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Volví a llamar al señor Contreras antes de marcharme del periódico. Seguía sin contestar. Procuré no preocuparme por ello. ¿Qué problema podía tener, al fin y al cabo? Pero había insistido tanto en que le llamara a la una, y además, no dejaría a Peppy sola tanto tiempo. Quizá había olvidado que tenía una cita con el médico cuando me lo dijo. Quizá Peppy había tenido algún problema veterinario urgente. No era posible que hubiera resbalado y se hubiese dado un porrazo, quedándose inmovilizado en el suelo del baño, como la señora Frizell. Desde luego que no. Bajé las escaleras desde Michigan a la carretera de dos en dos.
Había aparcado el coche ilegalmente en el subterráneo de Wacker, esperando que el sitio estuviese demasiado apartado para los municipales. Mientras quitaba la hojita naranja de la multa del limpiaparabrisas del Impala, pensé que tenía que haberlo sabido: cuando los dados juegan contra ti, los de tráfico siempre te cogen. Además iba a tener que pagarla: los aspavientos de Luke si le confiscaban el Impala eran insoportables de imaginar.
Seguí tentando a mi mala suerte en la carretera que conducía a casa, pero conseguí llegar a Belmont sin que me persiguiera ningún guindilla: el Impala no llama la atención de la misma forma que el Trans Am. Una vez en Belmont, tuve que tomármelo con calma debido al tráfico. Tamborileaba con impaciencia sobre el volante en los semáforos y corría estúpidos riesgos al adelantar a los camiones de reparto estacionados en doble fila.
Sólo cuando llegué a Racine me acordé de fijarme si me seguían. A esas alturas no podía estar segura de que no llevaba a nadie detrás, aunque por lo menos no creía que nadie me hubiera seguido hasta el taller de Luke. Desde luego no quería facilitarles la tarea aparcando junto a mi edificio para que supieran qué coche llevaba. Encontré un sitio en Barry y recorrí a la carrera las dos manzanas hasta casa.
Cuando toqué el timbre del señor Contreras, Peppy soltó agudos ladridos desde detrás de la puerta, pero el viejo no apareció. Me mordí el labio, momentáneamente indecisa. Él tenía el mismo derecho a la intimidad que yo exigía para mí. Desgraciadamente, la agresión a Lotty me había puesto demasiado sensible al bienestar de mis amigos como para dejar lugar a debates sobre la Novena Enmienda. Subí corriendo a mi casa, extraje mis ganzúas último grito de entre el revoltijo de la cesta que tengo junto a la entrada, y realicé mi primer allanamiento de la jornada.
Peppy seguía sin parar de ladrar ferozmente mientras yo forcejeaba con las cerraduras. Me dio esperanzas de que espantaría a un verdadero asaltante: aunque el señor Contreras tenía dos cerrojos, ambos eran lamentablemente fáciles de abrir. En cuanto supo que era yo, agitó levemente el rabo y regresó junto a su gimiente progenitura.
El viejo no estaba en la casa. Comprobé la parte de atrás por si yo estuviese haciendo el ridículo mientras él estaba fertilizando sus tomates, pero tampoco estaba fuera. Peppy vino conmigo a la puerta trasera mientras fui a mirar.
– ¿Adónde ha ido, eh? Sé que te lo ha dicho.
Soltó un impaciente ladrido y la dejé salir un poco. No le habían atacado y sacado a la fuerza de la casa: no había señales de lucha. Desistí. Algo había surgido y ya me enteraría a su debido tiempo. Comprobé que Peppy tenía agua en su cuenco, y dejé una nota sobre el teléfono diciéndole que me había pasado por allí y que nos veríamos a la noche.
Después de volver a cerrar su puerta con llave pasé por mi casa para tomarme un sándwich y un vaso de agua. También dejé la Smith & Wesson, no era probable que alguien ejercitara su puntería sobre mí en la avenida Racine.
Marjorie Hellstrom estaba en su jardín, ocupada con un rosal. A excepción de la señora Frizell y de mí misma, la manzana estaba llena de jardineros fanáticos. Yo no era capaz de cultivar ni perejil en una maceta, y el jardín de la señora Frizell estaba retornando a su origen de pradera: pradera llena de tapaderas y latas de cerveza, exactamente en la forma en que estaba cuando los indios vivían allí.
La señora Hellstrom se acercó a la valla que separaba su seto tallado a mano del vertedero contiguo.
– ¿Va a casa de Hattie, señorita…? Ayer le lavé algo de ropa y se la llevé al hospital, pero no me reconoció. Parecía que no la hubiera lavado ni una sola vez desde que la compró. Al señor Hellstrom no le gustó que la lavara, tenía miedo de que se me pegara algo al tocarla, pero ¡cómo va una a dejar en la estacada a una vecina junto a la que lleva viviendo treinta años!
