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A partir de ese momento la mañana fue de mal en peor. Al volver de correr me detuve a hablar con la señora Hellstrom. Me di cuenta de que el viernes por la noche estaba tan enfurecida que no le había dicho lo que les había sucedido a los perros. El disgusto la puso locuaz. Se consternó aún más cuando la interrumpí para informarla del estado de la señora Frizell.
– Tendré que acercarme a verla esta mañana. Al señor Hellstrom no le gusta que tenga nada que ver con ella, en cierta forma es una vecina antipática, pero hemos pasado mucho juntas. No puedo dejarla pudrirse allí.
– Las enfermeras no quieren que se le diga lo de los perros hasta que no esté más fuerte -le advertí.
– Como si fuera capaz de hacer algo tan cruel. Pero ese señor Pichea, ¿está segura de que no lo va a hacer él?
Otra preocupación más. Al pasar por casa para ducharme y desayunar llamé a Nelle McDowell, la jefa de enfermeras de la sala de ortopedia de mujeres. Cuando le expliqué la situación, y le pedí que por favor no dejara pasar a ninguno de los Pichea a ver a la señora Frizell, soltó una carcajada sarcástica.
– No es que no le dé la razón. Estoy totalmente de acuerdo. Pero resulta que estamos faltos de personal aquí. Y él es el tutor legal de esa señora. Si viene a visitarla, no puedo impedírselo.
– Voy a acercarme esta mañana al tribunal tutelar para ver lo que puedo hacer para impugnar esa decisión de tutela.
– Adelante, señorita Warshawski. Pero tengo que advertirle que la señora Frizell no tiene toda su capacidad mental. Aunque consiga que se realice otra vista como es debido, en vez de esa pantomima de la semana pasada, nadie va a creer que pueda cuidar de sí misma.
– Sí, sí -colgué malhumorada. La única persona con derecho legal a protestar era Byron Frizell, y él había aprobado la designación de Pichea. Me acerqué al centro hasta el Instituto Daley, donde están situados los juzgados de lo civil, pero no me sentía optimista.
El tribunal tutelar estuvo lejos de solidarizarse con mis investigaciones. Un auxiliar del fiscal del Estado, que estaría aún en la liga infantil cuando yo estudiaba derecho, me recibió con la hostilidad típica de los burócratas cuando se cuestionan sus actuaciones. Con una arrogante inclinación de barbilla, me informó de que la vista para la tutela de la señora Frizell había seguido «los procedimientos correctos». El único fundamento para impugnar la tutela de Pichea -sobre todo teniendo en cuenta que Byron le apoyaba- sería una prueba incontrovertible de que estaba despojándola de sus bienes.
– Para entonces ya estará muerta y no importará nada lo que él haga con sus bienes -le increpé con ferocidad.
El fiscal alzó desdeñosamente las cejas.
– Si encuentra alguna prueba que cuestione la probidad del señor Pichea, vuelva a verme. Pero tendré que informarle a él de sus pesquisas; en tanto que tutor, necesita saber quién se interesa por la cuestión de su tutela.
Sentí que se me saltaban los ojos de frustración, pero hice un esfuerzo por poner en mis labios una sonrisa afable.
– Me alegraré de que Pichea sepa que estoy interesada. De hecho, puede decirle que voy a estar más pegada a él que sus calzoncillos. Siempre existe la remota posibilidad de que eso le inste a mantenerse honesto.
Para terminar de malgastar la mañana, me detuve al otro lado de la calle, en el departamento municipal de Servicios Humanos, para averiguar por qué habían determinado que los perros de la señora Frizell constituían una amenaza para su salud. Los burócratas de allí no eran tan hostiles como los del tribunal tutelar, eran simplemente apáticos. Cuando me identifiqué como abogada interesada en los asuntos de la señora Frizell, buscaron el expediente que había sido abierto por los Servicios de Emergencia cuando los sanitarios se la llevaron el lunes anterior. Al parecer, el señor Contreras no había fregado suficientemente bien el vestíbulo: una de las camilleras había pisado «materia fecal», como la llamaba el informe, al cruzar la puerta.
– Eso fue sólo porque la señora Frizell había estado inconsciente durante veinticuatro horas. No pudo sacar a los perros. El resto de la casa estaba limpio.
