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Ninguno de nosotros volvió a hablar hasta que salimos de Stevenson por Kedzie. Estábamos en una zona donde los almacenes y las fábricas alternaban con calles residenciales. En esa parte la calle Kedzie ostentaba unos enormes baches debido a los rugientes tráilers. Seguimos rumbo al sur, rebotando entre dos veloces monstruos de dieciséis toneladas. Mantuve el Impala a cerca de ochenta, apretando los dientes con cada sacudida y esperando que ninguno tuviera que parar en seco.
El señor Contreras se distrajo de sus preocupaciones para guiarme hasta la casa de Eddie Mohr en la calle Albany, junto a la Cuarenta. Conseguí coger la salida sin estamparme contra nadie. De repente nos encontramos en un oasis de chalets con jardines bien cuidados, uno de esos remansos de pulcritud que le dan a la ciudad un aire de pueblecito acogedor.
En barrios como ése se entra a los garajes por los callejones que conducen a la parte posterior de las casas. Yo me paré frente a la casa, preguntándome si el Oldsmobile que había sido utilizado en el ataque a Lotty estaría otra vez allí fuera. Me apetecía echarle un vistazo antes de irnos. Un impecable Riviera estaba estacionado frente a la casa: presumiblemente era el coche de la señora Mohr. Aparqué el Impala detrás de él.
El señor Contreras se tomó su tiempo para bajar del coche. Observé sus penosos movimientos durante un minuto, y luego me volví y caminé rápidamente hasta la puerta principal. Toqué el timbre sin esperar a que me alcanzara: no quería convertir aquello en una vigilia de toda la noche mientras él decidía si se estaba comportando o no como un esquirol por llevarme a ver a ese tipo.
La casa estaba protegida por espesas cortinas. Parecía un lugar deshabitado. Tras unos largos minutos, mientras debatía si dar un rodeo por la parte de atrás o si esperar simplemente en el Impala hasta que apareciese alguien, percibí un movimiento en el espeso telón más cercano a la puerta. Alguien me estaba espiando. Procuré dar una impresión de seriedad y sinceridad, esperando que el señor Contreras, que ahora estaba detrás de mí, no pareciera demasiado angustiado para la conversación. Una mujer cincuentona abrió la puerta. Su pelo, de un rubio descolorido, estaba enmarañado en greñas desiguales, como pegado a su cabeza por un peluquero inexperto. Nos observó con unos ojos protuberantes sin brillo.
– Venimos a ver a Eddie Mohr -dije-. ¿Es usted la señora Mohr?
– Soy su hija, la señora Johnson. No se le podrá velar hasta la semana que viene, pero pueden hablar con mi madre si son antiguos amigos suyos.
– ¿No se le podrá velar…? -la mandíbula se me descolgó, inerte-. ¿Está…? ¿No estará muerto, verdad?
– ¿No es por eso por lo que han venido? Me preguntaba cómo se habrían enterado tan rápido. Pensé que este señor sería su padre.
El señor Contreras me asió del brazo, de pronto le flojeaban las piernas.
– Acabo de hablar con él esta mañana, pequeña. Él… nos estaba esperando. Yo… a mí me ha parecido que estaba bien.
Me volví a mirarle, pero nada de lo que se me ocurría era apropiado para ese momento. Con razón estaba tan callado: sabía que yo quería coger desprevenido a Eddie. Probablemente sentía que estaba traicionando al sindicato, pero seguramente también pensaba que me estaba traicionando a mí.
– Lo siento -le dije a la señora Johnson-. Siento irrumpir en un momento así. Debe de haber sido un golpe terrible. No sabía que estuviese enfermo.
– No ha sido su corazón, si es eso lo que está pensando. Le han pegado un tiro. En plena calle Albany. Le han disparado a sangre fría y han huido. Malditos negros. No les basta con destrozar Englewood y matarse entre ellos. Tienen que venir hasta aquí a matar a la gente de McKinley Park. ¿Por qué no pueden quedarse donde están y meterse en sus cosas? -su cara enrojeció de ira, pero los ojos saltones estaban bañados en lágrimas.
– ¿Cuándo ha ocurrido? -conseguí suavizar mi voz, pero clavándome las uñas en la palma de la mano.
– A eso de la una de la tarde. Mi madre me llamó, y por supuesto vine corriendo, aunque tuviera que dejar de cajera a Maggie, cosa que es siempre un error. No es que no sea honrada, pero es que no sabe sumar ni restar. Sencillamente, las escuelas de Chicago ya no hacen su trabajo como en mis tiempos.
