174739.fb2 ?ngel guardi?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 35

?ngel guardi?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 35

Movida nocturna

Encaramada en los bordes metálicos de la ventana, encendí fugazmente la linterna para asegurarme de que no iba a caer sobre un eje o cualquier otra máquina mortal. A excepción de unos radiadores junto a los muros, el suelo estaba despejado. Giré, me así al alféizar lo más firmemente que pude, extendí las piernas, y me dejé caer.

Aterricé con un golpe sordo que repercutió en mis rodillas. Frotándome las doloridas palmas, me agaché tras una de las altas mesas de trabajo, esperando hasta estar segura de que el ruido de mi llegada no había dado la alerta a nadie.

La puerta de la sala de montaje tenía un simple pestillo, que se abría desde dentro. Lo dejé abierto al salir: si necesitaba una huida rápida no quería tener que vérmelas ni siquiera con un sencillo cerrojo. No había nadie en el pasillo. Me quedé un largo rato junto a la puerta, atenta a percibir la menor respiración, el menor movimiento o vibración sobre el suelo de cemento. La fábrica se extendía a lo ancho entre donde yo estaba y los camiones. En el silencio del recinto podía oír sus motores vibrando suavemente. Aparte de eso todo estaba tranquilo.

Cinco luces colocadas a grandes intervalos producían un tenue resplandor verdoso, como si el lugar estuviese bajo el agua. La oscuridad trastornaba mi sentido de la orientación; no podía recordar cómo se iba de la sala de montaje al despacho del director de la fábrica. Cogí un pasillo equivocado. De repente los motores se oyeron muy fuerte: estaba siguiendo el corredor que conducía a la nave de carga.

Regresé bruscamente y avancé de puntillas hasta la esquina. Estaba frente a la caverna de cemento que daba directamente a las naves. Allí también la única luz procedía de dos dispositivos antiincendios verdes. No veía claramente, pero me pareció que allí no había nadie.

Aunque las naves seguían estando cerradas por unas puertas de metal ondulado, por éstas se filtraban los humos del diesel. Arrugué la nariz para reprimir un estornudo, pero estalló como una explosión sorda.

Justo en ese momento sonó otra explosión por encima de mi cabeza. El corazón me martilleó las costillas y las corvas se me doblaron. Me forcé a quedarme quieta, a no perder la presencia de ánimo precipitándome a huir por el pasillo. Al siguiente segundo me sentí como loca: el motor que accionaba una enorme grúa pórtico se había puesto en marcha, con un crujido de su mecanismo como un horno de fundición a todo vapor.

Los raíles de la grúa cruzaban el alto techo de la sala. Corrían paralelos entre una ancha plataforma de cemento construida a dos tercios de la altura total de los muros y puertas de las naves. Dos raíles perpendiculares, cada uno de ellos soportando un gigantesco brazo de grúa, conectaban éstos. Probablemente la plataforma de cemento daba a una zona de almacenamiento.

La vez anterior que había estado allí me había fijado en una escalera de hierro junto a la entrada principal que conducía a un segundo piso, probablemente la misma zona que se alcanzaba con la grúa. A mí no me parecía muy eficiente almacenar el material pesado en la segunda planta cuando el trabajo se efectuaba abajo. Pero quizá no pudiesen hacerlo de otro modo, constreñidos por el espacio: los edificios alrededor del canal estaban ya tan apiñados que no podían ampliarse a lo ancho.

Esforzando la vista bajo la pálida luz para seguir la trayectoria de la grúa, noté cierto movimiento por encima de mí. Alguien había surgido de las tinieblas del piso superior y estaba bajando por una escalera metálica incrustada en la misma pared. No miró a su alrededor, sino que se dirigió directamente a las naves y empezó a abrir las puertas.

Me empecé a sentir incómodamente expuesta e inicié un retroceso de espaldas hacia el pasillo. En el preciso momento en que me alejaba de la entrada, el hueco de carga se inundó de luz.

