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Antes de irme a la cama tomé la precaución de deslizar una nota bajo la puerta del señor Contreras. No quería que me despertase al despuntar el alba llamando frenéticamente a mi puerta. También desconecté el teléfono. Así conseguí casi seis horas de sueño, lo suficiente para poder ir tirando, aunque no con verdadero entusiasmo.
Hacía varios días que no había corrido y necesitaba terriblemente ese ejercicio, más para mi bienestar mental que físico. La zona lumbar ya no me dolía, pero noté la rigidez de mis músculos al hacer mis ejercicios de calentamiento. Tendría que correr el riesgo cuando diera con los tipos que habían golpeado a Lotty confundiéndola conmigo.
Dejé la pipa en casa. Es demasiado difícil correr con una funda sobaquera bajo el chándal: la pistola te golpea desagradablemente el pecho. Me atuve a las calles poco importantes en lugar de hacer el recorrido más agradable hasta el lago, y regresé a casa sin incidente. Tras mi ducha y un desayuno tardío (fruta, yogur y un sándwich de queso tostado) que tendría que hacerme también las veces de comida, intenté decidir lo que iba a hacer a continuación.
Tenía que hablar con Chamfers del ataque a Lotty. Los polis pretendían haberse encargado de ello y que él estaba tan limpio como un billete lavado a mano, pero yo quería oírle en persona. También necesitaba ir a la biblioteca pública a investigar en la computadora sobre Jason Felitti. Presumiblemente era hermano del suegro de Dick, o quizá su tío, pero quería algo más de información. Me pregunté si en el banco de Lake View alguien querría hablar conmigo respecto a la señora Frizell. Probablemente no, pero valía la pena intentarlo.
Consulté mi reloj. Todo eso tendría que esperar. Lo primero que tenía que hacer era ver si alguien de Paragon Steel estaba dispuesto a hablar conmigo.
La elección de la ropa que iba a llevar era compleja. Necesitaba tener un aspecto profesional para entrevistarme con los directivos de Paragon. Quería estar cómoda. Necesitaba poder llevar mi pistola. Y necesitaba estar en condiciones de correr si era necesario. Finalmente opté por unos vaqueros y una chaqueta pata de gallo de seda. Era algo que sólo en California podía pasar por profesional, pero tendría que apañármelas con eso.
Antes de salir busqué mi carnet de direcciones y marqué el número de teléfono particular de Freeman Carter. Me alegré de encontrarle en casa, podía perfectamente haberse ido al campo una semana.
– V. I. Warshawski, Freeman. Espero no interrumpir tu almuerzo.
– Estoy a punto de salir, Vic. ¿Es algo que pueda esperar?
– No, pero seré breve. Hasta esta madrugada a las cuatro no he sabido que Dick y su suegro estaban relacionados con Diamond Head Motors. Creo que me debes una excusa.
– ¿A las cuatro de la madrugada? -Freeman se quedó con la parte más insignificante de mi comentario-. ¿Qué estabas haciendo a las cuatro de la madrugada?
– Labor de allanamiento para investigar lo que tú podías haberme dicho sin gastar sudor. ¿Creías que te iba a obligar a implicarte en una guerra entre Dick y yo? Hubiera sido más amable de tu parte preguntármelo primero.
– Conque labor de allanamiento, ¿eh? Bueno, siempre he pensado que no te haría daño arreglártelas para ganarte la vida.
– ¿Pero creías que te iba a involucrar en un enfrentamiento con Dick? -insistí.
– La idea sí me pasó por la cabeza -convino Freeman tras una pausa-, y aún no se me ha ido del todo. Es una increíble coincidencia que te intereses por Diamond Head.
– Oh, no sé. Crawford-Mead debe de estar relacionada con montones de medianas empresas en todo Chicago. También son las mismas con las que yo suelo trabajar normalmente. Simplemente tenemos… esferas de interés coincidentes, eso es todo -la frase, sacada de un viejo curso de historia política, me gustó más a mí que a Freeman, que se quedó callado.
Tras un largo silencio, me lancé de cabeza.
– Sabes, he estado pensando. Respecto a ti y a Crawford-Mead, quiero decir. No puedo evitar preguntarme si empezaron a trabajar con las fusiones y adquisiciones durante los días gloriosos de Drexel. Recuerdo que en el concierto me dijiste que la firma estaba llevando algunos asuntos que no te gustaban, no creo que hubieses seguido allí si fuese algo francamente inmoral, como defender a los blanqueadores de dinero. Pero las fusiones… hay un montón de empresas que, una vez en ello, se dan cuenta de que la cola empieza a menear al perro, así que es muy probable que fuera eso lo que tenías en mente. Ya que Peter Felitti es el suegro de Dick, pudiste pensar que había un conflicto de intereses en el fondo de esa transacción concreta.
Freeman soltó un agudo bramido que pudo ser una carcajada.
– A estas alturas ya debería saber que delante de ti no debo decir nada si no quiero que sea utilizado contra mí en un tribunal. ¿Se te ha ocurrido esa teoría a ti solita? ¿O has estado hablando con alguien?
