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Cuando hablan los jefazos

Mi sueño estuvo salpicado de pesadillas sobre el peor trabajo que tuve, tratando de vender libros de Time-Life por teléfono, a principios de los setenta, con la salvedad de que en mis sueños me perseguía un implacable especialista en ventas telefónicas. En cierto momento creo que descolgué realmente el teléfono y grité: «No quiero comprar nada ahora». Lo colgué con fuerza sólo para volver a oírlo sonar.

Me incorporé en la cama. Sólo era la una y media y mi boca parecía una fábrica de bolas de algodón. Estaba sonando el teléfono. Lo miré con malevolencia, pero finalmente lo cogí.

– ¿Sí?

– ¿Es V. I. Warshawski? ¿Por qué coño me acabas de colgar? Llevo toda la mañana intentando localizarte.

– No formo parte de su plantilla, señor Loring. No me preocupa ser rápida y eficaz para complacerle.

– No me vengas con ese rollo, Warshawski. Ayer me estuviste dando bastante la tabarra, amenazándome con que los asuntos de Paragon iban a salir en la prensa si no hablaba contigo. No puedes tirar la piedra y luego dejarme colgado.

Le hice una mueca al teléfono.

– Muy bien. Hablemos.

– No por teléfono. Si sales ahora, podemos vernos en Lincolnwood dentro de media hora.

– Sí, pero hoy no tengo intención de salir de la ciudad. Puede estar aquí en media hora si sale ahora.

Le sentó fatal. Todos los jefazos odian que no saltes a la primera en cuanto dan una orden. Pero no podía abandonar mi base, aun suponiendo que mi entumecido cuerpo quisiera empezar a moverse. Entre Vinnie y Dick algo iba a suceder muy pronto. Y yo quería estar presente.

Terminé la conversación dándole a Loring las indicaciones para encontrar mi casa.

– Y por cierto, ¿cómo ha conseguido mi número de teléfono? No está en el listín.

– Ah, ¿eso? Llamé a alguna gente para indagar sobre ti y me remitieron a Daraugh Graham, de Continental Lakeside. Él me lo dio.

La sempiterna red de los jefazos ataca de nuevo.

Llegué a trompicones al cuarto de baño para cepillarme los dientes y acabar con el algodón. Si sólo tenía media hora, necesitaba más mis ejercicios que un café. Como aún no había repuesto mis zapatillas de correr, me entregué a fondo a mis tablas, trabajando mucho más con mis pesas que de costumbre. Me llevó sus buenos cuarenta minutos pero mi cabeza parecía más despejada, como si estuviese dispuesta a funcionar un poco si se la requería.

Me duché y me vestí. Rebusqué en el batiburrillo del armario del pasillo y desenterré un viejo par de zapatillas de correr. Databan de cinco o seis años atrás y estaban demasiado gastadas como para correr en serio, pero seguían siendo más cómodas que los mocasines que había estado llevando.

Como Loring seguía sin aparecer, me hice café y un tentempié. Después de los huevos fritos de las seis de la mañana, era hora de volver a un régimen más sano. Sofreí algo de tofu con espinacas y champiñones y me lo llevé al cuarto de estar junto con la Smith & Wesson. No es que me esperara en realidad un ataque por parte de Loring, pero no quería tampoco comportarme como una perfecta imbécil a esas alturas. Escondí la pipa bajo una pila de papeles sobre el sofá y me senté al lado, cruzada de piernas.

Iba por la mitad de mi tofu cuando me llamó Luke Edwards para decirme que el Trans Am estaba listo. Me hizo el lúgubre relato de lo cerca que había estado el paciente de la muerte, y de su resurrección gracias únicamente a sus heroicos esfuerzos.

– Puedes venir hoy a recogerlo, Warshawski. En realidad, espero que vengas, necesito recuperar el Impala. Tengo a alguien que quiere comprarlo.

Con un sobresalto de culpabilidad, recordé que había dejado el Impala al volver la esquina del bar de Barney, en la calle Cuarenta y uno. Con todo el tráfico de camiones que iba y venía de los almacenes de por allí, esperaba con todas mis fuerzas que el bebé de Luke aún estuviera entero. Calculé el tiempo. Si Loring llegaba pronto podría salir sobre las cuatro, pero tendría que ir hasta el sur en un transporte público, o de lo contrario me tocaría volver después a por el Nova de Rent-A-Wreck.