Nerviosa, eché un vistazo por encima del hombro. No había nadie detrás de mí. Di media vuelta y corrí por el pasillo, pegándome a la pared sur para ocultarme lo más posible a la vista.

Al llegar al pasillo principal me detuve para recuperar el aliento y volverme a orientar. Si giraba a la derecha llegaría a un cruce en forma de T; un par de giros más y habría llegado a las oficinas administrativas. O podía ir hacia la izquierda, lo que me conduciría a la entrada principal con las escaleras de hierro que llevaban al piso superior.

El problema estaba en que quería ver los dos sitios. Que estuviesen cargando camiones a media noche en una fábrica que parecía desierta era algo que merecía un examen más detenido. Si decidía ir primero a las oficinas, podían terminar lo que estuviesen haciendo con los camiones antes de que yo volviese allí. Por otro lado, si alguien me veía observando los camiones tendría que huir sin examinar los archivos de Chamfers. Tenía que elegir. Giré a la izquierda.

Los suelos eran tan espesos que no dejaban pasar mucho ruido. No oía ninguna voz de arriba, pero cada pocos minutos se oía un golpe sordo cuando alguien descargaba un objeto pesado. Me moví rápidamente, sin preocuparme de que alguien de arriba me fuese a oír. Incluso volví a estornudar sin tratar de reprimirme.

Volví a tomar precauciones ante la puerta que me separaba de la entrada principal. Metal macizo, a ras del suelo, sin ninguna cerradura por la que pudiese mirar. Su cerrojo de seguridad se cerraba desde fuera pero podía abrirse desde mi lado. Moviéndome con infinita cautela, descorrí el cerrojo… y conté hasta diez. Nadie gritó ni se me abalanzó encima.

Giré lentamente el pesado picaporte metálico, entornando la puerta sólo lo suficiente para echar un vistazo alrededor. No estaba hecha precisamente para espiar, ya que el picaporte quedaba a la altura del pecho y obstaculizaba la vista. Observé lo mejor que pude los alrededores. Al parecer no había moros en la costa. Todos los ruidos que había estado oyendo parecían proceder del piso superior.

Abrí un poco más la puerta y me colé por ella, reteniéndola con la mano para cerrarla suavemente. El pestillo se cerró con un leve chasquido. Me quedé inmóvil. Creía haber dejado abierto el cerrojo, pero al parecer se había corrido tan pronto como solté mi pulgar. Ahora estaba encerrada en la parte más recóndita con quienquiera que me estuviese esperando. Como esa entrada, muy expuesta a la vista, era el peor sitio donde manipular un cerrojo complicado, tendría que apañármelas. Lo peor que se puede hacer en esos casos es culparse a sí misma. Cometes un error, pues punto y aparte y a otra cosa, no te destroces la moral con recriminaciones.

Como la puerta se abría detrás de la escalera, no podía saber si había alguien o no en la escalera. Ahora oía voces, sólo gruñidos o gritos apagados como «¡sujétalo!» y «¡mierda!», seguidos de un golpe sordo. Abandoné mi santuario. La puerta delantera estaba entreabierta. Desde allí podía vislumbrar dos o tres coches, pero el ángulo era demasiado estrecho y la luz demasiado débil para poder distinguir si había visto alguno de ellos antes.

La puerta que había al subir la escalera, que en mi anterior visita estaba cerrada, estaba ahora abierta de par en par. Desde abajo sólo podía vislumbrar un metro o así más allá. No parecía haber nadie justo detrás. Pegándome a un lado de la escalera, subí tan silenciosamente como pude.

Subí los últimos escalones a gatas y me tumbé en el suelo para mirar dentro. Un pasillo sin luz conducía desde la puerta a una zona abierta brillantemente iluminada. Los gruñidos y golpes procedían de allí. También se oía más lejos el rechinar de las grúas. Un puñado de hombres se movían lentamente más allá de la entrada, maniobrando una gigantesca argolla.

