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Recuerdos de un baño de medianoche

– Has tenido suerte, Warshawski, una jodida suerte. ¿Qué hubieras hecho si no hubiese aparecido esa barcaza? -Conrad Rawlings me gritaba lo más alto posible para mantenerme despierta.

– No me habría ahogado, si es eso lo que piensas. Tenía aún suficiente fuerza en los hombros para trepar por el borde.

– Te digo que has tenido una puñetera suerte -repitió-. Ese borde es de hormigón macizo. No está hecho para acrobacias.

– Por curiosidad, ¿qué estabas haciendo junto al canal a las tres de la madrugada? -ése era Terry Finchley, con tono de conversación.

Le miré entornando los ojos desde debajo del sudario protector de la manta de la policía. Cuando desde la Santa Lucía me vieron debatirme alrededor del puente de la avenida Damen, me pescaron y llamaron a la patrulla fluvial del departamento de policía. Para entonces yo estaba perdiendo el conocimiento y ya no pude ver con seguridad si mis colegas de Diamond Head estaban zapateando de frustración en la orilla opuesta.

Los tripulantes del remolcador me envolvieron en una manta y me dieron sopa caliente mientras esperábamos a la pasma. Cuando llegó la patrulla fluvial, los marineros recogieron su manta y los polis me proporcionaron una bonita manta azul y blanca. A mí me pareció como la que la policía montada utilizaba para sus acicalados caballos.

Los polis fluviales se mostraron amables, tan amables que caí bruscamente en la cuenta, a través de las nieblas de la fatiga, de que pensaban que había intentado suicidarme. Me cogieron la Smith & Wesson y siguieron intentando averiguar a quién tenían que avisar.

– A Terry Finchley, del Área Uno -musité, despertándome sobresaltada cada vez que me lo preguntaban-. Él os lo contará.

No fue sino hasta la tercera o cuarta repetición cuando advertí que lo que querían era un marido, o una hermana, alguien a quien me pudiesen entregar. Estaba exhausta, pero no había perdido el juicio. Sabía que no estaba en forma como para enfrentarme con alguien que pudiera estar esperándome, ya fuese en mi casa o en la de la señora Polter. Normalmente, en esos momentos de crisis llamo a Lotty, pero esa noche tampoco podía hacerlo. Además, estaba en casa de Max. Seguí musitando el nombre de Finchley y quedándome traspuesta.

Debían de ser cerca de las cuatro cuando uno de los hombres de la patrulla me sacudió el brazo.

– Levanta, nena. Te hemos encontrado a Terry Finchley.

– No lleva zapatos -oí decir a uno de lee patrulleros.

– Es dura -la voz de Finchley me llegaba desde una distancia de kilómetros-. Sus pies pueden soportar unas cuantas astillas sin destrozarse.

Avancé tambaleándome detrás del patrullero que me había despertado. Al llegar a la pasarela, se dio la vuelta, me levantó por encima del borde y me depositó junto al chófer de Finchley. No estoy acostumbrada a que me manejen como a un peso muerto. Añadía una dimensión de impotencia a mi fatiga.

– Llevaba esto; no sé si tiene licencia -el sargento le tendió mi pistola a Finchley.

– Hay que limpiarla -me oí decir-, limpiarla y engrasarla. Ha estado en el agua, sabes.

– Necesita un médico y un baño caliente, pero no ha querido decirnos a quién llamar -el sargento hablaba de mí como si estuviese muerta, tirada en la habitación de al lado.

Me palpé bajo la manta. Me habían dejado la funda. Pero mi cinturón con setecientos dólares de ganzúas había desaparecido. Lo único que recordaba es que me había liberado de él bajo el agua, cuando me despojé de la chaqueta y los zapatos, intentando aligerar mi peso. Mi billetera seguía en mi bolsillo trasero. Los polis podían haberla sacado y averiguado fácilmente mi dirección, pero les preocupaba sobre todo que no me fuese a volver a tirar a las aguas turbias del canal de saneamiento.

– ¿Quieres que hablemos, Warshawski? Klimczak, de la patrulla fluvial, dice que has insistido en verme a mí. Me he levantado de la cama para venir a verte, no me voy a sentir muy feliz si ahora te me cierras en banda.

El acerbo tono de voz de Finchley me hizo regresar al austero cuarto de interrogatorios del Área Uno. Con su camisa almidonada y la perfecta raya de su pantalón, no parecía recién salido de la cama. Rawlings, al que había llamado en un momento dado de la sesión, tenía más ese aspecto, con su camiseta arrugada y sus vaqueros. Tenía los ojos rojos y parecía irritado, o nervioso, o ambas cosas a la vez. Ya tenía demasiadas dificultades para permanecer despierta como para distinguir los matices de su discurso.

– Tengo miedo de pillar el cólera. Por el canal, claro. Pero no tenía otra alternativa. Me hubieran dado un repaso si no me tiro -bajo la manta, sentía mi pelo enmarañado por el agua sucia.

Finchley inclinó la cabeza como si mis palabras tuvieran un sentido evidente.

