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– Así que te has convertido en tocóloga -se burló Lotty Herschel-. Siempre he pensado que necesitabas una profesión adicional, algo con unos ingresos más seguros. Pero en estos tiempos no te aconsejaría la obstetricia: el seguro te abrumaría.
Le di un golpecito en la cabeza.
– Lo que pasa es que no quieres que te haga la competencia. Una mujer que alcanza la cima de su profesión no puede soportar que las jóvenes trepen detrás de ella.
Max Loewenthal frunció el ceño desde el otro lado de la mesa: era la acusación más injusta que se le podía hacer a ella. Lotty, una de las mejores especialistas en perinatología de la ciudad, siempre estaba dispuesta a tender una mano a las mujeres jóvenes. Y también a los hombres.
– ¿Y qué pasa con el padre? -Michael, el hijo de Max, se apresuró a cambiar de tema-. ¿Sabes quién es? ¿Le vas a obligar a mantener a sus hijos?
– Ésa es una buena pregunta -intervino Lotty-. Si tu Peppy es como las madres adolescentes que yo conozco, no conseguirás que el padre te pase ni pizca de su pienso. Aunque tal vez su dueño ayude.
– Lo dudo. El padre es un labrador negro que vive en nuestra misma calle. Pero no me imagino a la señora Frizell cuidando de ocho cachorros. Ella ya tiene cinco perros y no sé de dónde saca el dinero para alimentarlos.
La señora Frizell era uno de los bastiones más obstinados contra el aburguesamiento de nuestro sector de la avenida Racine. Esa octogenaria era el tipo de anciana que me aterrorizaba cuando era niña. Su escaso y alborotado pelo gris formaba alrededor de su cabeza unos enmarañados mechones de duende. En invierno y en verano llevaba el mismo atavío: un vestido de algodón descolorido e informes jerseys.
Aunque su casa reclamaba a gritos una capa de pintura, no estaba al borde de la ruina. Los escalones frontales de cemento y el tejado habían sido remozados el mismo año que yo me había mudado a mi piso de cooperativa. Nunca había visto ninguna otra señal de obras en su casa y suponía vagamente que tendría algún hijo en alguna parte que se haría cargo de los problemas más acuciantes. Por lo visto, el jardín no entraba en esa categoría. Nadie cortaba en verano el tupido césped infestado de malas hierbas, y, al parecer, a la señora Frizell no le preocupaban las latas y cajetillas vacías que la gente tiraba por encima de la cerca.
Ese jardín era un punto negro para el comité local de desarrollo de la manzana, o comoquiera que se hiciesen llamar mis advenedizos vecinos. Tampoco les gustaban mucho los perros. El labrador era el único de raza; los otros cuatro eran perros callejeros cuyo tamaño se escalonaba desde el de un blanco grisáceo enorme, una réplica de Benji, hasta algo que parecía un pompón gris con patas. Los animales estaban supuestamente encerrados tras la cerca, salvo cuando la señora Frizell los sacaba con una maraña de correas, dos veces al día, pero el labrador en particular iba y venía a su antojo. Había saltado por encima de la cerca de algo más de un metro para montar a Peppy, y probablemente también a otras perras, pero la señora Frizell se resistía a creer a los indignados vecinos que se lo echaban en cara.
– Ha estado todo el día en el jardín -solía espetar. Y no sé cómo, con esa telepatía que existe entre algunos perros y sus amos, solía aparecer milagrosamente en el jardín cada vez que ella abría la puerta.
– Ése parece un problema para Sanidad -dijo enérgicamente Lotty-. ¿Una anciana sola con cinco perros? No quiero ni pensar en el olor.
– Sí -asentí, pero sin gran entusiasmo.
Lotty les ofreció postre a Michael y a su compañera, la compositora israelí Or' Nivitsky. Michael, que residía en Londres, estaba en Chicago por unos días para dar un concierto con la Sinfónica de Chicago. Esa noche daba un recital como solista en el Auditorio a beneficio de Chicago Settlement, un grupo de asistencia a los refugiados. Había sido la obra benéfica predilecta de la esposa de Max, Theresz, antes de su muerte, nueve años atrás; Michael le dedicaba su recital de esa noche. Or' tocaba el oboe en un concierto para oboe y violonchelo que había escrito a la memoria de Theresz Loewenthal.
