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Limitaciones de la tecnología

Lotty pasó serenamente la noche. Se despertó sobre las ocho con mucho dolor, y con ganas de refunfuñar. Saqué el colchón al salón y la ayudé a vestirse. Max le preparó café y tostadas. Rechazó el primero por estar demasiado claro, y las últimas por estar demasiado quemadas.

Max la besó en el cuello.

– No he dormido la noche pasada, Lottchen, estaba demasiado preocupado por ti. Pero si te portas tan groseramente quiere decir que estás bien.

Ella sonrió a medias y extendió la mano. No me sentí imprescindible, ni para el resto de esa escena, ni para transportar a Lotty al hospital: era evidente que se trataba de un deber que Max estaba deseando asumir. Diciéndole a Lotty que la vería más tarde, recuperé mis llaves de su bolso y me fui.

Ese día no tenía la paciencia necesaria para ahorrarme dinero cogiendo un transporte público: llamé a un taxi en Irving Park y me dirigí a casa. No había dormido mucho: cada hora o dos imaginaba que Lotty había gritado y me incorporaba en el colchón, totalmente despierta. Después de cepillarme los dientes y de ducharme, estuve tentada de meterme en mi propia cama para echarme un sueñecito de verdad, pero simplemente tenía demasiado que hacer.

Llamé a Luke Edwards, que solía ocuparse de mi coche. Es un excelente mecánico con el pesimismo de un enterrador. Interrumpí su triste pronóstico sobre mi Trans Am antes de que lo convirtiera en una oración fúnebre y le dije que le llevaría el coche en una hora.

– Necesito alquilar uno. ¿Tienes alguno para dejarme?

– No sé. Si te has estampado contra un árbol con el Trans Am, no puedo.

– Bueno, lo conducía otra persona y los que chocaron con ella lo hicieron a propósito. ¿Tienes alguno para alquilarme?

– Puede. Tengo un viejo Impala. A ti te parecerá un barco después de conducir ese pequeño Pontiac, pero te apuesto lo que quieras a que el motor funciona mejor.

– De eso estoy segura -asentí inmediatamente-. Te veré dentro de una hora.

A continuación le expliqué mi lamentable historia a mi agente de seguros. Me dijo que antes de que pudieran autorizar cualquier reparación su perito tenía que ver el coche. Como no quería perder tiempo discutiendo eso, le di la dirección de Luke y colgué.

La falta de sueño y la cantidad de cosas que tenía que hacer me estaban poniendo frenética. Me afanaba de una tarea a otra, empezando cosas que no podía terminar. Busqué el número de Eddie Mohr, el tipo cuyo coche robado había colisionado con el Trans Am. Antes de llamarle recordé que quería comunicarme con Freeman, y solté la guía de teléfonos para buscar en mi carnet de direcciones. En medio de mi búsqueda me pregunté si no debería ir a ver al señor Contreras, decirle que comprobara si Jake Sokolowski había dado con el hijo de Mitch Kruger en Arizona.

¿Y mi pistola? Si alguien estaba tan cabreado conmigo como para arremeter contra mi coche y agredir a su conductora, no debería salir desarmada. Fui a mi habitación, donde me había instalado una caja fuerte en el armario, y saqué la Smith & Wesson. Es la única cosa de la casa que mantengo siempre limpia: una automática encasquillada perjudica mucho más a quien dispara que a quien es disparado. Sólo para asegurarme, la desmonté y me puse a pasarle un trapo dentro del cañón. Esa metódica tarea me ayudó a serenar mi mente exaltada.

Estaba montando el arma cuando sonó el teléfono. Encajé cuidadosamente la recámara y me estiré sobre la cama para alcanzar el teléfono.

– ¡Vic! Soy Freeman. Te he dejado un recado en tu servicio de mensajes. ¿No te lo han dado?

– Lo siento, Freeman, no les he llamado -antes de que se pusiera a perorar sobre mis deplorables hábitos de trabajo le expliqué lo del accidente de Lotty-. Debes leer el pensamiento, mi siguiente paso iba a ser llamarte. ¿Dónde estás?

– Ocupándome de mis asuntos en Northbrook. ¿Para qué demonios quieres a los directores de Diamond Head?

Había estado tendida sobre la cama desde que descolgué el teléfono, pero la vehemencia de su voz hizo que me incorporara.

– Es material para una investigación que estoy llevando. ¿Por qué te preocupa?

– ¿Tú no serías capaz de estar jugando conmigo sin decirme las reglas del juego, verdad?

– Aquí no hay ningún juego, pero, oyéndote a ti, parece que se tratara de una juerga. Fui a tu oficina sin saber que tus colegas habían cortado todos los lazos. Cuando vi a Catherine, se ofreció a hacer una pesquisa para mí. Cuéntame en qué se parece eso a un juego.

