174739.fb2
Necesitaba hablar con el señor Contreras, pero antes que nada quería bañarme. Sólo un baño cortito y una pequeña siesta, y volvería a la ronda de mis obligaciones, les prometí a los dioses de mi conciencia. El whisky que me tomé mientras estaba en remojo fue un error: eran más de las nueve y media cuando el teléfono me despertó.
Extendí un brazo en su busca, pero cuando descolgué el receptor, había dejado de sonar. Me volví hacia el otro lado, pero sin el embotamiento debido a la fatiga y a Johnnie Walker recordé a Mitch Kruger y el cuerpo desconocido extraído del canal de saneamiento. Me incorporé en la cama y me puse a masajearme el cuello, tenso por la irritación con que había cargado casi todo el día.
Me dirigí perezosamente a la cocina y preparé café. Lo bebí a tragos rápidos, abrasándome, y mezclé una tortilla de cebolla con espinacas picadas. Me la comí mientras me vestía, con pantalones y una camisa de algodón, ya que la noche era todavía húmeda, y dejé el plato junto a la puerta de entrada al bajar. El señor Contreras aún estaba levantado: oí el pequeño rumor de la tele a través de la puerta al tocar el timbre.
– Ah, eres tú, pequeña -llevaba una camiseta de tirantes sobre unos viejos pantalones de trabajo-. Deja que me ponga algo. Si hubiera sabido que ibas a venir no me hubiera quitado la ropa.
Quise decirle que podía soportar la visión de sus sobacos, pero sabía que no se sentiría cómodo conmigo si no llevaba puesta una camisa. Esperé en la entrada a que se cubriera.
– ¿Sabes algo de Mitch, pequeña?
– ¿Puedo entrar? No. Al menos, espero que no. Hoy he andado algo despistada -le conté mis abortados esfuerzos por avanzar en mi ofensiva contra Todd Pichea.
Durante varios minutos, el señor Contreras se explayó en una colorista descripción tanto de Todd como de mi ex marido, terminando con el predecible sonsonete de que no se explicaba qué había podido ver yo en Dick.
– Y no me sorprende saber que Ryerson no piensa ayudarte. Ese tipo sólo se interesa por su persona, si no te lo he dicho cien veces no te lo he dicho ninguna. Ya veo por qué no has tenido tiempo de preocuparte de Mitch, y además, fuiste allí ayer, a su antigua casa. Supongo que me estaba colando al preocuparme por él. Seguro que aparecerá uno de estos días, como la falsa moneda que es.
– Y ahora viene lo peor -dije torpemente-. Cuando escuchaba la radio de regreso a casa, estaban dando la noticia de un hombre que han sacado del canal. Ha sido por Stickney, por eso no me parece que pueda ser su amigo. Pero no puedo evitar preguntármelo.
– ¿En Stickney? -repitió el señor Contreras-. ¿Qué iba a estar haciendo Mitch en Stickney?
– Eso digo yo. Seguro que me equivoco. Pero pensaba que de todas formas podríamos echarle un vistazo al cadáver de ese tipo.
– ¿Te refieres ahora?
– Podemos esperar hasta mañana. Si no es Kruger, esta noche tampoco puedo hacer nada por encontrarlo. Y si es él, bueno, todavía estará en el depósito mañana.
El señor Contreras se frotó una mejilla.
– Bueno, si estás decidida, pequeña, creo que prefiero ir ahora mismo y terminar con ello.
Asentí con la cabeza.
– Me he traído las llaves del coche por si acaso. ¿Está listo para salir?
– Sí, supongo que sí. Lo único quizá es que voy a sacar primero a la princesa.
Mientras esperaba a que el señor Contreras realizara la laboriosa tarea de asegurar su puerta delantera, de pronto me acordé de la llamada de teléfono que me había despertado. Si hubiese perdido a alguien a quien estuviera siguiendo, eso es lo que yo haría: llamar a su casa para ver si contestaba. Si mis colegas habían reemprendido su tarea, ¿tenía alguna importancia que me siguieran hasta el depósito? Si pertenecían a Diamond Head eso no tenía ningún interés para ellos.
– ¿Qué han dicho que te haya hecho pensar que podía ser Mitch? -me preguntó el señor Contreras una vez instalados en el Trans Am.
Sacudí la cabeza.
– No lo sé. Sólo que me pareció posible. Yo estuve por allí el viernes mirando el canal de saneamiento. Diamond Head está enfrente; la pensión de la señora Polter tampoco está tan lejos de allí. Sencillamente me figuré que podía haber sucedido de alguna manera, que él estuviera borracho y que cayera desde la orilla buscando su camino por las inmediaciones de la propiedad de Diamond Head.
– No digo que estés equivocada, pero Mitch y yo hemos trabajado allí durante cuarenta años, poco más o menos. Conoce el lugar.
– Tiene razón. Estoy segura de que tiene razón -me abstuve de recordarle que hacía más de una década que habían salido de allí. Yo no hubiera podido encontrar el camino en los alrededores de la oficina del defensor público estando borracha y en la oscuridad, después de todos esos años. Y probablemente, tampoco estando sobria.