– ¿Cómo ha visto a la señora Frizell? -la interrumpí.
– Sinceramente, creo que ni siquiera se dio cuenta de que estaba allí. Estaba tumbada con los ojos entornados, con una especie de ronquido, pero sin decir nada, excepto llamar al perro de vez en cuando. Si ha pensado en llevarle algunas de sus cosas, yo no me molestaría, señorita…
– Warshawski. Pero puede llamarme Vic. No, sólo quería asegurarme de que sus papeles estaban en orden.
La señora Hellstrom frunció el entrecejo.
– ¿No se supone que la que tiene que hacerlo es Chrissie Pichea, encargarse ella y su marido de los asuntos de la señora Frizell? Es la mar de generoso de su parte hacerse cargo, cuando tienen su propio trabajo que hacer, aunque creo que no deberían haberse precipitado tanto en hacer sacrificar a sus perros. Por lo menos tenían que haber hablado conmigo primero, seguro que sabían que era yo la que los estaba cuidando.
– Sí, estoy de acuerdo. Yo tengo cierta práctica financiera que Todd y Chrissie no poseen. Y siento cierta responsabilidad sobre la señora Frizell, debí hacer algo por proteger a sus perros.
– Sé cómo se siente, querida… ¿Vic, dice?, porque yo me siento igual. Vaya, pero posiblemente tenga que abrir una ventana. Aunque he tratado de limpiar un poco el suelo, bueno, francamente, ahí dentro apesta -con esa última frase bajó la voz, como si estuviera utilizando una palabra demasiado fea para una conversación educada.
Asentí vigorosamente y entré por la puerta de atrás. Casi temía que Todd y Chrissie hubiesen cambiado las cerraduras, así que me había llevado las ganzúas, pero no debieron pensar que hubiera algo que proteger allí. Así que técnicamente no estaba allanando un domicilio, sólo entrando en él.
La señora Hellstrom tenía razón en lo del olor. Años y años de deyecciones de perro, platos sucios y suelos sin fregar habían producido una atmósfera espesa y cargada que era como para desmayarse.
Abrí de par en par las ventanas de la cocina y la sala, ya de por sí una ardua tarea, ya que estaban atrancadas por la falta de uso, y eché un rápido vistazo a la casa. La señora Frizell parecía arreglárselas bien sin las trampas de la tecnología moderna: tenía una pequeña radio, pero ni televisión, ni discos compactos, ni siquiera un tocadiscos. Sí que tenía una cámara de fotos, una antigua Kodak por la que en la calle no le hubieran dado ni una papelina. Volví a la sala de estar y arrimé una silla desvencijada al escritorio. Era un mueble antiguo, oscuro, con una tabla para escribir con tapa enrollable, estantes para libros arriba, y cajones en la parte inferior. La tapa enrollable llevaba años atrancada por los papeles que atascaban sus bordes. Había papeles amontonados tras las puertas de cristal biselado de los estantes, y apiñados en los cajones. Todo estaba recubierto de una fina capa de mugre.
Si no hubiera estado hasta el moño de Todd, Dick, Murray e incluso Freeman, hubiera cerrado las ventanas y me hubiera largado a casa. Era absurdo pensar que pudiera haber algo de valor, y menos aún de interés, en esa escombrera. Pero necesitaba algo, una palanca para apartar a Todd Pichea de la señora Frizell, y no se me ocurría ninguna idea. Lo único que quería era algún tipo de documento que me proporcionara, si no una palanca, al menos una cuña.
Mientras examinaba los horrores que tenía delante, no pude evitar preguntarme qué parte de mi determinación se debía a mi preocupación por la señora Frizell, y cuál era debida a mis propios sentimientos de humillación. Soy mala perdedora y hasta la fecha Todd, y Dick, me habían derrotado en cada encuentro.
«No te mueve la venganza, luchas por la verdad, la justicia y el estilo de vida americano», me dije a mí misma con una mueca.
Probablemente la señora Frizell había amontonado sus papeles según el sistema SVL (Según Van Llegando). La dificultad estribaba en sacar la capa superior -tanto de las estanterías como de la tabla- sin perturbar las regiones paleontológicas de debajo.
Pese al trabajo de la señora Hellstrom, la alfombra de la sala de estar, un raído tapiz gris que antaño pudo ser marrón, aún tenía una capa de polvo demasiado espesa para sentarse allí. Subí al piso de arriba y encontré una de las sábanas que había lavado. Extendiéndola en el suelo, empecé a extraer cuidadosamente documentos del escritorio y a ponerlos sobre la sábana.
