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Estaba tan exhausta que hasta después de varios minutos de estar forcejeando inútilmente con mis llaves no me di cuenta de que algo fallaba.
– Alguien ha intentado forzar la puerta, pero lo único que ha conseguido es romper la cerradura.
Tenía los labios hinchados por la fatiga; las palabras salían como un incomprensible balbuceo. Rawlings echó un vistazo al marco de la puerta y vio inmediatamente el destrozo. Se puso a chillar órdenes en su radio portátil antes de que yo me diese cuenta.
Tapé el micrófono con la mano.
– Ahora no, sargento, por favor. Necesito dormir, no puedo soportar a más funcionarios o protectores esta noche. Podemos dar la vuelta por la parte de atrás, ver si podemos entrar por allí. Y si no… dormiré en el sofá del señor Contreras -compartiendo mi descanso con el fantasma de Mitch Kruger. La idea me hizo estremecer.
Rawlings me miró dubitativamente.
– Veamos si encontramos algo por la parte de atrás -contemporizó.
Mis piernas parecían haberse independizado del torso. Se movían por lerdos impulsos, como de robot, pero mostraban una lamentable tendencia a doblarse sin avisar. Rawlings, con la pistola en su mano derecha, no había dejado de sostenerme con el brazo desde mi primer desplome. Cuando vio lo débil que estaba, cogió el coche para dar la vuelta a la manzana hasta el callejón de atrás.
Antes de entrar en el patio apuntó con un potente foco hacia arriba, hacia la escalera y todos los rincones. Oí un suave ladrido de Peppy a través de la puerta del señor Contreras. Una cortina se agitó en el dormitorio de la esquina norte de la casa de Vinnie.
Había sufrido tantas efracciones relacionadas con mi trabajo a lo largo de los años que había forrado mi apartamento de acero inoxidable. La puerta principal, además de su triple cerrojo, está reforzada con una placa de acero. La parte de atrás tiene rejas convencionales en la puerta y las ventanas. Estaban intactas, pero a esas alturas estaba lejos de ser capaz de manipular las cerraduras. Le tendí mi llavero a Rawlings y me derrumbé contra los barrotes de la ventana mientras él buscaba las llaves que necesitaba.
Lo único que deseaba era que me dejaran sola para poder sumirme en el pozo del sueño. Estuve a punto de aullar de agotamiento cuando Rawlings insistió en examinar el lugar.
– Aquí no hay nadie, Conrad. Lo han intentado por delante, no han podido, y han decidido que la parte trasera estaba demasiado expuesta para tomarse la molestia. Por favor… lo único que necesito es dormir.
– Sí, eso ya lo sé, señorita W. Pero el que no va a poder dormir soy yo si no hago una rápida inspección.
Me desplomé sobre la mesa de la cocina, tirando con los codos los periódicos del día anterior. Me dormí inmediatamente; Rawlings tuvo que levantarme a la fuerza la cabeza de los brazos para volverme a despertar.
– Odio hacer esto, Vic, pero, a menos que el mantenimiento de tu casa haya alcanzado sus cotas más bajas, seguro que alguien ha estado aquí.
Mis sesos estaban hechos gelatina; era incapaz de pensar una respuesta, y menos aún de forzar mis labios hinchados a decir nada. Le seguí estúpidamente hasta la sala de estar.
Alguien había roto una de mis ventanas que dan al norte, había trepado por allí y había dejado la casa hecha trizas. No lo habían hecho con la menor sutileza. Había vidrios rotos bajo el alféizar. Un pedazo había volado hasta el taburete del piano. El propio taburete estaba abierto. Todas las partituras estaban tiradas por el suelo o sobre el piano, con los lomos rotos y las hojas colgando de un solo hilo. Cada libro y cada papel de la habitación parecía haber sufrido el mismo trato.
– Tengo que dar parte de esto -dijo ásperamente Rawlings.