– El resto de la casa estaba inmundo, según nuestro informe -dijo la mujer tras el mostrador.
Me sofoqué.
– Porque últimamente no había pasado el aspirador. Los perros sólo se habían ensuciado junto a la puerta. Era muy concienzuda para sacarlos.
– Eso no es lo que dice nuestro informe.
Seguimos forcejeando un rato, pero no pude convencerla. La impotencia me estaba poniendo furiosa, pero con gritarle obscenidades sólo podía perjudicar mi causa. Finalmente conseguí que la mujer me diera el nombre del funcionario que había redactado el parte, pero a esas alturas ya no tenía objeto buscarle.
Mientras atravesaba el Loop en dirección a mi oficina me preguntaba si podría incoar un proceso por varios millones de dólares contra Pichea y el municipio a favor de la señora Frizell. El problema era que yo no tenía ni voz ni voto. Mi mejor baza sería descubrirles algo realmente repugnante a Todd y Chrissie. Aparte de su personalidad, claro -algo que le repugnara a un juez y a un jurado.
Tom Czarnik me estaba esperando en el vestíbulo del edificio Pulteney. Ese día iba sin afeitar. Con su rasposa barbilla y sus irritados ojos rojos, parecía un extra de Rebelión a bordo.
– ¿Ha estado aquí el sábado? -inquirió.
Sonreí.
– Pago mi alquiler. Puedo entrar y salir cuando me plazca sin su permiso.
– Alguien ha dejado abierta la puerta de la escalera. Sabía que tenía que ser usted.
– ¿Ha seguido mis huellas en la capa de polvo? Tal vez podría contratarle, no me vendría mal un asistente con vista aguzada -me volví hacia el ascensor-. ¿Funciona hoy la máquina? ¿O vuelvo a utilizar las escaleras?
– Se lo advierto, Warshawski. Si interfiere en la seguridad del inmueble tendré que dar parte a los dueños.
Pulsé el botón de llamada del ascensor.
– Si se deshace de un inquilino que paga su alquiler, lo más probable es que le linchen a usted.
La mitad de las oficinas del edificio Pulteney estaban vacías en esos tiempos, la gente que podía pagar esos alquileres se mudaba al norte, a edificios más nuevos.
El ascensor se detuvo con un crujido en la planta baja y me subí. El chirrido de las puertas al cerrarse cubrió el último taco de Czarnik. Cuando paramos en seco en el cuarto piso descubrí su venganza bastante infantil: había utilizado su llave maestra para abrir mi puerta, manteniéndola abierta con una pesa de hierro.
Llamé a mi servicio de contestación de llamadas y me enteré de que Murray me había devuelto la mía. Max Loewenthal también había telefoneado, para preguntar si quería pasar por su casa a tomar unas copas esa noche. Su hijo y Or' Nivitsky salían para Europa por la mañana. Y tenía un mensaje de una compañía de Schaumburg que quería saber quién estaba filtrando sus secretos de fabricación a la competencia.
Llamé a Max aceptando con gusto. La serenidad de su casa en Evanston representaría un alivio muy de agradecer después de las casas y la gente que había estado viendo últimamente. Telefoneé al equipo de Schaumburg y quedé en ver a su vicepresidente administrativo a las dos. Y pillé a Murray en su despacho. Consintió en encontrarse conmigo para tomar un sándwich cerca del periódico, pero no estaba entusiasmado por mi historia.
Lucy Moynihan, dueña y encargada del Carl's, nos cogió del brazo a la entrada y nos condujo a una de las mesas que reserva para los habituales. Se crió en Detroit y es una hincha irrecuperable de los Tigers, así que tuve que esperar a que ella y Murray terminaran de desmenuzar el partido del día anterior para poder hablarle de la señora Frizell y sus perros.
– Es triste, Vic, pero eso no es una noticia -dijo Murray con la boca llena de hamburguesa-. No puedo llevarle eso a mi editor. Lo primero que querrá saber es hasta dónde estás influida por tu odio a Yarborough.
– Dick no tiene nada que ver en esto. Excepto que él y Pichea trabajan en el mismo bufete de abogados. ¿No te parece interesante que quiera convencer al Chicago Lawyer de que no publique mi carta?