El propio pasillo era una franja despejada de un pequeño almacén. A ambos lados se vislumbraban formas gigantescas del tamaño de una vaca. Eran probablemente viejas máquinas, pero la luz procedente de abajo proyectaba detrás de ellas sombras grotescas, no de vacas, sino de monstruos de las primitivas marismas que dieron origen a Chicago. Esa fantasía hizo que me estremeciera.

Esperé a que los cuatro pares de piernas que tenía enfrente terminaran de mover la argolla, y luego me incorporé y me deslicé hasta una sombra cercana. El bulto que tenía delante era decididamente de metal, y no de carne, y estaba cubierto de una espesa capa de polvo. Me tapé con fuerza la nariz para reprimir otro estornudo.

Mis ojos ya estaban lo suficientemente acostumbrados a la penumbra como para distinguir las principales formas, pero no los pequeños trozos de escombros que cubrían el suelo. Esa zona parecía haber sido la escombrera de Diamond Head durante años. Al moverme sigilosamente por el suelo no paraba de tropezarme con tubos, trozos de alambre y otras cosas que sólo podía adivinar. Finalmente encontré una posición desde la que podía ver una buena parte de la zona iluminada.

Veía la gran repisa construida por encima del muelle de carga. Ésta conducía a otro almacén más grande, que estaba fuera de mi vista. Al parecer había cuatro hombres manejando a mano unos elevadores para mover unas grandes bobinas hasta el borde. Eso también quedaba fuera de mi campo visual, pero supuse que la grúa las transportaba hasta el piso inferior, donde podían ser cargadas en los camiones.

Por el tamaño de una de las bobinas que pasaron frente a mí mientras observaba, no imaginé que pudieran meter más de una en cada camión. De hecho, era el tipo de carga que suele transportarse en una plataforma. No entendía cómo se proponían subirlas a los tráilers, ni cómo iban a poder asegurarlas. Tampoco sabía lo que había en ellas. ¿Qué es lo que podía ir empacado así? Algún tipo de metal enrollado.

Estiré el cuello, tratando de ver si había algo escrito en ellas. «Paragon» estaba impreso en letras tan grandes que no las advertí de inmediato. Paragon. La empresa de aceros cuyo encargado no quería hablar de Diamond Head. ¿Quizá porque sabía que la compañía de motores estaba sacando material de Paragon y vendiéndolo en el mercado negro?

Sin avisar, el estornudo que había estado reprimiendo estalló con la intensidad de una ráfaga de ametralladora. Esperaba que el ruido de la cinta transportadora ahogara el mío, pero dos de los hombres estaban al parecer justo al otro lado de la entrada. Llamaron a los otros, con voces demasiado audibles. Breve discusión: ¿habían oído algo o eran sólo imaginaciones?

Me agazapé tras un gigantesco cepillo metálico. El recurso del avestruz. Si yo no podía verlos, ellos no me verían a mí.

– ¡Qué puñetas, Gleason! ¿Quién puede haber ahí?

– Ya te he dicho que ha llamado el jefe para avisarme de que ha estado una detective fisgoneando por aquí, y que ha llegado a sus oídos que podría estar esta noche por los alrededores.

El que había hablado primero soltó una carcajada.

– Una detective. No sé quién está más loco, si Chamfers o tú. Si con eso te quedas satisfecho, podemos echar un vistazo alrededor, ¿quieres que te coja la mano? -espetó las últimas palabras con violento sarcasmo.

– Me importa un carajo. Llama al jefe y le dices que no has tenido huevos para buscar a ningún fisgón.

Me metí la mano en la chaqueta en busca de la Smith & Wesson. El rayo de una linterna, de potencia industrial, atravesó la penumbra del almacén. Unos pasos se acercaron, se alejaron, removiendo el polvo, que me cosquilleó insoportablemente la nariz. Contuve la respiración, con lágrimas en los ojos. Pude contener el estornudo, pero el movimiento me hizo bascular sobre mis talones; la mano que empuñaba la pistola arañó el costado del cepillo metálico.