– No creo que pueda antes de las seis, Luke.

– Aquí tengo mucho en que ocuparme, Warshawski. Te estaré esperando.

Cuando colgó miré otra vez mi reloj. Eran ya casi las tres, supuse que Loring tenía que demostrar que podía tenerme esperando, ya que le hacía venir hasta el sur. Los egos de los jefazos son una característica de mi trabajo mucho más desagradable que los ocasionales matones.

Llamé a un amigo mío que era un importante asesor del Departamento de Trabajo, y tuve la suerte de encontrarlo en su oficina.

– Jonathan, soy V. I. Warshawski.

Hacía varios meses que no habíamos hablado. Tuvimos que pasar por el ritual de discutir de béisbol -Jonathan, que se había criado en Kansas City, tenía una lamentable afición por los Royals- antes de que le pudiera preguntar lo que quería saber. Se lo planteé como un montaje hipotético: una compañía quiere convertir el fondo de pensiones del sindicato en anualidades y embolsarse el dinero. Consigue que los responsables del convenio colectivo, debidamente elegidos, suscriban el plan.

– Ahora, supongamos que los responsables firman sin someterlo a la votación de las bases. ¿Consideraría eso legal un tribunal?

Jonathan reflexionó un poco.

– Es un poco espinoso, Vic. Ha habido algunos casos parecidos con la ERISA, y creo que depende de cómo lleven sus asuntos los del sindicato. Si los responsables toman otras decisiones financieras sin consultar a las bases, probablemente decidirán que es legal.

La ERISA era una ley que databa de doce años atrás, supuestamente concebida para proteger los planes de pensión y de jubilación. Había generado ya más volúmenes de casos federales que los que tiene el Talmud.

– ¿Y si los responsables recibiesen, digamos, una suma sustancial para suscribir el plan?

– ¿Un soborno, de hecho? No sé. Si hubiese pruebas de un intento de expoliar al sindicato… pero si sólo se tratara de convertir un fondo de pensiones en anualidades, es posible que la ERISA lo considerara poco ético, pero no ilegal. ¿Es tan importante como para que lo compruebe?

– Sí, es bastante importante.

Prometió mirarlo para el viernes. Cuando colgué me pregunté en qué posición estaba realmente Dick. Debió de comprobar el aspecto legal antes de pedirle a Eddie Mohr que firmara lo del fondo de pensiones. Desde luego, no podía estar tan cegado por la codicia como para exponerse a ser sentenciado a la prisión federal.

Mis espinacas ya estaban demasiado frías para ser apetitosas. Me llevé el plato a la cocina. Probablemente los tipos de Diamond Head mataron a Mitch Kruger porque vio que Eddie vivía muy bien y le sonsacó cómo había recibido tanto dinero de la compañía. Y cuando Mitch apareció por allí reclamando su parte del pastel, le aporrearon la cabeza y lo tiraron al canal. ¿Significaba eso que ellos sabían que lo que habían hecho era ilegal? ¿O sólo que temían que pudiera serlo? A la gente le entra el pánico si cree que la van a desenmascarar cuando ha hecho algo de lo que se puede avergonzar. Y si los jefes transmiten su pánico a los subalternos que han contratado sólo por su fuerza bruta, puede pasar cualquier cosa. Aun así, Dick estaba caminando por la cuerda floja.

Me di cuenta de que estaba con el plato en la mano, mirando abstraídamente por la ventana de la cocina, cuando Loring tocó por fin el timbre. El señor Contreras estaba levantado y al loro: oí su implacable interrogatorio al visitante cuando abrí mi puerta.

Sólo entonces recordé la orina en el rincón de la escalera. El hedor era inconfundible, pero era ya demasiado tarde para ocuparme de eso.

Cuando Loring entró, su cara estaba fruncida por el enfado.

– ¿Quién diablos es ese viejo? ¿En qué se mete, para estar interrogándome?

