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El sur del Loop es un pueblo fantasma por la noche. Sus bares cierran por la tarde a la hora punta del tráfico. Aunque en su orilla este están el Auditorio y un cine, y al sur ha surgido Dearborn Park, es poca la vida nocturna que subsiste al norte de la autovía Congress. Y gran parte de esa movida es de una calidad tan dudosa que casi preferirías encontrarte con un fantasma de verdad.
La dirección de Jonas Carver -el hombre que aparecía en el Lexus como agente colegiado de Diamond Head- resultó estar justo al norte de Van Buren. Aparqué el Impala a una distancia razonable, esperé a que un borracho -o quizá un flipado- atravesara la calle a la deriva, y entré en el vestíbulo.
Era un edificio antiguo que habían remozado superficialmente: la pintura estrictamente necesaria para justificar una subida del alquiler a tono con las nuevas construcciones de Dearborn Park. Uno de los elementos cosméticos era una pesada puerta de cristal con un doble cerrojo: tenían que estar metidas las dos llaves a la vez para que se abriera. Ésa sería una buena prueba para evaluar la eficacia de mis ganzúas. Me habían costado setecientos dólares, pero se suponía que estaban a la altura de ese tipo de trabajo.
También advertí con amargura que los pisos de los inquilinos -cuya lista estaba junto al telefonillo exterior a la puerta- estaban cifrados. Sin duda útil para los residentes particulares, pero si querías ver a algún profesional, como Jonas Carver, ¿cómo se suponía que ibas a adivinar a qué piso te tenías que dirigir? Afortunadamente el edificio sólo tenía once pisos: eso reduciría considerablemente mi tiempo de exploración.
Sólo para asegurarme, marqué el número de código de Carver. Nadie contestó. Además, ¿qué iba a hacer allí alguien a las doce de la noche?
Echando un vistazo alrededor para comprobar que nadie me veía, puse manos a la obra con las ganzúas. Al cabo de media hora empecé a preguntarme si no debería apostarme en el Impala y entrar detrás de la primera persona que llegara por la mañana. También me daban ganas de sacar la Smith & Wesson y echar abajo la puerta. No me parecía que el ruido fuese a despertar a nadie.
Era casi la una cuando mis delicados tanteos soltaron por fin el resorte de la cerradura superior, permitiéndome trabajarme la del pomo con bastante rapidez. Me dolían los riñones de estar tanto tiempo doblada. Me froté y me estiré contra la pared, tratando de relajar la tensión.
Una tenue lamparilla de noche arrojaba apenas la luz suficiente como para ver los botones del ascensor. El vestíbulo era minúsculo, apenas suficiente para cuatro personas. Saqué un cuarto de dólar y lo eché a cara o cruz: cara, subía hasta arriba y buscaba a Carver de arriba a abajo; cruz, empezaba por el segundo e iba subiendo. En la poca luz apenas pude distinguir el perfil de Washington. Llamé al ascensor.
La puerta se abrió inmediatamente. Eso significaba que la última persona que lo había utilizado fue para salir, una buena señal, aunque en el fondo no esperaba encontrarme a nadie. Cuando la puerta se cerraba sobre mí, advertí un directorio en la pared de enfrente. Metí el pie, mantuve abierta la puerta, y me asomé para ver el número de la oficina de Jonas Carver. Estaba en el sexto piso. Tanto si hubiese empezado por arriba como por abajo, hubiese dado igual. Quizá mi suerte estaba empezando a cambiar un poco.
La cerradura de la oficina de Carver era mucho más fácil de convencer que la de abajo. Buena cosa, ya que mi espalda protestó cuando volví a inclinarme para juguetear con ella. Me arrodillé, buscando una postura de trabajo confortable, y conseguí descorrer el pestillo al cabo de unos cinco minutos.
La oficina de Carver daba al patio de luces del edificio. Ninguna farola de la calle filtraba sus rayos hasta allí. La única luz de la habitación procedía de un cursor que parpadeaba, impertinente, a media distancia. Me abrí paso hasta él, encontré la mesa sobre la que estaba, y tanteé a su alrededor hasta que encontré un interruptor. No sé por qué no me había llevado una linterna.
La habitación, que en la oscuridad me había parecido inmensa, resultó a la luz de la lámpara pequeña y austera. Junto a la mesa de despacho metálica con el ordenador, había dos archivadores y una mesita con una cafetera eléctrica. Al otro extremo, una puerta daba a otro cuarto, presumiblemente los dominios privados del señor Carver. En él la mesa era chapada en imitación madera; una falsa alfombra china cubría parte del suelo. Carver también tenía un ordenador listo para la acción.
La información sobre las compañías con que trabajaba Carver esperaba sin duda tras el parpadeante cursor, y se revelaría pulsando el mando adecuado. Mis capacidades informáticas no eran mi punto fuerte; adivinar cuál era la tecla correcta iba a ser una ardua tarea. En su lugar traté de encontrar alguna copia impresa en los archivadores, pero parecían destinados a las leyes sobre impuestos y las recomendaciones del gobierno para administrar sociedades anónimas. También encontré manuales sobre la utilización del ordenador. Apretando los dientes, abrí la carpeta y empecé a leer.
