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Parada y fonda

Salí de la avenida Stevenson por Damen y me dirigí al hospital del condado. Me dolían todos los huesos de agotamiento. Salvé la distancia del coche al edificio, y luego la de los interminables corredores, por pura fuerza de voluntad. Aunque eran más de las siete, Nelle McDowell aún estaba en la sala de enfermeras.

– ¿Cuándo libras? -le pregunté.

Torció el gesto.

– Estamos tan escasos de personal aquí que podría hacer una semana de ciento sesenta horas y seguiríamos desbordados. ¿Has venido a ver a la anciana? Me alegro de que algunos de los vecinos os preocupéis y sigáis en contacto. Me he enterado de que tiene un hijo en California y ni siquiera se ha molestado en mandarle una tarjeta.

– ¿Sigue sin hablar?

McDowell sacudió la cabeza con pesar.

– Sigue llamando a ese perro, Bruce, creo. No sé hasta qué punto entiende lo que se le dice, pero hemos dado órdenes estrictas al personal de todos los turnos de que no le digan nada de eso.

– ¿Han estado por aquí Todd o Chrissie Pichea? Son la pareja que se han hecho nombrar tutores -temía que su crueldad intrínseca les impulsara a contarle la mala noticia a la señora Frizell con la esperanza de que eso acelerara su muerte.

– ¿Esa parejita pija? Vinieron anoche, bastante tarde, puede que a las diez. Yo ya me había marchado, pero la enfermera de noche, Sandra Milo, me lo contó. Al parecer buscaban desesperadamente sus documentos financieros. El título de propiedad de su casa o algo así. Supongo que pensaban que lo necesitaban como garantía para sus gastos médicos o algo así, pero fueron demasiado bruscos con ella en el estado en que está, le sacudían el hombro, querían incorporarla y obligarla a hablarles. Sandra los echó sin miramientos. Aparte de ellos no ha venido más que una vecina. No sabría decirte su nombre.

– Hellstrom -le facilité mecánicamente-. Marjorie Hellstrom.

Así que Todd y Chrissie no tenían sus documentos cruciales. Yo había supuesto que estarían enterrados en la capa jurásica del viejo escritorio, pero los Pichea podían haber registrado la casa a su antojo. Si no habían encontrado la escritura, ¿dónde podía estar?

– ¿Cuánto tiempo vais a tener aquí a la señora Frizell? -pregunté finalmente.

– En estos momentos no está en condiciones de ser trasladada. La cadera no se recupera muy aprisa. A la larga, tendrá que ir a una casa de reposo, sabes, si los tutores pueden encontrarle una que ella pueda pagar, pero para eso aún falta.

Me acompañó por el pasillo hasta el estrecho cubículo de la señora Frizell. La máscara de muerte que era el rostro de la anciana estaba más pronunciada que la vez anterior, sus mejillas tan profundamente hundidas que su cara parecía un emplasto gris plasmado sobre la calavera. Un hilillo de baba le corría desde la comisura derecha. Roncaba ruidosamente al respirar, y se agitaba sin cesar en la cama.

El estómago me dio un vuelco convulsivo. Me alegré de no haber comido nada desde mi sándwich de queso seis horas antes. Me forcé a arrodillarme junto a ella y a tomarle la mano. Sus dedos parecían un manojo de astillas quebradizas.

– ¡Señora Frizell! -la llamé en voz alta-. Soy Vic. Su vecina, Vic. Tengo un perro, ¿recuerda?

Sus agitados movimientos parecieron calmarse ligeramente. Pensé que estaría intentando concentrarse en mi voz. Repetí mi mensaje, haciendo hincapié en «perro». Al oír eso parpadeó levemente y murmuró:

– ¿Bruce?

– Sí, Bruce es un perro estupendo, señora Frizell. Conozco a Bruce.

Sus labios resecos se arquearon casi imperceptiblemente hacia arriba.

– Bruce -repitió.

