174739.fb2 ?ngel guardi?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 23

?ngel guardi?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 23

Empresa legal

Me costó mucho a la mañana siguiente comunicarme con la oficina de Freeman. Las tres primeras veces que marqué el número conté veinte señales antes de colgar. ¿Qué demonios le había pasado a su línea telefónica? La llamada tenía que haber sido contestada por el centro de mensajes. A la cuarta vez que llamé alguien descolgó el teléfono pero no sabía quién era Freeman. Su renuencia a tomar un recado me decidió a presentarme en persona.

No había entrado en las oficinas de Crawford-Mead desde que se habían mudado a su nuevo local junto a Wacker, pero los paneles de nogal, el Ferraghan rojizo colgado a la derecha de la entrada y las dos enormes urnas Tang eran exactamente los mismos que tenían en La Salle sur. ¿Para qué molestarse en mudarse si va uno a reproducir exactamente su entorno anterior a un precio tres veces más alto?

Leah Caudwell había sido la recepcionista de la firma desde que Dick ingresó en el bufete. Yo siempre le había caído bien, y me había considerado la parte agraviada cuando Dick y yo nos separamos. Sin animarla precisamente a creerlo, tampoco había desmentido nunca la idea directamente; el desgaste que eso podía suponerle a Dick sustituía mi pensión alimenticia.

Me acerqué al mostrador de recepción con un alegre saludo en los labios, pero me encontré frente a una joven extraña fácilmente treinta años más joven que Leah. Era flaca como un lápiz, llevaba un vestido tubo de punto verde y una profusa cantidad de carmín.

– ¿Está enferma Leah hoy? -pregunté.

La joven sacudió la cabeza.

– Se despidió cuando nos mudamos, en noviembre pasado. ¿Puedo ayudarla en algo?

Me sentí estúpidamente herida porque Leah se hubiese marchado sin notificármelo a mí. Con cierta brusquedad le di mi nombre a la joven y le dije que venía a ver a Freeman.

– Ah, vaya. ¿Tenía cita con él?

– No. Me he pasado la mañana intentando localizarle por teléfono y pensé que sería más fácil venir personalmente. Pero hablaré con su secretaria: lo que necesito no requiere su atención personal.

– Ah, vaya -repitió, perpleja, sacudiendo sus cardados rizos-. Bueno, quizá sea mejor que hable con Catherine. Si quiere sentarse, diré que la avisen. ¿Cómo me ha dicho que se llamaba?

Catherine Gentry era la secretaria de Freeman. Como no había contestado al teléfono, no sabía si contestaría al ordenanza. La actitud de la recepcionista dejaba claro que algo le pasaba a Freeman, pero parecía inútil tratar de convencerla de que me dijera algo. Le tendí una de mis tarjetas y me acerqué a los sillones rojizos que había bajo el Ferraghan. Cuando Dick entró en el bufete, catorce años atrás, me había dicho, impresionado, que el tapiz estaba asegurado por cincuenta mil dólares. Supuse que en ese momento ya valdría tres o cuatro veces más, pero el asombro de Dick probablemente había disminuido proporcionalmente.

Después de esperar diez minutos hojeando el Wall Street Journal y copias atrasadas de Newsweek, apareció una rechoncha jovencita que le susurró algo a la recepcionista y se acercó hasta mí.

– ¿Es usted la señora Warshawski? -su pronunciación aproximativa de mi apellido resultó bastante creíble-. Soy Vivian Copley, una de las ayudantes del señor Carter, he trabajado mucho para él últimamente. ¿Para qué necesitaba verle?

– Seguramente es algo en lo que usted me podrá ayudar, pero ¿le ha sucedido algo al señor Freeman? Hace unas cuantas semanas que no hablo con él.

Se tapó la boca con la mano y soltó una risita nerviosa.

– Oh, vaya. No me gusta… no sé si debemos… pero probablemente saldrá mañana en los periódicos.

– ¿El qué? -pregunté vivamente. Me estaba cansando de la ineficacia que reinaba entre el personal de esa oficina.

– Nos anunció su dimisión del bufete el viernes. Le han pedido que se marchara de inmediato. Catherine está aquí hoy encargándose de sus expedientes, pero mañana se va. Estamos dirigiendo a sus clientes hacia los demás socios, por eso, si quiere decirme para qué necesita verle, podremos decidir quién es la persona más indicada para ayudarla.

Me examiné las uñas unos instantes, preguntándome si debía preguntar por Dick o por Todd Pichea. El efecto sería eléctrico, pero ¿qué podía sacar con eso?

Me levanté.

– Freeman se ha estado ocupando de mis asuntos durante tanto tiempo que no me sentiría cómoda trabajando con nadie más. ¿Por qué no me acompaña simplemente a ver a Catherine?

Se enroscó un mechón de pelo en el dedo.

