristas, las bandas criminales y los servicios de espionaje de países hostiles. Se ha hecho un contrato cuyo objeto eres tú. Un contrato singular. Alguien ha hecho una oferta (por decirlo de alguna manera) que ninguna de estas organizaciones puede rechazar.

– Muy bien, pues, explícamelo poquito a poco para que no me muera del susto -dijo Bond esbozando una amarga sonrisa-. ¿Cuánto valgo?

– Bueno, es que no te quieren todo entero. Sólo la cabeza.

Steve Quinn le contó inmediatamente el resto de la historia. Al parecer, «M» había recibido una noticia confidencial dos semanas antes de la partida de Bond. La empresa que controlaba el sur de Londres había intentado sacar a Bernie Brazier de la isla. En otras palabras, la más poderosa organización del hampa del sur de Londres trató de sacar a Bernie Brazier de la prisión de máxima seguridad de Packhurst, situada en la isla de Wight. Brazier cumplía condena perpetua por el asesinato a sangre fría de un famoso personaje de los bajos fondos de Londres. En resumen, Bernie Brazier era el mejor mecánico de Gran Bretaña, término educado para designar a un asesino a sueldo.

– El plan de huida fracasó. Una auténtica chapuza. Cuando todo terminó, nuestro amigo Brazier quiso cerrar un trato -prosiguió diciendo Quinn-, y, como tú sabes, a la policía metropolitana no le hacen mucha gracia los tratos. Entonces, él pidió entrevistarse con alguien de las hermanas.

Se refería a la organización hermana MI-5. La petición fue rechazada, pero los datos se transmitieron a «M», el cual envió a la prisión de Packhurst a su más hábil interrogador. Brazier afirmó que pretendían sacarle de la cárcel para realizar un trabajo que pondría en peligro la seguridad del país. A cambio de la información, quería una nueva identidad y un lugar en el sol con dinero suficiente como para poder malgastarlo a manos llenas.

Bond permaneció curiosamente impasible mientras Quinn le describía la terrible escena. Sabia que el demonio personificado que era «M» prometía el oro y el moro a cambio de una buena información de espionaje y que, al final, daba a su confidente el mínimo posible. Y así fue. Otros dos interrogadores se trasladaron a Packhurst y mantuvieron una larga conversación con Brazier. Por último, se trasladó allí el propio «M» en persona para cerrar el trato.

– ¿Y Bernie lo dijo todo? -preguntó finalmente Bond.

– Parte de ello. El resto lo revelaría una vez se encontrara a salvo en una isla tropical con suficientes mujeres y vino como para provocarle un infarto antes de un año -el rostro de Quinn se endureció-. Al día siguiente de la visita de «M», encontraron a Bernie en su celda… ahorcado con una cuerda de piano.

En la habitación se escuchaban los gritos de los niños que jugaban junto al embarcadero, la sirena de uno de los barcos del lago y el lejano zumbido de una avioneta deportiva. Bond preguntó qué había revelado el difunto Bernie Brazier.

– Que tú eres el objetivo de este contrato singular. Una especie de competición.

– ¿Competición?

– Al parecer, se han fijado unas normas y el ganador será el grupo que consiga entregar tu cabeza a los organizadores…, nada menos que en bandeja de plata. Cualquier criminal auténtico, terrorista u organismo de espionaje puede entrar en liza, pero tiene que ser aceptado por los organizadores. La competición empezó hace cuatro días, y hay un plazo de tres meses. El vencedor se embolsará diez millones de francos suizos.

– Pero, ¿quién demonios…? -empezó a decir Bond.

– «M» descubrió la respuesta hace menos de veinticuatro horas, con la ayuda de la Policía Metropolitana. Hace aproximadamente una semana, arrestaron a media hampa del sur de Londres y permitieron la intervención de una brigada pesada de «M». Dio resultado o «M» está dando resultado, no sé muy bien cuál de las dos cosas. Lo que sé es que cuatro jefes de bandas criminales de Londres han solicitado protección a lo largo de las veinticuatro horas del día, y creo que la necesitan. El cuarto se le rió a «M» en la cara y se largó dando un portazo. Me parece que le encontraron anoche. En bastante mal estado, por cierto.

Cuando Quinn empezó a explicar los detalles de la muerte del hombre, hasta Bond experimentó un acceso de náuseas.

– Jesús…

– …le salve -dijo Quinn, terminando la frase sin el menor asomo de ironía-. Confiemos en que Él haya salvado a este pobrecillo. El forense dice que tardó una eternidad en morir.

– ¿Y quién organizó esta siniestra competición?

– Por cierto, incluso le han dado un nombre -dijo Quinn con aire ausente-. Se llama la Caza de Cabezas. No hay ningún premio de consolación, sólo el primero. «M» calcula que habrán tomado la salida treinta asesinos profesionales.

– ¿Quién está detrás de todo esto?

– Tus viejos amigos de ESPECTRO – la Dirección Especial de Contraespionaje, Terrorismo, Venganza y Extorsión-; y, en particular, el sucesor de la dinastía Blofeld con quien ya tuviste un roce un poco desagradable, según me ha dicho «M»…

– Tamil Rahani. El llamado coronel Tamil Rahani.

