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Reconocimiento de una nueva profesión

– ¿Crees que yo lo he matado, pequeña? -me preguntó el señor Contreras una vez en el coche.

Su ansiedad me quitaba todas las ganas de echarle la bronca por haber avisado a Eddie Mohr esa mañana.

– Claro que no. Si uno de nosotros lo ha matado, he sido yo, por empeñarme en esta investigación.

– No crees que lo hayan matado unos gángsteres, ¿verdad?

– Qué va. Alguien le convenció de que fuese al bar de Barney y le disparó a su vuelta a casa. Lo único que hubiera querido… -me interrumpí.

– ¿Qué, pequeña? ¿Qué es lo que hubieras querido?

– Hubiera querido no encontrar la foto de Mitch. La de Eddie con Hector Beauregard. Y al mismo tiempo me gustaría saber a quién ha llamado esta mañana. Quizá Conrad pueda averiguar algo más que nosotros, aunque no es muy probable, dado que Cindy y Gladys lo consideran algo así como un simio inferior apenas dotado de palabra.

– Conrad, ¿eh? Estás empezando a hacer mucha amistad con un poli si ya le llamas por su nombre de pila.

Noté que me ruborizaba.

– Vayamos a ver si Barney nos cuenta algo.

Durante el corto trayecto hasta la taberna le sugerí una estrategia al señor Contreras. Aceptó inmediatamente, ansioso por compensar como pudiera su catastrófica llamada telefónica.

Barney's era un local pequeño, con una sala para el billar y otra para el bar. Había un puñado de viejos sentados en las dos rayadas mesas del bar. Algunos tenían copas, pero la mayoría parecía estar allí sólo por la compañía. Cuando repararon en que había extraños entre ellos, dejaron de hablar y se nos quedaron mirando abiertamente.

Un hombre macizo de poco más de setenta años se levantó de una de las mesas y se acercó a la barra.

– ¿Puedo ayudaros, amigos?

Nos acercamos a él, el señor Contreras dispuesto a tomar la iniciativa. Pidió una cerveza y tomó un sorbo, luego ofreció un comentario sobre el tiempo, que Barney recibió en silencio. El señor Contreras observó la sala, estudiando a los hombres uno por uno, mientras ellos permanecían glaciales, dirigiéndome alguna que otra mirada francamente hostil. Era un bar de hombres, y por mucho que hicieran las feministas con locales del centro como el de Berghoff, el de Barney no se iba a dejar contaminar.

Finalmente, el señor Contreras soltó un pequeño gruñido de reconocimiento y se volvió hacia Barney.

– Soy Sal Contreras. Eddie Mohr y yo trabajamos juntos en Diamond Head durante más de treinta y cinco años.

Barney se retrajo ligeramente, pero el señor Contreras señaló una de las mesas y preguntó:

– ¿No es cierto, Greg?

Un hombre con una enorme panza debida a la cerveza sacudió lentamente la cabeza.

– Puede, pero… bueno, aquí no hay muy buena luz Alúmbralo un poco, Barney.

El dueño se inclinó detrás de la barra hacia un interruptor y encendió una bombilla del techo. Greg observó a mi vecino durante un largo minuto, dubitativo. De pronto una amplia sonrisa iluminó su rostro.

– Es cierto, Sal. No te había visto desde que te jubilaste. Todos nos hemos puesto viejos, aunque tú tienes buena pinta. Te has mudado a la zona norte, según creo.

Los demás hombres empezaron a moverse en sus asientos, terminándose las copas y murmurando entre ellos. Al fin y al cabo, éramos de los suyos. No tenían por qué cerrar filas.

– Sí -dijo el señor Contreras-. Después de que Clara muriera no me sentía capaz de quedarme en mi antiguo barrio. Me conseguí un buen pisito allá en Racine.

– ¿Es tu hija? Se ha puesto muy guapa. Pero creía que tu chica era mayor.