Giré a la derecha por Diversey sin poner el intermitente y miré por el retrovisor. Al cabo de un par de segundos otro par de luces me imitó dando vuelta a la esquina. No era un Honda. Tal vez era otra persona que bajaba por Racine hacia Diversey, o tal vez se habían percatado de que tenía calado al Honda y habían cambiado de coche. En Ashland el segundo coche dejó pasar delante de él a unos cuantos coches que se incorporaron a la calle, pero seguía todavía tras de mí cuatro manzanas más adelante, cuando puse rumbo al sur por Damen.
El señor Contreras seguía divagando sobre algunas de sus aventuras de borrachos en Diamond Head, pretendiendo demostrar que uno no se caería al caldo aunque estuviera como una cuba. Me pregunté si debía decirle que nos seguían; le distraería de su preocupación y le prepararía para la pelea, si se terciaba. Aunque mis amigos nos seguían con suficiente descuido como para invitarme a una confrontación, yo no quería provocarla. Entregarme a mis impulsos violentos sólo me había traído desgracias en los últimos cuatro días. No estaba dispuesta a aumentar mis problemas enfrentándome a unos patanes sin estar en mi mejor forma física ni mental. Dejé que el señor Contreras siguiera perorando, cerciorándome regularmente de que no nos iban a encajonar ni ponerse a disparar.
El depósito se encontraba inquietantemente cerca del hospital del condado de Cook, justo en el lado opuesto de Damen. Un paso lógico entre la cirugía y la autopsia. Al entrar en el estacionamiento junto al cubo de hormigón que albergaba a los muertos eché un vistazo al otro lado de la calle, preguntándome qué estaría haciendo la señora Frizell. ¿Seguiría tendida como un cadáver en su cama? ¿O estaría intentando recuperarse para regresar a casa con Bruce?
Apagué el motor, pero no salí hasta que el coche que nos venía siguiendo prosiguió por Harrison en dirección este. En la oscuridad era imposible saber qué modelo era: algo bastante pequeño y moderno, entre un Toyota y un Dodge.
Una ambulancia se había detenido junto a las grandes puertas metálicas que ostentaban el rótulo de ENTREGAS. En realidad, era exactamente igual que las naves de descarga de Diamond Head y las plantas vecinas que había visto el viernes. Aquí se trataba de cadáveres en lugar de motores, pero los encargados manejaban las cargas con el mismo desenfado y familiaridad.
Esperé con el señor Contreras a que alguien pulsara el botón que abría la puerta principal. Mantenían cerrados los locales incluso durante el día. No sé si los forenses necesitaban protegerse de los afligidos y enloquecidos parientes de los muertos, o si el condado temía que alguien escapara con alguna prueba en un caso de asesinato. Finalmente uno de los guardas se dignó escuchar el timbre y liberar el pestillo.
Nos acercamos al alto mostrador que había nada más entrar. Aunque llevaba cinco minutos viéndonos a través del cristal blindado, el empleado de guardia prosiguió su conversación con dos mujeres en bata blanca apoyadas en una puerta cerca de él.
Carraspeé fuerte.
– He venido a tratar de identificar un cadáver.
El encargado nos miró por fin.
– ¿Nombre?
– Yo soy V. I. Warshawski. Él es Salvatore Contreras.
– No el suyo -replicó impacientemente el hombre-. La persona que han venido a identificar.
El señor Contreras empezó a decir «Mitch Kruger», pero le interrumpí.
– El hombre que han sacado del canal de saneamiento esta mañana. Es posible que sepamos quién es.
El empleado me miró con desconfianza. Finalmente descolgó el teléfono que tenía frente a él y mantuvo una conversación en voz baja, tapando el micrófono con la mano.
Cuando terminó señaló unas sillas de plástico sujetas por una cadena a la pared.
– Siéntense. Vendrá alguien dentro de un minuto.
El minuto se alargó hasta veinte, mientras a mi lado se consumía el señor Contreras.
– ¿Qué sucede, hija? ¿Cómo es que no podemos simplemente ir a mirar? Esta espera me está destrozando los nervios. Me recuerda cuando Clara estaba en el hospital dando a luz a Ruthie, me hicieron esperar en un sitio que parecía un depósito -soltó una risita tímida que pareció un ladrido-, de hecho, era igual. Igualito que este sitio. Esperando a que te digan si las noticias son buenas o malas. La dejas encinta y luego a ella le salen mal las cosas, y tienes que cargar con ese peso el resto de tu vida.
No cesó su parloteo nervioso hasta que el encargado volvió a abrir la puerta y entraron un par de ayudantes del sheriff. El estómago se me encogió. La pasma de Chicago puede ser jodida en su trato, pero la mayoría son buenos profesionales. Demasiadas nóminas del condado para las fuerzas de la ley van a parar donde no deben, y eso no les convierte en compañeros fáciles en la búsqueda de la verdad y la justicia.
El empleado giró la cabeza hacia nosotros y los ayudantes se acercaron. Ambos eran blancos, jóvenes, y tenían esa cara cuadrada y mezquina que se te pone cuando te dan sin restricción demasiado poder. Leí sus placas: Hendricks y Jaworski. Nunca he podido recordar quién era quién.