– El cual será, en cuestión de tres o cuatro meses, el difunto Tamil Rahani. De ahí el plazo que se ha fijado.

Bond guardó silencio un instante. Sabía muy bien lo peligroso que podía ser Tamil Rahani. Nunca se pudo averiguar de qué forma consiguió el cargo de jefe de ESPECTRO, cuyo liderazgo siempre estuvo en manos de la familia Blofeld. Sea como fuere, el brillante e ingenioso estratega Tamil Rahani se convirtió en el jefe de ESPECTRO. Bond le vio en su imaginación como si le tuviera delante de los ojos: moreno, musculoso, rezumando dinamismo por todos sus poros. Era un jefe despiadado, cuyo poder se extendía a muchos países.

Recordó la última vez que vio a Rahani, descendiendo en paracaídas sobre Ginebra. Su punto fuerte como comandante lo constituía el hecho de situarse siempre en primera línea de combate. Hacía un mes, tras la última reunión, trató de liquidar a Bond. Desde entonces hubo pocas emboscadas, pero Bond estaba seguro de que aquella espantosa competición era obra del siniestro Tamil Rahani.

– ¿Quieres decir que este hombre tiene los días contados? ¿Que se va a morir?

– Hubo una repentina fuga en paracaídas… -contestó Quinn sin mirarle a los ojos.

– Sí.

– Me han dicho que se rompió la columna vertebral al tomar tierra. Eso le provocó un cáncer de médula. Al parecer, le han visto seis especialistas. No hay esperanza. Dentro de cuatro meses, Tamil Rahani será el difunto Tamil Rahani.

– ¿Quién más interviene, aparte ESPECTRO?

– «M» está trabajando en ello -contestó Quinn, acariciándose la oscura barba-. Muchos de tus viejos enemigos, por supuesto. Para empezar, los miembros del que antiguamente era el Departamento V del KGB, el SMERSH…

– Departamento Ocho del Directorio 5: KGB -dijo Bond sin la menor vacilación.

Quinn siguió adelante como si no le hubiera oído:

– …y después, prácticamente todas las organizaciones terroristas conocidas, desde las antiguas Brigadas Rojas hasta las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional puertorriqueñas, las FALN. Con este premio de diez millones de francos suizos has despertado una enorme expectación…

– Has mencionado el hampa.

– Claro, la británica, la francesa, la alemana, por lo menos tres familias de la Mafia y, me temo que también la Union Corse. Desde la muerte de tu aliado Marc-Ange Draco no han sido muy amables que digamos…

– ¡Ya basta! -exclamó Bond, interrumpiéndole con aspereza.

Steve Quinn se levantó del sillón sin hacer el visible esfuerzo que hubiera cabido esperar de un hombre de su envergadura, simplemente un rápido movimiento de un segundo entre el estar sentado y el estar de pie.

– Sí, sí, lo sé, eso va a ser muy duro -dijo, apoyando una manaza sobre el hombro de Bond. Dudó un instante y después añadió-: Hay otra cosa que debes saber acerca de la Caza de Cabezas…

Bond se apartó para librarse de la mano de su compañero. Quinn no había tenido mucho tacto en recordarle las especiales relaciones que, en otros tiempos, había fomentado entre el Servicio y la Union Corse, una organización capaz de ser todavía más mortífera que la Mafia. Los contactos de Bond con la Union Corse desembocaron en su matrimonio, seguido inmediatamente por la muerte de su esposa, la hija de Marc-Ange Draco.

– ¿Qué más querías decirme? -preguntó fríamente-. Ya me has dicho con toda claridad que no puedo fiarme de nadie. ¿Ni siquiera de ti?

Bond reconoció a regañadientes la verdad que encerraba su última afirmación. No podía fiarse de nadie, ni siquiera de Steve Quinn, el hombre del Servicio en Roma.

– Es algo relacionado con las normas que ha elaborado ESPECTRO a propósito de la Caza de Cabezas -contestó Quinn, mirándole con ojos inexpresivos-. Los contendientes sólo pueden colocar a un hombre en el campo de operaciones…, a uno sólo. Según las últimas informaciones, cuatro ya han muerto violentamente durante las últimas veinticuatro horas… Uno de ellos, a unos cientos de metros de donde ahora nos encontramos.

– Tempel, Cordova y un par de matones en el transbordador de Ostende.

– Exacto. Los pasajeros del transbordador eran representantes de dos bandas de Londres: el sur de Londres y el West End. Tempel estaba relacionado con la Facción del Ejército Rojo. Era un experto conocedor del mundo del hampa y un político de café que intentaba hacerse con parte de los cuantiosos beneficios que genera el terrorismo. A Paul Cordova ya le conocías.

Los cuatro estaban muy cerca de él cuando los asesinaron, pensó Bond. ¿Qué posibilidades había de que todo fuera una simple coincidencia? En voz alta le preguntó a Quinn cuáles eran las órdenes de «M».