– Puede esperar hasta mañana -protesté con toda la energía que pude-. Esta noche no voy a tocar las pruebas. Pero vas a tener que ingresarme en Elgin si no me meto en la cama. Simplemente, no puedo enfrentarme a esto en este momento.
– Pero esa ventana…
– Tengo clavos y un martillo. Debe haber algunas tablas en el sótano.
– ¡No puedes hacerlo! Puede haber huellas dactilares.
– ¿Y qué? Hasta ahora nunca he sabido que vosotros teníais recursos que gastar en investigar una violación de domicilio. Dame un respiro, Rawlings.
Se frotó los ojos.
– A la mierda, Vic. Podría dormir aquí en tu sofá, pero me la iban a armar en la comisaría por no haber llamado a un equipo en cuanto vi esto. Y más si paso la noche aquí. Tengo que avisarles. ¿No has dicho que te ibas a quedar donde tu vecino?
– Lo he dicho, pero no quiero hacerlo. Mira, llama a los maderos si tienes que hacerlo, pero déjame acostarme.
Asintió tras una inspección del dormitorio. Habían volcado los cajones con mi ropa, pero no había ningún mueble roto. Miré en el armario. Me habían revuelto la ropa, pero habían pasado por alto el pequeño cofre mural de seguridad que había en el fondo del armario. Aficionados. Y además enfurecidos.
– ¿Sabes algo relacionado con esto, señorita W.? ¿Para qué se habrán tomado toda esta molestia? Sabes, si fuesen sólo manguis de la calle, hubieran desistido al ver que no podían forzar la puerta principal.
– Mi cerebro no funciona, sargento. Llama a tus colegas si quieres, pero déjame en paz -la voz se me quebró, pero estaba lejos de importarme.
Rawlings me echó un largo vistazo, pareció decidir que ya no podía sacarme nada, aunque me pegara, y volvió por el pasillo hasta la sala de estar. Oí el crujido de su radio mientras se alejaba.
Pese a todo, no podía meterme en la cama hasta después de pasarme veinte minutos bajo la ducha, liberando mis poros de toda la porquería del canal. Las tropas estaban llegando cuando volví al dormitorio. Di un ostensible portazo, y luego caí en un profundo y pesado sueño, entre pesadillas en que trepaba a las paredes, intentando alcanzar un Buda que siempre permanecía fuera de mi alcance, mientras unos hombres gigantescos me perseguían con camiones. En cierto momento resbalé y caí desde un alto andamiaje. Justo antes de aplastarme contra el suelo me desperté con un sobresalto. Eran las doce y media.
Hice un desganado esfuerzo por incorporarme, pero mis brazos y mis piernas parecían demasiado embotados para moverse. Volví a derrumbarme sobre el colchón y contemplé las manchas de sol que jugaban en lo alto de las cortinas y el techo.
Si alguien me hubiese preguntado si conocía un buen detective privado, en ese momento le habría tenido que mandar a una de las grandes empresas de las afueras. Estaba empeñada en hacerle de abogada a una mujer profundamente sumida en la senilidad, que ya estando cuerda había tenido una vida bastante espantosa. Después de una semana machacando para que Diamond Head Motors me diera información sobre Mitch Kruger, lo único que me había ganado con mis esfuerzos eran unos músculos doloridos, una pistola oxidada y un apartamento saqueado. Bueno, no. También una factura de doscientos dólares por la reparación del Trans Am. Y tener a Lotty Herschel herida, asustada y furiosa, allá en Evanston.
«Vaya tigre -me dije en voz alta con amarga ironía-. Vaya inútil, vaya puñetera pérdida de tiempo eres. Deberías dedicarte otra vez a entregar citaciones. Eso al menos es algo que sabes hacer. Aunque probablemente te enredarías los pies y te romperías el cuello por las escaleras».
– ¿Siempre hablas tan alto cuando hablas sola, Warshawski? No me extraña que los vecinos se quejen de ti -en la puerta apareció Conrad Rawlings.