– Es mi socio. Parte de su trabajo consiste en comprobar quién me visita. Me han estado espiando toda la semana, y eso nos pone nerviosos a los dos. ¿Café? ¿Vino? ¿Tofu?

– Para mí nada. No me apetece estar aquí y no quiero prolongarlo. Tu socio, ¿eh? No parece una superganga.

– Pero usted no está aquí como mi asesor comercial, ¿verdad? Yo necesito un café. Vuelvo enseguida.

La cafetera que me había preparado con el desayuno estaba fría. Me tomé unos cinco minutos para preparar otra. Cuando volví al cuarto de estar, el propio Loring estaba a punto de entrar en ebullición -un momento siempre crítico cuando se está cocinando.

– ¿Qué es lo que intentas hacerme, Warshawski? Llevo las finanzas de una gran compañía. Lo he dejado todo para verme con los miembros de nuestra junta que me podían dar luz verde para hablar contigo, y ahora me tienes aquí plantado sólo por gusto. Puede que me convenga más enfrentarme con la prensa.

– No le conviene más. Y no hace falta que yo se lo diga. Me he pasado toda la noche consultando archivos relativos a Diamond Head. He llegado a las seis y media de la madrugada y me he metido en la cama. Ahora sé…

– ¿Dónde? -inquirió-. Si has tenido acceso a los archivos de Diamond Head, ¿por qué coño me estás jodiendo a mí?

– No lo he tenido hasta anoche. El acceso, quiero decir. Ha sido pura suerte, combinada con la rama de especialidad de mi socio. Pero sigo sin saber cuál es su problema. Ahora sé que el acuerdo de conformidad cuando compraron Central States Aviation implicaba que tenían que vender Diamond Head -resumí lo que había sabido por los papeles de Dick esa noche.

– Si sabes eso, lo sabes todo -dijo Loring. Su cara seguía enfurruñada.

Sacudí la cabeza.

– ¿Cuál es el secreto? ¿Es que tuvo que firmar alguna cláusula con el Departamento de Defensa que especifica que no puede hablar de ello con los simples contribuyentes?

– No, nada de eso. ¿Qué sabes respecto al acuerdo?

– No mucho. Que tenían sesenta días para vender, y Jason Felitti apareció con una oferta que les pareció mejor que cualquier otra que les harían si esperaban. Y luego que tuvieron que ofrecer ciertas garantías de que no los apartarían del negocio.

Loring soltó una risotada.

– ¡Ojalá! No, no viste el verdadero acuerdo. O no lo leíste muy atentamente.

– No estaba tan interesada en eso como en…, bueno, en otras cosas. Y sólo tenía unas horas para mirar los archivos.

– ¿Qué otras cosas?

– Usted primero, señor Loring.

Se acercó a la ventana para enfrascarse en un debate interno. No le llevó mucho tiempo: no había venido hasta aquí en un día laborable sólo para volver con las manos vacías.

– Ya me avisó Daraugh Graham respecto a ti -comentó con menos animosidad-. Y supongo que si él confía en ti yo también puedo.

Intenté exhibir una sonrisa amistosa.

– Si te leyeras todo el acuerdo de conformidad, verías que la preocupación del Departamento de Justicia por Diamond Head iba mucho más allá de protegerlos de nosotros: teníamos que garantizar su supervivencia siguiendo proporcionándoles un mercado para sus productos. Y siguiendo proporcionándoles las materias primas.

Loring sonrió amargamente al ver que me quedaba boquiabierta.

– No se trata de algo sin precedentes. A algunas otras compañías del acero las han hundido con ese mismo tipo de trato. Pero Felitti tenía, o parecía tener, buenas credenciales. Me refiero a que cualquier industrial de Chicago conoce Amalgamated Portage. Hemos hecho negocios con ellos durante años.

– Pero Peter Felitti no quería vincular la empresa familiar con Diamond Head.

– Eso sólo lo descubrimos después. Pero no importaba. Estaba totalmente dispuesto a ayudar de otra manera: logró que Jason consiguiera una financiación de deuda. Supongo que la mayoría de los suscriptores dieron por hecho que Amalgamated Portage respaldaría a Diamond Head, y de hecho, lo hicimos. No hubiese importado, si Jason hubiera sido honesto.