Masajeé suavemente sus frágiles dedos entre los míos. Parecía una empresa imposible desplazar su atención de Bruce al tema del banco, pero lo intenté de todas formas. Odiándome por esa mentira, le sugerí que Bruce tenía que comer, y que para eso se necesitaba dinero. Pero no podía reaccionar lo suficiente como para hablar de algo tan complicado como su decisión de cambiar de banco la primavera pasada.

Terminó por decir:

– Dale de comer a Bruce -era un indicio de esperanza respecto a su estado mental, demostraba que relacionaba lo que yo le decía con las neuronas adecuadas, pero no me servía de ayuda para investigar sus finanzas. Le di unas últimas palmaditas en la mano y me levanté. Para mi sorpresa, Carol Alvarado estaba esperando detrás de mí.

Soltamos una exclamación al unísono al vernos. Le pregunté qué hacía en el servicio de ortopedia.

Sonrió levemente.

– Probablemente lo mismo que tú, Vic. Como ayudé a rescatarla me siento responsable de ella. Vengo de vez en cuando a ver cómo sigue.

– ¿Con uniforme y todo? -pregunté-. ¿Vienes derecha de la clínica de Lotty?

– En realidad, he cogido un trabajo en la unidad de traumatología -soltó una risita cohibida-. He estado todo este tiempo en la sala del sida con Guillermo, y, claro está, he charlado con las enfermeras de turno. Siempre están faltos de personal y me pareció una gran oportunidad. Cuando Guillermo vuelve a casa puedo seguir ocupándome de él durante el día.

– ¿Y cuándo duermes? -inquirí-. Parece que vas de Guatemala a Guatepeor.

– Supongo que sí, en cierta forma. Sólo paso las tardes en la clínica de Lotty durante unos días hasta que su nueva enfermera se sienta capaz de encargarse a tiempo completo. Pero… no sé. Aquí se hace un verdadero trabajo de enfermera. No es como en la mayoría de los hospitales, donde lo único que haces es rellenar papeles y hacerles a los médicos el trabajo ingrato. Aquí se trabaja con los pacientes, y puedo ver casos tan distintos. En la de Lotty son principalmente bebés y ancianas, excepto cuando vienes tú a que te remendemos. De todas formas, ahora sólo llevo dos noches, pero me entusiasma.

Comprobó la ropa de cama de la señora Frizell.

– Es bueno que le hayas hecho decir algo más, una palabra nueva. Deberías venir más a menudo: le ayudaría a recuperarse.

Me froté la nuca. Eso me sonaba a una de esas buenas acciones que alegran a los angelitos del cielo, pero que al autor le resultan una carga.

– Sí, podría intentar venir más.

Le expliqué la información que estaba buscando y por qué.

– Supongo que no se te ocurrirá ninguna forma de hacerla hablar de su banco.

Carol echó un precavido vistazo por el pasillo para asegurarse de que nadie podía oír.

– Podría, Vic. No te ilusiones demasiado, pero podría ocurrírseme algo. Ahora tengo que volver a traumatología. ¿Te acompaño hasta la escalera?

Una vez más los ascensores estaban fuera de servicio. Se parecía demasiado a mi propia oficina como para quejarme. Mientras bajábamos le pregunté a Carol si tenía algún plan concreto en mente.

– Me gustaría averiguar lo de su dinero mientras aún le queda algo.

– ¿Qué? ¿Crees que esos vecinos vuestros la están esquilmando? ¿Tienes alguna prueba? ¿O es que simplemente no te caen bien? -su tono de voz era irónico.

Se me había olvidado que Carol me había visto echando pullas a Todd Pichea y a Vinnie. Me puse roja y balbuceé un poco al intentar explicarme.

– Quizá esté montando una vendetta. Es por lo de los perros, a mí me pareció que los Pichea se apresuraron a conseguir los derechos de tutela sólo por deshacerse de los perros para preservar el valor de su propiedad. Quizá lo hicieron por puro altruismo. Pero sigo sin entender por qué forzaron así las cosas, ni por qué hicieron matar a los perros cuando ella no llevaba ni veinticuatro horas fuera de su casa.

