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Trepando a la planta

Seguí a la señora Polter por la estrecha y oscura escalera, tropezándome en el linóleo roto. Considerando el olor que recordaba, me había llevado mis propias sábanas, así como toallas, pero el recuerdo se quedaba corto ante la realidad de la grasa y el sudor rancio. Un motel barato hubiera estado diez veces más limpio y habría tenido más intimidad.

La señora Polter iba rozando con los brazos el hueco de la escalera. Se detenía con frecuencia para recuperar el aliento. Después de chocar con su mole en el primer descanso, me mantuve a tres buenos pasos detrás de ella.

– Bueno, cielo, aquí está. Ya te he dicho, nada de cocinar en las habitaciones: la instalación eléctrica no está hecha para eso. Tampoco se fuma en los cuartos. Ni radio ni tele fuerte. De todo eso, nada. Puedes servirte tú misma un desayuno entre las siete y las doce. Encontrarás fácilmente la cocina, está en la planta baja, al final del pasillo. Procura no acaparar el cuarto de baño por la mañana, los tíos tienen que afeitarse antes de ir a trabajar. Hay una llave de la puerta de entrada; si la pierdes, tendrás que pagar una cerradura nueva.

Asentí solemnemente e hice ostentosamente el gesto de atármela a una de las trabillas de mi cinturón. Había tenido que batallar para conseguir que me dejara una llave. Cuando le di a elegir entre eso y el despertarla en plena noche, empezó a pedirme que me fuera a otro lado. A mitad de la discusión se había interrumpido, echándome una mirada feroz, y bruscamente había cedido en lo de la llave. Era la tercera vez que se echaba atrás en una objeción importante a mi presencia. Estaba allí en contra del buen juicio de las dos, lo cual nos proporcionaba desde luego un terreno común para conversar.

Encendió la bombilla desnuda de cuarenta vatios con evidente desgana. Para ahorrar electricidad, se movía el mayor tiempo posible en la oscuridad. Se quedó en el paso de la puerta, echándole el ojo a mi maleta, que tenía una cerradura con combinación.

– ¿Quiere que le diga la combinación? -pregunté ingeniosamente-. ¿O prefiere descubrirla por sí misma?

Al oír eso murmuró algo misterioso entre dientes y apartó su bulto de la entrada. Cuando oí su paso lento escaleras abajo, abrí la cerradura e inspeccioné el contenido. A excepción de los cargadores de repuesto de mi pistola, no había nada allí que ella no pudiese ver, nada que revelase mi dirección ni mis ingresos. Mis mudas de ropa interior eran de sobrio algodón blanco, no había traído las más preciadas de seda. También había llevado un bote de limpiador para el baño y un trapo para fregar el lavabo mínimamente para soportar lavarme allí los dientes. Que se lo tomara como quisiera.

Recogí los cargadores y los embutí en los bolsillos de mi chaqueta. Podían quedarse en la guantera del Impala por el momento. Quité las malolientes sábanas del delgado colchón, las tiré debajo de la cama y en su lugar puse las mías. Me pareció bastante divertido que alguien tan descuidado como yo estuviese últimamente invirtiendo tanta energía en limpiar las casas de otras.

La habitación ostentaba un antiguo escritorio de contrachapado forrado con periódicos que databan de 1966. Fascinada, leí parte de un artículo sobre el discurso de Martin Luther King en el Campo del Soldado. Recordaba ese discurso: yo había sido una de las cien mil personas que había estado allí para oírlo.

Pero esa noche no era el momento más adecuado para la nostalgia. Alcé la vista de la mugrienta hoja y pasé la mano por los cajones para ver si Mitch había dejado algún documento revelador. Lo único que saqué fue un tiznón negro de la mugre acumulada. Decidí dejar mi ropa -en realidad sólo una camiseta limpia y la ropa interior- en la maleta.