– En realidad, nosotras no debemos…

Sonreí con firmeza.

– ¿Por qué no me lleva a ver a Catherine?

– Creo que tendré que consultarlo con mi jefe primero -se escabulló por la puerta que conducía a los despachos del bufete.

Esperé unos treinta segundos y la seguí. Como nunca había estado allí antes no sabía dónde podía estar el despacho de Freeman. Elegí el corredor de la derecha al azar y avancé sobre una alfombra espesa hasta los tobillos, asomando la cabeza en varios despachos y salas de reunión. Me topé con numerosos subalternos cargados de carpetas y de hojas impresas por ordenador, pero con ninguno que supiera algo de Freeman Carter.

Crawford-Mead tenía alquiladas cuatro plantas del edificio. En cierto momento llegué a una escalera privada que unía las plantas desde el interior. Como el resto de los locales, estaba profusamente recubierta de lana y felpa. Me parecía absurdo: compras espacio en la más moderna de las torres de cristal, y luego lo recubres de madera y terciopelo para que parezca un antiguo palacio de justicia.

En el segundo piso encontré por fin un empleado que pudiera guiarme hasta el despacho de Freeman. Al parecer la prohibición general de facilitar información a los clientes sólo se le había indicado al contingente de primera línea. Freeman estaba -o había estado- en el extremo opuesto de la planta en que nos encontrábamos. Seguí las indicaciones de la mujer con sólo unos cuantos errores y finalmente me encontré a Catherine Gentry embutiendo carpetas en cajas de embalaje.

– ¡Vic! -soltó lo que tenía en las manos y se las limpió en los vaqueros. Nunca la había visto con otra ropa que no fuesen los estrictos trajes sastre que creía imprescindibles en su trabajo, ni con el cabello cayéndole a mechones sobre la frente. En la calle no la hubiera reconocido.

– ¡Catherine! ¿Qué está pasando aquí? Actúan como si Freeman hubiese huido con el fondo de pensiones de la compañía.

– Actúan como la escoria que siempre he sabido que eran. No te imaginas lo feliz que soy de salir de este nido de cucarachas. Ni siquiera me molesta tener que embalar todo esto yo sola. Bueno, digamos que apenas me molesta. ¿Estabas en la agenda de Freeman? Creí que me había comunicado con todos -Catherine se había criado en Jackson, Mississippi, y nunca había hecho el menor esfuerzo por adoptar el acento de los yankis que la rodeaban.

– No. He intentado llamar esta mañana y no me he podido comunicar, por eso he venido en persona. ¿Necesitas ayuda?

Sonrió.

– La necesito, cielo, pero todo esto son expedientes confidenciales. Tengo que cuidar de ellos yo misma. ¿Qué podemos hacer por ti? Freeman se ha quedado en casa hoy, pero si hubieses sido arrestada o algo por el estilo estaría encantado de entrar en acción.

– No se trata de algo tan interesante. Sólo quería buscar a alguien en el Lexus; puede esperar hasta que estéis en vuestros nuevos cuarteles -también podía acercarme a Springfield y consultar manualmente los archivos. No era mi actividad favorita, pero sin duda era mejor que quedarme estancada con el problema unas cuantas semanas más.

Catherine gruñó.

– ¿Por qué no me apuntas lo que necesitas? Todavía tengo un par de amigos en este nido de ratas. Si no me tienen demasiada envidia por abandonar el barco, alguno de ellos podría hacer ese trabajo por mí.

Apunté la dirección de Diamond Head y su tipo de actividad.

– Sólo quiero los propietarios y la junta directiva. No necesito ningún informe financiero, al menos no por el momento. ¿Dónde vais a estableceros?

– Oh, Freeman ha encontrado un sitio encantador en Clark Sur. Trescientos metros cuadrados. Lo único que tenemos que hacer es llevar las mesas y enchufar las máquinas, no como aquí, que estuvieron empapelando, pintando y Dios sabe qué bajo nuestros pies durante los seis primeros meses desde que llegamos. Antes nos tomaremos una semana de descanso, y estoy deseando empezar.

– ¿Qué hace ahora Leah Caudwell? -le pregunté, tendiéndole la hoja de papel.

Hizo una mueca de desolación.

– Hará unos dieciocho meses o dos años que empezamos a tener demasiado trabajo, y no quiero decir que ella no pudiera con él, pero no era como en los viejos tiempos, cuando ella conocía personalmente a todos los clientes y en Navidad se acordaban de ella y todo eso. Alguna de la gente nueva que entraba aquí era simplemente grosera y no le gustaba el ambiente. Así que, cuando nos trasladamos, le sugirieron que ella no viniera. Lo sentí mucho por ella, pero ¿qué podía hacer?… Tienes que disculparme, Vic, los de la mudanza vienen dentro de tres horas y tengo que tener embalado todo esto. Ésta es nuestra nueva dirección, no dejes de venir a vernos.

