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Un pollo para el señor Contreras

Eran casi las ocho y media cuando doblé desde la avenida Kennedy por Belmont. La señora Polter había querido compartir una cerveza o dos antes de que me fuera, como prueba de que no le guardaba rencor por lo de mi chapuzón en el canal. Aunque no soy muy aficionada a la cerveza, me pareció de buena política alentar ese sentimiento más amable que tenía hacia mí.

Sam había sacado un paquete de seis cervezas y dos vasos y se había quedado con cierta inquietud junto a la puerta para asegurarse de que no la fuese a atacar. Para cuando quise zafarme del florido flujo de sus recuerdos, ya me estaba dando palmadas en el muslo y diciéndome que no era tan engreída como parecía al principio.

Me detuve en una cabina de teléfonos junto a Ashland para llamar al señor Contreras, en parte para que supiera que seguía viva, pese a mi tardanza. También quería asegurarme de que el edificio no estuviese vigilado. Con el alivio de saber de mí se puso locuaz; le interrumpí con la promesa de contarle todo durante la cena.

Supuse que no era necesario ocultar el Impala. A esas alturas cualquiera que quisiera saber dónde andaba ya debía de tener una idea bastante clara de cada paso que daba. Desde luego, no estaba convencida de que la señora Polter no hubiese llamado a Milt Chamfers en cuanto salí de su casa. Esperé frente a mi casa unos minutos, vigilando la calle por si descubría a alguien que pareciese fuera de lugar.

El señor Contreras salió a recibirme en la entrada. Insistió en cogerme la maleta y en subirla. Le di a elegir entre vino y whisky, pero había traído una botella de su propia grappa. Se instaló ante la mesa de la cocina con un vaso mientras yo me ponía zapatos secos y un par de vaqueros limpios.

No había mirado el paquete de periódico de la señora Polter, sólo me lo había embutido en la cintura del pantalón cuando me lo dio. No quería mostrar demasiada impaciencia delante de ella. Además, tenía miedo de desenvolverlo, temía que ese fajo de papeles significara tan poco para mí como para ella. Había dejado el bulto sobre mi cómoda mientras me cambiaba, pero sin dejar de mirarlo. Al volver a la cocina tomé aliento y me lo llevé allí.

Lo dejé como si tal cosa frente al señor Contreras.

– Éstos son papeles personales de Mitch. La señora Polter los había mangado de su cuarto después de su muerte, pero ha decidido devolvérmelos. ¿Quiere ver si hay algo interesante en ellos mientras empiezo a hacer la cena?

Me activé con una sartén y aceite de oliva, picando champiñones y olivas como si el pequeño bulto no tuviera interés para mí. A mis espaldas oí el crujido del periódico al desenvolverlo el señor Contreras, y luego su laboriosa extracción del contenido. Rebocé el pollo en harina y lo eché a la sartén. El sonido de la fritura ahogó el ruido del papel.

Finalmente, después de flambear el pollo con un poco de brandy y de cubrir la sartén, de lavarme las manos con la meticulosidad de un cirujano, y de servirme un largo trago de whisky para neutralizar la aguada cerveza que me estaba haciendo eructar, me senté junto al señor Contreras.

Me miró dubitativamente.

– Espero de verdad que no sea por esto por lo que casi te matan, pequeña. Esto parece un gran montón de nada. Claro, significaba algo para Mitch, y algunas cosas tienen un valor sentimental, su carnet del sindicato y esos rollos, pero el resto… no es gran cosa, y no vale una mier… bueno, sea lo que sea, velo tú misma.

Sentí que se me encogía el diafragma. Había esperado demasiado. Cogí el fajo de documentos, pringosos por el intenso manipuleo que habían sufrido últimamente, y los revisé uno por uno.