Entre la cochambre de la cocina había divisado una gran pila de bolsas de papel -la señora Frizell nunca tiraba nada-. Las cogí y dispuse una fila de ellas junto al escritorio. Tomé la decisión arbitraria de mirar todo lo que tuviera fecha posterior a 1987 y de poner todo lo anterior en bolsas separadas por años.
A eso de las cinco había llenado dos docenas de bolsas. La sábana sobre la que estaba se había puesto negra con toda la mugre que había sacudido de los papeles. La señora Frizell estaba en la lista publicitaria de todas las compañías de productos para animales de toda Norteamérica y conservaba todos sus catálogos. También había conservado todas las facturas del veterinario desde 1935 -la fecha más remota que había aflorado a la superficie hasta ese momento-, y recortes de periódico refiriéndose a la crueldad con los animales. No había encontrado nada relacionado con su hijo, pero la mayoría de las cosas que había examinado sólo databan de finales de los años setenta.
Los únicos documentos financieros estaban revueltos con las facturas del veterinario y los recortes de periódico. Eran escasos. Recibía un cheque mensual de la Seguridad Social, pero al parecer en la fábrica de cajas donde trabajaba no había sindicato. O al menos no parecía que tuviera ningún plan de pensiones aparte del del gobierno. El banco de Lake View había pagado su contribución y se hacía cargo de sus modestos ahorros. Al parecer también le pagaban las facturas por diversos servicios. Encontré un par de copias de los informes trimestrales que enviaban a Byron Frizell a San Francisco detallando las transacciones que efectuaban por cuenta de ella.
La Seguridad Social no dispone de un sistema electrónico de transferencias. Tenían que enviar sus cheques directamente a la señora Frizell, y ella tenía que ser lo bastante responsable como para acordarse de llevarlos al banco. Aparentemente tenía la suficiente coherencia mental para hacerlo, ya que su libreta del banco, que encontré bajo un prospecto de Jewel de 1972 promocionando Purina a diez centavos la libra, mostraba ingresos mensuales regulares.
No era un asidero muy firme el que mi autoasignada clienta tuviese la capacidad mental suficiente como para llevar su dinero al banco. Y no era de mucha ayuda para hacer frente al penoso estado en que se encontraba ahora. Obviamente, no se podía decir que actualmente fuese capaz de manejar sus propios asuntos.
Tras un examen más detenido, la libreta tampoco resultó ser un gran aliado. La señora Frizell había ingresado su cheque el día diez de cada mes durante dieciocho años, pero de repente había dejado de hacerlo en febrero, cuando el saldo estaba justo un poco por encima de los diez mil dólares. ¿Qué había hecho con los cheques desde entonces? ¿Encontraría cuatro cheques sumergidos en las profundidades de ese mar de papeles?
Me froté la nuca y los hombros con mis dedos sucios. Me sentía vacía y deprimida. No estaba encontrando ninguna prueba del brillante estado mental de la señora Frizell. Y menos aún un alijo de valores por los que valiera la pena despojarla de sus bienes.
Fui a la cocina a lavarme las manos bajo el grifo. Aunque el tiempo había cambiado con la tormenta de la noche anterior, el trabajo entre esa basura me había dejado entumecida y sudorosa. La pila estaba tan sucia que, aunque tenía mucha sed, no me apetecía beber del grifo. Tenía que haber pensado en traerme un termo de casa. Media hora más y se acabó.
Cuando volví a la sala de estar y divisé el desbarajuste, estuve tentada de abandonar de inmediato, pero la importuna sensación de que ya había invertido demasiado tiempo como para irme con las manos vacías me impulsó a continuar. Desde luego, ése es el clásico error que lleva los negocios a la bancarrota: «Ya hemos invertido cinco años y cincuenta billones en este producto inservible, no podemos abandonar ahora». Pero tu impulso te hunde cada vez más en el cenagal.
La habitación estaba orientada al oeste. El sol poniente la iluminaba mucho más que la bombilla de cuarenta vatios de la única lámpara que tenía allí la señora Frizell. Abrí las cortinas y continué mi búsqueda. Hasta entonces sólo había mirado la sección del medio y los estantes con puertas de cristal. Como último intento, abrí los tres cajones de abajo. Acuclillada, empecé a sacar sobres. Debían de ser cerca de las siete cuando encontré la carta del banco de Lake View.
15 de marzo
Estimada Sra. Frizell:
Según sus instrucciones, hemos vendido sus Certificados de Depósito y cancelado su cuenta, y hemos transferido su saldo a su nueva cuenta en el banco Metropolitan and Trust de Estados Unidos. Hemos servido con agrado sus intereses financieros durante los últimos sesenta años, y lamentamos que no desee continuar nuestra relación. En caso de que cambiase de opinión en el futuro, por favor no dude en llamarnos. Nos complacerá reabrir su cuenta sin ningún cargo para usted.
