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Bienvenida a tu lecho de muerte

Pasé seis horas en la cama, en su mayor parte como una forma de matar el tiempo hasta que fuese de día, ya que no pude dormir. No había querido cargar con la responsabilidad de cuidar de los perros y me había anticipado al señor Contreras antes de que sugiriera que nos los quedáramos. Me había puesto incluso un poco mordaz y condescendiente cuando lo hablé con él. Y ahora estaban muertos. Me esforcé por no imaginarme sus cuerpos tiesos en algún vertedero, o dondequiera que el condado mande a los perros que elimina, pero me sentía enferma, febril, como si yo misma los hubiese puesto junto al paredón y los hubiese fusilado.

En las noches de insomnio parece como si el cielo fuese a permanecer negro para siempre, que sólo durmiendo puede hacer una que aparezca el día. Finalmente debí de amodorrarme durante una hora o dos, porque de repente mi habitación estaba llena de luz. Otra espléndida mañana de junio, el tiempo ideal para contarle a una anciana que sus amados perros están muertos.

Tenía un amigo de la universidad, Steve Logan, que trabajaba de asistente social en el servicio de psiquiatría del hospital del condado de Cook. Solíamos trabajar juntos con frecuencia cuando yo estaba en la oficina del defensor público: él examinaba a mis clientes menos adaptados socialmente. Hubo incluso un año en que creímos estar enamorados. No pudimos corroborarlo, pero el recuerdo de nuestra relación teñía nuestra amistad de cierta calidez.

Desde que nuestros caminos laborales habían dejado de cruzarse, sólo conseguíamos coincidir un par de veces al año, pero probablemente conseguiría que yo pudiese ver a la señora Frizell. Esperé dos largas horas hasta que, a las nueve, me pareció un momento decente para intentar llamarle.

Steve pareció contento de oírme y chasqueó la lengua en ademán de consuelo tras el relato de mis infortunios. Aceptó localizar a la señora Frizell y llevarme a verla si podía encontrarme con él media hora más tarde: era su día libre y lo iba a aprovechar para llevar a sus hijos al zoo.

Me vestí a toda prisa y salí furtivamente sin que me oyera el señor Contreras. Me sentía demasiado deshecha como para contarle lo que había sucedido -y para escuchar sus reproches.

El hospital del condado de Cook está a la entrada del barrio Oeste, nada más salir del paso elevado de Lake Street, entre un hospital de la asociación de veteranos y el presbiteriano de St. Luke. Este último es un enorme hospital privado con los servicios más modernos y un plan de ampliación en proceso que amenaza con engullir a toda la comunidad circundante. El «Prez», como lo llaman los lugareños, no tiene ningún vínculo con el hospital del condado, excepto cuando sus pacientes se quedan sin dinero y tienen que ser expulsados a la calle para que los recojan los contribuyentes.

El del condado había sido erigido a finales de siglo, cuando los edificios públicos tenían que parecerse a templos babilónicos. Después de su creación el público ha declinado otros actos de generosidad. Seguimos invirtiendo más dinero en la cárcel del condado y en los tribunales, construyendo incluso dependencias más grandes para reforzar aún más el cumplimiento de la ley, pero el hospital languidece. Cada seis meses, más o menos, los periódicos dan la voz de alarma diciendo que el hospital perderá su crédito -y el dinero federal- porque el edificio está muy por debajo de las normas, pero entonces los federales se ablandan y la institución sigue adelante a trancas y barrancas. Que los quirófanos no tengan aire acondicionado y que el hospital no tenga sistema de extintores parecen unas razones triviales para privar a los pobres de una de las pocas fuentes de atención sanitaria que subsisten.

Como corolario del Prez y de la Universidad de Illinois, que tiene un campus allí cerca, han surgido un montón de casitas urbanas en las inmediaciones de los hospitales. Aun así, me resistía a dejar el coche en la calle. Mientras entraba en uno de los estacionamientos privados del hospital, me arrepentí de no haberme conformado con un coche más acorde con mis ingresos y con los barrios que visitaba. Si me hubiera conformado con un Chevrolet de segunda mano, podría haberme comprado unas Nikes nuevas.

Había quedado en encontrarme con Steve en la entrada principal de la calle Harrison. Era un extraño vestíbulo, con la estatua de una mujer desnuda y dos niños en un rincón, y un gran cuadrado con tubos de luz azul en el techo. Me pregunté si sería un aparato contra los insectos o tubos de ultravioletas para matar cualquier germen viviente. Si ése era el caso, llevaban perdida la batalla contra la mugre de suelos y paredes.

Había gente dispersa por el vestíbulo comiendo patatas fritas y bebiendo café. La zona de espera, cuyas sillas ocupaban varios huecos, estaba prácticamente vacía. Entre semana todos los asientos están ocupados por los pacientes externos que esperan su turno. El sábado por la mañana sólo un par de borrachos estaban repantigados en las sillas, durmiendo la mona del viernes por la noche. El hospital es un monstruo, construido en forma de E con una altura de siete pisos. Gente sin hogar, echada a patadas del aeropuerto O'Hare, se desliza por las puertas laterales y se arrebuja en los interminables pasillos para pasar la noche.