El haz de luz proyectó un largo dedo sobre mí. La piel de la cara me hormigueó y se me erizó el vello de los brazos. Observé el suelo, esperando a que los pies revelaran la línea de ataque. Venían de mi izquierda. Me tiré hacia la derecha, a la zona de carga.

En un primer momento quedé deslumbrada por la potencia de la luz y no pude distinguir nada. Fuera de allí el ruido era bastante fuerte como para ahogar los gritos de los hombres a mis espaldas. Me deslicé al otro lado de la bobina de Paragon y casi choco con otros dos hombres. Estaban afirmando una segunda bobina en el borde de la plataforma y no levantaron la vista, absortos en su intento por rodearla con un calabre. Al deslizarme por la plataforma, haciéndome una composición de la situación, advertí la etiqueta de la bobina: HILO DE COBRE, CALIBRE INDUSTRIAL.

– ¡Detenedla, coño!

Los hombres que me habían descubierto se abalanzaban sobre mí. Los dos que tenía enfrente habían terminado de amarrar su carga e hicieron una señal al operador de la grúa, al otro extremo de la sala. Se volvieron lentamente, sorprendidos, incrédulos de que hubiese habido alguien realmente en el almacén.

– Eh, tú, un momento -dijo uno de ellos con calma.

Una mano asió mi chaqueta desde atrás. Lancé la pierna en un movimiento reflejo, ganando así un segundo para soltarme, y apunté la Smith & Wesson hacia los dos que tenía delante. Uno de ellos extendió un brazo mientras por detrás otro me volvía a agarrar.

– Vamos, nena, dame esa pistola y déjate de jueguecitos.

Disparé al frente y los dos hombres saltaron hacia un lado. Media vuelta y otra fuerte patada hizo retroceder al que me cogía de la chaqueta.

La argolla estaba a poco más de un metro del borde de la plataforma. Me metí la pistola en el bolsillo de la chaqueta y salté. Mis manos, húmedas de sudor, resbalaron en los cables de cuerda y acero del calabre. Hice unas tijeras con las piernas, demasiado violentas. Las piernas se me fueron para atrás, arqueando mi espalda. Me obligué a relajar la tensión; dejé que mis piernas se balancearan hacia delante, esperando que la gravedad las elevara. A la altura de la argolla, enganché una rodilla en la barra que la ensartaba.

Los muslos me temblaban. Ignoré su queja de debilidad y me enderecé, temblequeándome las manos húmedas al asir el calabre. No podía ver lo que tenía detrás, no podía saber lo que estaban haciendo mis cuatro compinches. No creía que tuvieran armas, al menos no las tendrían en la plataforma.

No podía saltar hasta abajo: el suelo estaba a diez metros de mis pies. Miré la cabria que tenía sobre mi cabeza. Si pudiese trepar por el cable de la grúa más rápido de lo que ellos pudieran enrollarlo, quizá podría encaramarme y reptar por los raíles hasta el muro. Temblaba tan violentamente ahora que no me sentía capaz de realizar ese ejercicio gimnástico.

La cabina de control estaba en el suelo, en el extremo opuesto al muelle de carga. Cuando bajara aún tendría que correr más rápido que el hombre de la cabina. Y que los dos hombres que me miraban, boquiabiertos, desde una de las naves abiertas. Ambos parecían lo bastante enormes como para ser el Hulk que me había perseguido en mi primera incursión allí.

La bobina oscilaba ligeramente por el impulso de mi salto. El operador de la grúa hacía unas muecas delirantes. Me así a la cuerda. Conforme el arco se ampliaba, las náuseas se apoderaron de mis tripas. Estábamos avanzando hacia el lateral del edificio. Era un sistema de grúas antiguo y no podía moverse a más de ocho kilómetros por hora, lo suficientemente lento como para que me hiciera una idea de su plan: iban a lanzar la carga y a aplastarme contra el muro.