– Ya es hora de que tengas tu propio ordenador, Warshawski. No pienso hacer ese tipo de mandados para ti. Quizá no nos hemos separado tan bien como yo hubiera querido, pero no pienso adherirme a una vendetta contra mis socios. O ex socios.

Me cogí de los pelos, intentando aplacar el retumbar de mi cabeza.

– ¿Qué tiene que ver una vendetta con buscar algo en el Lexus? Con pedirte a ti que lo busques, quiero decir.

– Me gustaría ver tu cara, V. I. Me cuesta convencerme…

– ¿De qué?

– De la pureza de tus intenciones. No siempre eres todo lo franca que tu propio asesor y abogado desearía. Consíguete tu propia computadora -repitió-. Ése es el mejor consejo que te puedo dar hoy.

Colgó mientras yo estaba aún buscando una réplica. Me quedé mirando fijamente el teléfono, demasiado anonadada hasta para enfadarme. Dick había debido llamarle para echarle la bronca, pero ¿por qué bastaba con eso para que me incriminara de esa forma? Nada de lo que Dick decía o hacía en el pasado había tenido ese efecto sobre él. Su partida de Crawford-Mead debió de ser terriblemente dolorosa.

Me pregunté qué me llevaría más tiempo, si recorrer los seiscientos kilómetros de ida y vuelta hasta Springfield y volver para buscar en el directorio manual de las corporaciones, o comprarme mi propia máquina y descubrir cómo utilizar el sistema Lexus. Llamé a Murray al Herald-Star.

– ¿Sabes que anoche agredieron a Lotty Herschel? -le dije sin preámbulo.

– Caramba, Vic. Estoy bien, gracias, ¿cómo estás tú? Me alegro de saber que no me guardas rencor por lo del otro día.

– Debería: te comiste mi sándwich, cerdo. ¿Te interesa lo de Lotty?

– Muchísimo. ¿Cómo está? ¿Cómo ha sido lo de esa paliza? ¿Dónde ocurrió? -se oía como si estuviese masticando un buñuelo mientras hablaba.

– Te contaré toda la historia cuando termines con tu tentempié. Lo único es que necesito ir allí a consultar el Lexus.

– Tú nunca llamas sólo para saludar, Warshawski. Siempre es porque quieres algo.

El zumbido de mi cabeza empezaba a concentrarse en un latido en mi sien derecha.

– Quizá si no hubieses estado con la boca abierta junto a mi cama cada vez que tenía una llamada personal durante los últimos años, ahora me sentiría más como una amiga y menos como un trozo de carne en una barbacoa cuando hablamos.

Hizo una pausa, tratando de determinar si esa queja estaba justificada.

– Dime lo que quieres saber y te lo buscaré.

– … No, no. No me hiciste ni caso con lo de Pichea y la señora Frizell. Te contaré lo que le pasó a Lotty, pero el resto de mi trabajo es asunto mío.

– Puedo conseguir que uno de los chicos de los recados se entere de la historia de Lotty.

– Cierto -dije-, pero no conseguirían ninguno de los detalles íntimos. Como por qué da la casualidad de que iba conduciendo mi coche, y cosas por el estilo.

– Oh, que te zurzan, Warshawski. Lotty es importante para ti, pero no es el notición de esta ciudad. Y sé que ninguno de vosotros me vais a dejar entrar con una máquina de fotos. Pero ven, y acabemos con eso.

– Gracias, Murray -declaré dócilmente-. Te veré dentro de dos horas, ¿vale?

Gruñó.

– No estaré aquí, aunque igual es mejor así. Pero pondré al corriente a Lydia Cooper. Pregunta por ella en el segundo piso.

Es difícil mantener una relación profesional que se vuelve personal, aunque tal vez sea aún peor a la inversa. Cuando Murray y yo nos conocimos, hacía más o menos una década, sentimos una atracción mutua, y durante un tiempo fuimos amantes. Pero nuestra rivalidad en cuanto al fraude financiero que ambos cubríamos agrió nuestra vida privada. Y ahora el recuerdo de nuestra vida amorosa le daba un tinte acerbo a nuestro trato profesional. Quizá necesitaba invitarle a cenar y hablarlo largo y tendido. Eso sería sin duda comportarse con madurez, pero aún me faltaba un año para los cuarenta, y todavía no tenía por qué ser madura.

Metí la pistola en la sobaquera y bajé a casa del señor Contreras. Se quedó consternado al enterarse de lo de Lotty. Repasé varias veces los detalles con él; a la tercera, cayó bruscamente en la cuenta de que yo podía estar en peligro.

– Y te vas alegremente a corretear por las calles sin nadie que te proteja.