– Así que ustedes dos creen que saben algo -era el de la etiqueta «Hendricks». Su tono agresivo situó la escena.
– No sabemos si sabemos algo o no -terció exasperado el señor Contreras-. Lo único que queremos es la oportunidad de mirar un cadáver, en vez de pasarnos aquí toda la noche esperando a que alguien tenga la bondad de prestarnos atención. Mi viejo amigo, Mitch Kruger, ha desaparecido desde hace una semana, y aquí, mi vecina, ha estado intentando buscarlo. Cuando ha oído la noticia por la radio ha pensado que quizá era él.
Estaba largando mucho más de lo que yo hubiera hecho en esas circunstancias, pero no lo detuve. Lo que menos me apetecía era que pareciese que el señor Contreras y yo teníamos algo que ocultar. Mantuve una expresión solemne y seria: sólo una vecina con buen corazón que ayudaba a los ancianos cuando habían extraviado a sus amigos.
Los ayudantes nos observaron sin pestañear.
– ¿Han denunciado la desaparición?
– Hemos dado parte al distrito Diecinueve -dije, antes de que al señor Contreras se le escapara que no lo habíamos hecho.
– ¿Cuándo fue la última vez que vio a su amigo? -preguntó Jaworski.
– Acabo de decírselo, hace una semana. ¿Qué más tenemos que hacer para poder ver ese cadáver que tienen aquí?
Los rostros de ambos ayudantes se ensombrecieron con la misma expresión de brutalidad.
– No empiece a crearnos problemas, anciano. Nosotros hacemos las preguntas. Usted las contesta. Si se porta bien le dejaremos ver el cadáver. Será un verdadero trato de favor para usted.
Los empleados del depósito estaban apoyados en la pared, esperando a ver el cariz que tomaba la discusión.
– El señor Contreras tiene setenta y siete años -intervine-. Es mayor, está cansado, y el tipo que ha desaparecido es su último amigo de infancia. Él no busca problemas, ni lo pretende, sólo quiere quitarse esa preocupación de la cabeza. Estoy segura de que a ustedes no les gustaría ver a sus padres o a sus abuelos en esta situación.
– ¿Qué interés tienes en esto, nena?
Era otra vez Hendricks. Mientras tuviéramos sus placas frente a los ojos, podía saber con quién estaba hablando. Reprimí mi impulso por romperle la barbilla contra mi pie derecho.
– Sólo estoy ayudando a mi vecino, encanto. ¿Tengo que llamar al doctor Vishnikov y pedirle permiso para ver el cuerpo? -Vishnikov era uno de los asistentes del forense que yo conocía de mis tiempos en la oficina del defensor público.
– No te sulfures. Entraremos en el depósito tan pronto como contestéis a nuestras preguntas.
La puerta exterior se volvió a abrir. Miré por encima del hombro izquierdo de Jaworski y me relajé parcialmente. Era Terry Finchley, un detective de homicidios del Área Uno.
– ¡Terry! -le llamé.
Se había acercado al mostrador para comprobar algo con el empleado de admisiones, pero se volvió al oír mi voz.
– ¡Vic! -se acercó-. ¿Qué estás haciendo aquí?
– Intentando identificar un cuerpo. Estos agentes al parecer han sacado a un viejo del canal cerca de Stickney hoy. Mi amigo y yo queríamos asegurarnos de que no se trata de alguien que conocemos. Los ayudantes del sheriff Jaworski y Hendricks, el detective Finchley, de la policía de Chicago.
No les gustó, no les gustó ni un pelo que me tuteara con un poli de Chicago, y negro para más inri. Intercambiaron miradas y sacaron aún más la mandíbula.
– Tenemos que hacerles a la chica y al viejo unas cuantas preguntas, detective, así que por qué no se queda al margen -ambos se habían girado para mirar a Finchley, así que no pude averiguar quién era el que hablaba.
– No puedo -dijo tranquilamente Finchley-, no si se trata del tipo que han sacado en Stickney. Me acaban de pedir que viniera a echarle un vistazo: al parecer creen que es cosa del municipio, y no del condado.
Los ayudantes pusieron peor cara. Me pregunté si iban a cascar primero a Finchley o a mí. La hostilidad de sus cuerpos se extendía a toda la sala; el hombre del mostrador la sintió y salió de allí. Los empleados apoyados contra la pared interrumpieron su charla y también se acercaron a nosotros.
Hendricks y Jaworski les vieron acercarse y se miraron con irritación el uno al otro. Como los tres empleados eran negros, era bastante probable que se pusieran de parte de Finchley si se terciaba una pelea.
– Llévatelo, pues -espetó Hendricks-. De todas formas tenemos cosas mejores que hacer que cuidar de un viejo alcohólico muerto.
Él y Jaworski giraron sobre sus talones al unísono y desfilaron hacia la salida. Me pareció oír musitar a uno de ellos «negro de mierda», pero no quise convertir el caso en un asunto federal.