Son las pequeñas cosas las que nos preocupan en momentos de gran calamidad. Maggie en la caja… tu mente puede distraerse en torno a esa idea. Tu padre asesinado en plena calle… No, no pienses en ello.
El señor Contreras se agitaba inquieto a mis espaldas, reacio a que yo siguiera fisgoneando como una sádica. Le ignoré y le pregunté a la señora Johnson si alguien había visto a los negros en cuestión.
– Sólo había dos personas en la calle, la señora Yuall y la señora Joyce, que volvían de la tienda. No le prestaron atención al coche. Nadie se espera que asesinen a alguien a plena luz del día en su propio barrio, ¿verdad? Entonces oyeron los disparos y vieron desplomarse a papá. Primero pensaron que había tenido un ataque cardiaco. Sólo después repararon en que habían oído disparos.
Se calló y giró la cabeza, escuchando a alguien que estaba a sus espaldas.
– Ahora mismo voy, mamá. Es uno de los antiguos amigos de papá. Ha llamado esta mañana. ¿Quieres verle?… Discúlpenme un momento -añadió dirigiéndose a nosotros mientras se metía en la casa.
– Esto es terrible, nena, terrible -farfulló ansioso el señor Contreras-. No podemos acosar a esta gente.
Le dirigí una sonrisa forzada.
– Creo que sería una buena idea averiguar qué estaba haciendo en la calle. Al fin y al cabo, tenía dos coches. ¿Por qué iba a pie, y no en coche? ¿Y por qué le ha llamado para decirle que íbamos a venir?
El señor Contreras enrojeció.
– Era lo justo. No podía permitir que irrumpieras aquí, acusando al sindicato de la muerte de Mitch, sin avisarle…
La señora Johnson volvió a salir y se interrumpió en mitad de la frase.
– Mi madre está acostada. Está con una amiga, pero le gustaría saber si mi padre le dijo algo en particular cuando habló con usted esta mañana. ¿Quieren pasar?
El señor Contreras, más rojo que una remolacha ante la idea de hablar con la señora Mohr estando ella en la cama, trató de excusarse. Le agarré el brazo y le empujé hacia dentro.
En realidad, el escenario del dormitorio era de lo más casto. En lugar de los habituales dormitorios diminutos de los chalets, la señora Mohr ocupaba una suite señorial. Un edredón acolchado cubría la cama. La señora Mohr estaba hundida en una amplia butaca de zaraza, con los pies en una banqueta a juego. Llevaba ropa de calle, con medias y tacones, con el rostro totalmente maquillado, de tal forma que los chorretones formados por las lágrimas y el terror acusaban su edad. La vecina estaba sentada junto a ella en una silla de respaldo recto. Había una jarra con té helado y un vaso junto al codo de la señora Mohr.
Las cortinas, estampadas con el mismo motivo floral, estaban descorridas, y sólo unos visillos de gasa blanca cubrían las ventanas. Una serie de puertas correderas daban a un patio. Más allá pude ver una piscina. Un excelente accesorio para un hogar en el South Side.
– Aquí están tus amigos, Gladys -dijo la vecina, levantándose-. Voy un rato a mi casa, pero te traeré algo de cenar más tarde.
– No tienes por qué hacerlo, Judy -protestó la señora Mohr con un hilo de voz-. Cindy está aquí y puede cuidar de mí.
Cindy, Kerry, Kim, todos esos nombres cursis e infantiles que a los padres les encanta endilgar a sus hijas, y que ya no nos pegan nada cuando somos unas cincuentonas amargadas. Di gracias al recuerdo de mi madre por haber corregido ferozmente a cualquiera que me llamase Vicky.
Cuando Judy salió me acerqué a la señora Mohr.
– Soy V. I. Warshawski, señora Mohr, y él es el señor Contreras, que trabajó con su marido. Siento muchísimo lo de su muerte. Y siento mucho que tengamos que molestarla.
La señora Mohr me miró apáticamente.
– Está bien. No tiene por qué, de verdad. Sólo quería saber de qué han hablado ellos dos esta mañana. Me pareció que después estaba irritado y molesto, y no me gusta nada tener que recordarlo así.
– Me parece que tiene muchas cosas por las que recordarle -dije, indicando la habitación y la piscina allá atrás con un amplio gesto de la mano-. Parece ser que supo perfectamente proveer.
