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Socorridas costillas

El señor Contreras había estado según toda evidencia pendiente de mi llegada: estaba en la puerta de su apartamento cuando abrí la puerta del vestíbulo.

– ¿Dónde has estado, nena? Pareces la perdedora de un partido de lucha libre en el barro.

Retoqué tímidamente mis mechones empapados de sudor.

– Podría preguntarle lo mismo. Creí que íbamos a comunicarnos a la una para confirmar que nadie me hubiera atacado.

– Sí, pensé que no te haría daño una dosis de tu propia medicina. No me refiero a cuando te lo dije, sino después, cuando se me ocurrió ir a verle en persona. Pensé: bueno, Vic se preocupará cuando llame -si es que llama- y no le conteste nadie. Pero no tenía ninguna forma de comunicarme contigo y me acordé de todas las veces que me has tenido pendiente de ti sin saber palabra, y que no te vendría mal cocerte un poco en tu propio jugo.

– Bueno, me alegro de que se lo haya pasado bien -estaba demasiado cansada para discutir-. Por cierto, ¿cuánto tiempo ha estado fuera? Peppy parecía muy impaciente por salir cuando me pasé por aquí a la una.

Ése era un golpe bajo; me arrepentí tan pronto como las palabras salieron de mi boca. Una de las prerrogativas más celosamente preservadas por el señor Contreras es la de que la perra viva con él dado que yo estoy fuera demasiado tiempo para ser una buena ama.

Se ofendió y sus ojos castaños se nublaron.

– Eso no es justo, nena, cuando sabes que estoy aquí día y noche por la princesa. No sería capaz de marcharme durante días sin pensar en sus necesidades lo mismo… Bueno, en cualquier caso, no la dejaría en la estacada.

También él asestaba sus golpes, pero conteniéndose en lugar de lanzar un ataque en regla respecto a mis ausencias periódicas. Le di unas palmaditas en el hombro y me volví para subir a mi casa.

– ¿Ni siquiera quieres saber lo que he averiguado? -preguntó.

– Sí, sí, claro que sí. Déjeme solamente lavarme primero.

– Estoy asando unas costillas -me gritó mientras subía-. ¿Quieres que te guarde algunas?

Los informes sobre el colesterol y el cáncer de colon no afectaban la dieta del señor Contreras. En realidad, quizá años y años de comer costillas de cerdo le habían convertido en el hombre saludable y fuerte que era actualmente. Desde luego se me antojaban más reconfortantes tras mi horrible tarde que la cena supernutritiva de bajas calorías que había planeado. Se lo agradecí, pero le avisé de que necesitaba al menos una hora para estar lista.

El agua del baño se tornó negra tan pronto como entré en la bañera. No podía quedarme en remojo en esa porquería. Sumergiéndome unos cuantos segundos para quitarme el sudor del pelo, salí, vacié la bañera y limpié el cerco de pringue que dejaba el agua al vaciarse. Abrí la ducha, pero había agotado el calentador en llenar la bañera y limpiarla.

Gruñendo entre dientes, me envolví en una toalla y fui a telefonear a Lotty mientras esperaba que el agua se volviera a calentar. Como no obtuve respuesta, probé el número de Max. Resultó que se había ido a Evanston para quedarse unos días con él. Estaba bien, o tan bien como podía esperarse, pero había cierta tensión entre nosotras: sentimiento de culpa por mi parte, y miedo por la suya. Procuré subsanarlo lo mejor que pude, pero no nos despedimos con nuestra armonía habitual.

Cuando colgamos estaba tiritando, y me alegré de volver a encontrar caliente el agua. Permanecí bajo la ducha hasta que empezó a enfriarse, mucho después de quitarme del pelo las últimas trazas del polvo de la señora Frizell. ¿Habían vuelto a batirme Todd y Chrissie en nuestro último encontronazo, o había puesto yo el dedo en algo? Cierto que el Metropolitan no es un gran banco, pero la señora Frizell había cambiado su cuenta cuatro meses atrás, mucho antes de que Todd y Chrissie entraran en su vida.

Quizá Chrissie trabajaba allí: me la imaginé visitando a todos los ancianos del barrio, convenciéndoles de que transfirieran su dinero a las cuentas del Metropolitan que no devengaban interés. Caí en la cuenta de que no sabía si Chrissie trabajaba fuera de casa. En cuanto a la desaparecida escritura de la casa de la señora Frizell, quizá estuviera en una caja de seguridad en algún sitio. O arriba, junto a su cama. Como dormía con los perros, quizá imaginaba que su dormitorio era el sitio más seguro para guardar cosas de valor.

Me sequé la cabeza con una toalla y me tumbé para descansar un poco. Aún me quedaba por practicar un tercer allanamiento ese día, y no sería capaz de hacerlo en ese estado. El teléfono me despertó a las nueve y media: el señor Contreras, que quería saber si estaba enfadada y quería castigarle encerrándome arriba.

Me incorporé, algo aturdida.

