174739.fb2
Me quedé sentada en el coche de Lotty, tamborileando con los dedos sobre el volante caliente, tratando de decidir qué hacer a continuación. Sentía como si todo el mundo en Chicago me hubiera estado amenazando en los últimos días, desde Todd Pichea hasta los ayudantes del sheriff, y ahora el personal de Diamond Head. Era hora de replicar, o al menos de demostrarles que no estaba reventando, tirada con mis ropas sudadas, sólo porque me habían fruncido el ceño.
No podía decidir qué hacer con Pichea después del fracaso de mi carta al Chicago Lawyer, pero lo mejor que podía hacer respecto a Diamond Head era esperar a que terminara el turno y abordar a los tipos a la salida, cuando se dirigieran a coger el coche o el autobús. Faltaban dos buenas horas hasta entonces; podía ocupar ese tiempo consiguiendo una foto de Mitch Kruger para enseñársela. De todas formas, una foto sería indispensable si pensaba peinarme toda la fila de casitas encajadas bajo el puente de la avenida Damen. No me parecía que Terry Finchley tuviese realmente el entusiasmo necesario como para añadir esas pesquisas a su investigación.
No me apetecía volver al norte para ver qué podía tener el señor Contreras. Era posible que desenterrara alguna vieja foto de grupo tomada en alguna taberna, pero dudaba mucho que tuviera algo que sirviese realmente para identificarle. En cambio sus ganas de venir a vérselas en persona con los jefes sería un verdadero estorbo. No porque yo estuviese haciendo un gran trabajo por mí misma, pero el viejo se creía un Mike Hammer y yo no estaba aún preparada para una confrontación a ese nivel.
Creí recordar que había visto una foto de identidad entre los documentos que había encontrado en el cuarto de Kruger en la pensión de la señora Polter. Su casa estaba casi lo bastante cerca para ir andando, pero las horas que había pasado bajo el tórrido sol habían hecho su efecto; me acerqué con el Cressida de Lotty a la calle Archer.
La señora Polter estaba sola en su puesto de combate: sus tormentos habían encontrado sin duda una diversión más refrescante esa tarde. Un par de hombres salían del bar de Tessie, pero el resto de la calle estaba desierto.
Mientras subía los desvencijados escalones vi a la señora Polter bebiendo algo marrón y turbio en un vaso ondulado. Podía haber sido té instantáneo helado, pero parecía que le hubiesen añadido líquido lubricante. Seguía llevando la misma bata de algodón marrón. El tejido se había deshilachado un poco más a ambos lados del imperdible, por lo que su escote quedaba algo más cubierto, pero unos amenazadores agujeros se empezaban a abrir a ambos lados.
– El viejo ese que estaba buscando la ha palmao -dijo bruscamente.
– ¿Ah sí? ¿Cómo se ha enterado?
– Ha pasao su hijo. Su chico. Me lo ha dicho cuando ha pasao a recoger las cosas del viejo.
– Desde Arizona, ¿eh? -el señor Contreras me tenía que haber dicho que se había puesto en contacto con la familia de Kruger. ¿O lo habría hecho Terry Finchley? Si así era, Kruger había sido muy rápido, hacía sólo quince horas que habíamos identificado el cuerpo.
– No ha dicho nada de Arizona. Sólo que quería las cosas de su padre. No se ha llevao todo, pero he pensao que como había usté pagado la habitación hasta el fin de semana, podía dejarlas ahí.
– Creo que me voy a llevar el resto de las cosas, para quitárselas de encima.
Se terminó el brebaje marrón y sacó una jarra del lado izquierdo de la silla.
– Le ofrecería un poco, pero sólo tengo un vaso. Parece que tiene usté sed.
Me apresuré a declinarlo con un gesto. No tenía tanto calor como eso.
– Había pensao en su ropa para la beneficencia -añadió.
Es decir que pensaba que podría venderla, a sus otros inquilinos tal vez.
– Si cree que van a querer su ropa, ¡adelante! Déjeme sólo cerciorarme de que ese… hijo no se ha dejado algo de valor.
Evidentemente, cualquier cosa de valor habría desaparecido desde hacía tiempo, pero Mitch Kruger no tenía acciones ni bonos al portador por los que preocuparse. No había razón alguna para mostrarse ofensiva con la señora sugiriendo algo así. La señora Polter dio su amable consentimiento para que volviese a revisar el cuarto de Mitch.
