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Diamante en bruto

La tasca de Tessie era un pequeño y estrecho local con tres mesas de aglomerado y una barra a la que podían sentarse ocho o nueve personas. Dos hombres con polvorientas camisas de trabajo estaban sentados codo a codo junto a la barra. Uno tenía las mangas remangadas y mostraba unos brazos del tamaño de los pilares de la autovía. Ninguno de los dos me miró cuando entré en el bar, pero una mujer de mediana edad que me daba la espalda, fregando vasos, se volvió hacia mí. Tenía alguna especie de radar que le avisaba cuando entraba un cliente.

– ¿Qué puedo hacer por ti, cielo? -su voz era como su rostro, clara y agradable.

– Me tomaré una caña -me encaramé a un taburete. La cerveza no es mi bebida favorita, pero no se puede andar recorriendo bares a base de whisky, y los taberneros no se muestran muy elocuentes con los fanáticos del club de la soda.

El hombre en mangas de camisa terminó su cerveza y dijo:

– Lo mismo para mí, Tessie.

Sacó dos cervezas más, llenó un par de vasos y los colocó frente a los hombres. Echó los vacíos al fregadero y los fregó vigorosamente, colocándolos luego en un estante bajo las botellas, frente a ella. Tres hombres entraron y la saludaron por su nombre.

– ¿Lo de siempre, muchachos? -preguntó, cogiendo unas jarras limpias. Se llevaron las cervezas a una de las mesas de aglomerado y Tessie cogió el Sun-Times.

– ¿Quieres algo más, cielo? -me preguntó cuando hube terminado con un esfuerzo el brebaje claro y amargo.

– La verdad es que estoy buscando a mi tío. Me preguntaba si usted lo habría visto -empecé a describir a Mitch, pero me interrumpió.

– Yo no regento una guardería, querida. Son setenta y cinco centavos de la cerveza.

Me busqué un dólar en el bolsillo del pantalón.

– No le pido eso. Pero desapareció el lunes y tiene la mala costumbre de irse de jarana. Estoy intentando encontrar su pista. Se acaba de mudar a la casa de la señora Polter, al otro lado de la calle.

Se frotó las manos en las rollizas caderas y soltó un suspiro exagerado, pero escuchó mi descripción de Mitch bastante atentamente.

– Podría ser uno cualquiera entre la docena de tipos que vienen a beber aquí -dijo cuando terminé-. Pero todos tienen casa fija; creo que deberías hablar con ellos, en vez de recorrerte todos los bares de Archer bebiendo cerveza. Una chica guapa como tú podría meterse en líos en alguno de ellos.

Me devolvió mi cuarto de dólar y me disuadió con la mano de dejarlo sobre el mostrador.

– Espero que lo encuentres, reina. Esos viejos borrachos le quitan demasiado tiempo a su familia.

Me detuve en la acera tratando de determinar mi siguiente paso. La señora Polter había desaparecido de su porche y no se veía a sus tres tormentos por ningún lado. Una mujer cansada, con dos niños pequeños a remolque, se acercaba por la acera. Otra mujer estaba entrando en el Excelsior Tap, tres puertas más abajo que el bar de Tessie. No había mucha animación en la calle para ser una tarde de junio.

Tessie tenía razón. Si Kruger quisiera correrse una juerga, no lo haría aquí. Volvería a su antiguo barrio y bebería en su taberna habitual. Tenía que haberle pedido su antigua dirección al señor Contreras antes de empezar a buscar. Podía llamar a mi vecino -había una cabina telefónica en la esquina-, pero no tenía estómago para aguantar más caseras ni más cervezas esa tarde.

Me subí al coche. Sólo eran las cuatro y cuarto. Puede que aún hubiese alguien en la oficina de Diamond Head. Si no iba ahora ya no podría echarles un vistazo hasta el lunes.

La planta resultó difícil de encontrar. La dirección, el 2.000 de la calle Treinta y uno, estaba bastante clara, pero no conseguía dar con ella. Subí por Damen, que cruza el canal a la altura de la calle Treinta y uno, y encontré una calle prometedora que serpenteaba entre los pilares de la autovía. Las malas hierbas crecían hasta la cintura, ocultando parcialmente colchones y neumáticos desechados. Rugiendo al pasar me adelantaban unos tráilers que cogían las curvas a ochenta. Me di cuenta demasiado tarde de que nos encauzaban hacia Stevenson.