Escruté la habitación en busca de algún posible escondrijo, levantando trozos sueltos de linóleo, examinando las tiras de las endebles persianas. Nada de todo eso podría ocultar algo más que un kleenex. El pequeño fajo de papeles que Mitch había considerado lo bastante importante como para llevárselo consigo debió de ser el súmmum de sus posesiones secretas. Y habían volado. Hacia su hijo, o quizá un sucedáneo de él.

Una vez terminada mi inspección, dejé la maleta sin cerrar. Sabía que la señora Polter estaría allí hurgando en ella tan pronto como me marchara; no quería que hiciera saltar el resorte para abrirla. El bote de detergente y el trapo los dejé en el suelo.

Había cuatro habitaciones en esa planta. Una pálida luz se filtraba levemente bajo una de las puertas, y una radio sintonizada en una emisora hispana sonaba suavemente. Alguien roncaba potentemente tras la puerta de la segunda, pero la tercera parecía vacía. Quizá era sólo su desesperación por la pasta lo que había convencido a la señora Polter de dejarme estar allí, me había pedido veinte dólares más de lo que había pagado por Mitch en cuanto me presenté en la puerta.

Mi casera estaba mirando la televisión cuando bajé las escaleras. El aparato en color exhibía lucha libre profesional. La luz procedente de la pantalla superaba con creces los miserables esfuerzos de la única lámpara de la habitación.

La señora Polter me sintió acercarme pese a los gritos de los hinchas en el programa y se volvió hacia mí.

– ¿Te vas, cielo? -no se molestó en bajar el volumen.

– Ajá.

– ¿Adónde vas?

Salí con lo primero que me vino a la mente.

– A un velatorio.

Me observó atentamente.

– ¿No es una hora muy extraña para eso, cielo?

– Es que era un tipo bastante extraño. No sé a qué hora volveré -me di media vuelta para irme.

Intentó levantarse del sillón.

– Si alguien pregunta por ti, ¿qué tengo que decirle? Sentí una punzada bajo el cuero cabelludo y regresé al salón.

– ¿Y por qué supone que van a venir preguntando por mí, señora Polter?

– Yo… tus amigos, quiero decir. Una chica joven como tú debe tener un montón de amigos.

Me apoyé en la pared y me crucé de brazos.

– Mis amigos tienen algo mejor que hacer que venir a molestarme cuando estoy trabajando. ¿Quién se iba a presentar aquí?

– Cualquiera. ¿Cómo voy a saber yo a quién conoces?

– ¿Por qué ha decidido dejarme venir aquí, si va contra sus reglas? -ya había estado hablando a gritos para hacerme oír por encima de la televisión, pero ahora mi voz se elevó un decibelio más.

Sus mejillas color tabaco se estremecieron. ¿De ira? ¿De miedo? Era imposible saberlo.

– Tengo buen corazón. Puede que no estés acostumbrada a ver gente que tenga buen corazón en esa clase de trabajo tuyo, así que cuando lo ves, no lo reconoces.

– Pero lo que sí oigo es un montón de mentiras, señora Polter, y de lo que estoy segura es de que las reconozco cuando las oigo.

Se abrió una puerta detrás del televisor y un hombre gritó con voz trémula:

– ¿Todo va bien, Lily?

– Sí, estoy bien. Pero no me vendría mal una cerveza -miró en dirección a la voz y luego hacia mí-. Es Sam. Es mi más antiguo inquilino y le gusta estar un poco al tanto. Vas a llegar tarde al velatorio de tu amigo si te entretienes aquí hablando toda la noche. Y no des portazo cuando vuelvas, tengo el sueño ligero.

Se volvió con determinación hacia el televisor, utilizando el mando a distancia para subir el volumen. Contemplé los bultos de grasa de sus hombros, intentando pensar en algo que pudiera forzarla a decir la verdad.

Antes de que se me ocurriera nada salió Sam con la cerveza, arrastrando los pies. Llevaba un pantalón de pijama y un albornoz descolorido y remendado. Su expresión era totalmente indiferente; me dirigió una breve ojeada, le alargó la cerveza a Lily, y volvió a meterse en cualquiera que fuese el antro que habitaba. La señora Polter se echó la cerveza al gaznate en un solo y largo trago, y luego arrugó la lata con la mano. Ya sé que últimamente las hacen de un material muy ligero, pero sentí que me estaba haciendo una advertencia.