– No. Ésta es mi vecina, Vic Warshawski. Me ha acompañado con el coche a visitar a Eddie esta tarde, para no tener que coger el tren de cercanías. Entonces nos hemos enterado de que estaba muerto. Supongo que también os habréis enterado.

– Ajá -intervino Barney, ansioso por recobrar el control de su bar-. No hacía ni cinco minutos que había estado aquí. Y le dispararon mientras volvía a casa. La mujer de éste, de Clarence, ha visto morir a Eddie. Cuando los maderos y tal han terminado de hablar con ella, ha venido a por él.

Un calvo sentado junto a Greg asintió vigorosamente con la cabeza. Era el señor Yuall o el señor Joyce. En cuanto reconfortó a su mujer después de la conmoción, se había apresurado a volver al bar de Barney para compartirlo con sus amigos.

– La señora Mohr me ha dicho que había venido aquí a ver a alguien -aventuré, esperando que nuestra buena fe estuviese ya firmemente establecida como para poder hablar.

– Eso es lo que dijo Eddie -confirmó Barney-. Estaba esperando verse con alguien aquí para almorzar. Esperó una hora y finalmente decidió que ya estaba bien. Se comió una hamburguesa solo y se fue para su casa.

– ¿Dejó algún recado, por si el hombre que estaba esperando aparecía finalmente? -pregunté.

– Sí, Barney -intervino Greg-. ¿Te acuerdas? Dijo que era uno de esos jefazos, un falso, y que estaba harto de esperar a los falsos de los jefes, así que si aparecía el tipo que le dijeras que le llamara cuando de verdad quisiera verle.

– Es verdad. Con eso de que se lo han cargado de esa forma, se me había olvidado -Barney se rascó el escaso pelo gris-. Pero ¿qué nombre dijo?

Esperé mientras hacía memoria.

– ¿Milt Chamfers? ¿O Ben Loring? -aventuré finalmente.

Barney agitó lentamente la cabeza.

– Creo que era uno de ellos. Chamfers. Creo que ése es el nombre.

Greg estuvo de acuerdo en que Chamfers era el nombre que había dicho Eddie, pero a él no le sonaba de nada. Al parecer había dejado Diamond Head antes de que entraran los nuevos propietarios. No, Eddie nunca había mencionado a Milt Chamfers antes, ni a él ni a ninguno de ellos.

– Vaya un bonito añadido que le ha puesto Eddie a su casa -terció el señor Contreras, recordando el guión que intentábamos seguir-. Ojalá yo me pudiera pagar una piscina y un Buick, y todo eso. Estuve en Diamond Head treinta y ocho años, sin contar la guerra, pero desde luego ni de broma conseguí una jubilación así.

Hubo un murmullo de aprobación alrededor de las mesas, pero Clarence explicó que Eddie había cobrado una pasta. No, que él supiera, Eddie no tenía parientes ricos. Debió de ser algún primo lejano que regresó a Alemania y se acordó de sus parientes pobres de América.

– Antes era al revés -dijo amargamente uno de los otros-. No solían ser los americanos los primos pobres de los demás.

La conversación giró en torno a las habituales quejas de los incapaces, sobre los negros, las lesbianas, los nipones y todos esos que estaban trayendo la ruina al país. El señor Contreras se tomó una copa y una cerveza para mostrarse sociable. Nos fuimos aprovechando una ola de recién llegados impacientes por comentar la muerte de Eddie. De todas formas prefería salir antes de que apareciera Conrad Rawlings. Suponiendo que la señora Mohr le comunicara la noticia de que Eddie había estado allí justo antes de su muerte.

Cuando volvimos a salir me quedé inmóvil en la acera durante un minuto.

– ¿Qué ocurre, pequeña?

– ¿Qué fue exactamente lo que le dijo a Eddie cuando le llamó?

El viejo se volvió de un carmesí oscuro.