– Eso fue después de jubilarse -explicó la señora Mohr-. Trabajó duro toda su vida y se ganó una buena pensión. Hoy en día los jóvenes se quejan. Es como todos esos negros, que lo único que quieren es que les den algo por nada. No comprenden que hay que trabajar duro, como lo hacíamos Eddie y yo, para conseguir las cosas agradables de la vida.
– Sí, desde luego -asentí con entusiasmo-. Sé que al señor Contreras, aquí presente, que trabajó con Eddie durante… ¿treinta años, fueron?, le encantaría poner una piscina en nuestro jardín trasero, pero nuestra junta de copropietarios no se lo permite.
– Vamos, nena -irrumpió indignado el señor Contreras-, sabes que no quiero hacer nada de eso. Y aunque quisiera, no tengo el dinero para hacerlo.
– ¿No lo tiene? -pregunté en tono de reproche-. Creí que había trabajado duro toda su vida, igual que Eddie Mohr. Sé que dijo que podría permitirse tener un coche si quisiera, aunque no necesariamente un Buick Riviera y un Oldsmobile.
Una sombra de alarma cruzó por el rostro de la señora Mohr.
– Eddie fue el presidente del sindicato durante mucho tiempo. Hizo mucho por los trabajadores de Diamond Head, y consiguió un convenio… un convenio especial cuando se jubiló. No quisimos decirles nada a ninguno de los demás trabajadores de la planta, porque sabíamos que podía no parecer justo. Sólo pudimos permitirnos todo esto cuando se jubiló. Sólo hace dos meses que han terminado las obras del dormitorio y de la cocina. Pero todo eso no tiene nada de deshonesto. Eddie fue un hombre muy honrado. Formaba parte de los Caballeros de Colón y estaba en el consejo de la parroquia. Puede preguntárselo a cualquiera.
– Por supuesto -me senté en la silla que Judy había dejado vacante y le di unas palmaditas aplacadoras en la mano a la señora Mohr, preguntándome si estaba siendo tan destructiva como me sentía.
– ¿Qué clase de cosas especiales hizo por ellos en Diamond Head?
Sacudió la cabeza.
– Eddie era un hombre decente. Dejaba su trabajo en el trabajo y nunca me molestaba con eso. Cuando estábamos empezando, cuando estábamos los dos con Cindy y sus hermanos, yo también tuve que trabajar. Hacía pasteles en Davison's. Es una lástima que en aquellos tiempos no pudiésemos disponer de parte de este dinero.
– Es sólo porque el barrio se vino abajo por lo que papá pudo permitirse esto -intervino la señora Johnson-. Cantidad de casas se quedaban vacías. Pudo haberse mudado a otro sitio. Pero quiso permanecer aquí porque aquí se había criado, por eso compró la parcela de atrás y le añadió la piscina. Lo único que hizo fue mejorar el barrio, para que luego vengan y lo maten.
Oímos a lo lejos el timbre de la entrada. Cindy Johnson acudió a contestar, alisándose el pelo enmarañado como si no sintiera su tacto.
Unas lágrimas asomaron a los grandes ojos de la señora Mohr. Miró más allá de donde yo estaba, hacia el señor Contreras.
– ¿Qué fue lo que le dijo? ¿O qué le dijo usted? Después de colgar volvió a su estudio, convertimos la antigua cocina en estudio para él cuando hicimos la nueva el invierno pasado, y llamó a varias personas. No quiso decirme cuál era el problema, sólo salió dejándome aquí y ya no lo volví a ver. ¿Qué le dijo usted?
A pesar del aire acondicionado, el señor Contreras se estaba enjugando el sudor del cuello, pero contestó resueltamente.
– Él y yo… nunca fuimos muy íntimos cuando trabajábamos. Él frecuentaba a otro grupo, ya sabe cómo son esas cosas. Pero le oí decir a uno de los chicos que estaba dando un montón de dinero a una obra benéfica. Yo nunca había oído hablar de esa organización, pero Vic tiene unos amigos que tocaron el piano, o el violín, o algo así, en una de sus galas benéficas. Le dije que queríamos venir a hablar de eso con él. No sé por qué le enfureció tanto, eso lo puedo asegurar.
– ¿Qué le dijo él? -preguntó dolorosamente la señora Mohr.