Había saltado de la cama en cuanto oí una voz, escudriñando desesperadamente a mi alrededor en busca de un arma defensiva. Al ver quién era, me ardieron las mejillas. Recogí del suelo una camiseta y un pantalón corto al azar y me embutí en ellos.
– ¿Siempre entras en los dormitorios sin avisar? Si mi pistola no necesitara una limpieza, podrías estar muerto. Podría arrastrarte ante un tribunal.
Rawlings se rió y me alargó una taza de café.
– Agente de la ley, para servir y proteger, señorita W. Aunque, visto cómo te negaste a cooperar anoche, no debería molestarme.
– ¿Negarme a cooperar? Os sirvo una buena historia en bandeja, tío, y lo único que haces es acosarme por una estúpida ventana rota… ¿Has pasado la noche aquí, o es que has venido a primera hora de la mañana?
Se sentó en un extremo de la cama.
– Terminamos aquí a eso de las siete. Vi que tenías un juego de llaves de repuesto; pensaba cogértelas prestadas para cerrar con llave al irme. Entonces tu viejo amigo de abajo me interceptó cuando salía. Me examinó rigurosamente de arriba abajo, y cuando se convenció de que no era un mangui me dio su versión de los hechos. Decidimos que debería volver aquí. He dormido en el sofá. No es demasiado incómodo, de veras. Además, he disfrutado de cuatro o cinco horas antes de que me despertara Finch. Ya me darás las gracias después por recogerte los papeles y fregarte los platos.
Me senté en la cama con las piernas dobladas.
– Te pondré cinco pavos más en el sobre de la paga. Me huelo que no habéis averiguado gran cosa respecto a todo esto.
Torció el gesto.
– Quienquiera que fuera llevaba guantes y unas Reebok del cuarenta: han encontrado una huella en el polvo junto a la ventana. Parece que la limpieza deja mucho que desear.
Esbocé una sonrisa forzada.
– No necesito el comentario, sargento. ¿Y los vecinos? Tienen que haber visto a alguien subido a una escalera.
Sacudió la cabeza.
– El que lo hizo se arriesgó, pero no demasiado. ¿Cuándo te fuiste de aquí? ¿Anoche a las diez? Entonces, entre las diez y las cuatro. Esta manzana es tranquila. Además, este lado no es muy visible desde la calle, hay árboles que te pueden ocultar de la parte norte, y la falsa fachada te tapa de alguien que pueda estar pasando justo debajo. ¿Qué estaban buscando, Vic?
– Ojalá lo supiera -dije lentamente-. No tengo la menor pista. He estado buscando algunos papeles, unos que tenía Mitch Kruger en la pensión donde vivía. Pero la señora Polter dice que apareció su hijo al día siguiente y los cogió. Cualquiera que haya hablado con ella sabe que no los tengo.
Por supuesto, también había estado buscando papeles en la casa de la señora Frizell, y Todd y Chrissie no sabían si los había encontrado o no. Para ellos era fácil saber que yo no estaba en casa, pero ¿podían tener agallas para entrar a la fuerza?
– ¿Alguna idea sobre la escalera de mano? -pregunté.
– Probablemente nueva. Sus patas han dejado una buena impronta, aún tenían las estrías, no estaba lo bastante usada para que se borraran -se terminó el café y dejó la taza en el suelo-. He ordenado que se pase por aquí de vez en cuando un coche patrulla. Sólo para asegurarme de que no vuelven tus visitantes.
– Gracias -vacilé, procurando elegir mis palabras-. Lo aprecio mucho, en serio. Y el que te hayas quedado toda la noche, yo estaba totalmente muerta. Pero, bueno, no he pedido un guardaespaldas, y no creo que lo necesite. Cuando llegue el día que no pueda cuidarme sola, me retiraré a Michigan.
Un destello de luz brilló en su diente de oro.