– Entonces, ¿qué es lo que ha estado haciendo? ¿Pidiéndoles material que no necesita y vendiéndolo en el mercado negro? ¿Por qué no acudieron a los federales?

– No teníamos ninguna prueba… ¿Queda café? Me temo que he estado un poco brusco antes.

Le sonreí.

– Puedo hacer más, pero tendrá que esperar, a menos que no le importe venir a la cocina.

Me siguió hasta el fondo del apartamento. Metí el plato de tofu frío en la pila y puse más agua a hervir. Loring quitó los papeles que había en una silla y los dejó en el suelo para poder sentarse.

– Cuando apareciste el miércoles con ese cuento de que sabías que estábamos financiando a Felitti, pensé que trabajabas para él, que podías estar intentando sacarnos algo más. Pero cuando llamaste el jueves diciendo lo de las bobinas de cobre, entonces supe lo que estaban haciendo.

Vertí el agua hirviendo en el filtro del café.

– Podían haber contratado a un detective y haber tenido esa información hace un año. ¿Por qué no lo hicieron?

Sacudió la cabeza con impotencia.

– Siempre hemos recibido informes completos de sus interventores. Y estaban respaldados por un bufete de abogados muy reputado. A mí no me gustaba, pero nunca pensé…

– Un detective les hubiera dicho enseguida que el importante socio que manejaba las ventas era el yerno del hermano de Jason Felitti. Entonces se habrían empezado a preocupar por el conflicto de intereses.

– Está bien. Contrataré a un detective para el caso. ¿Cuánto cobras?

– Cincuenta dólares a la hora y todos los gastos extras.

– Cobras demasiado barato, Warshawski. Pero puede que te contrate.

Le enseñé los dientes.

– Y puede que yo esté disponible.

– Lo siento, lo siento, lo he expresado mal. En serio, hablaré con la junta mañana. Ahora te toca a ti. ¿Qué era eso que te interesaba tanto? ¿Ese hombre muerto que mencionaste el otro día?

– Exacto -le hice una concisa descripción de Mitch Kruger y de Eddie Mohr, y de lo que me había enterado esa noche por los archivos de Dick.

– Jason Felitti no ha hecho más que trapicheos -dijo Loring cuando terminé-. Era demasiado ignorante para urdir un verdadero plan. Me sacaba mercancías y las robaba, estafó al sindicato con su fondo de pensiones, le endosaba los bonos a una asociación benéfica…, todo eso no son más que forcejeos.

– Sí. No es ningún cerebro del crimen. Ni siquiera un as de la bancarrota, como sospeché originalmente. Sólo un torpe incompetente que quería demostrar que era tan grande como su hermano. El problema está en que no sé por dónde puedo pillarles para acusarles de asesinato. Y eso me preocupa más que su problema de rapiña. También me preocupa lo del fondo de pensiones. No me gusta que a la gente inocente que no tiene nada que ver la despojen de sus derechos.

A Loring, por supuesto, sólo le preocupaba proteger los intereses de Paragon. Quería que lo dejara todo y que elaborara un plan de vigilancia para conseguir las pruebas definitivas de que Diamond Head estaba revendiendo la materia prima de Paragon. Tal y como se presentaban las cosas, sólo tenía pruebas de que cargaban camiones con cobre a media noche, no de que lo revendieran ni de que estuvieran implicados los directivos de Diamond Head.

Le dejé argumentar su caso mientras buscaba respuestas a mis propios problemas, pero a las cuatro y media lo acompañé a la puerta.

– Ha tardado tanto en llegar que me ha retrasado todo mi horario. Necesito ponerme en marcha. Puede llamarme mañana después de hablar con su junta.

– Entonces, ¿llevarás el caso si aprueban que te contrate?

– No lo sé. Pero no lo puedo discutir hasta saber si es un cliente serio o no.

No le gustó, pero cuando vio que no iba a cambiar de parecer se fue por fin, arrugando la cara de asco por el hedor de las escaleras. Me quedé el tiempo suficiente como para enfundarme la Smith & Wesson antes de dirigirme al tren de cercanías.