La carta llevaba la firma personal de uno de los agentes del banco.
El banco de Lake View es una pequeña institución familiar: se ocupan de mi hipoteca con la atención y el esmero que la mayoría de los bancos reservan a las grandes sociedades clientas suyas. Debe de ser el único banco de la ciudad que aún maneja libretas de pequeñas cuentas. Era muy propio de ellos que le escribieran una carta personal a la señora Frizell.
Lo extraño era que transfiriera su dinero al Metropolitan. No había encontrado una libreta ni ningún otro documento de ellos. O bien habían quedado enterrados bajo el estrato jurásico, o los guardaba en otro sitio. Pero eso era un detalle comparado con la cuestión importante: ¿por qué había cambiado su cuenta a un banco del centro? Y no precisamente cualquier viejo banco, sino uno que era noticia una semana sí y otra también por las conexiones políticas que sus directores tenían en la zona. La junta de administración del condado de Du Page era sólo uno de los grupos que recientemente habían suscitado el interés periodístico por mantener depósitos disponibles en las cuentas del Metropolitan que no devengan intereses.
Me estaba aferrando a un clavo ardiendo y lo sabía. Probablemente el Metropolitan había lanzado alguna campaña publicitaria que la señora Frizell había encontrado irresistible. Me puse en pie, con las corvas agarrotadas de estar tanto tiempo sentada. No sabía qué hacer con el desbarajuste que había dejado en el suelo. El escritorio seguía rebosante de papeles, no me imaginaba volviéndolos a embutir dentro. Al mismo tiempo, no podía dejarlos ahí tirados, como prueba de mi labor. Aunque quizá Chrissie supondría que había sido obra de la señora Hellstrom; probablemente los Pichea sabrían que había hecho algo de colada.
Una llave girando en la cerradura zanjó el problema por mí. Doblé la carta del banco y me la metí en el bolsillo de atrás un segundo antes de que irrumpieran Chrissie y Todd. Parecían radiantes de salud, Chrissie con un mono ceñido como una funda, Todd con un pantalón corto color canela y una camisa polo. No quería ni imaginarme el aspecto que tendría yo: el olor procedente de mis sobacos era lo bastante desagradable.
– ¿Qué estás haciendo aquí, Warshawski?
– Limpiando los establos de Augias. Podéis llamarme Hércules. Aunque creo que él tuvo ayuda. En cierta manera, le he superado.
– No intentes tomártelo a broma, porque no tiene gracia. Cuando la señora Hellstrom nos ha dicho que estabas aquí hurgando en los documentos financieros, mi primer impulso ha sido llamar a la policía. Podía haberte hecho arrestar, sabes. Esto es una propiedad privada.
Me froté la nuca.
– Pero, que yo sepa, no es propiedad tuya. A menos que hayas utilizado tus poderes de custodia para hacerte con la escritura.
Súbitamente caí en la cuenta de que ése era el único documento valioso que poseía la señora Frizell. Quizá estuviera en el fondo de alguno de los cajones. O quizá Todd y Chrissie ya habían arramblado con él. No me sentía con ánimos de allanar su casa para comprobarlo, al menos no por esa noche.
– Por qué simplemente no te largas de aquí -me espetó Todd-. Desde que encontramos a la anciana, has estado empeñada en socavar mi interés por ella, hasta llamar a su hijo…
– ¡Qué interés! -le interrumpí-. Lo primero que habéis hecho, espabilados, ha sido matar a sus perros, lo único que quería la señora Frizell en el mundo. Todo lo que habéis hecho desde el viernes puede que sea legal, pero yo no quisiera tener algo que ver en ello ni de lejos. Apestas, Pichea, mucho más que cualquier montón de mierda de perro que haya podido dejar por aquí la señora Frizell.
– ¡Basta! -bramó-. ¿Crees que tu superioridad moral te da derecho a quebrantar la ley? Tengo documentos que demuestran mi derecho a controlar a quien entre en este lugar, y cualquier juez de esta ciudad estaría de acuerdo.
Solté una carcajada.
– ¿Tienes documentos? Eso suena a pedigrí de perro. Pero, hablando de documentos, ¿dónde está el título de propiedad de la señora Frizell? ¿Y dónde está la libreta de su cuenta en el Metropolitan?
– ¿Cómo sabes…? -inició Chrissie, pero Todd la interrumpió.
– Tienes dos minutos para marcharte, Warshawski. Dos minutos antes de que llame a la policía.
– Así que tenéis efectivamente su libreta del banco -dije, procurando infundirle a mi voz un tono cargado de intención. Preguntándome para mis adentros en qué podía cambiar eso las cosas, me dirigí tranquilamente a la puerta principal.