– Nadie puede protegerme -repliqué-. Ni siquiera un guardaespaldas puede protegerte si alguien está determinado a cazarte. Fíjese en aquél, el gángster ese que se cargaron en Lincolnwood.

– Alan Dorfman -puntualizó-. Pero aun así, pequeña…

– Aun así, no tiene ningún objeto que venga usted y lo hieran también. Ya se ha llevado un mal golpe en la cabeza y una bala en el hombro por acercarse demasiado a mis problemas. La próxima vez que alguien le ataque voy a tener que devolver mi licencia y buscarme otra profesión.

– Es que odio quedarme al margen -murmuró.

Le rodeé con un brazo solidario, desde luego yo conocía muy bien ese sentimiento.

– Hay algo que podría hacer -le conté lo del tipo que había ido a ver a la señora Polter diciendo que era el hijo de Mitch-. ¿Puede comentárselo a Jack?

Se alegró un poco. No era tan atractivo como la posibilidad de sacudirle a alguien con una llave inglesa, pero al menos era acción. Le dije que estaría fuera todo el día, pero que volvería a eso de las cinco.

– Ándate con cuidado, pequeña. Quizá deberías llamarme a eso de la una, no quiero pasarme todo el día preguntándome si alguien te está persiguiendo con una apisonadora.

Normalmente su paternalismo me irrita, pero el ataque a Lotty me había afectado. Me di cuenta de cómo puedes sentirte cuando te preocupa alguien a quien quieres. Se lo prometí, le besé en la mejilla, y salí.

Ya eran más de las doce cuando Luke concluyó su oración fúnebre sobre los daños del Trans Am. Como no me daba las llaves del Impala a menos de tener la oportunidad de explayarse sobre el tema de la situación de la fabricación de coches en general, y más específicamente de los Pontiac, y como ejemplo particular del mío propio, tuve que escucharle con toda la buena disposición de que pude hacer acopio.

Tenía razón respecto al Impala: parecía un autobús en comparación con el Trans Am. Pero su motor iba suave como la seda. Lo conduje cuidadosamente entre el tráfico, tanteando sus dimensiones, y con un ojo avizor, pendiente de cualquier compañía indeseada. No tenía la impresión de que me hubieran seguido hasta el garaje, pero no quería ser temeraria.

Recordando mi promesa al señor Contreras, telefoneé desde el vestíbulo del Herald-Star. Como no contestaba, me imaginé que habría sacado a Peppy y subí a la planta del periódico para hablar con la joven periodista que Murray me había asignado.

Lydia Cooper, la ayudante de Murray, perecía recién salida de la escuela de periodismo. De hecho, con sus mofletes encarnados y su espeso flequillo negro, parecía a punto de salir para el instituto. Tenía un fuerte acento del Midwest; cuando le pregunté, sonrió y me dijo que era de Kansas.

– Y por favor, no me pregunte por Toto ni si allí todo está en blanco y negro. Créame, ya lo he oído un millón de veces, y sólo llevo once meses en Chicago.

Al parecer Murray le había transmitido mi solicitud sin poner impedimentos, se ofreció alegremente a enseñarme el sistema Lexus en cuanto termináramos de hablar.

Le di los detalles del ataque a Lotty. Mientras Lydia tomaba afanosamente apuntes junto a mi hombro, llamé a Max para saber cómo habían ido los exámenes de Lotty. Tal y como pensaba Audrey, Lotty tenía una fractura pequeña en el brazo izquierdo, pero el escáner no había detectado coágulos ni ningún otro problema. Carol, impactada por el ataque, iría a la clínica unas horas al día, pero Lotty estaba deseando volver a su propio trabajo.

Lydia agotó una concienzuda lista de preguntas, pero aún tenía que aprender a indagar más allá de las respuestas parciales. Cuando terminó, me llevó a una computadora con módem y pidió el Lexus para mí.

– Murray me encargó que le advirtiera que quizá no podamos utilizar esa noticia -dijo arrastrando las sílabas-. Pero gracias por contármelo. No tiene más que salir del programa cuando termine, no hace falta que me busque antes de marcharse.

Cuando conseguí el informe de Diamond Head sentí una punzada de frustración, y un irracional acceso de ira. El único nombre que figuraba era el de su agente colegiado, Jonas Carver, con una dirección del sur de Dearborn. Perfectamente legítimo, ya que no era una empresa pública, pero yo había estado esperando grandes cosas de esa computadora. Me había imaginado que encontraría a alguien estrechamente relacionado con Daraugh Graham, que se habría apresurado a presionar a Chamfers para que hablara conmigo.

La tecnología me había fallado. Iba a tener que hacer mis indagaciones a la antigua usanza, mediante allanamiento y alevosía.