– Debe de ser por eso por lo que me caes bien, señorita W. Por lo arisca que eres. Me encanta ver cómo sacas de quicio a los demás.
– La semana pasada, en casa de Lotty, no parecía que te encantara tanto.
– He dicho a los demás, Warshawski, no a mí.
No pude evitar una carcajada.
– ¿Es tu distracción favorita?
– Sí, pero últimamente no he tenido mucha ocasión de practicarla.
Posé mi propia taza de café en la mesita de noche y tendí un brazo hacia él. De repente, mis músculos no parecían tan embotados como diez minutos antes.
– Creí que nunca me lo ibas a pedir, señorita W. -se inclinó sobre la cama y pasó sus fuertes dedos bajo mi camiseta-. Hace tres años que tengo ganas de hacer esto.
– Nunca imaginé que fueses un tipo tímido, sargento -seguí la larga línea de una cicatriz por su torso hasta la espalda-. No tienes una mujer, o una amiga, o alguien de quien yo debiera saber, ¿verdad? Pensé que estabas viendo mucho a Tessa Reynolds.
Tessa era una escultora que los dos conocíamos.
Conrad hizo una mueca.
– Durante un tiempo. Necesitaba un hombro sobre el que llorar después de la muerte de Malcolm, y el mío estaba a mano. No sé, a lo mejor un poli no tiene la clase suficiente para una artista. ¿Y tú? ¿Qué me dices de ese periodista con el que te veo de vez en cuando?
– ¿Murray Ryerson? Últimamente apenas nos hablamos. Quiá. Hay un par de tíos a los que veo, pero nadie en especial.
– Muy bien, señorita W. A mí me parece bien.
Nos acercamos y nos besamos. No hablamos de nada más durante un buen rato. Estiré un brazo y escarbé en mi mesilla buscando mi diafragma. Después me adormecí en los brazos de Rawlings. Mis sueños debieron seguir atormentándome, porque de pronto solté un «Tú no eres Buda, sabes».
– Sí, señorita W. Ya me lo han dicho.
Su mano acariciándome el pelo fue lo único que recordé durante un buen rato. Cuando volví a despertarme eran casi las dos. Rawlings se había marchado, pero me había dejado una nota junto a la cafetera explicando que se había ido al trabajo. «Le he devuelto tus llaves de repuesto al viejo, así que no te asustes si vuelvo a entrar sin avisar. Tengo a un coche patrulla vigilando por si ven a ese Subaru que has mencionado. No se te ocurra ir a enfrentarte con ninguna banda sin llamarme antes. P. D.: ¿Qué te parece si cenamos juntos mañana?»
Me sorprendí silbando algo de Mozart por lo bajini mientras me vestía. El síndrome de Scarlett O'Hara. Llega Rhett y pasa la noche contigo y de repente vuelves a cantar y a estar feliz. Me hice una mueca ante el espejo, pero esa idea no me chafó el ánimo como quizá debería haberlo hecho. Claro que en principio una detective privada debería evitar relaciones íntimas con los polis. Por otra parte, ¿dónde estaría yo si mi madre no se hubiera metido en la cama con un sargento de policía? Si era lo bastante bueno para ella, tendría que serlo también para mí.
Seguí con Mi tradi quell'alma ingrata mientras limpiaba la Smith & Wesson. La melodía es tan alegre que esa aria me suele venir a la cabeza en momentos felices, pese a su desesperada letra. Pero más tarde, mientras me limpiaba el aceite de las manos, me pregunté quién podría ser el ingrato canalla. Desde luego no Conrad Rawlings, ni el señor Contreras. Pero eso dejaba un amplio campo que incluía a Jason Felitti, a Milt Chamfers, y al bueno de mi ex marido, Dick. Al contrario de la heroína de Mozart, no me compadecía demasiado del personal de Diamond Head, pero una chispa de sentimentalismo me hizo desear que Dick no estuviera metido hasta las cejas en su mierda.