El carnet del sindicato de Mitch. Su tarjeta de la Seguridad Social. Un formulario para enviar a los federales indicando su cambio de domicilio, para poder seguir cobrando la Seguridad Social. Otro para el sindicato. La noticia del Sun-Times sobre el cambio de dueño de Diamond Head, tan arrugada que era apenas legible. Una foto de periódico de un hombre de pelo blanco, con una sonrisa que enseñaba sus últimas muelas, estrechando la mano de un próspero cincuentón. El pie de la foto había sido tan toqueteado que también era ilegible. Cogiéndolo por una esquina, se lo enseñé al señor Contreras.

– ¿Tiene alguna idea de quiénes pueden ser estos tíos pijos?

– Oh, el tío de la izquierda es el antiguo presidente de nuestro sindicato, Eddie Mohr.

– ¿Eddie Mohr? -un cosquilleo me recorrió la nuca-. ¿El hombre cuyo coche utilizaron para atacar a Lotty?

– Sí… ¿Adónde quieres llegar, pequeña? -se agitó incómodo en la silla.

– ¿Por qué llevaba Mitch su foto junto con sus pertenencias más queridas?

El señor Contreras se encogió de hombros.

– Probablemente no estaba acostumbrado a ver a la gente que conocía en los periódicos. Sentimentalismo, ya sabes.

– A mí Mitch no me pareció muy sentimental. Perdió la pista de su hijo y de su mujer. No poseía ni un trocito de papel que mostrara su preocupación por alma viviente alguna en este mundo. Y aquí, junto con el artículo sobre Jason Felitti cuando compró Diamond Head, hay una foto del anterior presidente del sindicato de Diamond Head. Pero si a Mohr le fotografiaron para el periódico, no es posible que estuviese haciendo algo que no quería que se supiese -añadí, más para mí misma que para el viejo.

– Exactamente, niña. Tú quieres que eso signifique algo. Bah, yo también. Hemos estado escarbando por ahí casi tres semanas enteras sin encontrar nada, sé hasta qué punto deseas que esto sea importante.

Trasegué el whisky y me aparté de la mesa.

– Vamos a cenar. Y luego me llevaré esto a mi oficina. Si hago una fotocopia, puede que el texto aparezca con más claridad, a veces pasa.

Me dio unas torpes palmaditas en el hombro, tratando de solidarizarse con mi empeño en cazar imposibles. Me ayudó a servir el pollo y a llevarlo al comedor. Llevé el pequeño tesoro de Mitch a la mesa y extendí los papeles en círculo entre el señor Contreras y yo.

– Su tarjeta de la Seguridad Social la necesitaba. Supongo que el carnet del sindicato también lo necesitaba, para la pensión. O quizá era la única cosa que había realizado en su vida a la que sentía que se podía aferrar. ¿Para qué seguirle el rastro al dueño de Diamond Head?

No esperaba respuesta alguna, pero el señor Contreras apuntó inesperadamente una:

– ¿Cuándo compró ese Felitti la compañía? ¿Hace un año? ¿Dos? Para entonces Mitch sabía que la pensión no le iba a alcanzar para vivir. Quizá pensó en ir a pedirle trabajo.

Asentí para mis adentros. Eso parecía tener sentido.

– ¿Y Eddie Mohr? ¿También podía ayudar a Mitch?

– Lo dudo -el señor Contreras se limpió la boca con la servilleta-. Delicioso, el pollo, pequeña. ¿Le has puesto aceitunas? A mí nunca se me hubiera ocurrido. No, estando jubilado como está, Eddie Mohr no podía tener ninguna influencia sobre la gente que contratara la compañía. Por supuesto, podía hacer sus recomendaciones, eso siempre da más peso que alguien que viene directamente de la calle sin más, pero él y Mitch no se llevaban especialmente bien. No me lo imagino molestándose por un tipo que para empezar tampoco se molestaría mucho por él.

– ¿Quién es ese que le está dando la mano a Eddie?

El señor Contreras se sacó las gafas del bolsillo de la camisa y volvió a escrutar la foto.