Tras el resplandor de la calle apenas veía en la escalera sin luz. Tanteé cuidadosamente mientras subía, no me apetecía tropezar en algún trozo de linóleo suelto. Ningún otro de los inquilinos rondaba por los pasillos, pero un olor reciente a beicon cubría el de grasa rancia y col que flotaba en el aire. Alguien se estaba haciendo una comida tardía, o un desayuno muy tardío. Mi estómago gruñó por solidaridad. Me pregunté si me darían un sándwich de queso en el bar de Tessie cuando terminara allí.
Cuando llegué arriba mis ojos ya se habían acostumbrado lo suficiente a la semipenumbra como para encontrar el cuarto de Mitch. Entre la señora Polter y el hijo no quedaba gran cosa. Desde luego nada del carnet del sindicato o de la pensión de Kruger, ni siquiera sus recortes de periódico. No le había prestado mucha atención a su ropa, por lo que no podía saber si la patrona ya había esquilmado algo, pero el televisor portátil había desaparecido. Si siguiera buscando hasta dar con la habitación de la señora Polter seguramente lo encontraría allí. La tentación era fuerte, pero no tenía realmente ganas de una confrontación con ella por algo así.
Conforme volvía a bajar me puse a pensar melancólicamente en mi propia vejez, si llegaba a esa edad, y en mi posible fin. ¿Acaso iba a ser como ése, en una pensión ruinosa, sin nada más que un viejo televisor y algunos vaqueros raídos para que una indiferente casera los recogiera? Ni siquiera tendría al señor Contreras para llorar mi muerte. En el momento en que mis fantasías alcanzaban el punto culminante de la tristeza y la soledad, me enganché el pie en un trozo de linóleo suelto y aterricé sobre las manos y las rodillas. Solté un taco y me sacudí el polvo: lo único herido había sido mi orgullo. Si seguía yendo por ahí soñando despierta en lugar de prestar atención a lo que me rodeaba, al menos el señor Contreras me sobreviviría y podría llorar mi muerte.
– ¿Es que se ha caído ahí dentro? -me preguntó la señora Polter cuando salí al porche-. Me ha parecido oír un golpe sordo.
– Pero no lo bastante fuerte como para que perdiera el tiempo en venir a ver. Debería pegar ese linóleo. Sería bastante duro para usted transportar los cuerpos de sus inquilinos si tropezaran y se lisiaran… ¿Cuándo murió Kruger?
Se encogió majestuosamente de hombros.
– No lo sé, encanto. Pero su hijo ha venido hoy a primera hora de la mañana. Que yo ni siquiera estaba en pie. Me ha pillao con los rulos puestos.
Aquello debía de haber sido una visión aterradora.
– ¿Qué aspecto tenía ese hijo suyo?
Volvió a alzar los hombros.
– No le he sacao la foto. Era un tío joven, puede que de tu edad o puede que un poco más viejo.
– ¿Le ha dejado un número de teléfono por si necesitaba comunicarse con él?
– No tengo ninguna necesidá de llamarle, querida. Le he dicho lo mismo que te estoy diciendo a ti: coge lo que quieras mientras la habitación esté pagada, porque el fin de semana el resto se lo doy a la beneficencia.
Me sentía incómoda por abandonar la habitación, abandonar el último vínculo de Mitch con la vida. Pensé en desprenderme de otros cincuenta pavos para conservar la habitación hasta la semana siguiente. Pero ¿qué otra cosa iba a poder encontrar allí?
Sin dejar de sentirme incómoda, crucé la calle para dirigirme al bar de Tessie. Me recordó inmediatamente, incluso recordaba lo que había bebido.
– Pareces muy acalorada hoy, cielo. ¿Quieres otra caña?
Me encaramé en un taburete. El aguado brebaje suavizó mi seca garganta. Su bar no tenía aire acondicionado, pero estaba al abrigo de la reverberación del sol. El ventilador que giraba por encima de la barra me secó el sudor, dándome una ilusión de frescor.
– No he tenido tiempo de almorzar. ¿Tiene sándwiches o algo?
Sacudió la cabeza con pesar.
– Lo más que te puedo ofrecer es una bolsa de patatas o de galletas saladas, cielo.
Me comí las galletas con la segunda cerveza. Teníamos todo el bar para nosotras solas. Ella estaba viendo Donahue en un televisor en blanco y negro encajado entre las botellas de whisky. El aparato estaba demasiado limpio para poder ser el de Mitch.
Cuando hubo una pausa de publicidad, Tessie me dijo sin mirarme:
– He oído que han encontrado al viejo ese que buscabas la semana pasada, ahogado en el canal. Encontraron su cuerpo ayer, según creo. ¿Era tu tío, dijiste?