– Francamente, no. Creo que está protegiendo el buen nombre de Crawford-Mead. Cualquiera lo haría en esas circunstancias. Tráeme algo realmente crapuloso y romperé una lanza por ti. Es que esto no tiene gancho. Te has metido en una cruzada por la pobre vieja y eso distorsiona tu perspectiva.
– Sí es una noticia. Está sucediendo en todo el perímetro de Lincoln Park: los yuppys están entrando a saco en los viejos barrios. Gente obligada a abandonar su casita de toda la vida para dejarle sitio a la intocable «gente bien». Sólo que en este caso Pichea ha añadido una venganza personal contra una anciana porque odiaba sus perros.
Murray sacudió la cabeza.
– No me convences, V. I.
Saqué un billete de cinco dólares de mi monedero y lo tiré sobre la mesa, demasiado enfurecida para comer.
– No vengas luego a pedirme ningún favor en el futuro, Ryerson, porque no habrá ninguno.
Mientras me dirigía furiosa hacia la puerta, le vi coger mi sándwich de pavo y empezar a comérselo. Estupendo. Una conclusión perfecta para una espantosa mañana.
Camino de Schaumburg me paré en un chiringuito de comida rápida a tomarme un batido. No podía vivir permanentemente de pura rabia, y quería presentar un aspecto profesional a mis posibles clientes. Afortunadamente ese día me había vestido para triunfar, un traje de pantalón gris topo y un corpiño negro de algodón. Y al beber el batido con una paja, ni siquiera me derramé una gota encima.
La reunión duró toda la tarde. A las cinco y media los dejé con una propuesta y me acerqué el estacionamiento del 290 de Interstate para volver a paso de tortuga a Chicago. No había ninguna manera rápida de llegar a Evanston desde las afueras del noroeste de Chicago. No había ninguna manera rápida de moverse por las afueras del noroeste a esa hora del día, y punto. Salí por Golf Road para dirigirme directamente hacia el este. No podía ser más lento que quedarme en la autovía.
Los Cubs jugaban en Filadelfia. Encendí la radio para ver si había empezado el partido, pero estaba la insulsa cháchara que Harry Carey llamaba su show previo al partido. Busqué la WBBM para oír las noticias. No estaba pasando en el mundo nada que me importara demasiado, desde la ola de calor del suroeste hasta la noticia de que el balance de ahorros y préstamos se estimaba actualmente en quinientos mil millones.
– Sorpresa, sorpresa -murmuré, intentando la NBC. Había retenciones de tráfico en todas las autovías, ya que la gente como yo regresaba a la ciudad después de retozar por los suburbios. También la había en Golf Road, aunque el hombre del helicóptero no lo mencionaba. Frené en seco cuando un Honda marrón se incorporó al tráfico desde una de las cinco mil galerías comerciales que bordeaban la calle. Imbécil. Venía pegado a mí, lo suficiente como para estamparse contra mí si tenía que frenar de repente.
Nadie había identificado el cadáver de un hombre mayor que habían sacado del Canal de Saneamiento y Navegación de Chicago cerca de Stickney esa mañana. Nos sirvieron un informe sobre la agitada vida de Ellen Coleman, que había encontrado el cuerpo cuando ella y su marido, Fred, caminaban junto al canal, buscando alguna moneda.
– «Y le digo a Fred: no creo que pueda soportar nada de carne esta noche después de ver toda esa carne deshecha» -ironicé ferozmente, volviendo a Harry Carey.
Ya eran las seis cuando quise llegar a las afueras de Evanston. Mi chaqueta de lino estaba empapada en sudor. Al mirarme en el retrovisor me vi un chorretón negro en la mejilla. Mis rizos oscuros colgaban húmedos sobre mi frente. Encontré un kleenex en mi bolso y me limpié la cara con saliva. En cuanto al resto de mi apariencia, no podía hacer nada más.
La casa de Max formaba parte de una pequeña manzana que tenía en común un parque y una playa particulares en el extremo sur de Evanston. Al entrar en la calzada, Max se asomó por la terraza del segundo piso.
– La puerta está abierta, Vic: puedes subir.
