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Ardientes besos cubrían mi rostro, arrastrándome desde las profundidades del sueño hasta el borde de la consciencia. Gruñí y me arrebujé entre las sábanas, deseando volver a sumergirme en el pozo de los sueños. Mi compañera no estaba de humor para descansar: se metió bajo las mantas y siguió colmándome de un apremiante afecto.
Cuando me tapé la cabeza con una almohada empezó a gemir lastimosamente. Totalmente despierta ya, me di la vuelta y la miré con saña.
– No son ni las cinco y media. No es posible que quieras levantarte.
No hizo ningún caso, ni de mis palabras ni de mis esfuerzos por separarla de mi pecho, pero me miró fijamente, con sus ojos marrones muy abiertos y la punta de su lengua rosa asomando entre los labios.
Le enseñé los dientes. Me lamió ansiosamente la nariz. Me incorporé, apartando su cabeza de mi cara.
– Para empezar, esa manera de prodigar indiscriminadamente tus besos es la que te ha metido en este aprieto.
Feliz de verme despierta, Peppy saltó pesadamente de la cama y se dirigió hacia la puerta. Se volvió para ver si la seguía, soltando pequeños gemidos de impaciencia. Me embutí en una sudadera y un pantalón corto que extraje del montón de ropa que había junto a la cama y me dirigí con pasos embotados por el sueño hacia la puerta trasera. Forcejeé con el triple cerrojo. Para entonces Peppy lloraba de impaciencia, pero consiguió controlarse hasta que pude abrir la puerta. La buena cuna se nota, supongo.
La observé bajar los tres tramos de escaleras. El embarazo había distendido sus flancos y entorpecido su paso, pero consiguió llegar a su sitio junto a la verja del fondo antes de aliviarse. Cuando terminó, en lugar de hacer su ronda habitual por el jardín, correteando tras los gatos y demás merodeadores, regresó anadeando a las escaleras, se detuvo frente a la puerta de entrada y soltó un agudo ladrido.
Muy bien. Se la llevaremos al señor Contreras. Era mi vecino del primer piso, dueño a medias de la perra, y totalmente responsable de su estado. Bueno, no del todo: había sido obra de un perro labrador negro que vivía cuatro casas más arriba.
Peppy se había puesto en celo la semana que yo salí de la ciudad siguiendo la pista de un sabotaje industrial. Me puse de acuerdo con un amigo mío, un transportista de muebles con músculos de acero, para que la sacara dos veces al día, con una correa corta. Cuando le dije al señor Contreras que iría Tim Streeter, se mostró profundamente ofendido, aunque desgraciadamente sólo de boquilla. Peppy era una perra perfectamente educada, que acudía cuando se la llamaba y no necesitaba correa, y además, ¿quién me creía yo que era, quedando con otra gente para que la sacara a pasear? Si no fuese por él, ella estaría totalmente desatendida, conmigo fuera casi las veinticuatro horas del día. Me iba de la ciudad, ¿no? Otro ejemplo más de mi negligencia. En definitiva, él estaba más capacitado que el noventa por ciento de los bobalicones que yo frecuentaba.
Con mis prisas por irme apenas si le había prestado atención, lo justo para reconocer que estaba en una forma excelente para sus setenta y siete años y rogarle que me complaciera en ese asunto. Sólo diez días más tarde me enteré de que el señor Contreras había despachado a Tim la primera vez que acudió. El resultado, si bien catastrófico, era totalmente predecible.
El viejo me recibió apesadumbrado cuando regresé de Kankakee para pasar el fin de semana.
– Es que no sé cómo sucedió, nena. Es siempre tan buena, siempre acude cuando la llamas, y esta vez se me escapó sin más y desapareció calle abajo. El corazón me dio un vuelco; pensé: Dios mío, ¿y si la hieren, si se pierde o la roban?; ya sabes, se leen tantas cosas sobre esa gentuza que contrata a gente para que robe perros por las calles o en los patios; nunca vuelves a ver a tu perro ni sabes lo que le ha sucedido. ¡Me sentí tan aliviado cuando di con ella! ¡Santo cielo! ¡Qué hubiera podido decirte para que entendieras…!
Gruñí sin la menor simpatía.
– ¿Y cómo pretende que entienda esto? No quiso que la esterilizaran, pero no es capaz de controlarla cuando está en celo. Si no fuera tan cabezota habría dejado que Tim la sacara. Le diré una cosa: no pienso pasarme la vida buscando buenos hogares para sus malditos retoños.