– Me he quedado dormida -interrumpí sus excusas-. Me alegro de que me haya llamado, ya tenía que levantarme. Estaré abajo en cinco minutos.

Me puse unos vaqueros y una camisa blanca de algodón de manga larga, aún estaba un poco destemplada a pesar de la cálida noche de verano. Volví a mirar el reloj y decidí irme directamente desde la casa del señor Contreras. Ajustándome la funda sobaquera, me metí el carnet de conducir, algo de dinero y las llaves en diferentes bolsillos. Las ganzúas me pinchaban el muslo: las saqué y las deslicé en el bolsillo de una chaqueta de dril que me coloqué para ocultar la sobaquera. Ahora tenía calor, pero eso era inevitable.

Cuando bajé, el señor Contreras me tenía la puerta abierta.

– ¿No has cenado, verdad, pequeña? Te estoy calentando las costillas en el tostador del horno ahora mismo.

Agitó ante mis ojos una botella de Valpolicella, pero la decliné. No podía permitirme beber nada a esas horas de la noche si quería ser capaz de moverme con rapidez. Desapareció rápidamente en su cocina.

Me acerqué a la sección de maternidad: antes no había tenido tiempo de extasiarme con los cachorrillos. Habían abierto los ojos y hacían tentativas por separarse del costado de Peppy. Ésta me observaba atentamente cuando los cogía para acariciarlos, pero no se alteraba tanto como cuando estaban recién nacidos.

El señor Contreras volvió con un plato de costillas, pan de ajo y -por consideración a mis hábitos alimenticios- una fuente de lechuga congelada. Abrió una mesa plegable para mí y se sentó con el vino. En cuanto vi las costillas me di cuenta del hambre que tenía.

– Cuénteme su jornada. ¿Fue a ver a Jake Sokolowski? -le pregunté con la boca llena.

– No. Sólo le telefoneé a casa de Tonia Coriolano. No creí que supiera nada del chico de Mitch, ninguno de nosotros sabía nada. Mitch no se preocupó nunca por mantenerse en contacto con el chico y Rosie cuando lo dejaron hace treinta y cinco años -echó un trago de vino, pensativo-. O quizá estaba simplemente demasiado avergonzado por no haber sido capaz de cuidar de ellos como cualquier hombre debe hacerlo. Y no me digas que las mujeres pueden cuidar de sí mismas. Si te casas con una mujer y la dejas con un crío, estás obligado a cuidar de ellos.

Tras observarme unos instantes para ver si estaba dispuesta a responder al desafío de su voz, prosiguió.

– No, a quien fui a ver es a Eddie Mohr.

– ¿Eddie Mohr? -repetí como un eco.

– El tipo al que le robaron el coche. El que utilizaron para atacar a la doctora.

– No sabía que usted lo conocía.

– Bueno, no estaba seguro, hasta que lo comprobé con Jake. Me refiero a que no es un nombre común, pero podía haber más de uno.

Dejé las costillas, controlando mis ganas de gritarle. Cuando el señor Contreras tiene noticias, las suelta con cuentagotas y por lo general empieza por lo último.

– Me rindo: ¿quién es Eddie Mohr? Además del dueño del coche de la muerte, claro.

– Un tipo que fue presidente de nuestro sindicato. Es un poco más joven que Jake y yo, puede que acabe de cumplir los setenta, por eso empezó después que nosotros y no estaba en nuestro mismo grupo. Pero claro que lo conocía, por eso fui a verle. Tiene una casita muy maja en Fortieth, al este de Kedzie, vive con su mujer y tiene un precioso Buick. Además del Oldsmobile que fue robado, quiero decir. El Buick es el coche de su mujer, sabes, el suyo es el otro, el Olds -el señor Contreras estaba radiante de satisfacción por poder referir noticias tan importantes.

– Creo que ya caigo. ¿Qué tenía él que decir?

– Oh, se quedó realmente estupefacto. Yo sólo quería asegurarme, sabes, de que de verdad no tenía nada que ver con los que siguieron tu coche y le atizaron a la doctora, y todo eso.

A mí también me apetecía saber esas cosas. Me hubiera gustado hacerle yo misma esas preguntas a Eddie Mohr. Una razón por la que me gusta hacer yo misma mi trabajo pesado es que las reacciones de la gente te dicen más que sus propias palabras. Desde luego, podía ir a verle personalmente mañana. Sólo sería la tercera persona que lo interrogase, después de la pasma y del señor Contreras. Para entonces ya tendría sus respuestas perfectamente memorizadas.

Empecé a preguntarle dónde aparcaba sus coches Mohr, si en la calle o en un garaje, y si tenía algún sentido logístico que fuese el Oldsmobile el que cogieron los rateros. ¿Y acaso no era una extraña coincidencia que el presidente de la sección sindical de Diamond Head se viera envuelto, por tangencialmente que fuera, en el repaso que le habían dado a Lotty, cuando yo estaba intentando investigar la muerte de un antiguo empleado de Diamond Head? Pero el señor Contreras no podía responder a esas preguntas, y si se las hacía lo único que conseguiría era desinflarle su globo.