Or' rechazó el postre.
– Son los nervios de antes del estreno. Y además, tengo que cambiarme.
Michael ya estaba elegantísimo con su frac, pero Or' se había traído su traje para el concierto a casa de Lotty.
– Así puedo fingir el mayor tiempo posible que se trata de una velada normal y disfruto de mi cena -había explicado en su lacónico inglés británico.
Mientras Lotty se apresuraba a abrochar el vestido a Or', Michael bajó con su violonchelo a por el coche. Yo recogí los platos de la cena y puse agua para el café, pensando más en la señora Frizell que en el estreno de Or'.
Me había negado a firmar una petición exigiendo que cortara su hierba y atara a los perros. Un abogado que había reformado la casa de enfrente de la suya quería llevarla a los tribunales y obligar a la municipalidad a llevarse los perros. Había estado por la zona tratando de recabar apoyo. Mi edificio estaba bastante dividido: Vinnie, el estirado empleado de banca que vivía en la planta baja, se había apresurado a firmar, así como los coreanos del segundo piso; tenían tres niños y les preocupaba que los perros pudieran morderles. Pero el señor Contreras, Berit Gabrielsen y yo nos opusimos firmemente a la idea. Aunque hubiese deseado que la señora Frizell neutralizara al labrador, los perros no eran una verdadera amenaza. Sólo una pequeña molestia.
– ¿Te preocupan los cachorros? -Max apareció a mis espaldas mientras yo estaba sumida en mis pensamientos junto a la pila de la cocina.
– No, no exactamente. Además, viven con el señor Contreras, así que no los voy a tener de estorbo. Detesto extasiarme con ellos como él, porque tener que llevarlos aquí y allá para las vacunas y todo lo demás va a ser suficiente pesadilla. Y luego encontrarles dueño, y enseñar a los que no podamos regalar… Pero son adorables.
– ¿Quieres que ponga un anuncio en la hoja informativa del hospital? -ofreció Max. Era el director administrativo del Beth Israel, adonde Lotty enviaba a sus pacientes de perinatología.
Mientras le daba las gracias, Or' entró majestuosamente en la cocina, resplandeciente en un suave crespón color antracita que se le pegaba al cuerpo como si fuese hollín. Besó a Max en la mejilla y me tendió la mano.
– Me alegro de conocerte, Victoria. Confío en que te veremos después de la velada.
– Buena suerte -respondí-. Estoy impaciente por escuchar tu nuevo concierto.
– Sé que te impresionará, Victoria -intervino Max-. He estado escuchando los ensayos toda la semana -Michael y Or' se habían alojado en su casa en Evanston.
– Sí, eres un ángel, Max, por aguantar nuestros tacos y nuestros chirridos durante seis días. Hasta luego.
Eran sólo las seis; el concierto no empezaba hasta las ocho. Los tres que quedábamos comimos peras escalfadas con crema de almendras y nos recreamos tomando café en el claro y despejado salón de Lotty.
– Espero que Or' haya hecho algo aceptable en honor a Theresz -dijo Lotty-. Vic y yo fuimos a oír al Conjunto de Cámara Contemporáneo tocar un octeto y un trío de ella y salimos las dos con dolor de cabeza.
– No he oído la obra entera tocada correctamente, pero creo que quedarás complacida. Ha hecho un trabajo algo doloroso en ésta, ha encarado el pasado de una forma en que muchos israelíes contemporáneos se niegan a hacerlo -Max consultó su reloj-. Creo que debo de tener también los nervios del estreno, pero me gustaría que saliéramos temprano.
Conduje yo. Max le había dejado su coche a Michael y ninguna persona en su sano juicio dejaría oficiar de chófer a Lotty. Max ocupó cortésmente el pequeño asiento trasero que ofrecía el Trans Am. Se inclinó hacia delante para hablar con Lotty por encima del respaldo, pero una vez que estuvimos en la calzada del Lago no pude oírles con el ruido del motor. Cuando giré por Monroe y me detuve en el semáforo entre la calzada Interior y la avenida Congress, pude captar retazos de la conversación. Lotty estaba furiosa por algo que tenía que ver con Carol Alvarado, su enfermera y su brazo derecho en la clínica. Max no estaba de acuerdo con ella.