Eso enardeció su propio malhumor e hizo que se metiera en su apartamento dando un airado portazo. Le evité durante todo el día del sábado, pero sabía que teníamos que reconciliarnos antes de que yo volviera a salir de la ciudad: no podía dejarle con la responsabilidad exclusiva de la camada. Además, yo también soy demasiado vieja para enconarme en una actitud rencorosa. El domingo por la mañana bajé para arreglar las cosas. Me quedé incluso el lunes para ir juntos al veterinario.
Llevamos a la perra con la apesadumbrada tensión de los padres mal avenidos de una adolescente rebelde. El veterinario no me levantó el ánimo al decirme que las perdigueras pueden tener hasta doce cachorros.
– Pero como es su primera camada probablemente no tendrá tantos -añadió con una alegre risotada.
Estaba segura de que al señor Contreras le encantaba la idea de tener doce bolitas de peluche negro y oro; hice todo el viaje de vuelta a Kankakee a ciento cuarenta por hora, y prolongué mi trabajo allí todo lo que pude.
Eso había sucedido dos meses atrás. Ahora ya estaba más o menos resignada al destino de Peppy, pero me aliviaba ver que parecía estar preparando su camada en el primer piso. El señor Contreras refunfuñaba por los periódicos que había desmenuzado en el lugar elegido, detrás del diván, pero yo sabía que se habría sentido insoportablemente ofendido si hubiese decidido que su madriguera estaba en mi apartamento.
Ya a punto de salir de cuentas, pasaba casi todo el tiempo dentro de casa con él, pero el día anterior el señor Contreras había ido a una velada de juego que organizaba su vieja parroquia. Había estado enfrascado en su organización durante seis meses y no quería perdérsela, y aun así me llamó dos veces para cerciorarse de que Peppy no estaba de parto, y una vez más a medianoche para comprobar que tenía el número de teléfono del salón que habían alquilado. Esa tercera llamada fue la que me llenó de malicioso júbilo al pensar que ella se las arreglaría para despertarle antes de las seis.
Resplandecía el sol de junio, pero a primeras horas de la mañana el aire era aún lo bastante fresco para que se me helaran los pies sobre el suelo del vestíbulo. Volví adentro sin esperar a que el viejo se levantara. Seguí oyendo los ladridos sofocados de Peppy mientras me quitaba el pantalón corto y volvía a meterme en la cama. Mi pierna desnuda notó una zona mojada en la sábana. Sangre. No podía ser mía, así que tenía que ser de la perra.
Volví a ponerme el pantalón y marqué el número del señor Contreras. Ya tenía puestos los calcetines y las zapatillas de deporte, cuando por fin contestó, con la voz tan ronca que resultaba irreconocible.
– Usted y sus amigos debieron de pasárselo muy bien anoche -le espeté-. Pero más vale que se levante y se enfrente a un nuevo día: está a punto de volver a ser abuelo.
– ¿Quién es? -dijo con voz áspera-. Si se trata de una broma, debería tener algo mejor que hacer que llamar a estas horas de la madrugada y…
– Soy yo -le interrumpí-. V. I. Warshawski. Su vecina de arriba, ¿recuerda? Pues bien, su perrita Peppy ha estado ladrando como una loca delante de su puerta durante los últimos diez minutos. Creo que quiere entrar y parir unos cachorritos.
– ¡Oh, oh! Eres tú, pequeña. ¿Qué es eso de la perra? Está ladrando delante de mi puerta trasera. ¿Cuánto tiempo la has dejado fuera? No deberías dejarla fuera ladrando cuando el momento está tan cerca; podría coger un resfriado, ya sabes.
Me tragué varias observaciones sarcásticas.
– Acabo de encontrar unas manchas de sangre en mi cama. Puede que esté a punto de parir. Bajo enseguida a ayudarle a preparar las cosas.
El señor Contreras se enfrascó en un complicado rosario de instrucciones respecto a la ropa que debía ponerme. Me pareció tan sin sentido que colgué sin más ceremonia y salí.
El veterinario había dejado muy claro que Peppy no necesitaba ninguna ayuda para parir. Si nos entrometíamos en su parto o cogíamos a los primeros recién nacidos podíamos provocarle suficiente ansiedad como para imposibilitarle seguir por sí sola. No confiaba en que el señor Contreras lo recordara con la excitación del momento.
El viejo estaba a punto de cerrar la puerta detrás de Peppy cuando llegué al descansillo. Me lanzó una mirada hostil a través del cristal y desapareció un instante. Cuando por fin volvió a abrir la puerta me tendió una vieja camisa de trabajo.