– Le dije que lo sentía. Ya sé que parece como si yo lo hubiese mandado a la muerte. No puedes estar tan preocupada como yo, pequeña, así que dame…

– No es eso lo que quiero decir. Después de hablar con usted se alteró lo bastante como para llamar, al parecer, a Milt Chamfers, que quedó en encontrarse con él, sólo como pretexto para hacerle salir a la calle y que pudieran pegarle un tiro. ¿Qué le dijo usted?

El señor Contreras se rascó la cabeza.

– Le dije quién eras tú, quiero decir, que eras detective. Y que esa foto suya con Mitch, la de la obra benéfica, te había alborotado mucho. Y que íbamos a ir a preguntarle de dónde había sacado tanto dinero para apoyar a una gran asociación benéfica de la ciudad, cuando yo sabía de oídas que era un Caballero de Colón. Y que sólo quería darle tiempo para que se lo pensara antes. Hubiese preferido…

Vi acercarse un taxi, cosa rara en ese sector de Kedzie, y agarré el brazo del señor Contreras para acercarle al bordillo.

– ¡Eh, niña! ¿Qué haces?

– Suba… Ya hablaremos cuando estemos en otro sitio menos expuesto.

Le pedí al taxista que siguiera por Kedzie hasta que llegamos a una cabina de teléfonos, y que me esperara mientras hacía una llamada. Unas manzanas más abajo aparcó junto al bordillo.

Llamé a una agencia de alquiler de coches que conozco en el Distrito Norte llamada Rent-A-Wreck. Di con su contestador, y les conté que estaba desesperada por un coche, que estaría allí dentro de media hora y esperaba que mientras tanto hubieran comprobado sus mensajes. Rent-A-Wreck es una empresa cutre que llevan un par de mujeres desde su casa, con los coches aparcados en su patio trasero. Esperaba que estuviesen simplemente cenando, y escucharan sus mensajes aunque no se pusieran al teléfono.

De vuelta en el taxi el señor Contreras y el chófer parecían haber llegado a un buen entendimiento. Ambos eran hinchas de los Sox con las desilusiones comunes a todos los aficionados al baloncesto de Chicago: mientras lamentaban la pérdida de Iván Calderón pensaban en realidad que ése era el año en que los Sox podían triunfar. Le di al taxista la dirección de Rent-A-Wreck y me recosté en el asiento, dejándoles enfrascarse en una acalorada discusión sobre si Fisk debería retirarse y darle una oportunidad a otro más joven.

Me parecía un pequeño milagro que yo aún estuviese viva. Si Milt Chamfers asesinaba a Eddie Mohr sólo por temor a lo que Eddie pudiera decirme, ¿por qué no me había pegado un tiro a mí? ¿Qué habría hecho Eddie para Diamond Head para que lo jubilaran con esa renta tan generosa, y qué no querían que revelara? No creía que Chamfers fuese el cerebro, ni en lo de pagar a Eddie Mohr ni en lo de mandar asesinarlo. Pero ¿quién había detrás de Chamfers? ¿Ben Loring, de Paragon Steel? ¿O el suegro de Dick y su hermano? Quizá todos ellos.

Cuando por fin llegamos a Rent-A-Wreck, en la avenida Cornelia, me consumía de impaciencia por actuar, por hacer algo, aunque no sabía muy bien qué. Pagué al taxista, dándole unos cuantos pavos más para que esperara en caso de que nadie contestara a nuestra llamada. Cuando Bev Cullerton salió a la puerta le hice señas al taxista. Pitó y se alejó.

– Hola, Vic. Tienes suerte de habernos pillado en casa. Callie y yo estábamos a punto de salir hacia la cafetería cuando hemos oído tu recado. ¿Has escacharrado ese extraño trasto que tienes? Tal vez podamos recomponértelo.

Sonreí.

– Esa historia remonta a la semana pasada. Sólo necesito moverme esta noche por la ciudad sin llevar a nadie pegado al culo. ¿Tienes algo para mí?