Había dejado el Impala al final de la calle. Antes de subir di media vuelta y volví a la casa. La cortina de la ventana se agitó bruscamente. La señora Polter me estaba observando, pero ¿para quién?

Tal vez el hijo de Mitch hubiera llegado realmente a la ciudad. Me imaginé a alguien que hubiese llegado a la edad adulta lleno de resentimiento, sin perdonar el insulto del abandono, obsesionado por el deseo de venganza. Intentando hablar con Mitch, enfureciéndose con su entrega a la bebida. Golpeando a Mitch en la cabeza y tirándole al canal.

Giré por Damen. Si eso era cierto, ¿por qué Chamfers se negaba de esa forma a hablar conmigo? ¿Quién había golpeado a Lotty, y por qué? ¿Y quién andaba tras de mí esa mañana? Un hijo obsesionado no parecía encajar con esa descripción.

Las calles estaban casi desiertas a esa hora de la noche, aunque el tráfico seguía rugiendo en la vía rápida elevada de Stevenson. Una vez que salí de Damen tuve las calles para mí sola. La plaza Treinta y uno disponía incluso de espacio para aparcar un viejo y enorme Impala sin hacer maniobra. Lo acerqué al bordillo y saqué del maletero el cinturón con el equipo. Comprobé dos veces la linterna, me aseguré de que las ganzúas estaban bien fijas al cinturón y me coloqué una gorra de los Cubs inclinada sobre la frente para que la luz no se reflejara en mi cara.

Con el corazón a cien, me alejé del resplandor de las farolas recorriendo Damen hasta el camino cubierto de malas hierbas junto al canal. La exuberante hierba y el agua negra me erizaron el pelo con más nerviosismo del que justificaba la misión en sí -aunque el momento de entrar en acción, cuando una pasa del pensamiento al hecho, siempre me encoge el estómago.

Utilizando lo menos posible la linterna, me abrí paso a lo largo de la barrera rota que me separaba del canal. En realidad, Diamond Head estaba tan cerca de la casa de la señora Polter que podía haber ido a pie. Mitch también debió de tener eso en cuenta cuando apareció en su puerta.

Detrás de mí discurría la avenida Stevenson. Los pilares de hormigón parecían amplificar el estruendo de los camiones, cargando el aire con su rugido, cubriendo el latido de mi corazón que me golpeaba en el pecho y el ruido de las latas o las botellas que mis pies entorpecidos por los nervios pateaban. Empuñé la Smith & Wesson. No había olvidado las palabras del detective Finchley, de que esa zona estaba infestada de drogadictos.

No me topé con ningún flipado. Las únicas señales de vida aparte del tráfico de la autovía eran las ranas que espantaba en la espesa hierba y la luz ocasional de alguna barcaza que pasaba. Me deslicé por detrás de Gammidge Wire, el vecino inmediato de Diamond Head Motors, hasta el lugar en que una estrecha lengua de cemento terminaba en el canal.

Gammidge tenía una sola luz nocturna encima de su entrada trasera. Me agazapé contra su puerta cerrada por un gran candado para evitar proyectar mi sombra. El ruido de la autovía y del canal ahogarían cualquier sonido que yo hiciese en la plataforma, pero me di cuenta de que iba de puntillas, pegándome al metal ondulado de los muros de Gammidge. De repente estalló a mi derecha el bocinazo de una barcaza. Di un salto y me tambaleé. Vi a los tipos de la timonera riéndose y haciendo señas con el brazo. Si había alguien al volver la esquina, esperé que pensara que el saludo iba dirigido a él.

Ardiéndome las mejillas, continué mi sigiloso avance por el borde del canal. Al llegar al espacio abierto entre Gammidge y Diamond Head me agaché entre una espesa mata de hierba para asomarme a la esquina.