– ¿Se sorprendió al verle? -opté por preguntarle.

– Claro, naturalmente, que saliera yo del olvido después de doce años, claro que se sorprendió.

– ¿Desconcertado, cree?

Gruñó.

– No sé muy bien adónde quieres llegar. ¿Te refieres a si actuaba como si tuviera la conciencia poco tranquila? Pues sí, se sintió tremendamente culpable cuando le conté quién era la doctora y cómo la habían herido. Pero por supuesto él no sabía que le iban a robar el coche, y menos aún que se lo iban a robar para atacarla con él.

– ¿Cómo es que él tiene dos coches y que usted va en autobús?

Abrió de par en par los ojos, asombrado.

– ¿Estás sugiriendo que tiene más dinero del que debería? Yo podría tener un coche si quisiera, desde luego no me hacen falta dos, pero ¿para qué lo necesito? Es un gasto inútil: los impuestos, la gasolina, el seguro, los problemas para aparcar, preocuparte de que no le hagan el puente y te lo roben. ¿Piensas que por el hecho de que un tío le entregue su vida al sindicato no puede permitirse poseer un coche?

Sacudí la cabeza, confusa.

– No, claro. Sólo me estoy aferrando a lo que puedo.

Piqué un poco de la lechuga helada.

– Sabe, Terry Finchley no ha intentado localizar al hijo de Mitch. Y Jake tampoco. Pero alguien que pretendía ser el joven Kruger fue a ver a la señora Polter y registró el cuarto de Mitch sólo un día después de que se encontrara su cuerpo. O bien el tipo vino a la ciudad sin que nadie lo supiera excepto Mitch, o alguien estaba tan interesado en encontrar algo entre las cosas de Mitch que se hizo pasar por él. Quiero decir que, en ambos casos, la persona sabía dónde vivía. Lo que significa que Mitch tuvo que decírselo, porque usted y él, Jake, eran los únicos que lo sabían.

El señor Contreras guiñó astutamente un ojo.

– ¿Quieres que le pregunte a Jack si pasó alguien por allí tratando de enterarse de la nueva dirección de Mitch?

Encogí un hombro con impaciencia.

– Supongo que sí. Me gustaría acercarme con algunas fotos y enseñarlas en esa calle. Sabe, no sabemos si el hijo de Mitch seguía viviendo en Arizona. Joder, tendrá mi edad, o algo más. Podría estar en cualquier parte. ¿Recuerda su nombre?

– Mitch Junior -dijo inmediatamente el señor Contreras-. Siempre recuerdo que envidiaba el hecho de que él tuviera un hijo y yo sólo tuviera a Ruthie. Una estupidez. No significa nada, ahora me doy cuenta, pero en aquella época… oh, bueno, no tienes ganas de escuchar eso.

Me limpié los dedos en la servilleta de papel húmeda que me había proporcionado. Montar la búsqueda de una persona que podía estar en cualquier parte estaba muy por encima de mis recursos: me refiero a ir a las delegaciones de tráfico del estado, escribir al Pentágono, todo ese tipo de actividades que no tenía ni tiempo ni dinero para emprender. Sin embargo, una foto de Mitch Junior podía ser muy útil.

– ¿Quiere sufragar algunos anuncios, ya que no desperdicia su dinero en un coche? Podríamos pasar algunos en todos los periódicos de Arizona, y algunos por aquí. Ya sabe, si Mitch Kruger, originario de Chicago, escribe a cierta dirección, le informarán de algo que le interesa.

El señor Contreras se frotó las manos.

– Exactamente como en Sherlock Holmes. Buena idea, chiquilla. Buena idea. ¿Quieres que me ocupe yo?

Le di de buen grado mi consentimiento y me levanté.

– Voy al centro y quisiera salir por la parte de atrás. Por si acaso los tipos que mangaron el coche de su amigo estuvieran esperándome con otro delante de la puerta. ¿Puedo salir por su cocina?

– ¿Al centro? -sus ojos se clavaron en mi axila izquierda-. ¿Qué vas a hacer al centro?

Sonreí.

– Un pequeño trabajo de oficina.

– Entonces ¿para qué necesitas la pistola? ¿Para dispararle a una carta y espantarla?

Me reí.

– Que me muera si miento, no salgo con la perspectiva de una violenta confrontación. Espero no ver ni un alma. Pero ya conoces mis métodos, Watson: si alguien empieza a meterse conmigo, o con mis amigos, no voy por las calles oscuras sin una pequeña protección.

No estaba contento; ni siquiera estaba seguro de creerme. Pero descorrió los cerrojos de su puerta trasera y me acompañó hasta el callejón.

– Te voy a colocar una de esas cosas que llevan los polis, así si tienes problemas podrás mandarme una señal.

La idea de un cordón umbilical permanente con el viejo me obligó a tragar saliva. Me alejé por el callejón lo más rápido que pude, como para alejarme del mismo aire que había presenciado esa sugerencia.