Gruñí sin comprometerme.
– Lily Polter dice que eres detective. Así que ¿era tu tío o era un trampa?
– Ni una cosa ni otra. Se crió con un viejo amigo mío. Mi amigo se disgustó cuando el tipo desapareció.
Ahuyentó a una mosca con el trapo del bar.
– No me gusta que me cuenten trolas. Y menos aún en mi propio bar.
Mis mejillas se encendieron bajo el tueste del sol.
– Me imaginé que si llegaba aquí diciendo que era detective alguien podía romperme en la cabeza una botella de Old Overholt.
Una inesperada risita frunció sus ojillos.
– Aún sería capaz de hacerlo. Sobre todo si me entero de que sigues contándome trolas. ¿Qué le ha pasado al viejo?
Sacudí la cabeza.
– Usted sabe tanto como yo. Se cayó al canal de saneamiento, pero ya estaba muerto antes de caer al agua. Me he pasado por casa de la señora Polter a ver si encontraba una foto, pero un tipo ha venido esta mañana, diciendo que era el hijo del viejo, y se ha llevado su carnet del sindicato y todos los papeles que podían llevar una foto de él.
– ¿Dijo que era su hijo? -repitió-. ¿Y tú piensas que no?
– Yo no pienso. Lo único que hago es hacer preguntas. No creo que nadie aquí, en Chicago, tuviese la dirección del hijo, y aunque la tuviera, ha llegado aquí demasiado rápido. Aunque a lo mejor tuvo una pesadilla que le avisó de que su padre estaba muerto y cogió el primer vuelo para comprobarlo. Usted no vio al tipo, ¿verdad? La señora Polter no me ha podido dar una descripción.
– Yo no abro tan temprano, cielo. Pero si me entero de algo te lo haré saber. Quizá mi viejo vio algo. Ha tenido un ataque, pero le gusta sentarse fuera por la tarde y por la mañana, a ver la calle, lo mismo que ha hecho en los últimos setenta años.
Le di mi tarjeta y dos dólares por las cervezas y las galletas. Cuando ya me dirigía hacia la puerta, Tessie volvió a hablar.
– No tienes pinta de ser la clase de chica que dejaría a un viejo tío borracho dando tumbos por ahí. Es algo en tu forma de moverte, cielo. Me imagino que dices la verdad cuando dices que eres detective.
Eso se parecía lo bastante a un cumplido como para allanarme un poco el camino. Esbocé un saludo con la mano y salí otra vez al calor.
Ya iba siendo hora de volver a la fábrica e intentar interceptar a algunos de los mecánicos a la salida, pero el corazón no me daba brincos ante la idea. Dos cervezas con el estómago vacío después de un día al sol me hacían suspirar por cualquier alternativa a la actividad física. Por ejemplo una siesta. Además, ¿cómo iba a ser eficaz en mi estado actual? Si alguien me miraba de reojo, me desplomaría. Mis capacidades no estaban lo suficientemente ágiles como para formular preguntas irresistibles.
Metí la tercera del Cressida y me dirigí hacia el norte por Halsted. A esa hora era más rápido no adentrarse en las autovías. Incluso Halsted estaba atascada; tenía que cambiar constantemente de velocidad con los semáforos. Al día siguiente devolvería el Cressida y alquilaría un coche que funcionase correctamente.
Lo que necesitaba era un acercamiento distinto a Diamond Head. Me había estado golpeando la cabeza contra un muro de cemento. Necesitaba a alguien que pudiese abrirme sus puertas. Yo trabajo mucho para grupos industriales en Chicago. Podía ser que algún antiguo cliente agradecido formase parte de la junta directiva de Diamond Head. Incluso podía darse que los dueños, quienesquiera que fuesen, también tuviesen participación en alguna otra firma para la que yo hubiese trabajado. El señor Contreras había dicho varias veces que Diamond Head tenía nuevos dueños; lo único que tenía que hacer era localizarlos. Y eso era algo que mi fiel abogado podía hacer por mí. Él tenía ordenador y acceso al sistema Lexus, yo no.
Salí de Halsted por Jackson, donde viven los remanentes de la comunidad griega de Chicago. Sólo giré allí porque Jackson era la vía directa hacia mi oficina, pero el aroma que llegaba de los restaurantes de las esquinas fue demasiado para mí. Además, eran casi las cinco, demasiado tarde para que Freeman Carter emprendiera su investigación. Me instalé ante una taramasalata y una fuente de calamares fritos y dejé a mis espaldas el calor y las frustraciones de la jornada.