Había camiones adosados a tres de las naves de carga de Diamond Head. Tenían los motores en marcha, pero las naves estaban cerradas. No había ninguna luz encendida. Tumbada precavidamente sobre el suelo húmedo, atisbé entre las hierbas. Desde esa distancia, y con la escasa luz, no podía distinguir ninguna pierna u otro apéndice humano.

No había vuelto a ver camiones en el lugar desde mi primera visita, la semana anterior. Como no sabía nada respecto al ritmo de trabajo de Diamond Head, no podía especular si eso significaba que los pedidos eran bajos. Y no se me ocurría por qué los motores estaban encendidos, si estarían preparándose para un cargamento por la mañana, o esperando a que alguien los descargara.

Estuve tentada de encaramarme a una de las plataformas de carga esperando encontrar un medio de entrar por las naves. El pensamiento de la señora Polter me volvía precavida. Parecía bastante evidente que me estaba vigilando por cuenta de alguien. Si se trataba de Chamfers, quizá le había prometido un coche de bomberos para ella sola si le llamaba cuando yo volviese a aparecer. Podía tener al increíble Hulk con el que me había topado el viernes anterior al acecho en la parte trasera de uno de los camiones para saltarme encima. Pero el Hulk no me parecía lo bastante paciente como para quedarse apostado un tiempo indefinido. Me imaginé a uno de los jefes sentado en el camión con el Hulk, sujetándole con una correa: «¡Sentado, chico! ¡Sentado, he dicho!». La imagen no me hizo reír todo lo fuerte que hubiera querido.

Mis rodillas y mis brazos empezaban a empaparse en la hierba fangosa. Eché una ojeada al canal, no quería que alguien me sorprendiera echándoseme encima por el costado. El hormigón que bordeaba el canal dificultaría trepar por allí. Agazapándome, avancé desde la mata de hierba hasta la parte trasera de Diamond Head. Nadie disparó sobre mí ni tampoco gritó.

Las puertas de atrás, que se abrían lateralmente para dar acceso al tráfico de las barcazas, tenían un candado y unos cerrojos bastante sofisticados. No quería gastar el tiempo que me llevaría abrirlos: era un lugar demasiado expuesto para quedarme allí una hora o más. Y la autovía no era lo bastante ruidosa como para ocultarle la efracción a alguien que estuviera en el interior.

Recorrí rápidamente el espacio hasta el lateral del edificio y me asomé por la esquina. Las ventanas de la sala de montaje seguían abiertas: se veía el resplandor de sus cristales en la oscuridad. Los antepechos estaban a cosa de un metro cincuenta de mi cabeza.

Con la linterna de bolsillo comprobé el terreno de debajo. El muro lateral de la fábrica daba al oeste, del lado opuesto al canal, donde el sol podía secar el terreno y hacerlo más firme. Las altas hierbas que cubrían la zona estaban allí más finas y parduzcas. Despejé cuidadosamente un camino de aproximadamente un metro de ancho bajo la ventana más cercana, quitando las latas y botellas vacías y apilándolas al otro lado del edificio.

Cuando me pareció que tenía una zona libre de obstáculos, volví a enganchar la linterna al cinturón. Examiné la ventana, tratando de calcular la altura que tendría que saltar, para preparar los músculos de mis piernas. Era más o menos la distancia de un tiro a canasta, y la semana anterior, sin ir más lejos, había demostrado que aún podía jugar al baloncesto.

Los dedos me hormigueaban y tenía las palmas húmedas. Me las limpié en las piernas del vaquero. «Vamos», me susurré, «éste es tu lance, Vic. A la de tres».

Conté por lo bajini hasta tres y eché a correr por el camino que había despejado hasta la ventana. Cuando me faltaba poco más de un metro, salté con los brazos extendidos, impulsándome hacia arriba. Mis dedos se asieron al alféizar. Afiladas virutas de metal me cortaron las palmas. Gruñendo de dolor, busqué un asidero, y me encaramé. Aparta, Michael Jordan. Aquí viene Air Warshawski.