– ¡Ni idea! No se parece a nadie que conozca… Ya veo que estás tascando el freno por salir de aquí, por ir a ver qué se puede hacer con ese cretino. El café puede esperar hasta que volvamos.

Le sonreí.

– No sabía que era tan transparente. ¿Viene usted?

– Pues claro. Si vas a levantar alguna liebre, yo quiero ver cómo sale. Aunque ya no pueda saltar de una plataforma a una grúa en movimiento. Aunque apuesto a que sí podría -musitó entre dientes mientras yo cerraba cuidadosamente los tres cerrojos-, apuesto a que aún me quedan más bríos de lo que imaginas.

Decidí que nuestra amistad sería más duradera si fingía no haber oído.

El trayecto hasta el centro fue rápido. Ahora que los oficinistas se habían marchado por ese día, encontré un lugar bastante grande para el Impala a sólo unas puertas del Pulteney.

Me pregunté si la gente que había entrado a saco en mi casa la noche pasada habría saqueado también mi oficina, pero la puerta estaba intacta. Aficionados. Pese a lo que dijera Rawlings, era gente que no me conocía. Si de verdad estaban buscando algo que pensaban simplemente que yo tenía, hubieran probado también en mi oficina.

Mi fotocopiadora de despacho cobró rápidamente vida. Agrandando la copia y aumentando el contraste, en unos minutos logré rescatar lo suficiente de la inscripción como para saber en qué estaba ocupado Eddie Mohr. El jubilado del South Side, como lo llamaba el periódico, estaba recibiendo un premio de un nombre borroso que pensé sería probablemente Hector Beauregard. Hector, el borroso secretario de Chicago Settlement, estaba conmovido por la contribución que Eddie había hecho a su obra benéfica favorita.

El señor Contreras, que seguía con su calloso dedo mientras yo descifraba, soltó un silbido.

– Nunca me imaginé a Eddie como a un tipo caritativo. Los Caballeros de Colón, quizá, pero no una organización de la ciudad, como creo que es Chicago Settlement.

Me senté en la dura esquina de mi mesa.

– No es sólo una asociación benéfica de la ciudad, es la niña mimada del bueno de mi ex marido, Dick Yarborough. El hijo de Max Loewenthal, Michael, tocó en una gala benéfica para ellos hace tres semanas y vi allí a Dick, dirigiendo el asalto a la comilona. No es sólo curioso, es francamente sórdido. Creo que tengo que hablar con el señor Mohr. ¿Puede llevarme usted? ¿Hacer las presentaciones?

El señor Contreras se quitó las gafas y se frotó el puente de la nariz.

– ¿Para qué quieres hablar con él? No pensarás que está haciendo algo… bueno, algo bajo capa con esa organización de Chicago Settlement, ¿verdad? No saldría en los periódicos si hubiese algo sospechoso en ello.

– No sé lo que pienso. Por eso quiero hablar con él. Es que es demasiado… demasiada coincidencia. Mitch llevaba encima su foto junto con un artículo sobre Diamond Head. Mi ex marido, Dick, está mimando a tope a Chicago Settlement. Al mismo tiempo, el suegro de Dick tiene un hermano que es el propietario de Diamond Head. Eddie, Dick y Jason Felitti se conocen todos entre sí. Tengo que averiguar por qué Mitch creyó que eso podía ser valioso.

– No me gusta eso, pequeña.

– A mí tampoco -extendí unas manos suplicantes-. Pero es todo lo que tengo, así que es lo que voy a tener que utilizar.

– Me hace sentir… no sé, como un soplón, como un esquirol.

Torcí la boca con tristeza.

– El trabajo del detective es así, no es todo aventura y lujo. Muchas veces es faena sucia, y a veces se vive como una traición. No le voy a pedir que venga si de verdad le hace sentir como un esquirol. Pero yo voy a tener que hablar con Eddie Mohr, tanto si está usted como si no.

– ¡Oh!, iré si estás empeñada en hacerlo -dijo lentamente-. Ya veo que no tengo mucha opción.