Mientras esperaba a Steve, un par de corpulentos policías entraron en el vestíbulo con un hombre esposado y con grilletes en los pies. Estaba flaco y tembloroso, una hoja oscilando entre dos ramas, y llevaba la cara cubierta por una mascarilla quirúrgica. La mascarilla resultaba tan incongruente como los grilletes en sus enjutas piernas. ¿Tal vez tenía el bacilo de Koch y les había escupido a los agentes? La tuberculosis también estaba en alza en el condado.

Steve llegó corriendo por el pasillo algo después de las diez, cuando ya había estudiado lo suficiente el dibujo del suelo como para memorizarlo. Llevaba vaqueros y zapatillas de lona; con el pelo lacio y rubio cayéndole sobre los ojos, parecía un anuncio de deportes al aire libre. No podía creer que hubiera seguido trabajando para el condado durante todos esos años sin quemarse el cerebro, pero una vez me dijo que trabajar allí le hacía sentirse real.

Me pasó un brazo alrededor del talle y me besó levemente en la mejilla.

– Siento llegar tarde, Vic. Sólo he querido comprobar si sabíamos algo de tu anciana. Ahora llevamos un atraso de seis meses, por lo que no esperaba nada, pero resulta que hubo alguna vista urgente el jueves.

Hice una mueca.

– Sí, por eso estoy aquí. Tengo un jodido yuppy de vecino que ha conseguido hacerse nombrar tutor de la anciana, y con una precipitación extraña.

Las espesas cejas de Steve desaparecieron bajo su mechón.

– Ésta fue superurgente. Sólo estaba aquí desde el lunes por la noche, ¿no es así? Parece casi indecente. ¿Le deja algo en su testamento?

– La rabia, si se le ocurriera. El chico ha hecho matar a sus perros por la perrera del condado. Su vida giraba bastante en torno a ellos, no sé cómo va a reaccionar cuando se entere de que están muertos.

Steve consultó su reloj.

– Elaine está dando de desayunar a los niños y ayudándoles a vestirse. Déjame llamarla para decirle que llegaré tarde: quiero ver yo mismo a la señora Frizell. Entonces decidiremos la mejor manera de contarle lo de los perros.

Volvimos al otro extremo del vestíbulo. Steve sobrepasa mi metro setenta y dos en cinco o seis pulgadas. Procuraba acortar su paso, pero aún tenía yo que correr para mantenerme a su altura. Abrió bruscamente una puerta y empezó a subir unas escaleras.

– Ascensores: hoy sólo funciona uno en esta parte del edificio. Me temo que tenemos que subir cinco pisos, pero créeme, es mucho más rápido.

Yo jadeaba un poco cuando llegamos a su despacho, pero él no parecía en absoluto falto de aliento. Llamó a su mujer, cogió una tablilla y volvió a cerrar la puerta de un solo movimiento.

– Elaine te manda un abrazo. Ahora bajamos dos pisos y pasamos por el servicio de ortopedia. He llamado a Nelle McDowell, es la enfermera encargada de esa área. Es maja, nos dejará hablar con la señora Frizell.

Nos encontramos con Nelle McDowell en la sala de las enfermeras, un chiribitil al final del pasillo. Alta, negra y robusta, nos saludó a Steve y a mí con la cabeza, pero siguió conversando con dos enfermeras y un asistente. Estaban repasando los recién llegados de esa noche y tratando de repartir la carga de trabajo. Esperamos fuera a que terminaran: el minúsculo cuartito apenas podía contener ya a las cuatro personas que estaban dentro.

Cuando se acabó la reunión, McDowell nos hizo señas de que entráramos. Steve me presentó.

– Vic quiere hablar con Harriet Frizell. ¿Está en condiciones de ver a alguien?

McDowell puso mal gesto.

– No es la persona más coherente de la planta en este momento. ¿Para qué queréis verla?

Volví a contar mi historia, cómo encontramos a la señora Frizell el lunes por la noche, y luego le hablé de Todd Pichea, de los perros, y de por qué me preocupaba. McDowell me miró de arriba abajo como un capitán examinando a un dudoso nuevo subalterno.

– ¿Sabes quién es Bruce, Vic?

– Bruce es, era, el perro favorito de la señora Frizell, un gran labrador negro.

– No para de llamarle a gemidos. Pensé que sería su marido, o quizá su hijo. ¿Pero su perro? -la enfermera jefe frunció los labios y sacudió la cabeza-. No está muy cabal, no contesta a las preguntas y el nombre de ese perro es prácticamente todo lo que ha dicho desde que la trajeron aquí. El lunes por la noche no consiguieron que diera el nombre de ningún familiar, los médicos no tuvieron más remedio que firmar la hoja de autorización en su lugar. Hemos intentado buscar a un tal Bruce Frizell en la ciudad y sus alrededores: si se trata de un perro, eso explica por qué no hemos tenido éxito. Si está muerto, no se lo va a tomar nada bien. Prefiero no decírselo hasta no estar segura de que tiene fuerzas suficientes para sobrevivir.