– Ponte esto antes de entrar.
Aparté la camisa.
– Ésta es mi sudadera vieja, no me preocupa que se manche.
– Y a mí no me preocupa tu jodido guardarropa. Lo que me preocupa es lo que llevas debajo. O más bien lo que no llevas.
Le miré con asombro.
– ¿Desde cuándo tengo que ponerme un sostén para atender a la perra?
Su rostro curtido se volvió escarlata intenso. La simple idea de cualquier prenda interior femenina le azora, no digamos ya oír su nombre en voz alta.
– No es por la perra -dijo con agitación-. He intentado decírtelo por teléfono, pero me has colgado. Sé cómo te gusta andar por la casa, y a mí no me molesta mientras seas decente, cosa que en términos generales eres, pero no todo el mundo piensa igual. Eso es un hecho.
– ¿Cree que a la perra le importa? -mi voz subió de tono-. ¿A quién puñetas le importa, entonces? Ah, se trajo a alguien anoche del garito de juego. Bien, bien. Una noche completa para usted, ¿eh? -no suelo ser tan vulgar respecto a la vida privada de los demás, pero sentí que le debía al viejo una pulla o dos después de todo su cotilleo sobre mis visitantes varones de los últimos tres años.
Su color caoba se acentuó.
– No es lo que piensas, pequeña. No es eso en absoluto. De hecho, es un viejo amigote mío, Mitch Kruger. Lo ha tenido crudo para ir tirando desde que él y yo nos jubilamos, y ahora le acaban de dar la patada, así que anoche vino a casa a llorar sobre mi hombro. Claro que, como yo le dije, ahora no tendría que preocuparse por su alquiler si no se lo hubiese gastado antes en bebida. Pero eso no viene al caso. La cosa es que siempre ha tenido la mano buscona, no sé si me entiendes.
– Entiendo exactamente lo que quiere decir -repuse-. Y prometo que si el tipo se enciende con mis encantos le disuadiré sin romperle el brazo, por consideración a nuestra amistad y a su edad. Y ahora aparte esa camisa y déjeme ver cómo está Su Alteza Canina.
No le encantaba la idea, pero me dejó entrar a regañadientes en el apartamento. Como el mío, tenía cuatro habitaciones distribuidas como vagones de mercancías. La cocina daba al comedor y éste a un pequeño vestíbulo que daba acceso al dormitorio, al cuarto de baño y al cuarto de estar.
Mitch Kruger roncaba con fuerza en el diván del salón, con la mandíbula descolgada bajo una nariz bulbosa. Tenía un brazo caído a un lado y la punta de sus dedos descansaba en el suelo. La línea superior del espeso vello gris de su pecho asomaba por encima de la manta.
Ignorándole como mejor pude, me acuclillé junto al sofá, bajo la sombra de sus malolientes calcetines, y miré detrás buscando a Peppy. Estaba acostada de lado en medio de un montón de periódicos. Se había pasado gran parte de los últimos días arrugándolos para construirse un nido encima de las mantas que el señor Contreras había doblado para ella. Al verme volvió la cabeza hacia el otro lado, pero sacudió una vez la cola, débilmente, para mostrarme que no había hostilidad.
Me levanté.
– Creo que está bien. Voy arriba a hacer café. Volveré dentro de un ratito. Pero recuerde que tiene que dejarla sola, nada de meterse ahí detrás e intentar acariciarla y esas cosas.
– No tienes que decirme lo que tengo que hacer con la perra -se indignó el viejo-. Creo que oí al veterinario tan bien como tú; mejor incluso, ya que la llevé para un chequeo mientras tú estabas fuera haciendo quién sabe qué.
Le hice una mueca.
– Está bien, me doy por enterada. No sé qué tal le sentará el zumbido de sierra de su amigote, pero a mí me quitaría el apetito.
– Si no está comiendo -empezó a decir, y luego su cara se iluminó-. Ah, ya caigo. Sí, le cambiaré al dormitorio. Pero no quiero que estés aquí mirando mientras lo hago.
Torcí el gesto.
– Yo tampoco -no creía poder aguantar la visión de lo que podía haber bajo la franja de vello grasiento.
Una vez en mi casa, me sentí de pronto demasiado cansada para ponerme a hacer café, y dejé que la expectante ansiedad paternal del señor Contreras se apaciguara por sí misma. Saqué la sábana ensangrentada de la cama, me quité las zapatillas de correr y me tumbé.