– Me dio las gracias. Me dio las gracias por avisarle. Creo que fue así como lo dijo. Si hubiera sabido… Desde luego me arrepiento de haber hecho esa llamada.
– ¿Cree que salió para encontrarse con alguien? -le pregunté a la señora Mohr.
Entrelazó los dedos y luego los separó.
– Yo… sí, supongo que es posible. Dijo que iba a donde Barney, es un bar, donde sirven también sándwiches, que tenía que hablar con un hombre y que no iba a comer conmigo.
– ¿Era al bar de Barney adonde iba cuando tenía que hablar con alguien en privado?
– Los hombres necesitan un sitio donde estar con otros hombres. Vosotras las jóvenes no siempre entendéis eso. Pero no los puedes tener amarrados a tus faldas todo el día, eso no es bueno para el matrimonio. Y conozco a Barney: nos criamos juntos. Antes que él, su padre era el dueño del bar. Hace ya sesenta años que estamos en esta esquina de la Cuarenta y uno y Kedzie. Sirven buenos sándwiches y una buena cecina, no esas porquerías enlatadas que te venden en los chiringuitos de comida rápida. Era un buen sitio para Eddie. También podía jugar un poco al billar. Siempre le ha gustado. Pero ojalá no le hubiese dejado ir hoy. Si le hubiese hecho quedarse para averiguar lo que le había exasperado tanto, no hubiese ido por la calle cuando pasó ese coche. Aún estaría conmigo.
Cindy volvió y se inclinó junto a su madre.
– Hay un negro ahí fuera, mamá. Dice que es detective y tiene su placa y todo, pero no lleva uniforme. ¿Quieres hablar con él? ¿O quieres que llame a la comisaría para comprobar?
La señora Mohr sacudió la cabeza.
– ¿A qué viene? ¿A disculparse?
Sentí que se me encendía la cara.
– Probablemente tiene algunas preguntas que hacerle, señora Mohr. Probablemente es el mismo detective que contestó la llamada cuando robaron el coche de su marido y lo utilizaron para atacar a una doctora en el barrio norte.
Me levanté y me acerqué a la puerta. Como pensaba, era Conrad Rawlings. No pareció abrumado por el placer de verme, y me sentí enrojecer todavía más.
– Vaya, vaya, señorita W. Debí suponer que me ibas a tomar la delantera.
– No es lo que piensas -balbuceé-. No sabía que estaba muerto. Vine a hablar con él tratando de conseguir una pista sobre Mitch Kruger.
– ¿En serio?
El señor Contreras, contento de tener un escape, había bajado al vestíbulo detrás de mí. Las exasperantes experiencias de la última media hora le habían puesto más agresivo de lo normal.
– Pues claro que en serio. Estoy harto de veros a los polis hostigando a Vic en vez de procurar coger asesinos. Nunca la escucháis, así que termina remojándose en el canal y encima venís a echarle la culpa. Da la casualidad de que he hablado con Eddie Mohr esta mañana. Entonces estaba bien. Le dije que íbamos a venir esta tarde, y la primera noticia que tengo es que le han pegado un tiro en la calle.
– Vale, vale -dijo Rawlings-. No habéis intentado adelantaros a mí. ¿De qué queríais hablar con él?
– De dinero. ¿Y tú?
– Bueno, yo he oído lo del tiroteo y ese nombre me sonaba de algo, por lo de la agresión a la doctora con el coche. Así que me proponía echar un vistazo por aquí. No soy tan rápido como tú, señorita W., pero sí que me muevo. Esta noche era la que te tocaba trabajar hasta tarde, recuerdo perfectamente que me lo dijiste ayer.
Cindy se acercó a nosotros en el vestíbulo antes de que se me ocurriese algo que aliviara un poco la amargura que denotaba su voz. Me sentía capaz de besarle delante del señor Contreras, pero no delante de Cindy. Parecería que lo estaba tratando con condescendencia, y eso dificultaría demasiado su entrevista con ellas.
– ¿Lo conoce? -me preguntó Cindy.
– Sí. Es amigo mío. Un buen amigo, aunque a veces es demasiado impulsivo al juzgarme.
– Creo que puede hablar con mi madre. Pero sea breve. Hoy ha recibido una fuerte conmoción.
– Sí señora -asintió Rawlings-. Lo tendré en cuenta… Conduce con cuidado ese cacharro hasta casa, Vic. No quiero enterarme de que alguno de los muchachos te ha tenido que extraer de él.