– He estado pensando. Así es como me gano la vida, ya sabes. Gran parte de mi trabajo consiste en descubrir por qué la gente hace lo que hace. Diamond Head tiene encima una fuerte deuda, lo cual indicaría que sus finanzas son chapuceras. El nombre de Dick consta en su junta directiva, lo cual indicaría que él se ocupó de ese asunto. Tú te enfureciste, lo cual indicaría que lo sabías y creíste que yo estaba poniendo el dedo en la llaga.
– Bueno, sigo sin querer discutir contigo los asuntos de la firma, Vic. Quizá tengas razón, o quizá estés metiendo la pata hasta el corvejón. Eso es todo lo que te puedo contar, excepto que siento haberte juzgado mal el otro día, pero lo que está más claro que el agua es que me gustaría que trabajaras en otra cosa que en Diamond Head. Ahora tengo que irme: tengo esperando a un amigo.
– Hay otra cosa -me apresuré a decir antes de que colgara-. Necesito inmediatamente a alguien que convenza al director de la fábrica de Diamond Head para que hable conmigo. Lleva dos semanas escaqueándose. Por eso quería los nombres de los directivos, pensé que quizá conociera a alguno de ellos.
– Y así es, Vic. Conoces a Richard Yarborough. No hago más que decirte que subestimas a Dick. Podría responderte si te avinieras a preguntarle amablemente -sonó el clic del teléfono en mi oído.
Era muy remota la posibilidad de que Freeman se sintiera tan consternado por haberme juzgado mal como para ayudarme a entrevistarme con Chamfers. Para eso tendría que fingir estar todavía en Crawford-Mead, y él era demasiado escrupuloso para esa clase de embustes.
«Además, las dificultades fortalecen el carácter», me dije en voz alta.
Antes de iniciar mi jornada llamé a Lotty. Aún seguía en casa de Max pero pensaba estar ya lo suficientemente repuesta como para ir a la clínica medio día por la mañana. Le pregunté si había hablado con la policía.
– Sí. El sargento Rawlings se pasó por aquí el viernes por la tarde. No saben nada, pero al parecer cree que tú estás haciendo obstrucción en su investigación, creo que ésas fueron sus palabras. Vic… -hizo una pausa, buscando las palabras-. Si hay algo que le estés ocultando a la policía, díselo, por favor. No voy a poder conducir sin mirar por encima del hombro cada cinco segundos hasta que cojan a esos tipos que me golpearon.
Mis hombros se encorvaron.
– Le conté a la policía lo del tipo que me amenazó con hacerme seguir, pero creen que está limpio. No sé qué más puedo hacer, excepto tratar de llevar mi propia investigación.
– Hay varias formas de contar las cosas. Te he visto operar durante años y sé que muchas veces te guardas para ti el… dato clave o decisivo, tal vez, o el pequeño detalle que les permitiría hacer las mismas deducciones que tú haces.
Su voz, que carecía de su habitual vitalidad y viveza, era más deprimente que sus palabras. Traté de recordar mis conversaciones con Conrad Rawlings y Terry Finchley. No les había contado lo de la persona que se había hecho pasar por el hijo de Mitch Kruger y que alguien había sustraído papeles de casa de la señora Polter. Tal vez debería hacerlo. No podía soportar la idea de que el miedo le echara bruscamente los años encima a Lotty, especialmente un miedo que yo había contribuido a fomentar.
Permanecí callada tanto tiempo que preguntó con aspereza:
– Hay algo, ¿verdad?
– No sé si lo hay o no. A mí no me ha parecido relevante, pero antes de salir llamaré al detective Finchley y se lo diré.
– Hazlo, Vic -dijo, quebrándosele la voz-. Haz como si yo te importara, no como si fuese simplemente un peón del juego que planeabas y que no ha salido como esperabas.
– ¡Lotty! Eso no es justo… -empecé a decir, pero colgó antes de que pudiese oírla llorar.
¿Tan desalmada era yo? Yo quería a Lotty. Más que a cualquier otro ser vivo en quien pudiera pensar. ¿Acaso la estaba tratando como un peón? Yo no tenía planeado ningún juego, ése era en parte mi problema. Perdía el hilo entre una acción y otra, sin saber en qué dirección iba. Sin embargo, recordé el disgusto que sentía conmigo misma por haber penetrado en la oficina de Carver la noche anterior, y un nudo de aversión hacia mí misma me encogió el estómago.
Súbitamente sentí una urgencia irresistible por volver a la cama. Tenía los párpados tan pesados que apenas podía abrir los ojos. Me recosté en el sofá y me dejé sumergir por la oleada de la depresión. Después de un rato, sin sentirme mejor pero sabiendo que tenía que ponerme en movimiento, llamé al Área Uno para hablar con Finchley. No estaba; dejé mi nombre y mi número pidiendo que me llamara esa tarde. Al menos nadie me colgó en mitad de una frase. Era una franca mejoría respecto a mis dos primeras llamadas.