Al cabo de una media hora supuse que sabía lo suficiente al menos para ponerlo en marcha. Me incliné cortésmente y le pedí un directorio. La máquina me complació con una rapidez y una meticulosidad que me dejó totalmente confundida. Una línea en la parte inferior me preguntaba qué deseaba hacer: consultar, crear, editar, archivar, salir, y parpadeó con impertinencia ante mi vacilación.
Finalmente descubrí qué tecla de función me permitía consultar. La máquina, impaciente por mi lentitud, apenas me permitió pulsar antes de pedirme el nombre del archivo. Le proporcioné «Diamond Head». Lo rechazó: «No se encuentra ese archivo». Probé una variedad de permutas del nombre, pero ninguna le gustó.
Por fin conseguí volver al directorio y lo estudié detenidamente. Algo llamado «Client.Exec» parecía prometedor. Manipulé diferentes letras y conseguí -tras numerosos intentos infructuosos- una combinación que le gustó al ordenador. Unos cuantos parpadeos y los archivos de los clientes aparecieron frente a mí. Por supuesto, no como en los libros, sino en forma de otro menú con varias opciones.
Consulté mi reloj. Eran casi las tres. Me había llevado más tiempo descubrir cómo utilizar el maldito ordenador que forzar la puerta de entrada. Tras otra serie de tanteos y errores conseguí los archivos de Diamond Head.
Tan pronto como llegué a la lista de presidentes y directivos, comprendí por qué Freeman se había mostrado tan irritado esa mañana. Jason Felitti era el presidente, Peter Felitti el vicepresidente, y Richard Yarborough el secretario. Me quedé boquiabierta. No sabía quién era Jason, pero había conocido a Peter en la gala benéfica que habían dado Michael y Or'. Era el suegro de Dick y el presidente de Amalgamated Portage.
Me reí en voz alta, con cierto histerismo. Sí, ya conocía a uno de los directivos que podían presionar a Chamfers respecto a mí, muy bien. ¡Caray, caray! ¡Con razón Freeman creyó que estaba queriendo implicarle en una guerra personal contra Dick! Eso no excusaba su grosería, pero al menos podía entender su punto de vista.
Recorrí someramente el resto del archivo. Eran ya más de las cuatro y a mis ojos les costaba enfocar las brillantes letras verdes. Me hubiera gustado saber cómo imprimir el archivo, pero estaba demasiado cansada como para descubrir más artimañas informáticas, y no quería que alguien que llegase temprano me encontrara con las manos en la masa.
Si Carver llevaba los libros de Diamond Head, estaban en un directorio de archivos aparte, que tampoco tenía idea de cómo buscar. Los datos someros presentados en ése mostraban que Diamond Head estaba firmemente respaldada. De hecho, sus deudas parecían exceder de las utilidades incorporadas en la proporción de uno a dos. Y la compañía estaba vinculada a Amalgamated Portage, que asumía una gran parte de la deuda. Qué cómodo: así todo quedaba en familia.
Además, Diamond Head tenía relación con Paragon Steel. Los archivos de Carver no mostraban de qué modo, pero al parecer Paragon era responsable de gran parte de los movimientos de capital de Diamond Head. Paragon Steel. Que una sociedad tan importante estuviese vinculada a una empresa tan insignificante como Diamond Head no tenía sentido para mí. Me froté los ojos varias veces para asegurarme de que lo estaba leyendo correctamente.
Paragon era una de las pocas compañías que habían anticipado la grave crisis de la industria del acero en Estados Unidos quince años atrás. Se habían reconvertido para poder producir lotes relativamente pequeños de acero en diferentes grados de especialización en plazos muy ajustados; se habían metido con fuerza en los plásticos; y también era una de las pocas compañías de Illinois que se habían forrado como bandidos con el reforzamiento de la Defensa llevado a cabo por Reagan.
El Wall Street Journal había sacado un importante artículo sobre ellos hacía sólo un mes o dos, por eso tenía los detalles frescos en la memoria. Podía entender que Paragon poseyera Diamond Head, los pequeños motores que hacía esta última podían encajar perfectamente en sus operaciones de Defensa. ¿Pero que Paragon proporcionara un flujo de capital a una empresa más pequeña? Sacudí la cabeza, pero el tiempo volaba. Tendría que preocuparme de eso al día siguiente.
Hurgué en la mesa de Carver y encontré un bloc de impresos. Arranqué una hoja para no dejar huellas patentes de lo que escribiera debajo, y apunté los datos claves. En ese momento no podía hacer nada más. Además, me moría por una cama.
Afortunadamente, el teclado me ofreció la opción de salir. Así lo hice, y, más por suerte que por habilidad, volví a encontrarme ante una pantalla vacía con un cursor parpadeante. Recorrí minuciosamente con la vista los dos cuartos para asegurarme de que no dejaba allí nada mío.
Mientras bajaba sentí un leve remordimiento de conciencia. ¿Qué me había hecho a mí Jonas Carver para que invadiera su oficina? Si él entrara en la mía a fisgonear en mis archivos, le rompería las rótulas; él podía tener todo el derecho a hacer lo mismo conmigo.
Sin duda Gabriella lo hubiera desaprobado. Su rostro difuminado me siguió hasta en mis sueños, diciéndome que había sido una chica muy mala.