Las luces cambiaron antes de que pudiese averiguar en qué consistía el problema. Bajé por Congress hacia la obra maestra de Louis Sullivan. Lotty apartó la cara de Max para amonestarme severamente por la velocidad con que había doblado la esquina. Miré a Max por el espejo retrovisor; sus labios apretados formaban una sola línea. Esperé que no estuviesen planeando una disputa de envergadura en honor de la velada. Y además, ¿qué clase de desacuerdo podían tener respecto a Carol?
En el semicírculo donde concurrían Congress y la avenida Michigan entramos en un atasco. Los coches que se dirigían al sur, hacia el estacionamiento subterráneo, se entremezclaban con los que intentaban parar junto a la entrada del teatro. Un par de agentes dirigían frenéticamente el tráfico, disuadiendo a golpes de silbato a los que intentaban parar junto al bordillo frente al Auditorio.
Me acerqué al borde de la calzada.
– Os dejaré aquí e iré a aparcar, jamás llegaremos a tiempo si intento atravesar esto.
Max me tendió mi entrada antes de desatrancarse del asiento trasero. Aunque había puesto una manta para tapar las huellas de Peppy, pude ver unos pelos de un rojo dorado sobre su esmoquin mientras bajaba del coche. Puse cara de circunstancias y miré furtivamente la falda del traje de chaqueta color coral de Lotty. También llevaba unos cuantos pelos. Sólo me cabía esperar que su preocupación hiciera que se olvidaran de su vestimenta.
Cambié bruscamente de sentido, ignorando un silbato indignado, y conduje otra vez el Trans Am hasta Monroe, al estacionamiento norte. Sólo había algo más de medio kilómetro desde allí al Auditorio, pero llevaba falda larga y tacones altos, atuendo que no era el más indicado para una carrerita. Me deslicé junto a Lotty en el palco que Michael nos había reservado justo en el momento en que se apagaban las luces.
Con aire adusto y distante en su frac, Michael subió al escenario. Abrió el recital con las Variaciones sobre Don Quijote de Strauss. El teatro estaba lleno -por lo que fuese, Chicago Settlement se había convertido en una asociación benéfica de moda-, pero no era un público melómano. Sus conversaciones y susurros creaban un zumbido de fondo, y no dejaban de aplaudir en las pausas entre las variaciones. Michael fruncía el ceño cada vez que rompían su concentración. En un momento dado volvió a tocar los trece últimos compases del trozo anterior, sólo para ser interrumpido de nuevo. Entonces hizo un gesto irritado de despedida y tocó las dos últimas variaciones sin detenerse a respirar. El público aplaudió cortésmente, pero sin entusiasmo. Michael ni siquiera saludó, sino que salió rápidamente de escena.
La siguiente interpretación obtuvo una respuesta más entusiasta: la Coral Infantil de Chicago Settlement interpretó una serie de cinco canciones folclóricas. La coral mantenía rigurosamente el tono y los niños cantaban con deliciosa nitidez, pero fue su apariencia lo que hizo que el teatro se viniera abajo. Algún genio de las relaciones públicas pensó que el atuendo indígena se vendería mejor que los trajes de un coro, así que centelleantes túnicas y chaquetas de terciopelo afganas resplandecían junto a los blancos vestidos bordados de las niñas salvadoreñas. El público rugió pidiendo un bis y se puso en pie para ovacionar a los solistas, un chico etíope y una chica iraní.
Durante el descanso dejé a Max y a Lotty en el palco y me dirigí al vestíbulo para admirar los trajes de los parroquianos: estaban engalanados con mayor colorido aún que los niños. Tal vez al quedarse solos Lotty y Max resolvieran sus diferencias. El carácter arisco de Lotty produce estallidos esporádicos en todas sus relaciones. No quería ser partícipe de ningún conflicto que pudiese tener con Carol.
Al salir del palco me enganché el tacón en el bajo de la falda. No estaba acostumbrada a moverme con traje de noche. Siempre se me olvidaba que tenía que acortar el paso; cada pocos pasos tenía que detenerme a desenganchar el tacón del delicado tejido.