– Quiero hablar con ella, Nelle -dijo Steve-. Intentar hacer una evaluación. Uno de nuestros chicos estuvo aquí para la vista con el abogado el jueves, pero me gustaría hacerme una idea por mí mismo.

McDowell alzó los brazos al cielo.

– Adelante, Steve. Y lleva contigo a la detective, no tengo inconveniente. Pero no vayas a hacer algo que la ponga frenética. Por si no lo has notado, estamos escasos de personal en esta planta.

Sacó un gráfico con la palabra «Frizell» escrita en un lado.

– Hay algo que tal vez podáis decirme: ¿por qué esas prisas para conseguirle un tutor? Las veces que hemos necesitado a alguno aquí, sólo los trámites para conseguir la vista nos han llevado meses. Y ahora el jueves ya tenemos un tutor ad lítem vivito y coleando, hablando con la anciana sin más formalidades. Avisé a los de seguridad, y le echaron hasta que conseguimos traer a alguien del equipo de psiquiatría, junto con ese chico de tu oficina -señaló a Steve con la cabeza-, pero me mosqueó muchísimo.

Sacudí la cabeza.

– Yo tampoco lo entiendo, excepto que Pichea rabiaba por deshacerse de esos perros. Yo misma hablé con su hijo el lunes por la noche. Vive en California y tenía más o menos el mismo interés por lo que le sucedía a su madre como el que yo tengo por mis cucarachas. Supongo que cuando Pichea le llamó estuvo entusiasmado con poder cargarle a otro el problema de la señora Frizell.

McDowell sacudió la cabeza.

– Aquí nos viene gente con toda clase de problemas, pero no recuerdo a ningún paciente que la familia quisiera endilgar a un extraño, jamás… La señora Frizell está al otro extremo de la sala, la tercera división antes del final. Hazme saber qué te parece, Steve.

Cuando salimos del cuarto de las enfermeras, Steve me explicó que la sala solía ser corrida, pero que habían construido unas separaciones hacía unos cuantos años.

– No es un sistema excelente: los tabiques están tan juntos que no queda sitio para hacer la cama, y los pacientes no tienen posibilidad de llamar la atención de nadie si necesitan ayuda. Pero la junta del condado decide, y nosotros tratamos de apañárnoslas lo mejor que podemos.

Cuando vi a la señora Frizell se me heló la sangre y me sentí palidecer. Incluso el lunes por la noche, tumbada medio desnuda en el suelo del cuarto de baño, seguía pareciendo una persona. Ahora tenía la cabeza ladeada sobre la almohada, con la mirada perdida en el vacío, la boca abierta, y la piel, tirante sobre sus huesos, de un gris pálido. Parecía un cadáver. Sólo sus movimientos inquietos y sin sentido indicaban que aún seguía viva.

Miré temerosamente a Steve. Él sacudió la cabeza, apretando los labios, pero se deslizó entre la cama y el tabique divisorio. Yo me puse del otro lado de la cama.

Me arrodillé junto a la cama. Los ojos de la señora Frizell no parecían fijarse ni en mí ni en Steve.

– ¿Señora Frizell? Soy V. L, Victoria. Su vecina. ¿Cómo se encuentra?

Parecía una pregunta estúpida y me di por recompensada de mi estupidez al no contestarme. Steve me hizo señas de que debía seguir, así que seguí dolorosamente adelante.

– Tengo una perra, ya sabe, esa perdiguera color rojo dorado. Algunas mañanas pasamos por delante de su puerta y a veces hablamos -a veces refunfuñaba contra mí, rectifiqué mentalmente, quizá nunca reparó realmente en mí-. Y fui yo quien la encontré el lunes por la noche. Con Marjorie Hellstrom.

Repetí el nombre un par de veces y me esforcé por seguir hablando, pero no pude resignarme a mencionar a los perros, lo único que podía haber despertado su interés. Las rodillas empezaban a dolerme por el contacto con el suelo frío y duro y sentía la lengua como un badajo peludo. Estaba a punto de levantarme, cuando giró bruscamente sus ojos nublados hacia mí.

– ¿Bruce? -graznó roncamente-. ¿Bruce?

– Sí -dije, forzándome a sonreír-. Conozco a Bruce. Es un perro estupendo.

– Bruce -parecía como si estuviera dando palmaditas en la cama, invitando a un perro inexistente a subirse junto a ella.

– Lo siento -dije-, no dejan entrar a los perros en los hospitales. Pronto se pondrá bien, y entonces podrá volver a casa y estar con él.

– Bruce -volvió a decir, pero parecía tener un poco más de color en la cara. Al cabo de unos segundos se quedó dormida.