Eran casi las nueve cuando volví a despertarme. A excepción del piar de los pájaros, deseosos de acompañar a Peppy en su maternidad, el mundo exterior estaba en calma, uno de esos raros remansos de silencio urbano que proporcionan al habitante de la ciudad una sensación de paz. Me impregné de él hasta que un chirrido de frenos y unos furiosos bocinazos rompieron el encanto. Gritos irritados: otra colisión en la avenida Racine.
Me levanté y fui a la cocina a hacer café. Cuando me trasladé aquí, hace cinco años, éste era un tranquilo vecindario de currantes, lo cual significaba que yo podía permitírmelo. Ahora había sido atacado por la fiebre de la rehabilitación. Mientras los alquileres se triplicaban, el tráfico se había cuadruplicado y elegantes boutiques surgían para satisfacer los delicados apetitos de la gente bien. Ojalá fuese un BMW la víctima del choque, y no mi propio y querido Pontiac.
Pasé por alto mis tablas de ejercicios, de todas formas no iba a tener tiempo de correr. Pertrechándome concienzudamente de un sostén, me puse otra vez mis vaqueros cortados y mi sudadera y volví a la maternidad.
El señor Contreras salió a la puerta más rápido de lo que esperaba. Su gesto preocupado me hizo pensar si no debería subir por el carnet de conducir y las llaves del coche.
– No ha hecho nada, pequeña. No sé… He llamado al veterinario, pero el doctor no llega hasta las diez los sábados y me dijeron que no era una urgencia, que no podían darme su número particular. ¿Crees que podrías llamar y convencerlos?
Sonreí para mis adentros. Una auténtica concesión: el viejo pensaba que había una situación en la que yo podía desenvolverme mejor que él.
– Déjeme verla primero.
Mientras atravesábamos el comedor oí los ronquidos de Kruger a través de la puerta del dormitorio.
– ¿Le ha costado moverlo? -un altercado más fuerte podía haber agitado demasiado a la perra y entorpecido su parto.
– En quien he pensado primero ha sido en la princesa, si te refieres a eso. No necesito tus críticas, en este momento no me sirven de ninguna ayuda.
Me mordí la lengua y le seguí hasta el salón. La perra estaba tumbada prácticamente igual que cuando me había ido, pero ahora se veía un charquito oscuro alrededor de su cola. Esperaba que significara progresos. Peppy me vio observarla pero no hizo ninguna señal. Lo que hizo fue meter la cabeza bajo su cuerpo y empezar a lamerse.
¿Estaría bien? Muy bonito eso de decirnos que no interfiriéramos, pero ¿y si la dejábamos desangrarse por no darnos cuenta de que tenía problemas?
– ¿Qué te parece? -preguntó el señor Contreras con ansiedad, haciéndose eco de mis propias preocupaciones.
– Me parece que no tengo ni idea de cómo nacen los cachorros. Ahora son las diez menos veinte. Esperemos hasta que llegue el tipo. Iré por mis llaves por si acaso.
Acabábamos de decidir que le íbamos a preparar un jergón en el coche por si teníamos que salir corriendo para la clínica, cuando emergió el primer cachorro, suave como la seda. Peppy lo abordó con presteza, lamiéndolo para limpiarle la placenta, utilizando sus patas para arrimárselo al cuerpo. Eran las once cuando apareció el siguiente, y luego empezaron a salir cada media hora más o menos. Empezaba a preguntarme si cumpliría la profecía del veterinario y llegaría a los doce. Pero a eso de las tres, después de que la octava criaturilla reptase hasta un pezón, decidió parar.
Me estiré y me dirigí a la cocina para observar cómo el señor Contreras le preparaba un gran cuenco de pienso para perros mezclado con un revuelto de huevos y vitaminas. Estaba tan absorto en el proceso que no respondió a ninguna de mis preguntas sobre la velada de juego ni sobre Mitch Kruger.
Supuse que para entonces yo me había convertido en un tercero que nadie necesitaba. Unos amigos habían salido al campo a jugar al fútbol y merendar por el puerto de Montrose y les había dicho que intentaría unirme a ellos. Descorrí los cerrojos de la puerta trasera.
– ¿Qué pasa, pequeña? ¿Vas a algún sitio? -el señor Contreras cesó un momento de remover su preparación-. Puedes irte. Puedes estar segura de que cuidaré bien de la princesa. Ocho -se sonrió a sí mismo-. Ocho, y los ha parido como una campeona. Vaya, vaya.
Al cerrar la puerta oí un horrible estruendo producido por el viejo. Ya había subido la mitad de las escaleras, cuando caí en la cuenta: estaba cantando. Creo que la canción era Oh, qué hermosa mañana.