La inseguridad me quebró la voz. Debería estar gastando mi energía en Jason Felitti y Diamond Head; al parecer había dado con algo candente allí. Debería dejar de dar la lata en el barrio y dejar que Todd y Chrissie se lo montaran como quisieran. Al fin y al cabo, la señora Frizell no era el sujeto más encantador con quien perder el tiempo. Pero, por muchas reconvenciones que me hiciera a mí misma, no dejaba de remorderme la conciencia cuando pensaba que podía haber hecho algo más por proteger a la pobre mujer, y que ahora debería estar cuidando de ella.

Carol me apretó el brazo.

– Eres demasiado exagerada, Vic. Te lo tomas todo muy a la tremenda. El mundo no va a dejar de girar si tú no rescatas a cualquier animalito herido que te encuentres.

Le sonreí.

– Tú eres precisamente la más indicada para sermonearme, Carol, después de trocar la agitación de Lotty por el tranquilo chollo de la unidad de traumatología del condado de Cook.

Se rió con un destello de su blanca dentadura bajo la tenue luz de la escalera.

– Y, dicho esto, más vale que me vaya ya. Cuando venía estaba tranquilo, pero ahora que se pone el sol empezará la gente a llegar en tropel.

Nos abrazamos y salimos en direcciones opuestas. Había aparcado el Impala en esa calle, a unas cuantas manzanas del hospital. Lo que tiene de bueno llevar un coche viejo con la carrocería oxidada es que no te preocupa demasiado que te lo vayan a mangar. Al arrancar el motor oí unas sirenas a lo lejos. Las ambulancias que traían su primer cargamento de la noche.

Era hora de cenar y dormir, pero no me apetecía irme derecha a casa. Supuse que aún podía llegar libremente una vez más a mi casa antes de que los chicos del Subaru se percataran de mis idas y venidas. No quería desperdiciar esa oportunidad en la cena.

Aparqué el coche en una calle lateral cerca de Belmont y Sheridan y me pasé al asiento de atrás para descansar un poco. Mi visita nocturna a la oficina de Jonas Carver en el Loop me había tenido agotada y malhumorada todo el día. Y a eso le había añadido mis incursiones por las afueras del norte y del oeste. Sin mencionar mi precipitada huida de un violento musculitos.

Otra cosa buena que tenía el Impala, pensé mientras buscaba una posición cómoda, era que en mi Trans Am no hubiera cogido mi metro setenta y dos en el minúsculo asiento trasero.

Dormí una buena hora. Unas potentes luces me cegaron los ojos, despertándome con una brusquedad que me sobresaltó. Saqué mi pistola y me incorporé, temiendo que mis perseguidores hubiesen dado conmigo. Resultó ser sólo un coche que intentaba aparcar al otro lado de la estrecha calle. Se las había arreglado para quedar atravesado en la calzada. Sus faros enfocaban directamente el asiento trasero.

Sintiéndome algo estúpida, volví a guardar el arma en la sobaquera. Busqué un peine en mi bolso y procuré darle forma a mi pelo lo mejor que pude en la oscuridad. El coche de enfrente seguía con problemas para aparcar cuando bajé del Impala. Para demostrar que Carol estaba equivocada y que era perfectamente capaz de desentenderme de alguien en apuros, les abandoné a su suerte.

El restaurante Dortmunder, uno de los lugares favoritos de Lotty y también mío, sólo estaba a unas cuantas calles. Está en la planta baja del Hotel Chesterton, y ofrece sándwiches y copiosas comidas junto con una excelente carta de vinos. Normalmente me gusta pedir una botella fina, un Saint-Emilion o algo por el estilo, pero ésta era una parada y fonda estrictamente necesaria para volver al trabajo.

Me pasé por el lavabo del hotel a lavarme un poco. Llevaba un vaquero y un corpiño de punto de algodón, no era un atuendo para una cena elegante, pero tampoco había quedado hecho un asco por dormir en el coche. Sólo olía un poquito a maduro.