Había comprado la falda para la fiesta de Navidad del bufete de abogados de mi marido, durante mi breve matrimonio, trece años atrás. La fina lana negra, profusamente bordada de plata, no podía compararse con el traje hecho a medida de Or', pero era mi atuendo más elegante. Con una blusa de seda negra y las cuentas de brillantes de mi madre conformaba un respetable atavío para un concierto, pero carecía del espectacular acierto de la mayoría de los trajes que vi en el vestíbulo.
Me fascinó sobre todo un vestido de satén color bronce cuyo canesú recordaba un peto romano, salvo que estaba abierto hasta la cintura. No podía dejar de preguntarme cómo su dueña conseguía evitar que sus pechos se desbordaran por el medio. Almidón tal vez, o cinta adhesiva.
Cuando sonó el timbre que anunciaba el final del descanso, la mujer del peto se dirigió hacia mí. Estaba pensando que la gargantilla de diamantes no pegaba con el vestido, que no era más que la oportunidad de ostentar riqueza para alguien con ideas a lo Donald Trump sobre adornos femeninos, cuando el tacón volvió a enganchárseme en la falda. Mientras me giraba para liberarme, un hombre con esmoquin blanco corrió hacia nosotras desde el otro extremo del vestíbulo.
– ¡Teri! ¿Dónde te habías metido? Quería presentarte a unas personas.
La clara y autoritaria voz de barítono, con un leve deje de irritación, me propinó tal susto que perdí el equilibrio y caí delante de otra mujer recamada de diamantes. Cuando logró desenredar sus tacones de mi hombro e intercambiamos glaciales disculpas, Teri y su escolta ya habían desaparecido en el teatro.
Pero conocía esa voz: me había despertado todas las mañanas durante veinticuatro meses: seis meses de erotismo dulcemente atormentado cuando estábamos terminando Derecho y preparándonos para la abogacía, y dieciocho de simple tormento después de casarnos. Era como si, al llevar mis mejores galas de aquella extraña época, hubiese invocado su aparición.
Se llamaba Richard Yarborough. Era socio de Crawford-Mead, una de las más importantes firmas de Chicago. No sólo socio, sino notable mandamás en una empresa entre cuyos clientes se contaban dos antiguos gobernadores y la mayor parte de los dueños de las quinientas mayores fortunas de Chicago.
Yo sólo conocía esos hechos porque Dick solía recitarlos durante el desayuno con la devoción de un guía mostrando las reliquias de una catedral. Lo hubiese hecho también durante la cena, pero yo no estaba dispuesta a esperar para cenar con él hasta medianoche, cuando por fin terminaba de hacer reverencias a los prestigiosos dioses por ese día.
Eso resume en cierta forma las causas de nuestra ruptura: el que no me impresionara lo suficiente el poder y el dinero en que nadaba y su repentino deseo de que abandonase todo y me convirtiera en una esposa japonesa cuando terminamos los estudios y empezamos a trabajar. Incluso antes de nuestra separación formal, Dick se había dado cuenta de que una esposa era parte importante de sus valores, y de que debió casarse con alguien con más influencia de la que jamás podría tener la hija de un poli patrullero y de una inmigrante italiana. No era el origen italiano de mi madre lo que le molestaba, sino el tufillo a miseria de los inmigrantes que se me había pegado. Lo dejó muy claro cuando empezó a aceptar invitaciones a la finca de Peter Felitti en Oak Brook, mientras yo hacía mis guardias del sábado en el tribunal de mujeres.
– Te he excusado, Vic, y además, no creo que tengas ropa adecuada para el tipo de fin de semana que están proyectando los Felitti.
Nueve meses después de nuestra sentencia firme de divorcio, él y Teri Felitti se casaron con gran alharaca de encajes y damas de honor. La relevancia financiera del padre de ella convirtió el desposorio en una noticia de primera plana, y no pude resistir leer todos los detalles. Por eso sé que entonces ella sólo tenía diecinueve años, nueve menos que él. Dick había cumplido los cuarenta el año anterior; me pregunté si a sus treinta y dos años Teri no estaría empezando a parecerle vieja.
Nunca la había visto antes, pero entendí por qué Dick la consideró un mejor ornato que yo para Crawford-Mead. En primer lugar, no estaba tendida en el suelo mientras los acomodadores cerraban las puertas de acceso a la sala; y además, no tuvo que correr, sujetándose el bajo sucio de la falda para no enganchárselo con los tacones, para poder entrar antes de que cerraran.