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¡Duro con el extintor!

Eché al correo mi informe para Daraugh Graham de camino hacia la avenida Stevenson, la autovía que atraviesa el corazón del barrio sudoeste de Chicago siguiendo la principal ruta industrial. De hecho, corre paralela al Canal de Saneamiento y Navegación, que fue construido allá por el 1900 para unir los ríos Illinois y Chicago. Los casi cincuenta kilómetros del canal, atravesados por redes de vías férreas, albergan una gran variedad de industrias en sus márgenes. Las grúas para cereales y cemento dominan rimeros de chatarra; las cocheras para camiones ocupan los patios, donde los marineros de Chicago dejan sus barcos en dique seco durante el invierno.

Salí a la altura de Damen, pasando ante el pequeño grupo de chalets encaramados incongruentemente cerca de la rampa de salida, y giré bruscamente a la izquierda por la calle Archer. Igual que la autovía, la calle sigue la dirección del canal de saneamiento; era la calle principal que atravesaba el cinturón industrial antes de que construyeran Stevenson.

Aunque esa parte de la ciudad tiene remansos tranquilos de calles bien cuidadas, Archer no es una de ellas. Viejas casas de dos pisos y decadentes chalets se elevan directamente a ras de la acera. Las únicas tiendas de alimentación son chiringuitos que también venden cerveza, licores y papelería. Con el gran número de tabernas que posee la calle, es difícil imaginar cómo subsisten las tiendas.

La casa de la señora Polter estaba a unas cinco manzanas de Damen. Era una larga y estrecha caja, revestida de ripias cubiertas de alquitrán que en algunos sitios se habían desprendido, revelando la madera podrida que había debajo. La señora Polter vigilaba malhumoradamente la calle Cincuenta y dos desde su porche cuando llegué. «Porche» era en realidad mucho decir para un desvencijado cuadrado de tablas astilladas. Encaramado sobre unos cuantos escalones ruinosos, era apenas lo bastante grande para contener una silla metálica verde y dejar el espacio justo para abrir la celosía rota de la puerta.

La señora Polter era una mujer maciza, con el cuello sepultado bajo los círculos de grasa que sobresalían desde sus hombros. Su bata de cuadros marrones, que parecía una reliquia de los años veinte, había abandonado tiempo atrás la lucha por cubrir su escote. Un imperdible intentaba paliar la deficiencia de la tela, pero lo único que conseguía era deshilachar los bordes del tejido.

Por lo que pude ver, no giró la cabeza mientras yo subía a pasos vacilantes los escalones, ni tampoco se molestó en mirarme cuando me detuve a observarla.

– ¿Señora Polter? -pregunté tras un largo silencio.

Me lanzó una desabrida ojeada y volvió a dirigir su atención hacia la calle, donde tres chicos con bicicletas intentaban alzarse sobre sus ruedas traseras. Un trozo suelto de alquitrán golpeó contra la pared a nuestras espaldas.

– Quisiera hacerle unas preguntas sobre Mitch Kruger.

– Ni se os ocurra entrar en mi propiedad, chavales -gritó cuando los ciclistas subieron sus bicis al bordillo.

– La acera es de todos, pelleja gorda -le replicó a gritos uno de ellos.

Los otros dos rieron de buena gana, gambeteando con sus bicicletas arriba y abajo del bordillo. La señora Polter, moviéndose con la presteza de un boxeador, cogió un extintor y se puso a rociarlos a través de la verja. Retrocedieron de un salto hasta la calle Archer, fuera de su alcance, y siguieron riéndose. La señora Polter posó el extintor en el suelo junto a la silla. Era evidente que se trataba de un juego al que las dos partes ya habían jugado antes.

– Hay demasiao vandalismo por aquí porque la gente no tiene agallas para defender su propio territorio. Jodíos hispanos. Este vecindario era cantidad de distinto antes de que se metieran aquí, con toda su mierda y su delincuencia, y empezaran a reproducirse como moscas -la ripia de alquitrán tableteaba al ritmo de su parloteo.

– Sí, este barrio fue en su tiempo el jardín del Midwest… ¿ Mitch Kruger?