Me alargó una tarjeta profesional con el nombre de Freeman pulcramente grabado. Había esperado para marcharse a que su nuevo feudo estuviese listo; en la tarjeta constaba un número de teléfono y otro de fax. Iba a tener que rendirme y agenciarme yo también un fax; era demasiado difícil seguir en los negocios, al menos en mi tipo de negocios, sin tener uno. Ni siquiera mi tienda favorita de comestibles finos del Loop aceptaba ya los pedidos por teléfono: tenías que mandarles un fax a la hora punta del mediodía.

Estaba tan embebida en el abismo que me separaba de la tecnología moderna que no reparé en la gente que me rodeaba hasta que alguien me cogió del brazo.

– ¡Es ella! -chilló una voz.

Era la joven recepcionista. La persona que me sujetaba el brazo era un miembro del personal de seguridad del edificio. Cuando intenté liberarme apretó su presa.

– Lo siento, señora. Me han dicho que se ha colado en las oficinas sin permiso, y me han pedido que la saque de los locales.

– Soy una clienta -protesté-. Al menos lo era hasta que usted me ha agarrado del brazo.

Estábamos bloqueando las escaleras. La gente se estaba agrupando debajo de nosotros, cuando a mis espaldas un hombre preguntó cuál era el problema. Me volví y sonreí agradecida: era Leigh Wilton, uno de los socios más antiguos. Aunque nunca habíamos sido amigos, no compartía el activo desprecio hacia mí de muchos de sus pares.

– Leigh, soy yo, Vic Warshawski. He venido a tratar de hablar con Freeman, no sabía que se había separado de la compañía, y esa recepcionista tuya ha creído que era una atracadora.

– ¡Vic! ¿Cómo estás? Tienes un aspecto estupendo -le dio una palmadita al guardia en el hombro-. Puedes soltarla. Y, Cindy, consúlteme antes de soltarles los perros a nuestros clientes, ¿de acuerdo?

La recepcionista se puso roja.

– Ha venido el señor Pichea y, cuando se lo he explicado, ha llamado al guardia. Yo sólo venía a identificarla. No era mi intención…

– Ya sé que no, querida. Pero el señor Pichea no es quien toma las decisiones aquí. Así que por qué no vuelves a tu mostrador. Y tú -dirigiéndose al guardia- ¿necesitas que aclare algo con tus superiores?

El guardia sacudió la cabeza y siguió a Cindy a paso ligero hasta la puerta. A Leigh le pareció una broma tan divertida el que estuviesen a punto de arrestarme, que insistió en que entrara en su despacho a tomar una taza de café. Llamó a Pichea para que se uniera a nosotros. El disgusto de mi vecino me compensó un poquito de la humillación que había experimentado los últimos días.

– Voy a tener que montar un álbum de fotos de nuestros clientes para que no les mandéis a todos a la cárcel con vuestra impaciencia de jóvenes castores -añadió Leigh.

– Todd y yo ya nos conocemos -dije-. Coincidimos a propósito de unos perros. Lo cierto es que tiene una conciencia social tan desarrollada, que ahora está a punto de hacerse cargo de toda nuestra manzana.

Todd se sonrojó hasta el caoba oscuro.

– El señor Yarborough está enterado de eso, señor. Se lo puede explicar. Si me disculpa, estaba con un cliente cuando me ha llamado.

– ¡Ah!, estos jóvenes no saben aguantar una broma. ¿Qué es eso de los perros, Vic?

Le hice un corto resumen, en medio de una serie de llamadas telefónicas. Su atención ya estaba extraviada mucho antes de que acabara.

– Voy a investigar eso por ti, Vic, te tendré informada si me entero de algo. Me alegro de verte. Y avísame antes de venir la próxima vez, para que tenga sobre aviso a los policías.

Esbocé una sonrisa y me marché a mi propia oficina. Me pasé la tarde realizando diversas tareas: pasando facturas a máquina, preparando una presentación para la compañía Schaumburg que había visto el lunes, y poniéndome al día con la correspondencia.

El día transcurrió sin ninguna noticia de Catherine respecto a mi búsqueda en el Lexus. No tenía ninguna forma de ponerme en contacto con ella hasta que ella y Freeman empezaran a trabajar la semana siguiente. Dejé un recado en el nuevo contestador de su oficina por si acaso, pero todo indicaba que tendría que acercarme a Springfield al día siguiente.

A las seis llamé a Lotty para ver si podíamos volver a intercambiar los coches esa noche; con el Trans Am probablemente podría hacer la ida y vuelta en menos de cinco horas. Aceptó sin mucho entusiasmo.

– ¿Qué ocurre? ¿Estás ocupada?

Se rió tímidamente.