Para entonces, la hora punta del tráfico convertía los tres kilómetros de Kedzie en un trayecto de veinte minutos. Cuando salí, no intenté volver a la autovía. Continué por la Treinta y nueve y regresé a Damen. Esta vez aparqué el Trans Am bajo el puente y caminé por la senda peatonal hasta la torre del abandonado puente levadizo.

Hacía años que nadie utilizaba la torre. Sus ventanas estaban selladas con tablas. Los cerrojos de la pequeña puerta de hierro estaban tan sumamente oxidados que no se hubiera podido abrir la puerta ni con la llave. Alguien había anunciado la presencia de los Insane Spanish Cobras en un muro. El otro estaba ocupado por una enorme esvástica.

El parapeto también estaba totalmente oxidado. Varias de las rejas se habían desprendido. No me arriesgué a asomarme por encima: un paso en falso e iría a parar de cabeza sobre las pilas de troncos amarradas abajo. Lo que hice fue tumbarme boca abajo en la senda y mirar desde allí.

Los patios gigantescos de Weyerhauser se extendían hacia el este, junto a algunos vertederos de chatarra. Justo debajo de mí, unos árboles escuchimizados crecían al borde del agua. Ocultaban la mayoría de los tejados cercanos, pero dos más allá, a la izquierda, pude vislumbrar una A y luego ND. No necesitaba a Sherlock Holmes para deducir que podían pertenecer a la palabra «Diamond».

Si tuviese un barco, podría ir derecha por el canal hasta esas puertas. La gracia estaba en acceder allí por tierra. Bajé del puente y seguí una estrecha acera que pasaba delante de una hilera de chalets construidos junto a la carretera. Las casas parecían mucho más antiguas que el puente, que se elevaba por encima de sus diminutas buhardillas, tapándoles la luz.

El callejón terminaba en una valla anticiclones que bordeaba el canal. Seguí la valla, tratando de evitar lo más grueso de la basura tirada junto a ella, pero tropecé varias veces con las latas ocultas entre las altas hierbas tipo sabana. Tras unos seis metros entre porquerías, llegué a una pista de cemento. Junto a ella había un muelle de carga. Aparcados en los muelles, los camiones parecían caballos amarrados en un establo gigantesco comiendo su pienso.

Torcí la vista para leer el rótulo que corría alrededor del tejado. Gammidge Wire. Seguí la pista de cemento rodeando el edificio, y llegué por fin a Diamond Head.

Había un solo camión aparcado en la nave abierta de la planta de motores. Temí que mi exploración de la Zona Sur me hubiese retrasado demasiado como para encontrar a alguien, pero me acerqué al camión para averiguarlo.

Un hombre en mono estaba bajo la plataforma de carga, con la espalda apoyada en el camión. Era un tipo enorme, que sobrepasaba mi metro setenta y dos en unos buenos veinte centímetros. El motor estaba encendido, haciendo vibrar la caja del camión y metiendo tal escándalo que me las vi negras para llamar su atención. Terminé por tocarle el brazo. Dio un salto, soltando un taco.

– ¿Quién eres, y qué diablos quieres? -no podía oírle con el estrépito del motor, pero articuló las palabras de forma perfectamente comprensible.

Tenía una enorme cara cuadrada con una cicatriz que le recorría la mandíbula izquierda. Se había roto la nariz más de una vez, a juzgar por el número de curvas que describía hasta terminar en el lado derecho de la cara. Di un paso atrás.

– ¿Hay alguien dentro con quien pueda hablar? -vociferé.

Acercó su cara a la mía.

– Te he preguntado quién eres, nena, y qué demonios buscas aquí.

Me escocían las corvas, pero le miré fríamente.

– Soy V. I. Warshawski. Quiero ver al jefe de taller. ¿Le vale eso?