– Ah, ése -giró hacia mí unos desvaídos ojos azules-. Un viejo vino y pagó su alquiler. Con eso me basta.

– ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

Al oír eso giró la silla y la masa de su cuerpo hacia mí.

– ¿Quién quiere saberlo?

– Soy detective, señora Polter. Me han pedido que busque al señor Kruger. Hasta donde yo sé, usted es la última persona que lo vio.

Había llamado a Conrad Rawlings, un sargento de policía de mi distrito, para averiguar si habían pillado a Mitch borracho o armando alboroto en los últimos días. La policía no posee los medios informáticos para comprobar algo así. Rawlings me dio el nombre de un sargento de la Zona Cuatro, quien tuvo la amabilidad de llamar a todas las comisarías que le informaban. En ninguna de ellas habían pescado a Mitch recientemente, aunque los chicos de la comisaría de Marquette lo conocían.

– ¿Qué pasa, se ha muerto o qué? -su ronca voz destrozaba las palabras como un rallador de queso.

– Sólo ha desaparecido. ¿A usted qué le dijo cuando se marchó?

– No sé. No le presté atención, esos jodíos hispanos estaban con sus bicis por aquí, como hacen todos los días después del colegio. No puedo estar pendiente de dos cosas a la vez.

– Pero usted le vio bajar los escalones -insistí-. Y sabía que no le había pagado. Así que debió preguntarse cuándo iba a volver con el dinero.

Se golpeó la frente con una enorme manaza.

– Es verdad. Tienes razón, cielo. Le grité cuando estaba bajando los escalones: «No olvides que me debes cincuenta pavos», o algo así -sonrió, satisfecha de sí misma, y se balanceó en la silla, haciéndola crujir.

– ¿Y él qué hizo? -la espoleé por toda respuesta.

Volvió a retorcerse en la silla y cogió su extintor, amenazando a los tres chiquillos que se reían desde la calzada. Cuando se alejaron por la calle preguntó:

– ¿Qué decías, cielo?

Repetí mi pregunta.

– ¡Ah! Ah, claro. Volvió la cabeza y me guiñó un ojo. «No necesita rociarme con esa cosa», dijo, refiriéndose al extintor, claro, «porque tengo mucha pasta. O al menos la voy a tener muy pronto. Muy pronto».

– ¿Giró a la derecha o a la izquierda al salir?

Arrugó la frente bajo el ralo cabello amarillo en un esfuerzo por refrescarse la memoria, pero no lo pudo recordar; había estado pendiente de esos chiquillos, y no de uno más de los muertos de hambre de sus inquilinos.

– Me gustaría ver su habitación antes de irme.

– ¿Tienes alguna orden para eso, cielo?

Saqué un billete de veinte dólares del monedero.

– Ninguna orden. Pero ¿qué tal un repuesto para ese chisme suyo?

Me miró a mí, luego al dinero, y luego a los chiquillos de la calle.

– Vosotros, los polis, no podéis entrar a fisgonear en las casas de la gente sin una orden. Está en la Constitución, por si no lo sabes. Pero sólo por esta vez, por eso de que eres mujer y vas vestida decente, te dejaré entrar, pero si vuelves con algún tío, más vale que tengáis una orden. Sube al segundo piso. Dos puertas más allá del cuarto de baño a tu izquierda -giró bruscamente la cabeza hacia la calle mientras yo abría la celosía.

Su casa tenía el penetrante olor a rancio de una bayeta vieja. Era un lugar sombrío, una construcción estrecha y alargada con ventanas sólo en los muros frontal y posterior. Por el olor, hacía algún tiempo que no habían sido abiertas. Las escaleras se elevaban abruptamente frente a mí. Las subí cautelosamente. Aun así, tropecé varias veces en trozos sueltos de linóleo.

Me abrí paso como pude por el vestíbulo del segundo piso hasta el cuarto de baño, y di con la segunda puerta a mi izquierda. La habitación estaba abierta, la cama hecha con poco esmero, esperando la vuelta de Kruger. No había cerrojos interiores ni mucha intimidad en los dominios de la señora Polter, pero Kruger no tenía gran cosa que mantener en privado. Hurgué en su maleta de plástico, pero todos los papeles que tenía se referían a su afiliación sindical, a su pensión del sindicato, además de un formulario para enviar a la administración de la Seguridad Social informando de su cambio de domicilio. También conservaba algunos viejos recortes de periódico, al parecer sobre Diamond Head. Tal vez la compañía le hacía las veces de la familia que le faltaba como fuente de contacto humano.