Bajé melancólicamente las escaleras. Antes de dirigirme a la calle llamé a la puerta del señor Contreras. Era una señal de mi estado desesperado que incluso aceptara una taza de su café recocido antes de salir. Esa tarde el viejo tenía suficiente marcha para dos, puede que hasta para cuatro. Había pasado la mañana redactando nuestro anuncio y llamando a Arizona para conseguir los nombres y las tiradas de sus principales diarios; estaba impaciente por mostrarme su obra. Procuré hacer acopio de un nivel adecuado de entusiasmo, pero de repente advirtió que mis ánimos no concordaban con los suyos.
– ¿Qué es lo que te corroe, pequeña? ¿Has pasado mala noche?
Solté una cohibida risita.
– Oh, es que siento que he dejado a Lotty con un mal trago y que no he hecho nada por ayudarla.
El señor Contreras me dio unas palmaditas en la rodilla con su mano callosa.
– Tu forma de ayudar a los demás no es la misma que la de la mayoría de la gente, Vic. El que no te precipites a verla con unas flores y un barreño de sopa no significa que no la estés ayudando.
– Ya, pero ella cree que debería cooperar más con la policía, y tiene razón -musité.
– Ya, cooperar con ellos -se burló el viejo-. El noventa por ciento de las veces ellos no te escuchan. Yo estaba presente cuando hablaste con ese detective negro, cómo se llama, Finchley, y ya vi el caso que te hacía. Por lo que a la bofia respecta, Mitch se golpeó la cabeza y se cayó al canal. ¡Mitch, que conocía esa orilla como la palma de su mano! Seguro que no les preocupa que te hayan estado siguiendo durante una semana antes de que esos cafres atacaran tu coche y le zumbaran a la doctora. Yo no veo que tengas ningún motivo para echarte la culpa, ni por un segundo, pequeña. Venga, tienes que sobreponerte y hacer el trabajo para el que Dios te ha dotado.
Volvió a palmear mi rodilla para enfatizar sus palabras. Le di unas palmaditas en la mano y le agradecí su reconfortante charla. Lo extraño es que realmente me sentía mejor. Introduje unos cuantos cambios en el modelo de anuncio, pero sin variar lo esencial. Estaba de acuerdo con mi vecino en que era mejor pedir que el joven Mitch se pusiera en contacto con él, y no conmigo, por si acaso tenía algo que ver con la muerte de su padre: en ese caso, podía haber oído mi nombre en boca de alguien de Diamond Head.
– ¿Quiere hacer algo más? -le pregunté, levantándome para marcharme-. Hable con alguna gente del barrio, con la señora Hellstrom o tal vez con la señora Tertz. A ver si puede averiguar si Chrissie Pichea se gana la vida con algún trabajo.
El señor Contreras asintió encantado, conmovido de que al fin yo lo considerase un socio de pleno derecho. Me acompañó hasta la puerta, chachareando con entusiasmo hasta que estuve fuera de su alcance.
Mi conversación con Lotty me había mosqueado en cuanto a quién podía estar siguiéndome los pasos. O siguiéndoselos a ella. Me pregunté si no estaríamos todos errando el tiro, quizá había sido atacada por los parientes de un paciente convencidos de que había recibido un tratamiento erróneo. Tendría que hablar con Rawlings, ver si estaba considerando esa posibilidad. Desde luego no podía mencionárselo a Lotty, al menos si no quería que me espachurraran el otro lado del Trans Am.
Cuando llegué a la esquina cambié de opinión. Había un par de tipos sentados en un Subaru último modelo frente a mi edificio cuando salí. Uno de ellos bajó del coche y empezó a seguirme por la calle. Miré a mi alrededor. El Subaru se apartó del bordillo y avanzó despacio detrás de nosotros. Seguí por Racine hasta Belmont: mi amigo no se separó de mí. El Subaru retrocedió lentamente hasta media manzana. Pensé en coger un autobús hasta el tren aéreo y volver por el Loop, pero me pareció una innecesaria pérdida de tiempo. Entré en el restaurante Belmont.
Hacía tiempo que había pasado la hora de comer. El local estaba casi vacío. Las camareras, que estaban tomándose un descanso, fumando y leyendo los periódicos, me recibieron con la amistosa naturalidad con que tratan a sus habituales.
– ¿Un BLT con patatas, Vic? Tammy acaba de sacar una tanda caliente del aceite -ésa era Barbara, que solía atenderme y conocía mis debilidades.
– Hoy voy a tener que pasar de él. Tengo detrás a un par de tipos demasiado interesados en mí. ¿Puedo salir por la puerta trasera? -eché un vistazo alrededor y vi a mi seguidor abriendo la puerta-. De hecho, ahí viene uno de ellos.
– No hay problema, Vic.
Barbara me empelló hacia la parte de atrás. Mi colega se dispuso a seguirme, pero Helen derramó su tetera de té helado justo delante de él. Sólo tuve tiempo de oír: «¡Ay!, cielo, lo siento tanto… No, no te muevas, ahora mismo te limpio ese precioso pantalón…», antes de que Barbara abriera la puerta de atrás y me empujara afuera.
– Un montón de gracias -le dije, agradecida-. Os recordaré en mi testamento.
– Aligera, Warshawski -dijo Barbara, empujándome vivamente por la espalda-. Y menos coba: todos sabemos que no tienes nada que dejar.