– ¿Quién? -estalló Rawlings-. ¿Quién te iba a dar un repaso? ¿Y qué coño estabas haciendo allí? Klimczak temía que fueras una suicida, pero le he dicho que no se haga ilusiones.

– Imagináoslo, chicos -mis palabras salían lentamente, desde una gran distancia. No podía conseguir hablar más rápido-. Ya sabéis lo que está pasando en Diamond Head, ¿no? Es decir, para vosotros, nada. Nada está sucediendo allí. Para mí, es allí donde han matado a un hombre. Y el jefe de la planta no quiere hablar conmigo. Y Jason Felitti, que es el dueño, me echa de su casa. Así que fui a echar un vistazo por mí misma. ¡Y voilà!

Agité la mano como un borracho de tebeo. Al parecer no podía controlar esos gestos extravagantes.

– ¿Y voilà qué? -inquirió Finchley.

Enderecé la cabeza -otra vez me estaba adormeciendo.

– Estaban cargando camiones con cobre de Paragon a medianoche.

– ¿Quieres que los arreste, Warshawski? -preguntó Rawlings.

Le miré con ojos de búho.

– Es una idea. Una idea decisiva. Primero, ¿por qué tienen ellos bobinas de cobre de Paragon? No, ésa es una pregunta fácil. Lo compraron para hacer sus chismecitos esos de motor, supongo. ¿Y por qué lo están embarcando en secreto, a oscuras? Ésa es la pregunta difícil.

– ¿Cómo sabes que lo están haciendo en secreto? Un negocio activo puede embarcar su material a cualquier hora -Finchley se cruzó de piernas y arregló la raya del pantalón.

– Lo estaban cargando en camiones cerrados. Las bobinas suelen ir en camiones de plataforma. Además, cuando me vieron espiándoles, ¿por qué no os han llamado a vosotros? ¿Por qué en lugar de eso me han perseguido hasta el canal?

La sombra de una sonrisa flotó sobre el rostro de ébano de Finchley.

– Si tú pillaras a alguien en tu despacho, dudo que tu primer gesto fuese el de llamarme, Vic. Supongo que te cabrearías y los echarías tú misma si pudieras.

No podía hurgar en mi mente en busca de argumentos convincentes.

– Les he disparado. Creo que he alcanzado a uno de los tipos. ¿Ha dado parte alguien de eso? ¿Tal vez ha pasado alguien a poner una denuncia?

Finchley enarcó las cejas al oír eso. Hizo una seña hacia el rincón y una mujer con uniforme se levantó y salió por la puerta. No la había advertido hasta entonces.

– Mary Louise Neely -dije en voz alta.

– Sí, es la agente Neely -confirmó Finchley-. Va a comprobar lo de tu hombre herido. Así que, ¿qué es lo que pasa, Warshawski? Estás empeñada en montar un caso contra Diamond Head, y quieres llevarte el gato al agua, perdona la expresión. Un viejo borracho se golpea la cabeza, se mata y cae o es arrojado al canal. Es una pena, pero eso no significa que todas las compañías de Chicago tengan que dedicarse al fraude y a la estafa sólo porque tú estás que ardes con eso.

La acritud de sus palabras devolvió algo de sangre a mis mejillas y me despejó momentáneamente la mente.

– Muy bien, Finchley. He querido llamarte esta noche porque tú… no, fue Rawlings aquí presente, pero pensé que tú estarías al tanto, llamó a la doctora Herschel para quejarse de que me estaba guardando algo. ¿Te han dado el recado?

Asintió enérgicamente con la cabeza.

– Lo que quería decirte es que alguien pasó por la pensión donde vivía el viejo y arrambló con todos sus papeles. Un tipo que pretendía ser su hijo. ¿Por qué había de hacerlo? Los papeles que lleva encima un paria no tienen valor. Y luego, cuando vuelvo a la pensión, la dueña llama al jefe de Diamond Head para decirle que he vuelto a los andurriales. Se lo decir a los tipos en la fábrica cuando estaba allí esta noche. Sé que una gran compañía del acero está invirtiendo pasta en ellos y veo unas bobinas de cobre que desaparecen en mitad de la noche con el nombre de esa compañía del acero estampado en un lado.

Aparté la manta de mis ojos y me volví hacia Rawlings.

– Y mientras tanto, a Eddie Mohr, el antiguo jefe de taller, le roban el coche unos matones que aporrean a Lotty Herschel de mala manera. Eso fue en tu zona, Rawlings, ¿te acuerdas? Así que, tíos, decidme vosotros qué es lo que pasa.

– ¿Cómo sabes que no era su hijo? -Rawlings pasó por alto todo el rollo de Paragon y fue directamente a lo menos importante.

– No lo sé. Pero el hijo se crió en Arizona. Hacía treinta y cinco años que no sabía nada de su viejo. Finchley, aquí presente, no trató de comunicarse con él. ¿Cómo ha sabido que tenía que aparecer ahora? Y sobre todo, ¿cómo ha encontrado la pensión de mala muerte donde Kruger fue a dar con sus huesos sólo ocho días antes?