– No. Sólo me estoy compadeciendo de mí misma. Hoy ha sido el último día de Carol. Me siento… personalmente despojada. Y Max se empeña en decirme que sea razonable, y lo único que consigue es que me apetezca ser lo menos razonable posible.

– Bueno, yo te sigo queriendo, Lotty. ¿Quieres que te lleve a cenar? Podrás gritar y quejarte todo lo que quieras.

Al oír eso soltó una risa más natural.

– Eso es lo que me ha recetado el médico. Sí. Excelente idea. Llevo mucho retraso aquí. ¿Qué tal a las siete y media en I Popoli?

Acepté inmediatamente y emprendí la tarea de ordenar mi despacho antes de salir. Ya me dirigía a la puerta, cuando volvió a sonar el teléfono. Pensando que podía ser Freeman, volví a mi mesa. Una suave voz de mujer me preguntó si era efectivamente la señorita Warshawski, y me pidió que esperara, que iba a hablarme el señor Yarborough.

– Vic, ¿qué diablos has estado fisgando en nuestras oficinas esta mañana? -inquirió sin más preámbulos.

– Dick, esa pregunta está cargada de implicaciones negativas. ¿Cómo es posible que manejes los asuntos de tus impresionantes clientes si te expresas tan inadecuadamente? -cogí un bolígrafo y pinté una hilera de afilados dientes en un sobre que tenía frente a mí. Luego añadí una bola de fuego que salía de ellos.

– No puedes negarme que has estado aquí. Se lo he oído decir a dos personas.

– Oye, chico, ¿trabajáis alguna vez un poco entre las sesiones de cotilleo? Me gustaría recordarte que mi abogado era miembro de vuestra firma hasta el viernes pasado. Y si, ignorando su dimisión o su dramática expulsión de vuestro Paraíso, a uno de sus clientes se le ocurriera entrar en los locales, un juez lo consideraría probablemente un error honesto. Especialmente teniendo en cuenta que a Leigh Wilton le ha parecido una broma graciosísima.

– Pero si ese juez supiera que ya se te ha advertido y que has vuelto a fisgonear en nuestras oficinas privadas en contra de nuestras órdenes expresas, pensaría que se trata de otra cosa, aunque tengas a Leigh de tu parte.

La voz de Dick se había convertido en un siseo. Añadí una serpiente al otro lado de mi dibujo y pinté un par de brazos rematados por unos guantes de boxeo.

– ¿Qué clase de infames manejos os traéis entre manos, que tanto miedo tenéis de que los descubra?

– No tenemos nada que ocultar -Dick recobró su voz normal y se puso petulante-. Pero sabiendo que has emprendido una vendetta contra uno de nuestros socios, prefiero que no tengas la oportunidad de estropearle alguno de sus expedientes.

– Ya sé que el chico tiene miedo de que le rompa una rótula, pero su mujer parece estar en buen estado físico y tiene diez años menos que yo, dile que temería demasiado su venganza.

– Vic, sé que te gusta tomarte a broma todo lo que digo, sólo para enfurecerme. Y funciona. Siempre, o casi siempre, joder. Pero te llamo para avisarte de que te ocupes de tus asuntos. Considéralo un favor, ¿vale?

Miré el teléfono con asombro.

– Dick, ¿de qué diablos estás hablando? Necesitaba la ayuda de Freeman. Estoy en mi derecho de solicitarla sin tu permiso.

– No, si ya no es miembro de la firma, no estás en tu derecho. Te hemos seguido la pista, lamentablemente después de que te marcharas. Catherine Gentry no ha descosido la boca, no voy a echar de menos su sonrisita listilla ni un segundo, pero la chica a la que le ha dado lo que querías buscar no ha tenido miedo a cumplir con su deber.

– Es decir que tenía miedo de que la despidierais. Y, a no ser que estéis infringiendo la ley sobre el trabajo infantil, espero que fuera una mujer, y no una chica.

Dick se rió, tolerante.

– Vale, tía, si eso te hace sentir mejor. Sea lo que sea, no puedes utilizar los recursos de Crawford-Mead. Punto.

– Eh, capitán. Sólo por curiosidad, ¿por qué ha tenido que marcharse Freeman tan precipitadamente?

– Eso es un asunto interno de la firma, Vic. No es nada que te importe un carajo. Tú atente a los asuntos que son de tu incumbencia. Se te dan bastante bien… ¿Por qué tienes que entrometerte en los míos?

– Oh, ya sabes, aquellos votos que hicimos: «Hasta que la muerte nos separe», esos viejos sentimientos son difíciles de matar.

– Si te hubieras ocupado de mis asuntos hace catorce años, seguiríamos casados. Piensa en eso mientras te las compones para pagar tu alquiler.

Colgó sin darme la oportunidad de decir mi última palabra. Así que seguía corroyéndole mi falta de sumisa devoción. Los viejos sentimientos son realmente difíciles de matar.