El personal del Dortmunder me recibió con entusiasmo, preguntando si la doctora vendría también. Cuando les expliqué que la doctora había resultado herida en un accidente de coche días antes, se preocuparon como era de esperar: ¿cómo había sucedido? ¿Cómo estaba ella? La conciencia me cosquilleó cuando les expliqué a grandes rasgos la situación.

Lisa Vetee, la nieta del propietario, me acompañó a una mesa del rincón y me tomó el pedido. Mientras me preparaban un sándwich de su famoso salami húngaro, llamé al señor Contreras. Se alegró de oírme.

– Han venido preguntando por ti hará una hora o así. Le dije que no estabas, pero no me ha gustado su pinta.

Le pregunté al señor Contreras qué pinta tenía el visitante. Su descripción fue esquemática, pero supuse que podía ser el hombre que me había seguido hasta el restaurante de Belmont por la mañana. Si tenía tanta urgencia por verme, nuestra confrontación era sólo cuestión de tiempo. Pero a ser posible prefería ser yo quien eligiera el momento y el lugar.

Me puse a considerar la situación, dándome con los nudillos en los dientes.

– Creo que me voy a mudar durante uno o dos días. Me acercaré de aquí a una hora para recoger unas cuantas cosas. Quiero entrar por la parte de atrás. Le llamaré justo antes de llegar, si me abre usted es posible que no se enteren de que estoy allí.

– Pero ¿adónde puedes ir, pequeña? Sé que sueles irte a casa de la doctora, pero… -se calló con una delicadeza poco habitual.

– Ya, no puedo implicar más a Lotty, aunque ella me dejara. Se me acaba de ocurrir que podía cogerme una habitación en el mismo sitio donde vive Jake Sokolowski.

No le gustó, no por nada en particular, sino porque le desagradaba que me alejara tanto de su órbita. No tanto por querer controlarme, según había entendido últimamente, sino porque necesita tener la seguridad de que puede localizarme. Finalmente aprobó mi plan, a condición de que le llamase «regularmente, pequeña, no sólo una vez a la semana, cuando se te antoje», y no colgó hasta que no se lo prometí.

Mi sándwich y mi café me estaban esperando, pero busqué a Tonia Coriolano en el listín. Mientras se me enfriaba el café, ella se deshizo en excusas, pero no tenía nada libre. Normalmente, para hacerle un favor a la amiga de un inquilino, podía permitirle pasar una noche en el sofá del salón, pero hasta éste estaba ocupado en ese momento.

Lisa me hizo señas con la mano, señalando mi mesa. Asentí con la cabeza. Los momentos desesperados requieren medidas desesperadas. Busqué a la señora Polter y no sé si me alivió o me decepcionó encontrarla en el listín.

Contestó después de nueve señales.

– ¿Sí? ¿Qué quiere?

– Una habitación, señora Polter. Soy V. I. Warshawski, la detective que ha estado por allí estos días. Necesito un sitio para dormir por unas cuantas noches.

Soltó una áspera carcajada.

– Sólo hombres en mi casa, cielo. Excepto yo, claro, pero yo puedo cuidarme sola.

– Yo también puedo cuidarme sola, señora Polter. Llevaré mis propias toallas. Será por tres noches como mucho. Y créame, ninguno de sus huéspedes me molestará.

– Sí, pero y qué me dices de… bah, qué coño. Me has pagado la habitación del viejo y nunca la utilizó. Creo que puedes dormir aquí si quieres. Pero no más de dos noches, ¿me oyes? Yo tengo que cuidar de mi reputación.

– Sí señora -me apresuré a acatar-. Iré a eso de las diez y media para dejar mis cosas y que me dé la llave.

– ¿Las diez y media? ¿Qué crees que es esto? ¿El Ritz? Yo cierro… -volvió a interrumpirse-. Bueno, ¿qué más da? De todas formas, yo estoy en pie hasta la una de la madrugada, mirando la caja boba. Vente para acá.

Cuando volví a mi mesa, Lisa me sirvió otro café caliente. Por algo una es clienta habitual.