Un pequeño escalón conducía a la entrada principal precedida de un pórtico. Dentro, el ambiente era apacible y fresco. Era inimaginable pasar calor o sudar entre las porcelanas chinas que ocupaban los nichos y las estanterías en el vestíbulo y la escalera. Me sentía desaseada y fuera de lugar en medio de la inmaculada limpieza de la casa de Max. Mis zapatos negros llevaban una capa de polvo que no pegaba con la roja alfombra persa de las escaleras.
El alfombrado rojo proseguía en el vestíbulo superior y conducía a la puerta de la terraza. Ésta estaba acristalada y cerrada por puertas correderas, que ahora estaban abiertas para que Max, Michael y Or' pudiesen contemplar el lago manchado de naranja y rosa por el reflejo del sol poniente. Michael y Or' estaban sentados en un rincón, bebiendo té helado. Max se adelantó para saludarme y me condujo de la mano a una silla cercana, preguntándome qué quería beber. Tomé un gin-tonic y sentí que parte del estrés se desprendía de mis hombros.
Como el resto de la casa, la terraza estaba inmaculada y amueblada con gusto. Las tumbonas eran de madera oscura y pulida recubierta de espesos cojines de flores. Las mesas, en lugar del vidrio o del hierro fundido de la mayoría de las terrazas, estaban hechas de la misma madera con incrustaciones de brillantes azulejos. Unas frondosas plantas en macetas chinas ocupaban los estantes de alrededor.
Un seto de secoyas enanas protegía la terraza y la separaba de la casa que tenía en su lado sur; la fachada de la otra casa empezaba más allá. Aunque se elevaban algunos chillidos de los niños vecinos, no se podía ver a nadie.
Lotty llegó a los pocos minutos y la conversación giró en torno a la música y los programas de verano de Or' y de Michael. Or' dirigiría en Tanglewood, y él tenía una gira en Extremo Oriente. Luego se encontrarían de nuevo en otoño para hacer una gira por Europa del Este, aunque a ambos les preocupaba la violencia antisemita de esa zona del mundo. Lotty parecía haber dejado de lado su irritación contra Carol, me recibió con un beso y participó con entusiasmo en la conversación.
A las siete y media me levanté para irme. Ellos iban a cenar a un restaurante, pero mi jornada había sido demasiado larga. Lo único que me apetecía era meterme en la cama.
Michael se levantó al mismo tiempo que yo.
– Regresamos a Londres mañana. Bajaré contigo a despedirme, Vic.
Agradecí su hospitalidad a Max.
– Adiós, Or'. Me alegro de haberte conocido, y de haber escuchado tu música.
La compositora agitó el brazo en señal de despedida, como si hiciese una señal a una orquesta. No se movió de su silla. Cuando Michael cerró tras él la puerta corredera que daba al vestíbulo, oí que estaban comentando algo sobre el Quinteto Cellini, que Max y Lotty conocían bien.
Michael me abrió la puerta del Trans Am. Le estreché la mano por la ventanilla.
– Que tengáis buen viaje a Londres. Espero que no te molestara tocar para esos cretinos musicales la semana pasada.
Esbozó una sonrisa.
– En ese momento estuve a punto de romperles mi violonchelo en la cabeza. Lo único que me retuvo fue su antigüedad. Ahora ya puedo fácilmente quitarle importancia. Or' y yo tocaremos su concierto en el Albert Hall este invierno. Entonces sí debería encontrar la respuesta que merece. Recogimos una buena cantidad para Chicago Settlement; no dejo de recordarme que de todas formas ésa fue la única razón de que lo hiciéramos.
– Si hubiera sabido que mi ex marido iba a llenar el teatro de abogados y magnates, te hubiera avisado de qué clase de público iba a ser. Al menos puedo prometerte que no estará en Londres.
Se rió y esperó en el borde del sendero mientras yo daba marcha atrás hasta la calle. No se parecía mucho a Max, pero había heredado los buenos modales de su padre.
Le pité a un Honda marrón que de repente había decidido incorporarse al tráfico desde una senda. Encendí la radio a tiempo para volver a oír lo de las náuseas de Ellen Coleman al encontrar el cadáver hinchado en el canal de saneamiento. De repente recordé a Mitch Kruger. Con la emoción que había invertido en ocuparme de Harriet Frizell no había tenido un solo pensamiento para el mecánico desaparecido.