– Deberás regresar a Londres cuanto antes. No disponemos de suficientes hombres para protegerte en el continente. Mis hombres te escoltarán hasta el más cercano aeropuerto y después se harán cargo del automóvil…

– No -dijo Bond en tono cortante-. Del automóvil me encargo yo. No quiero que nadie lo haga por mí… ¿Está claro?

– Será tu entierro -contestó Quinn, encogiéndose de hombros-. Eres vulnerable en este automóvil.

Bond empezó a recoger sus cosas para hacer el equipaje, sin quitarle el ojo de encima a Quinn en ningún momento. No te fíes de nadie. Muy bien, pues, no se fiaría ni siquiera de aquel hombre.

– ¿Y tus chicos? -preguntó-. Dame algún informe.

– Están ahí afuera. Míralos tú mismo -contestó Quinn, señalando con la cabeza en dirección a la ventana. Se acercó a las persianas y miró a través de las tablillas entornadas. Bond se situó a su espalda-. Allí está -añadió Quinn-, el de la camisa azul que se encuentra de pie junto a las rocas. El otro está en el interior del Renault aparcado al final de la hilera de automóviles.

Era un Renault 25, V-61, un modelo de automóvil que a Bond no le gustaba demasiado. Si jugaba adecuadamente sus cartas, podría dejarles atrás sin ninguna dificultad.

– Quiero información sobre otra persona -dijo, situándose de nuevo en el centro de la habitación-, una chica inglesa con un título italiano.

– ¿Tempesta? -preguntó Quinn con expresión despectiva.

Bond asintió en silencio.

– «M» no cree que forme parte del juego, aunque podría ser una añagaza. Dijo que debes tener cuidado. Sus palabras fueron: «Tome precauciones». Según creo, ahora está por ahí.

– Más bien sí. Prometí acompañarla a Roma.

– ¡Líbrate de ella!

– Ya veremos. Bueno, Quinn, si no tienes nada más que decirme, voy a intentar regresar a casa. Hasta puede que resulte divertido.

Quinn le tendió una mano, pero Bond no se la estrechó.

– Buena suerte. La vas a necesitar.

– No creo en la suerte. Últimamente, sólo creo en una cosa: en mí mismo.

Quinn frunció el ceño, asintió y dejó a Bond organizando los últimos preparativos. La rapidez era esencial, pero, en aquel instante, la principal preocupación de Bond era qué hacer con Sukie Tempesta. Estaba allí, era un valor desconocido y, sin embargo, tenía la sensación de que podía serle útil. ¿Como rehén tal vez? La principessa Tempesta podía ser un rehén muy adecuado, incluso un escudo, siempre y cuando él tuviera la suficiente dosis de insensibilidad. A modo de respuesta, sonó el teléfono y era Sukie con su melodiosa voz.

– Quería preguntarle a qué hora pensaba salir, James.

– Cuando a usted le vaya bien. Yo ya estoy casi listo.

La mujer se rió sin la menor aspereza.

– Ya casi he terminado de hacer las maletas. Tardaré un cuarto de hora todo lo más. ¿Quiere comer aquí antes de que nos vayamos?

Bond contestó que preferiría detenerse por el camino, si a ella no le importaba.

– Mire, Sukie, hay un pequeño problema. Puede que tenga que desviarme un poco. ¿Me permite venir a hablar con usted antes de salir?

– ¿En mi habitación?

– Sería mejor.

– Podría provocar un pequeño escándalo, siendo yo una chica seria, educada en un convento.

– Le prometo que no habrá ningún escándalo. ¿Le parece bien dentro de diez minutos?

– Si insiste…

No estaba enfadada, pero se mostraba un poco más circunspecta que antes.

– Es importante. Estaré con usted dentro de diez minutos.

En cuanto colgó el teléfono y cerró la maleta, el timbre volvió a sonar.

– ¿Señor Bond?

Inmediatamente reconoció la atronadora voz del Doktor Kirchtum, el director de la Klinik Mozart. Parecía haber perdido parte de su efervescencia.

– ¿Herr Direktor? -dijo Bond con inquietud.

– Lo siento, señor Bond. Tengo malas noticias…

– ¡May!

– Su paciente, señor Bond. Ha desaparecido. La policía está aquí conmigo ahora. Lamento no haber establecido contacto antes. Desapareció con la amiga que la visitó ayer, esta tal señorita Moneypenny. Ha habido una llamada telefónica y la policía desea hablar con usted. La han, ¿cómo dicen ustedes?, secues…

– ¿Secuestrado? ¿May secuestrada, y Moneypenny?

Mil pensamientos distintos se arremolinaron en la cabeza de Bond, pero sólo uno tenía sentido. Alguien había hecho muy bien su trabajo. Era posible que el secuestro de May estuviera relacionado con el de Moneypenny, la cual era siempre un blanco de primera magnitud. Lo más probable, sin embargo, era que uno de los participantes en la Caza de Cabezas quisiera tener a Bond bajo observación. ¿Y qué mejor manera de conseguirlo que obligarle a ir en busca de May y Moneypenny?