Entornó los ojos y abultó el labio inferior, dispuesto a enfurecerse del todo. Antes de que se decidiera por algo realmente violento, me agaché detrás de él y me encaramé a la plataforma. Intentó seguirme, pero su corpulencia y sus botas de trabajo limitaban su agilidad.

Miré a mi alrededor buscando a alguien con quien hablar, pero la plataforma estaba vacía. Sólo una elevadora con un cajón de embalaje sugería que alguien podría estar cargando -o descargando- el camión.

No esperé a que mi amigo llegara hasta mí, sino que corrí por el borde del muelle hasta que encontré una puerta abierta que daba a un largo vestíbulo. Allí sí encontré un pequeño grupo de hombres, todos con camisa y corbata, enfrascados en una conversación. Los jefes. Justo lo que quería.

Levantaron la vista hacia mí, sorprendidos. Uno de ellos, un jovencito con el pelo castaño corto y gafas de concha, dio un paso adelante.

– ¿Se ha perdido?

– No exactamente -reparé en un largo manojo de hierba de las praderas pegado a la lengüeta de mi zapato derecho y me pregunté cuánta porquería más debía de llevar-. Estoy buscando a alguien que pueda saber algo de un antiguo empleado de Diamond Head. El jefe de taller o el director de la fábrica.

En ese preciso momento mi amigo el del camión entró violentamente.

– ¡Ah! Aquí estás -rugió en tono infinitamente amenazador-. Acaba de entrar por la parte de atrás para fisgonear aquí.

– ¿Ah sí? -el portavoz se volvió hacia mí-. ¿Quién es usted y qué quiere exactamente?

– Soy V. I. Warshawski. Y quiero hablar con el jefe de taller o con el director de la fábrica. Y a pesar de lo que dice el Bruno este, no estaba fisgoneando por aquí. Pero me he pasado cuarenta minutos en balde tratando de llegar por la carretera, y finalmente he tenido que acercarme a pie.

Nadie habló durante un minuto, y luego otro hombre, mayor que el primero que había hablado, preguntó:

– ¿Para quién trabaja usted?

– No soy una espía industrial, si es lo que se pregunta. Sólo tengo una muy vaga noción de lo que hacen aquí. Soy detective -esto último suscitó un brusco arranque en dos hombres del grupo. Alcé una mano-… Soy detective privado, y me han contratado para buscar a un hombre de cierta edad que trabajó aquí.

El más viejo de los hombres me observó detalladamente durante un minuto.

– Creo que es mejor que hable con ella en mi despacho, Hank -le dijo al de pelo castaño-. Vuelve al camión, Simon. Me aseguraré de que después salga del recinto.

Giró la cabeza en dirección a la otra punta del vestíbulo y me espetó:

– Venga.

Se alejó a buen paso. Le seguí más lentamente, deteniéndome para quitarme el manojo de hierba del zapato. Cuando me enderecé había desaparecido. A los dos tercios del recorrido por el vestíbulo encontré una puerta que conducía a un corto pasillo. Mi guía se había parado justo al otro lado, con las manos en las caderas y una penetrante mirada en sus ojos oscuros. Cuando llegué a su altura giró sin una palabra y entró en el agujero utilitario que le servía de despacho.

– Bueno, ahora dígame: ¿quién demonios es usted y qué anda fisgoneando en nuestra fábrica? -preguntó tan pronto como nos sentamos.

Eché un vistazo a su mesa, pero no vi ninguna placa con su nombre.

– ¿Tiene usted un nombre? -pregunté-. ¿Y un cargo en la empresa?

– Le he hecho una pregunta, jovencita.

– Ya se lo he dicho ahí fuera. No tengo nada que añadir. Pero si quiere discutirlo, me sería muy útil saber su nombre -me recliné en la silla y me até el zapato derecho.

Me fulminó con la mirada. Me quité el zapato izquierdo y sacudí el polvo que llevaba dentro contra el suelo.

– Me llamo Chamfers. Y soy el director de la fábrica -disparaba cada palabra como con una cerbatana.

– ¿Cómo está usted? -saqué mi billetero del bolso, extraje la copia plastificada de mi licencia de detective y se la enseñé.