Stickney. Eso estaba a varios kilómetros al oeste del feudo de Kruger, por los alrededores de Damen. No era posible que fuese él. Pero el viejo podía haber caído al agua al vagabundear por ahí, borracho y desorientado. No sabía si el canal tenía corriente. ¿Cuánto podía derivar un cuerpo en el transcurso de la semana, desde que Kruger había sido visto por última vez?
Giré desde Sheridan por la calzada del Lago. A mi alrededor, el tráfico se aceleró rápidamente hasta los cien por hora, quince más del límite de velocidad, pero yo proseguí despacio por el carril derecho, tratando de calcular la distancia hasta Stickney y lo rápido que podía correr el agua para transportar un cadáver hasta allí. Aunque el trayecto no era recto. Un cadáver podía quedar atrapado entre los pilares en algún recodo y permanecer allí varios días.
Me di cuenta de que no poseía los datos necesarios para hacer un análisis. Observando el tráfico, aceleré el Trans Am. Un Honda rodaba a paso tranquilo detrás de mí, a mi izquierda; todos los demás pasaban zumbando a bastante velocidad. Observé el Honda un segundo para asegurarme de que no me iba a adelantar y aceleré el coche.
Es estúpido comprar un coche cuya velocidad de crucero es de ciento noventa cuando el límite de tu zona es de sesenta o menos. Y más estúpido aún es pisar a fondo sin mirar si hay policías. Uno de ellos me hizo parar a unas cuantas manzanas al norte de Belmont. Me acerqué al bordillo y saqué mi carnet de conducir y mi tarjeta de circulación.
Eché una ojeada al nombre de su placa. Agente Karwal, no conocía ese nombre. Tendría la cincuentena, con profundas arrugas alrededor de los ojos y los habituales movimientos lentos de los de tráfico. Examinó ceñudo mi carnet, y luego me miró fijamente.
– ¿Warshawski? ¿Alguna relación con Tony Warshawski?
– Era mi padre. ¿Lo conoció usted? -Tony había muerto trece años atrás, pero aún quedaban muchos hombres en el cuerpo que habían trabajado con él.
Resultó que el agente Karwal era uno de los muchos novatos que se habían formado con Tony durante los cuatro años que mi padre había pasado en la academia de policía. Karwal se pasó unos buenos diez minutos recordando a mi padre, dándome unas palmaditas en el brazo al decirme cuánto sentía que Tony hubiese muerto.
– Y ahora estás sola, ¿eh? Nunca conocí a tu madre, pero todos los que la conocieron estaban locos por ella. Bueno, sabes lo que hubiera dicho Tony si se hubiese enterado de que estabas rompiendo marcas con ese deportivo que llevas.
Sí lo sabía. Me habían arrestado por exceso de velocidad a los dieciocho años. Tony había sacado demasiados cadáveres de coches destrozados como para tolerar una conducción estúpida.
– Así que lleva cuidado. Esta vez no te voy a poner la multa, pero lo haré si tengo que pararte otra vez.
Prometiendo ser buena puse mansamente el Trans Am otra vez en marcha y me dirigí hacia la salida de Belmont a unos plácidos setenta por hora. Fue al detenerme en el semáforo de Broadway cuando volví a ver el Honda, dos coches detrás de mí. A la luz de las farolas no podía estar segura de que era marrón, pero así me lo parecía.
Desde luego, Hondas los hay a docenas y el marrón es uno de sus colores favoritos. Podía ser una coincidencia. Puse el intermitente para girar a la derecha por Broadway y avancé lentamente hacia Addison, y luego giré rápidamente sin señalarlo en Sheffield, donde aparqué junto a Wrigley Field.
Me acerqué rápidamente a la taquilla, hice como si mirara a qué horas estaba abierta, y luego giré a mi izquierda. El Honda se había detenido al otro extremo de Clark. No lo miré -no quería que el tipo se diera cuenta de que lo había calado-, sino que volví rápidamente al Trans Am. Pero le estaba causando problemas: podía simplemente dirigirme a Sheffield en la oscuridad y él ya no podría hacer gran cosa.
Giré rápidamente por Waveland, luego bajé por Halsted hacia Diversey, desde donde me dirigí hacia mi casa. Haciendo un esfuerzo recordé el nombre del hombre que había conocido en Diamond Head el viernes. Chamfers. Había dicho que me haría vigilar, al parecer lo estaba haciendo.