Me callé un momento, buscando en las profundidades de mi fatigada sesera algún dato esencial. Lo pesqué en el preciso momento en que Neely volvió al cuarto y se inclinó sobre el hombro de Finchley.

Me volví hacia Rawlings.

– Identificamos a Mitch Kruger el lunes. El supuesto hijo fue a casa de la señora Polter el martes. Aunque alguien hubiese llamado al hijo a Arizona, ¿cómo pudo llegar tan rápido? A menos, por supuesto, que ya estuviese aquí, después de haber matado a su padre.

– No te sulfures, señorita W., no te sulfures -Rawlings se acercó a Finchley y a Neely para unirse al conciliábulo.

Mientras hablaban, mi súbito arranque de energía se extinguió. Volví a acurrucarme bajo la manta, estremeciéndose de fatiga la piel de mis brazos. El delgado y musculoso cuerpo de Finchley estaba inmóvil como una estatua, como uno de los Budas del Art Institute.

Había visto los Budas por primera vez cuando tenía seis años y mi madre me llevó a la ciudad a ver las obras maestras del Renacimiento italiano. Estaban colocados a la entrada de la sala principal. Sus rostros eran tan tranquilos, tan inmutablemente benignos, que me daban ganas de acariciarlos. Gabriella no podía entender mi fascinación por ellos: estábamos allí para que yo experimentara la gloria de sus ancestros, y no para extasiarme ante formas menores del arte.

El Buda creció y me hizo una seña. Me solté de la mano de Gabriella y me subí a su regazo. Una mano de piedra fría me asió mientras una voz aplacadora me musitaba grandes verdades. «Cuando despiertes lo recordarás todo, hija, todo lo importante.» No dejaba de acariciarme con su mano fría y de repetir el mantra, hasta que tomé conciencia del brazo de Rawlings que me rodeaba y su voz profunda conminándome a despertarme.

– Tienes que irte a la cama, Warshawski. Así no eres de ninguna utilidad para nadie. ¿Quieres que te acerque a casa?

– Llévame a un motel -susurré-. No quieres creer que estén tras de mí, pero esta mañana me han dado caza. Ayer por la mañana. Pregúntale a Barbara, del Belmont Diner, te dirá que es verdad.

– ¿Conoces un motel donde te dejen entrar con esta pinta? Ni siquiera llevas zapatos. Más vale que me dejes llevarte a casa, Nancy Drew. Si estás verdaderamente preocupada haré que alguien haga una ronda por tu casa cada veinte minutos.

Me sentía débil e indefensa, abandonada por el Buda. Luché contra mi impulso por desplomarme al suelo llorando.

– Más vale que subas conmigo hasta mi apartamento. No estoy en condiciones de enfrentarme con nadie que se me eche encima esta noche.

– Vale, chica, vale. Escolta policíaca personal. Protección las veinticuatro horas, al menos hasta que vuelvas a salir de tu guarida. Venga, vamos a casa. El detective Finchley tiene que pensar un poco. Es un trabajo pesado y no le gusta tener espectadores.

Miré a Finchley.

– Entonces, ¿me crees? ¿Qué te ha dicho Neely?

Se permitió una leve sonrisa.

– Ingresó un hombre en el Christ Hospital a eso de las dos y media con una bala en el muslo izquierdo. Pretende que se le disparó accidentalmente la pistola cuando la estaba limpiando. Podría ser tu tipo, o… podría ser lo que él dice.

– En cuanto al resto de tu historia… no es una historia, Vic. Es sólo otra forma de enfocar una empresa y una muerte. Pero volveré a echarle un vistazo. Ahora, deja que Conrad te lleve a casa. Ha estado fuera de sí desde que oyó que te habían sacado del caldo.

Sólo una forma distinta de considerar la misma historia. Rawlings no estaba furioso conmigo, sólo preocupado. Quizá el Buda estaba cuidando de mí, después de todo.

– Quiero mi pistola, Terry. Tengo permiso de armas -eché a un lado la manta de caballo y busqué mi billetera en mi bolsillo trasero. Estaba pegajosa por el barro y el agua. La abrí y traté de separar las diferentes piezas de identificación y tarjetas de crédito de sus pliegues empapados.

Finchley me observó maniobrar durante un minuto o dos, luego se ablandó y me tendió la Smith & Wesson.

– Tendría que hacer que balística comprobara la bala que han extraído en el Christ Hospital. Y luego tendría que arrestarte por agredir al tipo.

– Y luego me las vería ante un gran tribunal para probar que fue en defensa propia, y sus cinco compinches serían los únicos testigos.

– Es tentador, Vic, muy tentador. Apuesto a que el teniente me ascendería por eso. Ten cuidado la próxima vez que dispares este cacharro.

– Sí, detective -asentí sumisamente. Saqué el cargador y lo embutí en el bolsillo de mi vaquero antes de volver a poner el revólver en su funda. Una pistola oxidada podía tener algún lamentable fallo.

Rawlings recogió la manta y me la colocó sobre los hombros. Me apoyé agradecida en su fuerte brazo al dirigirme hacia la puerta.