– Con el calor que hace todos quieren un coche para irse al condado de Door. Sólo nos queda uno, y no es gran cosa.

Dado el estado de la mayoría de los coches de Bev y Callie, uno que no fuera gran cosa sería un verdadero cacharro. Pero el que pide no puede exigir. Le di un billete de veinte como pago adelantado y cogí las llaves de un viejo Nova. El cuentakilómetros ya iba por su segunda revolución y el volante había sido diseñado para el entrenamiento del equipo búlgaro de levantamiento de pesas, pero Bev me aseguró que aún podía subir a ciento treinta si era necesario. Nos dio unos cojines para cubrir los mugrientos asientos y sujetó la puerta de la valla hasta que salimos del callejón.

– ¿Quiere ir a casa? -le pregunté al señor Contreras.

– Oye, escúchame, Vic Warshawski: no pensarás que me vas a arrastrar por todo Chicago y luego me vas a aparcar en casa como si pensaras que estoy chocho y no puedo entender unas cuantas frases en inglés. Quiero saber por qué has dejado ese Impala allí junto al bar de Barney y qué es todo este jaleo. Y si estás maquinando algo para esta noche más vale que yo entre en tus planes, o ya puedes quedarte esperando en el coche hasta el amanecer, porque no vas a conseguir que me baje de aquí. A no ser que estés planeando enrollarte con Conrad -esa última palabra iba envuelta en una malicia de adolescente.

– Precisamente, preferiría no volver a ver a Conrad esta noche -giré con fuerza el volante hacia la derecha y me acerqué al bordillo, para hacerle un rápido resumen de los problemas que había estado meditando durante el trayecto en taxi. Además de todo eso, me preguntaba qué podían estar haciendo Vinnie o los Pichea ahora que sabían que había descubierto su sucia estafa a los viejos del barrio. Era la primera oportunidad que tenía de contárselo al señor Contreras. Se indignó, se enfureció, y durante un rato nos distrajo su sermón contra los que se aprovechan de la gente mayor.

– Vinnie es un tío bastante nefasto -dije cuando se calmó un poco-. Quién sabe qué será capaz de maquinar para desquitarse. De todas formas, no sé cómo estoy todavía viva, si Milt Chamfers es capaz de matar a Eddie sólo para impedir que hable conmigo. Me preocupa que usted también esté corriendo peligro, sólo por andar conmigo, por lo de llamar a Eddie Mohr, lo de acompañarme a verle y todo eso.

– ¡Oh, no te preocupes por mí, pequeña! -dijo con rudeza-. No es que tenga ganas de morir, pero si alguien me pegara un tiro, no sería lo mismo que si no hubiese disfrutado de la vida. ¿Qué piensas hacer esta noche?

– Necesito encontrar un lugar con teléfono. Pero lo que realmente necesito es entrar en el despacho de Dick.

– El anterior señor Warshawski -repitió el viejo con regodeo-. Pero ¿para qué?

– Allí es donde todo se relaciona: los bonos de Diamond Head que la señora Frizell le compró a Chrissie Pichea; Chicago Settlement, y la propia Diamond Head: Dick les hizo los trámites legales. Sencillamente, no se me ocurre otra manera de hacer esa conexión sin mirar sus archivos. Y no sé cómo entrar allí.

– ¿No puedes forzar la cerradura?

– Perdí mis ganzúas en el canal la otra noche, pero ése no es el verdadero problema. En una firma importante como ésa, los empleados trabajan a todas horas. No sé cómo entrar sin que me pesquen. Y no sé de qué otra forma conseguir lo que necesito saber.

Se lo pensó durante un rato.

– Sabes, chiquilla, tengo una idea. No digo que sea una gran idea, y habrá que trabajársela un poco, pero ¿sabes quién puede entrar en esos sitios sin que nadie le preste atención?

– El personal de limpieza, pero…

– Y los obreros -me interrumpió, triunfal-. Para los jefazos, son sólo parte del mobiliario.