Su única pertenencia de algún posible valor era un televisor portátil en blanco y negro. Su antena estaba torcida y uno de los botones roto, pero cuando lo encendí la imagen apareció con una respetable nitidez.

Las ropas de Mitch estaban lo bastante grasientas como para que tuviera que pasar por el cuarto de baño a la vuelta para lavarme las manos. Una ojeada a las toallas me convenció de que era más higiénico secarme con el secador eléctrico.

Un hombre de mediana edad, con una camiseta deshilachada y pantalón corto, estaba esperando en la puerta del baño. Me echó una mirada hambrienta.

– Ya era hora de que esa vieja furcia nos trajera a alguien como tú, bombón. Alegras la vista. Alegras la vista, ¡ya lo creo!

Se frotó contra mí al pasar junto a él. Perdí pie y le asesté una patada en su pierna desnuda para recobrar el equilibrio. Sentí su mirada hostil en la nuca todo el rato mientras bajaba. Otra detective más competente hubiera aprovechado la oportunidad para preguntarle sobre Mitch Kruger.

La señora Polter no dijo nada cuando le di las gracias por dejarme entrar, pero mientras bajaba los escalones me gritó:

– Recuerda, esa habitación está pagada sólo hasta el domingo por la noche. Después más vale que el viejo venga a recoger sus bártulos.

Me detuve a reflexionar. El señor Contreras no querría volver a tener a su viejo amigo en el sofá del salón. Y, pensándolo bien, yo tampoco. Volví a subir los escalones y le di cincuenta dólares. Desaparecieron detrás del imperdible de su escote, pero no dijo nada. Ahora me quedaban diez dólares del anticipo del señor Contreras para recorrer los bares del barrio Sur.

Al llegar abajo detuve al cabecilla del trío de ciclistas.

– Estoy buscando a un viejo que salió de aquí el lunes por la tarde. Un blanco, con mucho pelo gris, sin peinar, panzón, probablemente con tirantes y un viejo par de pantalones de trabajo. ¿Recordáis en qué dirección se fue?

– ¿Es un amigo suyo, señorita?

– Es… es mi tío -supuse que esa panda no contestaría con mucho agrado a un detective.

– ¿Cuánto vale para usté encontrarlo?

Hice una mueca.

– No demasiado. Tal vez diez pavos.

– ¡Ahí llega precisamente! -uno de los otros dos chicos saltó con la bici al bordillo, excitado-. ¡Justo detrás de usté, seño!

Sujetando firmemente mi bolso giré la cabeza. El chiquillo tenía razón. Un hombre mayor, blanco, con espeso pelo gris y una barriga prominente se acercaba a nosotros dando traspiés. De hecho, otro estaba saliendo de la taberna de Tessie, al otro lado de la calle. Probablemente había mil hombres parecidos a Mitch vagando por esa franja de tres kilómetros entre Ashland y Western. Mis hombros se hundieron ante esa perspectiva. Me di media vuelta para cruzar la calle.

– ¡Eh, seño! ¿Y esa pasta? -de repente el trío me rodeó con sus bicicletas.

– Bueno, ése no era mi tío. Pero se le parece, así que supongo que eso vale cinco pavos.

Extraje de mi bolso un billete de cinco sin sacar el monedero. No me gustaba imitar la desconfianza de la señora Polter, pero me tenían rodeada.

– Ha dicho diez -me acusó el cabecilla.

– Tómalo o déjalo -le miré fríamente, con los brazos en jarras. No sé si fue la dureza de mi expresión o el brusco movimiento de la señora Polter con su extintor, pero las bicicletas se separaron. Me alejé despacio por la calle, sin mirar atrás, hasta llegar a la puerta de la taberna de Tessie. Se habían marchado en dirección a Ashland, presumiblemente para gastarse mi espléndida dádiva.