Los dos forzudos de las naves miraban hacia arriba. El sonido no llegaba hasta mí, pero por la actitud de sus cuerpos adiviné que se estaban riendo con ganas.

Al llegar al muro, el operador de la grúa empezó tentativamente a mover lateralmente la carga. Nos alejamos del muro y volvimos con más fuerza. Justo antes del golpe solté una mano de la cuerda y la tendí hacia la pared que tenía detrás. Así algo de metal y salté de la carga. Durante un terrible segundo, mi mano izquierda no asió sino el aire. Tenía manchas oscuras ante los ojos y tendí las manos a ciegas hacia la pared. Un instante después de que mis pies se afirmaran sobre una viga, la bobina de cobre chocó violentamente contra el edificio.

El golpe hizo vibrar la viga. Yo me sujetaba con la desesperación de la muerte. Los bordes de metal me penetraban en la palma de la mano. Cerré los ojos y me obligué a soltar una mano…, a cerrarla…, bajarla, bajar mi pie derecho, buscar un nuevo apoyo… Soltar mi mano izquierda, bajarla. Mis tríceps temblaban, pero mi entrenamiento con las pesas me estaba siendo útil. Mientras mantuviera los ojos cerrados y no pensara en lo que me esperaba abajo, podía mantener el ritmo de asirme y soltarme de las barras transversales de metal.

Cada veinte segundos o así la viga se sacudía al estampar el operador la bobina contra ella, siguiéndome a lo largo del raíl. Los cables tenían frenos incorporados para impedir que sus cargas se deslizaran demasiado rápido. Aun sabiendo eso, di un salto en los últimos tres metros, aterrizando como una masa y rodando lo más lejos que pude de la grúa y de los forzudos.

Saqué la pistola mientras los hombres venían por mí. Blandían gigantescas llaves inglesas, pero cuando vieron el arma retrocedieron un poco. Por el rabillo del ojo pude ver al otro hombre que bajaba por la escalerilla desde la plataforma superior. Siete hombres, ocho balas. No tendría tiempo de volver a cargar. No era posible que disparara sobre todos ellos.

Los forzudos me separaban del muelle de carga. Bruscamente uno de ellos lanzó la llave por el suelo hacia los refuerzos y desapareció fuera. El otro se abalanzó sobre mí, esgrimiendo su llave como una antorcha. Disparé, fallé, volví a tirar. Se tambaleó al llegar junto a mí. Me alejé de un salto de su temible llave y salí corriendo sin detenerme a ver si le había herido.

Estuve fuera antes de que mis perseguidores se dieran cuenta de lo que había pasado. Salté de la plataforma y salí de estampida hacia el frente del edificio y la carretera. Al volver la esquina aparecieron unos faros, cegándome.

El Hulk había ido a por uno de los coches. El motor rugió cuando pisó a fondo. Mis piernas supieron qué hacer casi antes de que mi cerebro registrara la presencia del coche. Me encontré abrazada a la base de la fábrica.

La Smith & Wesson había aterrizado a unos buenos tres metros de mí. Jadeando, empapada en sudor, empecé a reptar en su dirección mientras el coche volvía a la carga. Alcancé la pistola cuando el Hulk volvió a poner el coche en movimiento. Justo cuando empezaba a sentir la presencia del resto de los colegas a mis espaldas, vi otro par de faros que se unía al primero. No podía correr hasta detrás de los camiones: el resto de la banda me cogería como a una rata en un cepo.

Los brazos me temblaban tan fuerte que apenas podía empuñar la pistola. Esperé a los coches todo el tiempo que pude hacerlo, disparé una vez a cada parabrisas, enfundé la pistola en la sobaquera y corrí hacia el canal. Con las últimas fuerzas que pude reunir, me zambullí lejos de las pilastras en el agua fétida.