La examinó detalladamente y la lanzó con desdén sobre la mesa.

– No creo que quiera decirme quién la ha contratado, pero tengo mis propios detectives. Puedo investigarla a usted rápidamente.

Puse cara de disgusto.

– Y cuando se haya gastado unos dos mil pavos en hacerlo, estará en las mismas que ahora. Sé que parece extraño que yo ande merodeando por sus locales, pero hay una explicación muy simple. Ese hombre suyo, Simon, ha sido la primera persona que he visto. Cuando intenté hablar con él se puso bastante violento, por eso salí corriendo para ponerme a salvo y fue cuando les encontré a ustedes.

Frunció el ceño durante un minuto.

– ¿Y qué historia tiene sobre lo que quiere de mí?

– Mi historia, como usted dice, también es muy simple. Estoy buscando a un hombre mayor que trabajó aquí.

– ¿Lo despedimos?

– No. Se fue de la forma más tradicional: se jubiló.

– Entonces no tiene ninguna razón para estar aquí -no me creía. Su tono y el gesto de su labio superior lo dejaban bien claro.

– Eso parece. Pero la última vez que mi cliente lo vio, el lunes, el tipo que ha desaparecido dijo que iba a venir aquí a ver a los jefes: ésas fueron sus palabras. Tenía algo en la cabeza respecto a Diamond Head. Así que, ya que nadie que lo conozca lo ha visto desde el lunes, esperaba que lo hubiera hecho, efectivamente. Me refiero a venir aquí.

– ¿Y cuál es el nombre de ese empleado? -exhibió una sonrisita para mostrarme que apreciaba nuestro juego.

Sonreí a mi vez, tan levemente como él, pero más despectiva.

– Mitch Kruger. ¿Ha estado por aquí?

– Si ha estado, no habrá visto a nadie más que a mi ayudante.

– Entonces me gustaría hablar con él.

– Eso ha sido muy tosco -dijo desdeñosamente-, intentar hacerme creer que no ha hecho sus deberes sobre nuestras actividades y que no sabe que mi ayudante es una mujer. Le preguntaré a Angela el lunes cuando llegue. Y la llamaremos.

– Chamfers, le contaré un pequeño secreto. Si de verdad estuviera haciendo espionaje industrial, ni siquiera se enteraría de que había estado aquí. Les hubiera estado vigilando y conocería sus idas y venidas, y hubiera hecho mi jugada cuando no estuviesen aquí, durante el fin de semana. Así que cálmese. Ahórrese el esfuerzo mental y el gasto. Lo único que quiero saber es cuándo fue la última vez que alguien de Diamond Head vio a mi pequeño Mitch. Cuando sepa eso, me despediré para siempre.

Recogí mi licencia de la mesa y le tendí una de mis tarjetas.

– Le será más fácil llamarme si tiene mi número, Chamfers. Yo cogeré el suyo.

Me incliné sobre la mesa y copié el número que constaba en su teléfono de teclas antes de que pudiera detenerme.

– ¿Quiere darme un salvoconducto para pasar por delante de Simon?

Exhibió una sonrisa triunfante.

– No vamos a pasar por la fábrica, así que no abrigue esperanzas, jovencita. Vamos a dar un rodeo. Y me aseguraré de que nuestros encargados de seguridad estén alerta este fin de semana.

Volvimos al vestíbulo y salimos por una puerta que daba al canal. En silencio recorrimos un sendero lateral, dejamos atrás el vibrante camión donde Simon montaba guardia, y alcanzamos la entrada principal. Una agrietada carretera se alejaba desde allí.

– No sé dónde ha ocultado su coche, pero más vale que no esté en nuestro terreno. No puedo prometerle que sea capaz de controlar a Simon si la ve merodeando por aquí otra vez.

– Me aseguraré de traer conmigo una bolsa de carne cruda la próxima vez, por si acaso.

– No habrá una próxima vez. Métase bien eso en su sesera, jovencita.

No me pareció que valiera la pena exacerbar el conflicto. Le envié un beso y me alejé por la carretera. Con los brazos en jarras, me siguió con una mirada furiosa hasta que desaparecí de su vista.